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La llamó para decirle que quería la cuenta. Cerró el libro (la contraseña de la hermandad secreta) y a ella le dieron ganas de preguntarle qué estaba leyendo.

—¿Me lo puede apuntar a mi habitación? —preguntó él.

—Sí —dijo—. ¿Qué número tiene?

Le enseñó la llave, a la cual estaba atada una plaquita de madera y en ella pintado un seis de color rojo.

—Es curioso —dijo ella— la número seis.

—¿Qué tiene de curioso? —preguntó él.

Se había acordado de que, cuando vivía en Praga y sus padres aún no se habían divorciado, su casa llevaba el número seis. Pero dijo otra cosa (y nosotros podemos valorar su astucia):

—Usted tiene la habitación número seis y yo termino de trabajar a las seis.

—Y mi tren sale a las siete —dijo el hombre desconocido.

No sabía qué decir, le dio la cuenta para que la firmase y la llevó a la recepción. Cuando terminó de trabajar, el forastero ya no estaba sentado a la mesa. ¿Habría comprendido su discreto mensaje? Salió del restaurante muy nerviosa.

Enfrente había un parquecillo ralo, el pobre parquecillo de una pequeña y sucia ciudad, que siempre había representado para ella una pequeña isla de belleza: había un trozo de césped, cuatro chopos, algunos bancos, un sauce llorón y una mata de forsythia.

Estaba sentado en un banco amarillo desde el cual se veía la entrada al restaurante. ¡Precisamente en aquel banco había estado sentada ayer con un libro en el regazo! En aquel momento supo (los pájaros de la casualidad volaban hacia sus hombros) que aquel hombre desconocido le estaba predestinado. La llamó, la invitó a que se sentase junto a él. (Los marinos de su alma salieron corriendo a la cubierta del cuerpo). Luego lo acompañó a la estación y, al despedirse él, le dio su tarjeta con su número de teléfono: «Si alguna vez viene por casualidad a Praga…».