No sólo era físicamente parecida a su madre, sino que a veces me parece que su vida no era más que una prolongación de la vida de la madre, poco más o menos como la trayectoria de una bola de billar es sólo la prolongación del movimiento de la mano del jugador. ¿Dónde y cuándo empezó aquel movimiento que posteriormente se convirtió en la vida de Teresa?
Probablemente en el momento en que el abuelo de Teresa, un comerciante praguense, empezó a manifestar en voz alta su adoración por la belleza de su hija, la madre de Teresa. Ella tendría entonces tres o cuatro años y él le contaba que se parecía a una de las madonas de Rafael. La madre de Teresa, con sus cuatro años, lo recordó perfectamente y cuando, más tarde, estaba sentada en el banco del colegio, en lugar de prestar atención al profesor, pensaba en cuál sería el cuadro al que se parecía.
Cuando llegó el momento de casarse tenía nueve pretendientes. Todos se arrodillaban en círculo a su alrededor. Ella estaba en medio como una princesa y no sabía a cuál elegir: uno era más guapo, el segundo más gracioso, el tercero más rico, el cuarto más deportivo, el quinto era de buena familia, el sexto le recitaba versos, el séptimo había viajado por todo el mundo, el octavo tocaba el violín y el noveno era de todos el más varonil. Pero todos estaban arrodillados del mismo modo y tenían los mismos callos en las rodillas.
Si al final eligió al noveno no fue tanto porque fuera de todos el más varonil, sino porque, cuando ella le susurró al oído «¡ten cuidado, ten mucho cuidado!», mientras hacían el amor, él, intencionadamente, no tuvo cuidado y ella tuvo que casarse a toda prisa con él, porque no consiguió a tiempo un médico que le hiciera un aborto. Así nació Teresa. Sus numerosísimos parientes vinieron de todos los rincones del país, se inclinaban sobre el cochecito y murmuraban. La madre de Teresa no murmuraba. Callaba. Pensaba en los otros ocho pretendientes y todos le parecían mejores que aquel noveno.
Al igual que su hija, también la madre de Teresa disfrutaba mirándose al espejo. Un día comprobó que tenía un montón de arrugas alrededor de los ojos y se dijo que su matrimonio era un absurdo. Encontró a un hombre nada varonil, que llevaba ya varias estafas y dos divorcios. Odiaba a los amantes que tienen callos en las rodillas. Tenía unas ganas furiosas de ser ella quien se arrodillase. Cayó de rodillas ante el estafador y dejó al marido y a Teresa.
El hombre más varonil se convirtió en el hombre más triste. Estaba tan triste que todo le daba lo mismo. Decía en todas partes en voz alta lo que pensaba y la policía comunista, estupefacta ante sus desorbitadas afirmaciones, lo detuvo, lo condenó y lo encarceló. A Teresa la echaron de la casa precintada y fue a parar a la de su madre.
El hombre más triste murió al poco tiempo en la cárcel, y la madre, el estafador y Teresa se trasladaron a un piso pequeño en un pueblo de montaña. El padrastro de Teresa trabajaba en una oficina, la madre, de vendedora, en una tienda. Parió otros tres hijos. Después volvió a mirarse al espejo y comprobó que era vieja y fea.