Si Tomás rechazaba la oferta del suizo casi sin pensarlo era por Teresa. Suponía que no iba a querer marcharse. Además ella había pasado los siete primeros días de la ocupación en una especie de éxtasis que casi parecía felicidad. Andaba por la calle con su cámara repartiendo fotos a los periodistas extranjeros que se pegaban por obtenerlas. En cierta ocasión, mientras con excesivo descaro fotografiaba de cerca a un oficial que apuntaba con su revólver a la gente, la detuvieron y le hicieron pasar la noche en un puesto de mando ruso. La amenazaron con fusilarla, pero en cuanto la dejaron en libertad, volvió a salir a la calle y volvió a hacer fotos.
Por eso Tomás se quedó sorprendido cuando al décimo día de la ocupación le dijo:
—¿Y tú por qué no quieres ir a Suiza?
—¿Y por qué iba a tener que irme?
—Aquí tienen cuentas pendientes contigo.
—¿Y con quién no las tienen? —dijo Tomás con un gesto de despreocupación—. Pero dime: ¿tú serías capaz de vivir en el extranjero?
—¿Y por qué no?
—Te he visto arriesgar tu vida por este país. ¿Cómo es posible que ahora estés dispuesta a abandonarlo?
—Desde que volvió Dubcek todo ha cambiado —dijo Teresa.
Era verdad: la euforia general sólo duró los siete primeros días de la ocupación. Las autoridades del país habían sido capturadas por el ejército ruso como si fueran criminales, nadie sabía dónde estaban, todos temblaban por su vida y el odio a los rusos embriagaba cual alcohol a la gente. Era una fiesta ebria de odio. Las ciudades checas estaban adornadas con miles de carteles pintados a mano, con textos irónicos, epigramas, poemas, caricaturas de Brezhnev y su ejército, del que todos se reían como de una banda de analfabetos. Pero no hay fiesta que dure eternamente. Mientras tanto, los rusos obligaron a los representantes del Estado detenidos a firmar en Moscú una especie de compromiso. Dubcek regresó con ellos a Praga y después leyó en la radio su discurso. Tras seis días de cárcel estaba tan destrozado que no podía hablar, se atragantaba, se quedaba sin aliento, de modo que entre frase y frase había pausas interminables que duraban casi medio minuto.
El compromiso alcanzado salvó al país de lo peor: de los fusilamientos y de las deportaciones en masa a Siberia que espantaban a todos. Pero uña cosa ya estaba clara: Bohemia iba a tener que inclinarse ante el conquistador; iba a tener que atragantarse ya para siempre, que tartamudear, que quedarse sin aliento como Alexander Dubcek. Se había acabado la fiesta. Habían llegado los días hábiles de la humillación.
Todo esto se lo decía Teresa a Tomás y él sabía que era verdad, pero que por debajo de esa verdad había otro motivo más, aún más esencial, para que Teresa quisiera irse de Praga: no era feliz con la vida que había llevado hasta entonces.
Los días más hermosos de su vida los había vivido fotografiando en las calles a los soldados rusos y exponiéndose al peligro. Fueron los únicos días en los que el serial televisivo de sus sueños se interrumpió y sus noches fueron felices. Los rusos le trajeron en sus tanques el equilibrio interior. Ahora, terminada ya la fiesta, vuelve a tener miedo de sus noches y querría huir de ellas. Sabe ya que hay situaciones en las que es capaz de sentirse fuerte y satisfecha y por eso desea ir a recorrer el mundo, con la esperanza de volver a encontrar situaciones similares.
—¿Y no te importa —le preguntó Tomás— que Sabina también haya emigrado a Suiza?
—Ginebra no es Zurich —dijo Teresa—. Seguro que allí me molestará menos de lo que me molestaba en Praga.
La persona que desea abandonar el lugar en donde vive no es feliz. Por eso Tomás aceptó el deseo de emigrar de Teresa, como el culpable acepta la condena. Se sometió a ella y un buen día se encontró, con Teresa y Karenin, en la mayor ciudad de Suiza.