En medio de la noche empezó a gemir en sueños. Tomás la despertó, pero al ver su cara le dijo con odio: «¡Vete! ¡Vete!». Después le contó lo que había soñado: estaban en algún lugar juntos ellos dos y Sabina. Entraron en una habitación grande. En medio había una cama, como en un escenario de teatro. Tomás le ordenó que se quedara de pie en un rincón y después, delante de ella, hizo el amor con Sabina. Esa visión le producía un dolor que no podía soportar. Quería interrumpir el dolor del alma mediante el dolor del cuerpo y se metía agujas en las uñas. «Dolía tanto», decía, y mantenía los puños cerrados como si los dedos estuvieran heridos de verdad.
La abrazó y ella lentamente (aún estuvo mucho tiempo temblando) fue durmiéndose en sus brazos. Cuando, al día siguiente, volvió a pensar en aquel sueño, recordó algo. Abrió el cajón del escritorio y sacó un paquete de cartas que le había enviado Sabina. Pronto encontró el siguiente párrafo: «Quisiera hacer el amor contigo en mi estudio, como en un escenario. Alrededor habría gente y no podrían acercarse ni un paso. Pero no podrían quitarnos los ojos de encima…».
Lo peor era que la carta llevaba fecha. Era reciente, de una época en la que hacía tiempo ya que Teresa vivía en casa de Tomás.
«¡Has estado revolviendo mis cartas!», le espetó.
No lo negó y dijo: «¡Entonces échame!».
Pero no la echó. Tenía la imagen de ella ante los ojos, pegada a la pared del estudio de Sabina, clavándose agujas bajo las uñas. Cogió sus dedos, los acarició, se los llevó a los labios y los besó como si aún hubiera en ellos huellas de sangre.
Pero a partir de entonces fue como si todo se aliara en contra suya. Casi todos los días ella se enteraba de algún detalle de la vida amorosa secreta de él.
Al principio él lo había negado todo. Cuando las pruebas se hicieron demasiado evidentes, procuró demostrar que su poligamia no era en nada contradictoria con su amor por ella. No era consecuente: a ratos negaba sus infidelidades y a ratos volvía a justificarlas.
Una vez llamó a una mujer para quedar con ella. Al terminar la conversación oyó un extraño sonido que venía de la habitación contigua, como un sonoro castañeteo de dientes.
Por casualidad, ella había ido a su casa sin que él lo advirtiese. Llevaba en la mano un frasco de calmante, se lo estaba bebiendo y el temblor de la mano hacía que el cristal le golpeara los dientes.
Se lanzó hacia ella como si la salvara de un naufragio. El frasco con la valeriana cayó al suelo y estropeó la alfombra. Ella se resistió, quería soltarse, y él tuvo que mantenerla abrazada durante un cuarto de hora como con una camisa de fuerza antes de conseguir calmarla.
Sabía que la situación en la que se encontraba no tenía justificación posible, porque se asentaba en una absoluta desigualdad.
Antes de que ella descubriera su correspondencia con Sabina habían estado con un grupo de amigos en un bar. Celebraban el nuevo empleo de Teresa. Había dejado el laboratorio y se había convertido en fotógrafa del semanario. Como a él no le gustaba bailar, un joven colega se hizo cargo de Teresa. El aspecto que tenían en la pista de baile era estupendo y Teresa le parecía más hermosa que nunca. Advertía asombrado con qué precisión y obediencia Teresa se adelantaba en una fracción de segundo a la voluntad de su compañero. Era como si aquel baile demostrara que su espíritu de sacrificio, aquella especie de deseo entusiástico de hacer todo lo que quería Tomás, antes de que él lo dijera, no estuviera ni mucho menos necesariamente ligado a la personalidad de Tomás, sino a punto para responder a la llamada de cualquier otro hombre que encontrara en su lugar. Nada más fácil que imaginar que Teresa y su compañero eran amantes. ¡La facilidad con que podía evocarse aquella imagen le dolía! Se dio cuenta de que el cuerpo de Teresa, sin el menor inconveniente, era imaginable unido amorosamente a cualquier otro cuerpo masculino y le dio un ataque de malhumor. No reconoció que estaba celoso hasta muy entrada la noche, cuando regresaron a casa.
Aquellos celos absurdos, que no se referían más que a una posibilidad teórica, eran la prueba de que consideraba que su fidelidad era una condición imprescindible. ¿Cómo podía entonces reprocharle que ella tuviera celos de sus amantes, éstas sí absolutamente reales?