Una chica que, en lugar de llegar «más alto», tiene que servir cerveza a borrachos y los domingos lavarles la ropa sucia a sus hermanos acumula dentro de sí una reserva de vitalidad que no podrían ni soñar las personas que van a la universidad y bostezan en las bibliotecas. Teresa había leído más que ellos, había aprendido de la vida más que ellos, pero nunca será consciente de eso. Lo que diferencia a la persona que ha cursado estudios de un autodidacta no es el nivel de conocimientos, sino cierto grado de vitalidad y confianza en sí mismo. El entusiasmo con el cual Teresa se lanzó a vivir en Praga era al mismo tiempo feroz y frágil. Como si esperara que algún día alguien le dijera: «¡Tú no tienes nada que hacer aquí! ¡Regresa por donde has venido!». Todas sus ganas de vivir pendían de un hilo: de la voz de Tomás que una vez hizo que saliese a la superficie su alma tímidamente escondida en sus entrañas.
Teresa consiguió un puesto en el laboratorio fotográfico, pero eso no le bastaba. Quería ser ella misma quien hiciera las fotografías. Sabina, la amiga de Tomás, le prestó tres o cuatro libros de fotógrafos famosos, quedó con ella en una cafetería y le fue explicando lo que había de interesante en las fotografías de cada libro. Teresa la escuchaba con una silenciosa concentración, como la que pocos profesores han visto jamás en las caras de sus alumnos.
Gracias a Sabina comprendió el parentesco entre la fotografía y la pintura, obligando a Tomás a que la acompañara a todas las exposiciones que había en Praga. Pronto consiguió colocar en el semanario sus propias fotos y un día pasó del laboratorio al equipo de fotógrafos profesionales de la revista.
Esa misma noche fueron a celebrar su ascenso con los amigos a un bar y estuvieron bailando. Tomás se puso de mal humor y, al insistir ella en que le dijese qué había pasado, terminó confesándole, cuando llegaron a casa, que había sentido celos al verla bailar con su compañero.
«¿De verdad que tuviste celos?», le preguntó casi diez veces, como si le estuviera comunicando que le habían dado el premio Nobel y ella no pudiera creérselo.
Luego le cogió por la cintura y empezó a bailar con él por la habitación. Aquél no era un baile como el que había bailado una hora antes en el bar. Era como una especie de bailoteo de aldea, un brincar enloquecido durante el cual levantaba las piernas en el aire, daba grandes saltos desmañados y lo arrastraba por la habitación de un lado a otro.
Por desgracia, al poco tiempo ella misma empezó a tener celos y sus celos no fueron para Tomás como un premio Nóbel, sino como una carga de la que no se libraría hasta poco antes de su muerte.