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Claro que Teresa no conocía la historia de la noche en la que su madre le susurró a su padre que tuviera cuidado. La culpabilidad que sentía era oscura como el pecado original. Hacía todo lo posible para expiarla. La madre la sacó del Instituto y ella se puso a trabajar de camarera desde los quince años y todo lo que ganaba se lo entregaba. Estaba dispuesta a hacer lo que fuera por merecer su amor. Se ocupaba de la casa, atendía a sus hermanos, limpiaba y lavaba la ropa todos los domingos. Fue una lástima, porque en el Instituto era la mejor dotada de toda la clase. Le hubiera gustado llegar más alto, pero en esa pequeña ciudad no existía para ella ningún más alto. Teresa lavaba la ropa y junto el fregadero tenía un libro apoyado. Pasaba las hojas y sobre el libro caían gotas de agua.

En su hogar no existía la vergüenza. La madre andaba por casa en ropa interior, algunas veces sin sostén, algunas veces, en los días de verano, desnuda. El padrastro no andaba desnudo, pero entraba en el cuarto de baño cada vez que Teresa se estaba bañando. Una vez cerró la puerta del baño por ese motivo y la madre le hizo un escándalo: «¿Quién te crees que eres? ¿Qué te has creído? ¿Te piensas que alguien va a comerse tus encantos?».

(Esta situación demuestra claramente que el odio hacia la hija era en la madre más fuerte que los celos hacia el marido. La culpa de la hija era infinita e incluía también las infidelidades del marido. Y el que la hija quisiera emanciparse y reclamase algunos derechos —por ejemplo el de cerrar la puerta del cuarto de baño— era para la madre más inaceptable que un eventual interés sexual del marido por Teresa).

En cierta ocasión la madre se paseaba en invierno desnuda con la luz encendida. Teresa se apresuró en seguida a correr las cortinas para que no viesen a la madre desde la casa de enfrente. Oyó detrás de sí la risa de ella. Un día más tarde vinieron a visitar a su madre unas amigas: la vecina, una compañera de la tienda, la maestra local y unas dos o tres mujeres más que tenían la costumbre de reunirse periódicamente. Teresa, junto con el hijo de una de ellas, que tenía dieciséis años, entró a verlas un momento a la habitación. La madre lo aprovechó inmediatamente para contar que la hija había pretendido defender su intimidad el día anterior. Se rió y todas las mujeres rieron con ella. Luego la madre dijo: «Teresa no quiere hacerse a la idea de que el cuerpo humano mea y echa pedos». Teresa estaba roja de vergüenza pero la madre continuaba: «¿Hay algo de malo en eso?», y ella misma respondió de inmediato a su pregunta: soltó una sonora ventosidad. Todas las mujeres se rieron.