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Durante más de veinte años había visto en su mujer a su madre, a un ser dulce al que es necesario defender; aquella idea estaba demasiado arraigada en él como para que pudiera librarse de ella en dos días. Al regresar a casa sintió remordimientos, tuvo miedo de que tras su partida se hubiera derrumbado y estuviera torturada por la tristeza. Abrió tímidamente la puerta, entró en su habitación. Se detuvo un momento en silencio, escuchando: sí, estaba en casa. Tras un momento de duda fue a verla para saludarla, como era su costumbre.

Alzó las cejas con una sorpresa fingida:

—¿Has vuelto aquí? —«¿Y adónde iba a ir?», tuvo ganas de decir (con auténtica sorpresa), pero no dijo nada. Ella continuó—: Para que todo quede claro. No tengo nada en contra de que te traslades en seguida a su casa.

Cuando se lo confesó todo, el día de la partida, no tenía un plan preciso. Estaba dispuesto a discutir amistosamente al regreso cómo hacer las cosas para causarle el menor daño posible. Pero no contaba con que ella misma insistiese fría y obstinadamente en que se fuese.

A pesar de que aquello le facilitaba las cosas, no pudo evitar la decepción. Toda la vida había tenido miedo de herirla y sólo por eso se había impuesto voluntariamente la disciplina de una monogamia idiotizante. ¡Y al cabo de veinte años de pronto comprueba que sus reparos han sido completamente inútiles y que se había privado de otras mujeres sólo por culpa de un malentendido!

Por la tarde tenía una clase y de la universidad fue directamente a casa de Sabina. Quería pedirle que le permitiese quedarse en su casa por la noche. Llamó al timbre pero no abrió nadie. Se fue al bar de enfrente y estuvo durante mucho tiempo mirando hacia la entrada de su casa.

Había anochecido ya y él no sabía qué hacer. Toda su vida había dormido con Marie-Claude en la misma cama. Si ahora regresara a casa, ¿dónde se acostaría? Podría acostarse, por supuesto, en el tresillo de la habitación contigua. ¿Pero no sería un gesto exagerado? ¿No parecería una manifestación de enemistad? ¡Él quiere seguir siendo amigo de su mujer! Pero acostarse a su lado tampoco era posible. Podía oír por adelantado su irónica pregunta: cómo no prefiere dormir en la cama de Sabina. Por eso buscó una habitación en un hotel.

Al día siguiente volvió a llamar en vano a la puerta de Sabina durante todo el día.

Al tercer día fue a ver a la portera. No sabía nada y le indicó que se dirigiera a la propietaria de la casa, que era quien le había alquilado el estudio a Sabina. La llamó por teléfono y se enteró de que Sabina había rescindido el contrato dos días antes.

Fue varios días más a ver si localizaba a Sabina en su casa hasta que un día encontró la casa abierta, tres hombres vestidos con monos cargaban los muebles y los cuadros en un gran camión de mudanzas aparcado delante de la casa.

Les preguntó adónde llevaban los muebles.

Le contestaron que tenían orden expresa de mantener en secreto la dirección.

Ya estaba a punto de ofrecerles unos cuantos billetes para que le desvelaran el secreto, cuando de repente sintió que no tenía fuerzas para hacerlo. La tristeza lo había paralizado por completo. No entendía nada, no era capaz de explicarse nada, lo único que sabía era que había estado esperando aquel momento desde el instante en que conoció a Sabina. Había pasado lo que tenía que pasar. Franz no se resistía.

Encontró un piso pequeño en el casco antiguo. En un momento en que sabía que no iban a estar ni la mujer ni la hija, visitó su antiguo hogar para llevarse la ropa y los libros más importantes. Se cuidó mucho de no coger nada que pudiera hacerle falta a Marie-Claude.

Un día la vio a través del cristal de una cafetería. Estaba sentada con otras dos señoras y su cara, en la que una gesticulación incontrolada había marcado hace tiempo muchas arrugas, se movía temperamentalmente. Las damas la escuchaban y se reían sin parar. Franz tenía la impresión de que les estaba hablando de él. Seguro que se habría tenido que enterar de que Sabina había desaparecido de Ginebra precisamente en la misma época en que Franz decidió irse a vivir con ella. ¡Era una historia verdaderamente cómica! No podía extrañarse de ser objeto de diversión de las amigas de su mujer.

Regresó a su piso, hasta donde llegaba cada hora el sonido de las campanas de la iglesia de Saint-Pierre. Aquel mismo día le habían traído la mesa de la tienda. Olvidó a Marie-Claude y a sus amigas. Y por un momento olvidó también a Sabina. Se sentó a la mesa. Estaba contento de haberla elegido él mismo. Había vivido veinte años rodeado de muebles que no había elegido él. De todo se encargaba Marie-Claude. En realidad es la primera vez que dejaba de ser un muchacho y se independizaba. Al día siguiente había quedado con el carpintero para que le hiciese una librería. Llevaba ya varias semanas entretenido dibujando su forma, tamaño y ubicación.

Entonces se percató con sorpresa de que no era desdichado. La presencia física de Sabina era mucho menos importante de lo que había supuesto. Lo importante era la huella dorada, la huella mágica que había dejado en su vida y que nadie podría quitarle. Antes de desaparecer de su vista tuvo tiempo de poner en sus manos la escoba de Hércules, con la cual barrió de su vida todo lo que no quería. Aquella inesperada felicidad, aquella comodidad, aquel placer que le producían la libertad y la nueva vida, ése era el regalo que le había dejado.

Por lo demás, siempre prefería lo irreal a lo real. Del mismo modo en que se sentía mejor en las manifestaciones (que como ya he dicho son sólo teatro y sueño) que en la cátedra desde la que les daba clase a sus alumnos, era más feliz con la Sabina que se había convertido en una diosa invisible que con la Sabina con la que recorría el mundo y por cuyo amor temía constantemente. Le había dado la inesperada libertad del hombre que vive solo, le había regalado la luz de la seducción. Se había vuelto atractivo para las mujeres; una de sus alumnas se enamoró de él.

Y así, en un período de tiempo increíblemente breve, se transformó por completo el escenario de su vida. Hasta hacía poco tiempo vivía en una gran casa burguesa con criada, hija y esposa, y ahora reside en un piso pequeño del casco antiguo y su joven amante se queda a dormir en su casa casi todos los días. No necesita recorrer con ella los hoteles de todo el mundo y puede hacer el amor con ella en su propio piso, en su propia cama, en presencia de sus libros y de su cenicero que está encima de la mesa de noche.

¡La chica no era ni guapa ni fea, pero era tanto más joven que él! Y admiraba a Franz igual que hasta hacía poco tiempo admiraba Franz a Sabina. Aquello no era desagradable. Y si acaso podía interpretar el haber cambiado a Sabina por una estudiante con gafas como una pequeña degradación, su bondad era suficiente como para que la nueva amante hubiera sido bien recibida, para que sintiera por ella un amor paternal que antes nunca había podido satisfacer debido a que Marie-Anne no se comportaba como una hija, sino como una segunda Marie-Claude.

Un día visitó a su esposa y le dijo que le gustaría volver a casarse.

Marie-Claude hizo un gesto negativo con la cabeza.

—¡Pero si el divorcio no va a cambiar nada! ¡No pierdes nada! ¡Te dejo todas las propiedades!

—No se trata de las propiedades —dijo.

—Entonces, ¿de qué se trata?

—Del amor —sonrió.

—¿Del amor? —se extrañó.

—El amor es un combate —sonreía Marie-Claude—. Combatiré todo lo que sea necesario. Hasta el final.

—¿Que el amor es un combate? No tengo el menor deseo de combatir —dijo Franz y se marchó.