Tras haber sido despertada por los pájaros de la casualidad, que se posaban en sus hombros, y sin decirle nada a su madre, cogió una semana de vacaciones y tomó el tren. Iba con frecuencia al retrete a mirarse al espejo y pedirle a su alma que en el día decisivo de su vida no abandonase ni por un segundo la cubierta de su cuerpo. Mientras estaba así, mirándose, de pronto se asustó: sintió una punzada en la garganta. ¿Iría a enfermarse en el día decisivo de su vida?
Pero ya no haría marcha atrás. Le llamó desde la estación y, cuando él abrió la puerta, su barriga empezó a hacer un ruido horrible. Le daba vergüenza. Era como si tuviera en el vientre a su madre riéndose para estropearle su encuentro con Tomás.
Al comienzo tuvo la sensación de que por culpa de esos sonidos de mal gusto él iba a echarla, pero la abrazó. Ella se sentía agradecida de que no hiciera caso de sus ruidos y por eso lo besaba apasionadamente y se le nublaba la vista. No había pasado un minuto y ya estaban haciendo el amor. Mientras hacían el amor ella gritaba. En ese momento ya tenía fiebre. Era una gripe. La embocadura de la manguera que lleva el oxígeno a los pulmones estaba taponada y enrojecida.
Después llegó por segunda vez con una pesada maleta en la que había metido todas sus cosas, decidida a no volver nunca más a la pequeña ciudad. La invitó a que fuera a su casa al día siguiente. Durmió en un hotel barato y por la mañana llevó la maleta a la consigna de la estación y el resto del día lo pasó vagando por Praga con Ana Karenina bajo el brazo. A la noche tocó el timbre, él abrió la puerta y ella no soltó el libro de la mano, como si fuera la entrada al mundo de Tomás. Era consciente de que no tenía nada más que esta mísera entrada y le daban ganas de llorar. Para no llorar, hablaba más que de costumbre, en voz más alta y reía. Y nuevamente la tomó en sus brazos a poco de llegar e hicieron el amor. Penetró en una niebla en la que no se veía nada, sólo se la oía gritar a ella.