Karenin nunca había deseado ir a vivir a Suiza. Karenin odiaba los cambios. El tiempo de un perro no transcurre en línea recta, no avanza siempre hacia adelante, de una cosa a la siguiente. Transcurre en círculo como el tiempo de las manecillas del reloj, que tampoco corren enloquecidas siempre hacia adelante, sino que dan vueltas alrededor de la esfera, todos los días por el mismo camino. Bastaba que en Praga compraran una silla nueva o cambiaran de sitio una maceta para que Karenin lo registrase con disgusto. Aquello perturbaba su tiempo. Era como si alguien le estuviese cambiando permanentemente a las manecillas los números de la esfera.
A pesar de eso, pronto consiguió rehacer en la casa de Zurich el viejo orden y las viejas ceremonias. Al igual que en Praga, por las mañanas saltaba encima de la cama para darles la bienvenida al nuevo día, acompañaba luego a Teresa a hacer las compras y exigía, como en Praga, su paseo habitual.
Era el reloj de sus vidas. En los momentos de desesperanza, ella se hacía el propósito de aguantar por él, porque él era aún más débil que ella, quizás aún más débil que Dubcek y su patria abandonada.
Habían vuelto del paseo y estaba sonando el teléfono. Levantó el auricular y preguntó quién era.
Era una voz de mujer, hablaba en alemán y preguntaba por Tomás. Era una voz impaciente y a Teresa le pareció que tenía un deje de desprecio. Cuando dijo que Tomás no estaba en casa y que no sabía cuándo volvería, la mujer que estaba al otro lado del teléfono se rió y colgó sin despedirse.
Teresa sabía que no había pasado nada. Podía ser una enfermera del hospital, una paciente, una secretaria, cualquiera. Sin embargo estaba excitada y era incapaz de concentrarse. Fue entonces cuando se dio cuenta de que había perdido hasta aquel poco de fuerza que le quedaba aún en Bohemia y de que ya no era capaz de sobrellevar ni siquiera un incidente insignificante como ése.
El que está en el extranjero vive en un espacio vacío en lo alto, encima de la tierra, sin la red protectora que le otorga su propio país, donde tiene a su familia, sus compañeros, sus amigos y puede hacerse entender fácilmente en el idioma que habla desde la infancia. En Praga sólo dependía de Tomás con el corazón. Aquí depende por completo. Si la abandonase, ¿qué le pasaría? ¿Va a tener que vivir toda su vida temiendo perderlo?
Piensa: Su encuentro estuvo basado desde el comienzo en el error. La Ana Karenina que llevaba bajo el brazo era una contraseña falsa que había engañado a Tomás. Cada uno de ellos había creado un infierno para el otro, pese a que se querían. El hecho de que se quisieran demostraba que el error no residía en ellos, en su comportamiento o en la inestabilidad de sus sentimientos, sino en que no congeniaban porque él era fuerte y ella débil. Ella es como Dubcek, que hace en medio de una sola frase una pausa de medio minuto, es como su patria, que tartamudea, pierde el aliento y no puede hablar.
Pero es precisamente el débil quien tiene que ser fuerte y saber marcharse cuando el fuerte es demasiado débil para ser capaz de hacerle daño al débil.
Así se decía apretando contra su cara la cabeza peluda de Karenin: «No te enfades, Karenin. Vas a tener que volver a cambiar de casa».