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Siempre trataba de convencerla de que le dejara desayunar solo y siguiera durmiendo. No dio su brazo a torcer. Tomás trabajaba desde las siete hasta las cuatro y ella desde las cuatro hasta medianoche. Si no desayunase con él, no hubieran podido charlar más que los domingos. Por eso se levantaba a la misma hora que él y, cuando se marchaba, volvía a acostarse y seguía durmiendo.

Pero esta vez tenía miedo de quedarse dormida porque a las diez quería ir a la sauna en los baños de la isla de Zofín. Había muchos candidatos, poco sitio y la única manera de entrar era con enchufe. Por suerte, la que vendía las entradas era la mujer de un profesor al que habían echado de la universidad. El profesor era amigo de un antiguo paciente de Tomás. Tomás se lo dijo al paciente, el paciente se lo dijo al profesor, el profesor se lo dijo a su mujer y Teresa tenía siempre, una vez por semana, una entrada reservada.

Iba a pie. Odiaba los tranvías permanentemente repletos, en los que los pasajeros se apretujaban en abrazos llenos de odio, se pisaban los pies, se arrancaban los botones de los abrigos y se gritaban insultos.

Lloviznaba. Los apresurados peatones abrían los paraguas y en un momento la acera estuvo repleta. Los paraguas chocaban unos contra otros. Los hombres eran amables y, cuando pasaban junto a Teresa, levantaban la empuñadura del paraguas por encima de la cabeza para que pudiera pasar. Pero las mujeres no se apartaban. Miraban hacia delante con dureza y cada una de ellas esperaba que la otra reconociese su debilidad y retrocediese. El encuentro entre paraguas era una prueba de fuerzas. Teresa al principio se apartaba, pero cuando comprendió que su amabilidad nunca era correspondida, cogió el paraguas con la misma firmeza que las demás. Varias veces chocó violentamente contra el paraguas de enfrente, pero nadie dijo «disculpe». Por lo general nadie decía nada, dos o tres veces oyó decir «¡imbécil!» o «¡mierda!».

Entre las mujeres que iban armadas de paraguas las había jóvenes y viejas, pero las más decididas luchadoras eran precisamente las jóvenes. Teresa recordó los días de la invasión. Las muchachas con minifaldas llevaban mástiles con banderas nacionales. Aquél era un atentado sexual contra los soldados, mantenidos durante varios años en régimen de abstinencia. Debían sentirse en Praga como en un planeta inventado por un autor de ciencia ficción, un planeta de mujeres increíblemente elegantes que demostraban su desprecio subidas a unas piernas largas y hermosas como no se habían visto en toda Rusia durante los cinco o seis últimos siglos.

Hizo entonces muchas fotos de aquellas mujeres jóvenes con los tanques al fondo. ¡Las admiraba! Y precisamente esas mismas mujeres eran las que chocaban hoy con ella, insolentes y malvadas. En lugar de banderas llevaban paraguas, pero los llevaban con el mismo orgullo. Estaban dispuestas a luchar contra un ejército enemigo con la misma obstinación que contra un paraguas que no está dispuesto a cederles el paso.