Sabina se sentía como si Franz hubiera forzado la puerta de su intimidad. Como si de pronto se hubieran asomado la cabeza de Marie-Claude, la cabeza de Marie-Anne, la cabeza del pintor Alan y la del escultor que anda siempre apretándose el dedo, las cabezas de todas las personas que conoce en Ginebra. Se convertirá, contra su voluntad, en la rival de no sé qué mujer, que no le interesa en lo más mínimo. Franz se divorciará y ella ocupará un lugar a su lado en la cama de matrimonio. Todos podrán observarlo de cerca o de lejos, se verá obligada a hacer una especie de teatro; en lugar de ser Sabina, va a tener que desempeñar el papel de Sabina e inventar cómo se juega ese papel. El amor, cuando se hace público, aumenta de peso, se convierte en una carga. Sabina ya se encorvaba por anticipado al imaginarse ese peso.
Cenaron en un restaurante romano y bebieron vino. Ella estaba silenciosa.
—¿De verdad que no te enfadas? —preguntó Franz.
Le aseguró que no se enfadaba. Estaba confusa y no sabía si debía alegrarse o no. Se acordaba de su encuentro en el compartimiento del tren en Ámsterdam. Aquella vez tuvo ganas de caer de rodillas ante él y pedirle que la retuviera aunque fuera por la fuerza y que nunca la dejase ir. Aquella vez deseó que terminara de una vez ese peligroso camino de traiciones. Deseó detenerse.
Ahora trataba de evocar con la mayor intensidad posible el deseo de entonces, de invocarlo, de apoyarse en él. Era en vano. La sensación de disgusto era más fuerte.
Regresaban al hotel andando, ya de noche. Los italianos que pasaban junto a ellos hacían ruido, gritaban, gesticulaban, de modo que ellos podían andar juntos sin decir palabra y no oír su propio silencio.
Después Sabina se lavó largamente en el cuarto de baño mientras Franz la esperaba en la cama tapado con la colcha. La lamparita estaba encendida como siempre.
Al regresar del cuarto de baño la apagó. Fue la primera vez que lo hizo. Franz debía haber registrado mejor aquel gesto. No le prestó atención porque no tenía significado alguno para él. Como sabemos, prefería cerrar los ojos cuando hacía el amor.
Y debido precisamente a aquellos ojos cerrados, Sabina apagó la lamparita. Ya no quería ver aquellos párpados cerrados ni un segundo más. Los ojos, como dice el proverbio, son la ventana del alma. El cuerpo de Franz, que se movía siempre encima de ella con los ojos cerrados, era para ella un cuerpo sin alma. Parecía un cachorro que aún está ciego y emite sonidos de impotencia porque tiene sed. Franz jodiendo, con sus hermosos músculos, era como un enorme cachorro que mamase de sus pechos. ¡Además era cierto que tenía en la boca un pezón suyo como si estuviera chupeteando leche! Esa idea de que por abajo era un hombre maduro y por arriba un lactante que mamaba, de que por lo tanto estaba jodiendo con un bebé, la ponía al borde de la náusea. ¡No, ya no quiere ver nunca más cómo se mueve desesperadamente encima de ella, ya nunca más le ofrecerá su pecho como una perra a su cachorro, hoy es la última vez, irrevocablemente la última vez!
Sabía, por supuesto, que su decisión era el colmo de la injusticia, que Franz es el mejor de los hombres que jamás ha tenido, que es inteligente, que comprende sus cuadros, que es guapo, que es bueno, pero cuanto más lo sabía, más ganas tenía de violar aquella inteligencia, aquella bondad, de violar aquella fuerza impotente.
Aquella noche lo amó con mayor intensidad que nunca porque la excitaba saber que era por última vez. Hacía el amor con él y estaba ya muy lejos de allí. Volvía a oír a lo lejos la trompeta dorada de la traición y sabía que era una voz a la que no podría resistir. Le parecía que había aún ante ella un enorme espacio para la libertad, y la lejanía de aquel espacio la excitaba. Hacía el amor con Franz locamente, salvajemente, como nunca lo había hecho con él.
Franz gemía sobre su cuerpo y estaba seguro de entenderlo todo: Pese a que Sabina había estado callada durante la cena y no le había dicho lo que pensaba de su decisión, ahora le respondía. Ponía de manifiesto su alegría, su pasión, su aprobación, su deseo de vivir para siempre con él.
Se sentía como un jinete que va montado a caballo hacia un vacío maravilloso, hacia un vacío sin esposa, sin hija, sin hogar, hacia un maravilloso vacío barrido por la escoba de Hércules, hacia un maravilloso vacío que llenaría con su amor.
Ambos iban encima del otro como quien va a caballo. Ambos iban hacia la lejanía que anhelaban. Ambos estaban unidos por la traición que los liberaba. Franz iba en Sabina y traicionaba a su mujer, Sabina iba en Franz y traicionaba a Franz.