La conciencia de que era absolutamente impotente le hizo el efecto de un mazazo, pero al mismo tiempo lo tranquilizó. Nadie le obligaba a tomar ninguna decisión. No tiene que mirar a la pared del edificio de enfrente y preguntarse si quiere o no vivir con ella. Teresa lo ha decidido todo por su cuenta.
Fue al restaurante a almorzar. Estaba triste pero durante la comida pareció como si la desesperación inicial se hubiera fatigado, como si hubiera perdido fuerza y no hubiera quedado de ella más que melancolía. Miraba hacia atrás, hacia los años que había vivido con ella, y le parecía que su historia común no podía haberse cerrado mejor de lo que se había cerrado. Si aquella historia la hubiera inventado otra persona, no hubiera podido terminarla de otro modo:
Teresa llegó un día a su lado sin que él la hubiera invitado. Otro día, del mismo modo, se fue. Llegó con una pesada maleta. Con una pesada maleta se fue.
Pagó, salió del restaurante y se puso a pasear por las calles, lleno de una melancolía que se hacía cada vez más hermosa. Había pasado siete años de su vida con Teresa y ahora comprobaba que aquellos años eran más hermosos en el recuerdo que cuando los había vivido.
El amor que había entre él y Teresa era bello, pero también fatigoso: tenía que estar permanentemente ocultando algo, disfrazándolo, fingiendo, arreglándolo, manteniéndola contenta, consolándola, demostrando ininterrumpidamente su amor, siendo acusado por sus celos, por su sufrimiento, por sus sueños, sintiéndose culpable, justificándose y disculpándose. Aquel esfuerzo había desaparecido ahora y permanecía la belleza.
Se acercaba la noche del sábado, por primera vez paseaba solo por Zurich y aspiraba al perfume de su libertad. Detrás de cada esquina se escondía la aventura. El futuro había vuelto a convertirse en un secreto. Su vida de soltero le había sido devuelta, una vida para la cual antes estaba seguro de haber nacido, seguro de que era la única que le permitía ser tal como de verdad era.
Hacía ya siete años que vivía atado a Teresa y cada uno de sus pasos era observado por los ojos de ella. Era como si le hubiera atado al tobillo una bola de hierro. Su paso era ahora, de pronto, mucho más ligero. Casi flotaba. Se hallaba en el campo mágico de Parménides: disfrutaba de la dulce levedad del ser.
(¿Tenía ganas de telefonear a Sabina a Ginebra? ¿De llamar a alguna de las mujeres que había conocido en Zurich en los últimos meses? No, no tenía la menor intención de hacerlo. Intuía que, si se reuniera con alguna mujer, el recuerdo de Teresa se haría al instante insoportablemente doloroso).