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Todos los amigos de Franz sabían de Marie-Claude y todos sabían de su estudiante con grandes gafas. Pero de quien no sabían era de Sabina. Franz se equivocaba al pensar que su esposa hablaba de ella con sus amigas. Sabina era una mujer hermosa y Marie-Claude no quería que la gente comparara mentalmente la cara de las dos.

Él temía que los descubriesen y por eso nunca tuvo ningún cuadro suyo, ningún dibujo, ni siquiera una pequeña fotografía. De modo que desapareció de su vida sin dejar huella. No existían pruebas tangibles de que hubiera pasado con ella el mejor año de su vida.

Por eso le gustaba aún más serle fiel.

Cuando se quedan solos en la habitación, su joven amante levanta a veces la vista del libro y le mira inquisitivamente: «¿En qué piensas?», pregunta.

Franz está sentado en el sillón y tiene los ojos fijos en el techo. Cualquiera que sea la respuesta que le dé, seguro que piensa en Sabina.

Cuando publica algún trabajo en una revista especializada, su estudiante es la primera lectora y quiere discutirlo con él. Pero él piensa en qué diría Sabina si lo leyese. Todo lo que hace lo hace para Sabina y lo hace de modo que le guste a Sabina.

Es una infidelidad muy inocente, como hecha a medida para Franz, que nunca sería capaz de hacerle daño a la estudiante de las gafas. El culto a Sabina era para él más una cuestión de religión que de amor.

Además, de la teología de esa religión se desprende que su joven amante le ha sido enviada por Sabina. Por eso entre su amor terrenal y su amor celestial reina una paz absoluta. Y si el amor celestial contiene necesariamente (por ser celestial) una elevada proporción de elementos inexplicables e incomprensibles (recordemos el diccionario de palabras incomprendidas, ¡esa larga lista de malentendidos!), su amor terrenal está basado en una verdadera comprensión.

La estudiante es mucho más joven que Sabina, la composición musical de su vida está apenas esbozada y en ella incluye, agradecida, motivos tomados de Franz. La Gran Marcha de Franz también es su credo. La música es para ella una embriaguez dionisíaca, igual que para él. Van con frecuencia a bailar. Viven en la verdad, nada de lo que hacen ha de ser secreto para nadie. Frecuentan la compañía de amigos, compañeros y hasta personas desconocidas, disfrutan estando, bebiendo y charlando con ellos. Con frecuencia hacen excursiones a los Alpes. Franz se agacha, la muchacha salta sobre su espalda y él corre llevándola por los prados y recitando a gritos un largo poema alemán que le enseñó su mamá cuando era niño. La muchacha se ríe, se abraza a su cuello y admira sus piernas, su espalda y su torso.

Lo único que a ella se le escapa es la particular simpatía que siente Franz por ese país ocupado por los rusos. En el aniversario de la ocupación, una especie de sociedad checa de Ginebra organiza una celebración conmemorativa. En la sala hay poca gente. El orador tiene el pelo cano ondulado, de peluquería. Lee un largo discurso que aburre hasta a los pocos entusiastas que han ido a oírlo. Habla en un francés sin faltas pero con un acento terrible. De vez en cuando, para subrayar una idea, levanta el dedo índice, como si amenazara a la gente que está en la sala.

La chica de las gafas está sentada al lado de Franz, tratando de no bostezar. En cambio Franz sonríe feliz. Mira al hombre de pelo cano, que le resulta simpático con su curioso dedo índice y todo. Le parece que ese hombre es un mensajero secreto, un ángel, que mantiene la comunicación entre él y su diosa. Cierra los ojos tal como los cerraba encima del cuerpo de Sabina en quince hoteles europeos y uno norteamericano.