Un día, ya sea hace seis o siete o más de seis mil años, está tan cerca del presente como ayer. ¿Por qué? Porque todo el tiempo está contenido en el presente momento-ahora.
Hablar de Dios haciendo el mundo mañana, o ayer, sería hablar de tonterías. Dios hace el mundo y todas las cosas en este Ahora presente. El tiempo sucedido hace mil años es ahora tan presente y tan cercano para Dios como este mismo instante.
—Johannes Eckehart, Horólogo del Siglo Mongol.
Al día siguiente, Soli se frotó los enrojecidos ojos y anunció que cogería el trineo y los perros del Guardián del Tiempo y continuaría hasta Kweitkel. Dijo que yo podía dar la vuelta inmediatamente, y cazar focas de regreso a Neverness. Sin embargo, los pobres perros del Guardián del Tiempo no estaban en condiciones de tirar de un trineo. Tres de ellos presentaban síntomas de congelación, y todos estaban muertos de hambre.
—Iré contigo hasta Kweitkel —dije. Ajusté mis gafas para la nieve y contemplé la montaña. En el aire prístino, su brillante cono parecía mucho más cercano de lo que realmente estaba—. Sería mejor dejar aquí el trineo del Guardián del Tiempo. Los perros enfermos pueden viajar en nuestro trineo; los otros pueden seguirnos.
En realidad, ninguno de los dos se sentía muy seguro de que los devaki recibieran bien a Soli, y yo no quería dejarle solo con un grupo de perros enfermos. Así que le acompañé durante la última parte de su viaje. Tardamos dos días en alcanzar la isla. Construimos una choza a treinta metros de la irregular costa. Tres años antes, Yuri me había dicho (parecía tres vidas atrás) que yo nunca sería bienvenido en Kweitkel. Muy bien, no pondría un pie en tierra (a menos, naturalmente, que un oso me destrozara la choza y me persiguiera hasta los pequeños árboles yu de la playa). Soli se internó en el bosque con sus esquíes. Le contaría a los devaki alguna historia inventada de tragedia y dolor, cómo Justine, Bardo y mi madre habían marchado todos al otro lado. Dijo que regresaría al día siguiente con pellejos llenos de nueces baldo para mi regreso a casa, y con carne para los perros, si había sido un buen año para los devaki y se sentían dadivosos.
Esperé tres días y tres noches mientras el viento soplaba y casi enterraba mi choza. Estaba profundamente preocupado cuando, a la tarde del cuarto día, varios trineos aparecieron al borde del bosque. Uno de ellos bajó por la playa hasta el mar. Me protegí los ojos con la mano. Miré con atención el trineo. Lo conducía Soli, y no venía solo.
—¡Ni luria la! —exclamé. No sabía qué más decir. Forcé la vista y observé él trineo. Al principio pensé que Soli traía un cachorrillo de oso sobre los pellejos apilados de nueces baldo. Luego miré con más atención. No era un osezno; era un niño devaki arropado en pieles de shagshay. No pude imaginar por qué traía Soli a un niño consigo.
Los hombres al borde del bosque no me saludaron. Se quedaron junto a sus trineos, medio ocultos por los árboles yu, contemplando él mar. A causa del resplandor, no pude distinguir sus rostros.
—Ni luria la —respondió Soli, y se acercó más. Vi que el niño tenía unos tres años, y era varón. Llevaba en su regazo un muñeco de palo. Cuando el trineo se detuvo, el niño bajó la cabeza, estudiando el muñeco con tímida intensidad.
Soli dejó al niño en el trineo. Se me acercó, y en el lenguaje de los devaki me dijo:
—Siento que hayas tenido que esperar.
—¿Quién es el niño? —Pero apenas las palabras salieron de mi boca, supe quién era.
—Es el hijo-hallado de Haidar y Chandra.
A la mención de los nombres de sus padres-hallados, el niño alzó la cabeza y sonrió.
—Haidar mi padda moru ril Tuwa —dijo súbitamente, y me contó la historia de cómo su padre-hallado había matado a un mamut el invierno anterior—. Los pela manse, mi Haidar, mi Haidar lo li wos.
Era un niño hermoso y fuerte, de sonrisa fácil y rápidos ojos negriazules, del color del cielo en el crepúsculo. No se parecía mucho a los otros niños alaloi que yo había visto. Cuando le sonreí, su timidez desapareció inmediatamente. Me miró con osadía, como si me hubiera conocido de toda la vida.
El color de los ojos de Katharine, me susurré a mí mismo.
—¿Cómo se llama? —pregunté, con voz áspera e irregular.
El niño sonrió, mostrándome sus dientes rectos y blancos.
—Padda, ni luria la; ti los mi lot-Padda —«Bienvenido, padre; ¿eres realmente mi padre de sangre?».
—Es imposible —dije, aunque sabía que, en este extraño universo que habitamos, hay muy pocas cosas imposibles.
Soli se me acercó a través de la nieve y me agarró el brazo.
—No puede ser mi hijo —le susurré al oído—. Anala sacó el feto de Katharine cuarenta días antes de que cumpliera, ¿recuerdas? No pudo sobrevivir.
—¿No? —murmuró Soli, mientras se volvía para mirar al niño—. Es duro como el diamante. Es mi nieto. Todos los del linaje Soli somos difíciles de matar, ¿no? ¡Mírale! El tallador esculpió tu cara, pero dejó tus cromosomas intactos. ¿Cómo puedes dudarlo?
Se sacudió el hielo de las pieles y me contó lo que había sucedido.
—Cuando me vieron acercarme a la cueva, los devaki se sorprendieron de verme. Y me sorprendieron celebrando un festín en mi honor. Asaron mamut…, han tenido suerte con las manadas de mamuts estos últimos años, aunque un gran macho arrolló a Yuri hace dos años y le aplastó el cráneo. Pero todo el mundo recordaba lo que Yuri dijo aquel día, así que me recibieron bien. Me perdonaron, ¿puedes creerlo, Piloto?
—Tuwa wi lalunye —dijo el niño mientras se lamía los labios, observándonos. Evidentemente pensaba que Soli me hablaba del festín de mamut.
Soli se frotó la nuca y continuó:
—Fue Anala quien me habló del niño. Ninguna de las mujeres devaki esperaba que viviera, ni siquiera Chandra, que lo cuidó después de que Katharine…, después de que regresáramos a la Ciudad. Pero vivió. Es un milagro, ¿verdad?
Contemplé al niño mientras jugueteaba y colocaba una pequeña lanza de hueso en el puño del muñeco. Vi que su larga barbilla podría haber sido la mía antes de convertirla en la de un alaloi; su denso pelo era negro, con vetas rojas.
—¡Pero asesinaron a Katharine! —dije—. La llamaron satinka. ¿Por qué no mataron al niño y lo enterraron en la nieve?
—Ésa no es su forma de ser.
—Nunca pensé que pudiera haber vivido. Nunca lo vi. Nunca lo supuse.
Soli se rascó la sangre bajo la nariz y tosió.
—Dicen que era un bebé duro. Chandra me dijo que raras veces ha llorado, ni siquiera cuando se quemó la mano en la hoguera.
—Katharine, antes de morir, habría visto que iba a vivir —dije, parpadeando—. ¿Por qué no me lo dijo?
—Así son los scrytas.
—¿Cómo se llama? —pregunté, olvidando por un momento que los devaki no dan nombre a sus hijos hasta que tienen al menos cuatro años.
—No le han dado nombre todavía —dijo—. Pero Haidar habla de llamarlo Danlo el Joven, como su abuelo. El abuelo de Haidar, naturalmente.
Cerré los ojos y sacudí la cabeza.
—No —dije—, será piloto, y la gente lo llamará Danlo Sabiapaz, porque guiará una misión al Vild. Aprenderá números y geometría y, aunque todavía no sabe los nombres de las estrellas…
—No —dijo Soli suavemente. Se volvió hacia el niño, que se acurrucó en una de las pieles y se metió una nuez baldo en la boca. La abrió entre sus duros dientecitos y me sonrió.
—¡Es mi hijo! —grité.
—No, ahora es el hijo de Haidar. Su hijo-hallado, sí, pero lo ama tanto como a sus otros hijos. Haidar es el único padre que conoce. Será un buen…
—¡No! —Avancé un paso hacia el trineo—. Es mi hijo, y cuando vea la Ciudad por primera vez gritará: «¡Padre, estoy en casa!».
Soli sacudió la cabeza y señaló hacia la línea de hielo irregular sobre la playa. Haidar, Wemilo, Seif, Jonath y Choclo se encontraban allí arriba, observándonos. Iban vestidos con sus pieles de caza, y cada uno sostenía una lanza de cazar shagshay. Alcé la mano para saludarlos, pero sólo el pequeño Choclo (que ya no era tan pequeño) sonrió. Siempre me había gustado Choclo.
—Cuando entré en la cueva y Anala me mostró el niño, dijo que Haidar había ido a cazar shagshay con Wemilo y Choclo. Por eso he tardado tanto en venir, porque había que pedirle permiso a Haidar. Cuando regresó de la cacería, dijo que podía traer al niño en el trineo. Para decirte adiós…, eso es lo que dijo Haidar, ¿comprendes? Dijo que el niño debería ver a su padre de sangre una vez antes de despedirse para siempre.
Contemplé la nieve, comprendiendo lo que quería decir Soli, pero sorprendido de todas formas. Me acerqué al trineo y recogí al niño. Era más pesado de lo que parecía.
—Padda —dijo. Una expresión curiosa cruzó su frente, y con sus largos dedos agarró mi barba, examinando las vetas rojas que encontró en ella—, Padda —repitió. Pero no había emoción en su voz. Decía la palabra que emplean los devaki para padre como si fuera una abstracción, como si hubiera aprendido el nombre de un animal nuevo y extraño.
—Danlo —dije yo, y le besé la frente, que tenía la misma forma que había tenido la mía—. Hijo mío.
Solté al niño en la nieve, y él corrió hacia la choza y atravesó a cuatro patas el túnel para ver qué podía encontrar dentro. Miré al cielo silencioso y azul. Deglutí con fuerza, una o dos veces. Mis ojos ardían de dolor; me sorprendió que estuvieran tan secos como el aire helado que giraba a mi alrededor. Tal vez, pensé, mi alma alterada y maldita ya no era capaz de producir más lágrimas.
—No puedo llevármelo conmigo —le dije a Soli.
—No.
—Mi hijo… crecerá creyendo que es un alaloi deforme.
Soli se frotó la nariz y no dijo nada.
De dentro de la choza vino una risita de placer. Atravesé el túnel y le sonreí a Danlo, que estaba sentado en la cabecera de mi cama. Había encontrado el libro del Guardián del Tiempo. Pasaba las páginas una a una, señalando las letras negras como si creyera que eran gusanos.
Examiné, a través del aire sombrío y congelado de la choza, la infinita posibilidad, y me mordí el labio. Con cuidado, le quité el libro del regazo.
—Li los libro —conseguí decir.
Él se enfadó porque le había quitado su juguete nuevo. Me miró durante largo rato. Tuve miedo de la furia que vi en sus ojos, la furia que me cortó como una lanza. Entonces su curiosidad regresó y sonrió.
—¿Ki los libra? —me preguntó.
—Un libro es sólo un puñado de hojas decoradas y unidas —expliqué—. No es nada importante. Nada en absoluto.
Más tarde, cuando terminé de aprestar el trineo y Soli cogió a Danlo de la mano para llevarlo de regreso a la playa, susurré al oído de mi padre:
—No dejes que mi hijo crezca en la ignorancia. Dile que las luces del cielo no son sólo los ojos de los muertos. Háblale de las estrellas, ¿quieres?
Hice que el trineo trazara un círculo hacia el este y agarré la dura barra helada.
—Sí —dijo Soli—. Se lo diré.
—Adiós, Danlo —dije, mientras me inclinaba y lo alzaba en el aire. Como su largo pelo olía tan bien, volví a besarle la cabeza. Agarré la mano desnuda de Soli y me despedí también de él.
—Sí, adiós —dijo él. Entonces hizo algo sorprendente. Me tiró del brazo y se inclinó hacia adelante tan súbitamente que casi tropecé. Me besó una vez, con fiereza, en la frente. Sentí sus labios agrietados quemar mi fría piel; incluso hoy puedo sentir aún la quemadura.
—Cae lejos y bien, Piloto —dijo.
Llamé a los perros y dirigí el trineo hacia el brillante llano de nieve que se abría ante mí. Nunca volví a mirar atrás con mis ojos, aunque en mis pensamientos y en mis sueños he mirado atrás con frecuencia. No creía que fuera a volver a verlos jamás. Nunca, dijo el susurro, nunca más. El aire era tan frío y amargo que mis ojos se llenaron de lágrimas antes de que hubiera cubierto medio kilómetro de la distancia que me separaba de Neverness.
* * *
Estoy llegando al final de mi historia. Hay poco que contar de mi viaje de regreso a casa. Los perros y yo comimos nuestras nueces baldo y la carne de mamut, y después de eso pasamos hambre. Aunque abrí muchos aklia para cazar focas, éstas ya no saltaron a mi lanza. Casi siempre hizo mucho frío. Dos veces se me congelaron los dedos de los pies; incluso hoy día mis dedos tienen problemas con el frío. Cuando ya casi veía la Ciudad, una tormenta me cogió desprevenido. Durante quince días yací agazapado con mis perros medio congelados en una choza construida apresuradamente, leyendo el libro del Guardián del Tiempo y escuchando la tormenta. Arne y Bela murieron a mi lado, de frío y hambre. Los enterré en la nieve.
En alguna parte está registrado que el día nonagésimo primero del profundo invierno del año 2934, Mallory wi Soli Ringess, tras haber fracasado en su búsqueda de las Antiguas Eddas, regresó a la ciudad de su nacimiento. (Me dicen que es así como termina la famosa fantasía de Sarojin, Los Neurocantores). Regresé a una de las más amargas ironías de mi vida: los lores y maestros, y la mayoría de los demás, no quisieron creer que yo había «recordado» las Antiguas Eddas. Unos pocos, el Lord Imprimátur en concreto, me ridiculizaron. Al menos lo hicieron hasta que, el último día del año, el mayor de nuestros rememoradores, Thomas Rane, se despojó de sus túnicas, cerró los ojos y flotó en uno de los tanques de los Claustros Vientre Rosa. Recordó el turbio pasado. Convocó los recuerdos dentro de cada uno de nosotros, y escuchó, como yo había escuchado, el susurro de las Antiguas Eddas. Con alegría (y demasiado orgullo), les enseñó a muchos otros de su profesión a recordar también. La noticia de esta gran rememoración se extendió rápidamente por la Academia. Durante días, no pude patinar por las deslizaderas más apartadas sin que algún novicio tirara de la manga de un compañero de clase y me señalara, lleno de asombro. Incluso algunos de los ejemplares, que no se asombran ante ningún hombre, apenas me miraban a los ojos cuando me hablaban. Era muy embarazoso. En realidad, prefería el ridículo al asombro.
Poco después de esto, el Colegio de Lores me hizo Lord de la Orden. Inmediatamente me hice cargo de la reconstrucción de la Caverna de las Navesluz y de los restos de la Ciudad destrozada por la bomba. Envié robots a las montañas tras Urkel para que cortaran grandes cantidades de piedra. El día vigésimo de la primavera del medio invierno se pusieron los cimientos de una gran torre (algunos dicen que grandiosa). A medida que pasaban los días grises y nevados, una aguja de granito rosa se alzó sobre los recién construidos Campos Huecos, sobre los salones y torres de lo que sería llamada la Ciudad Nueva. En un año, cuando la torre estuviera terminada, sería la más alta de toda la Ciudad. La llamé la Torre de Soli, para sorpresa y consternación de todos aquéllos que creían saber cuánto odiaba yo a mi padre.
Durante este tiempo guie pequeñas expediciones a la sellada Torre del Guardián del Tiempo. Subí las escaleras hasta su santuario. La nieve había entrado por las ventanas destrozadas y se había acumulado, cubriendo cientos de los relojes del Guardián del Tiempo. Los rescaté. Ordené que quitaran la nieve y reconstruyeran las ventanas, con cristal. La Torre entera, decidí, sería un museo.
En el sótano de la Torre descubrí muchos, muchísimos libros antiguos, toda una biblioteca de ajados libros encuadernados en cuero. Los leí; incluso hoy sigo leyéndolos. Recorrí los largos corredores de piedra que se hundían serpenteando en los niveles más profundos de la Torre. Llegué a mi vieja celda y me asomé, recordando. Abrí la pesada puerta de la celda adyacente, la celda donde el guerrero poeta había compuesto su poema de muerte. Olía a polvo, a excrementos animales y a muerte. Encontré sus huesos blancos, pelados por las musarañas, cuyas madrigueras se extendían bajo el suelo. Su anillo rojo de guerrero y el anillo verde de poeta brillaban contra los largos huesos de los dedos. De modo, pensé, que el guerrero poeta había muerto realmente. Entonces recordé que le había prometido enviar su cuerpo a su planeta natal. Con toda la confusión de la Guerra, lo había olvidado. Ordené que recogieran sus huesos y los envolvieran en su capa de guerrero. Los robots tallaron un ataúd de mármol negro y lo pulieron hasta que brilló como un espejo. Yo mismo cincelé las palabras de su poema de muerte en la tapa. Los novicios que me observaban trabajar en el sótano oscuro (y tal vez todos los demás) debieron pensar que estaba medio loco. Cuando suponían que no estaba escuchando, se reían de mí. Pero no comprendían lo vital que era que los muertos, cualquier muerto, fueran honrados y, sobre todo, recordados.
Ahora debo hablar de la promesa que le hice a la diosa, Kalinda, y del milagro que me hizo cumplir esa promesa. El milagro: el día quincuagésimo sexto del falso invierno, la Puta Bendita de Bardo salió del multipliegue y fue conducida a las recién construidas Cavernas de las Navesluz. Durante muchos días, los Campos Huecos fueron abiertos al flujo de lanzaderas de las naves profundas y naves largas que son la vida de la Ciudad. Y, una a una, las navesluz de los pilotos que habían viajado muy lejos a lo largo de la galaxia durante la búsqueda empezaron a regresar. (Muchos pilotos, naturalmente, habían permanecido fieles a la búsqueda y no habían visto Neverness desde el día en que el Guardián del Tiempo lanzó la convocatoria. Sus nombres son honrados por encima de todos los demás). Al principio se pensó que la Puta Bendita era una de esas naves. Pero entonces un aspirante y un reparador reconocieron sus grandes alas caídas y su nariz chata y enviaron a un novicio para que me informara. Me reuní con Bardo en las Cavernas, pero él se negó a explicar inmediatamente el milagro de su existencia.
—¡Bardo! —exclamé cuando salió de la cabina de su nave—. ¿Cómo es posible?
—¡Pequeño Amigo! —Nos abrazamos, y él me palmeó la espalda, como de costumbre. Parecía tan enormemente sólido (y real) como siempre. Lloraba abiertamente. Gruesos lagrimones corrían por sus mejillas—. ¡Pequeño Amigo! ¡Pequeño Amigo! ¡Por Dios, qué bueno es estar en casa!
—Dime qué te ha pasado. ¿Estás solo? ¿Dónde está Justine…, puedo preguntarlo?
Sonrió tristemente y se agarró la panza y sacudió la cabeza. Excepto por un ligero tono gris en sus sienes y su barba, estaba tal como lo recordaba.
—Oh, desde luego que puedes preguntar —dijo—. Pero no aquí. Tengo tanta sed…, hace mucho tiempo que no pruebo la cerveza. Me muero por un buen trago. ¿Quieres venir al Hofgarten conmigo para que pueda beber un poco?
Fuimos al Hofgarten a beber cerveza y skotch. El día era brillante y el aire de las montañas cálido. Nos sentamos ante una pulida mesa de madera en nuestra sala favorita, contemplando los acantilados del mar. Las ventanas exteriores estaban abiertas para dejar entrar el aire y los calientes rayos del sol. Nos quedamos junto a la ventana, bebiendo y charlando.
—Ah, qué bueno —dijo él mientras se llevaba la jarra a los labios. Se lamió la espuma del bigote y luego dio unos cuantos sorbos más—. Qué bueno. Tenía que hablarte de Justine. Está bien. Ha ido a Lechoix, a visitar a su madre y enseñar en la escuela de elite. No volverá a Neverness, lástima.
Sorbí mi skotch, pero encontré poco placer en hacerlo. El sabor me distraía del importante tema que tenía que preguntarle a Bardo.
—Empieza por el principio —dije—. ¿Cómo sobrevivisteis a la batalla? ¿A la estrella?
—¿Te hablo de la batalla? ¿Cómo estoy vivo todavía? Hay una simple explicación, amigo mío. Fuimos rescatados. La Entidad nos salvó, de algún modo…, no sé cómo. En un momento caímos al corazón de la estrella, y nos asábamos como gusanos en el fuego. Nos moríamos. Y, al momento siguiente…, bueno, estuvimos libres.
Terminó su cerveza y pidió otra. Sus gruesas mejillas estaban muy rojas, aunque era imposible decir si por la cerveza o por la vergüenza.
—¿Y entonces? —pregunté.
—¡Y entonces huimos, por Dios! Ya está, ya te lo he dicho, «Bardo el cobarde», eso es lo que estás pensando, lo sé. Encontramos un trazado de vuelta a las caídas, y luego fuimos a Lechoix, No pudimos seguir juntos, Justine y yo. Algún día tendré que contarte el infierno que es perderte en alguien más. Algún día. El Guardián del Tiempo tenía razón. ¡Oh, debes odiarme, Pequeño Amigo, por ser el cobarde que soy!
En verdad, no lo odiaba; lo amaba por ser un cobarde.
—Me alegro de que estés vivo —dije.
No quiso decir nada más sobre Justine, así que le conté lo que había sucedido desde la batalla. Se alegró de que el Guardián del Tiempo estuviera muerto, y más aún de que yo fuera Lord de la Orden. No se alegró de mi descubrimiento de las Antiguas Eddas. Bardo, mi irreverente y profano amigo, desconfiaba de los dioses.
—¿Por qué no bebes tu skotch? —preguntó, mientras daba un manotazo a la mesa—. Bebe, Pequeño Amigo, y te hablaré de la Entidad y de lo que me ha hecho. ¡Habló conmigo! Bardo, príncipe de Mundo Verano y pronto maestro piloto, es decir, si el Lord Piloto me encuentra digno… ¡He hablado con la diosa, y he regresado para decírtelo!
Alcé mi vaso de skotch. Me lo llevé a los labios y lo olí, pero no lo bebí, a causa de los recuerdos.
—¿Qué quieres decirme, Bardo?
Eructó, y una expresión agria y enferma se dibujó en su cara. Ya estaba un poco borracho.
—Ah, no he sido completamente leal contigo. Perdóname. La diosa no me dijo que me había rescatado de la estrella. Dijo que me había creado. ¡Me había recordado, por Dios! Justine y yo…, estábamos muertos, dijo. Y nuestra hermosa nave destruida. ¡Oh, lástima! Esto es lo que me dijo, Pequeño Amigo. Dijo que recordaba la configuración de cada átomo, cada sinapsis de nuestros malditos cuerpos y cerebros. Dijo que me había recreado, a partir de hidrógeno, moléculas de carbono y polvo estelar. Me salvó de la muerte. Una resurrección, dijo, una segunda oportunidad. ¿Es posible?
—No lo sé.
—¿Es posible? ¡Por Dios, dímelo, Pequeño Amigo!
Di un sorbo de skotch y dejé que el líquido ámbar rodara por mi lengua. Escuché la charla cruzada entre sentido y memoria, la memoria contenida en cada molécula de skotch. Los alcoholes y éteres ardían a través de las rosadas papilas, abriéndose paso hasta mi sangre. El sabor de los ésteres y los fuertes aldehídos recordaba al planeta Urradeth, donde había sido elaborado el skotch cuarenta años antes. Olí los crujientes granos de cebada tostados al fuego, y la masa fermentando, su esencia al ser destilada en el licor dorado de la memoria. Lo tragué y vi al hombre que había cortado la cebada, su guadaña de acero reflejando la áspera luz azul del sol de Urradeth. En el cuerpo y germen de la cebada había átomos de carbono, fragmentos de incontables exhalaciones de las personas que habían colonizado Urradeth. Fragmentos de la Vieja Tierra y su sol amarillo, el hidrógeno de las estrellas y el oxígeno hecho en el distante fuego estelar que no tenía nombre que yo conociera…, el árbol de la memoria y el ser era infinito, y la contemplación de sus ramas interconectadas me mareaba. La memoria de todas las cosas está en todas las cosas. Tosí y escupí una bocanada de fiero skotch sobre la mesa. Las gotas mancharon la madera que había sido traída del bosque de Alisalia por un corredor-gusano muerto hacía mucho tiempo. Sí, pensé, Ella, una diosa, había hecho a un hombre tan fácilmente como el hombre podía tallar un muñeco de palo igual al que recordaba de su infancia.
Los dioses crean a través de la consciencia; la creación lo es todo.
—Es posible —dije por fin.
—Oh, lástima —dijo él—. Eso es lo peor. Lástima, maldita lástima. La información perfecta es imposible, creo, y por tanto Bardo no es el hombre que antes era. ¿Qué soy, entonces? ¿Cómo lo sabré nunca?
Era el viejo problema, el viejo miedo. Pero, finalmente, en el cuerpo y el alma de mi viejo amigo existía la posibilidad de una nueva solución.
—Eres quien eres —dije—. Eres Bardo, mi mejor amigo. Es suficiente.
Perlas de sudor brillaron sobre su abultada frente.
—¿Y quién es Mallory Ringess?
—Soy lo que soy.
Bardo se lamió los labios y depositó de golpe su jarra sobre la mesa. Sacudió la cabeza y arañó la ventana con su anillo de piloto.
—La Entidad me dijo que tenía que traerte un mensaje, que sería el mensajero y el maldito mensaje. Para que te recordase tu promesa. ¿Qué quería decir?
—Le prometí regresar a Ella, Bardo.
—¿Por qué?
Aparté el vaso de skotch. Se deslizó casi sin fricción sobre la mesa mojada.
—Será difícil de explicar, pero debo intentarlo. Kalinda era una guerrero poeta antes de ser una diosa. Los poetas, en su búsqueda del humano perfecto, alteraron hace mucho tiempo sus cromosomas. Y, peor aún, corrigieron lo que pensaban era información superflua por todo el genoma. En su ignorancia, quitaron algo esencial. Y ésa es la tragedia. Ningún guerrero poeta, incluso Kalinda…, especialmente Kalinda…, puede recordar las Eddas. Porque dentro de ellos, donde susurra en nosotros, no hay nada.
—Lástima.
—Kalinda, la Entidad, es lo que los ieldra no querían: una diosa que creció en sí misma sin el beneficio de su sabiduría.
Bardo se inclinó sobre el alféizar de la ventana y tomó una bocanada de aire. Eructó.
—Pero la Entidad tiene que saber cómo decodificar las Eddas. Piensa en los pilotos que han estado en su interior. Ah, piensa en mí. Si pudo…, bueno, si pudo realmente crearme, entonces debe haber podido leer cada bit de mi ADN.
—En realidad, creo que ella lo sabe todo sobre las Eddas…, ahora. Pero es demasiado tarde, ¿ves? Pese a todo su poder, pese a toda su gloria, está un poco loca.
Bardo volvió a eructar.
—Bueno, sigo sin comprender.
Me levanté y aparté mi silla de la mesa.
—Es un día hermoso —dije—. Caminemos hasta la playa.
Como estaba borracho, me pasó el brazo por encima del hombro y medio me arrastró hacia fuera, tambaleándose. Recorrimos el sendero de hielo que atravesaba los acantilados hasta la playa. Le conté mis planes para enviar una misión al Vild. Los mejores pilotos de nuestra Orden, dije, guiarían la misión. Habría muchas navesluz, y una navesemilla llevando historiadores, programadores, mecánicos, escatólogos y rememoradores, sobre todo rememoradores…, un complemento completo de maestros representando todas las profesiones de nuestra Orden. Civilizaríamos el Vild. O, más bien, civilizaríamos y enseñaríamos a los pueblos salvajes del Vild a no destruir las estrellas. Yo enseñaría a los pilotos la demostración de la Hipótesis, y éstos enseñarían a los bárbaros el arte de las matemáticas. Y, en alguna parte de las ruinas del Vild, los maestros de la navesemilla establecerían una nueva Academia, quizá muchas Academias, para enseñar a nuevos pilotos. Aprender, viajar, iluminar, empezar…, ése es el lema de nuestra Orden, y continuaría siéndolo, no importaba lo lejos que cayeran nuestros pilotos.
—Pero la radiación del Vild…, se propaga, ¿no? ¿Y qué hay de la Estrella de Merripen? ¿Y de todas los demás? Al final, la luz quemará toda la galaxia.
—No, no permitiremos que ese futuro se cumpla. —Cerré los ojos—. Crearemos nuevas formas de vida que vivan de luz. Medio bacterias, medio ordenador, medio célula fotoeléctrica…, un enjambre de nueva vida a través de la galaxia, alimentándose de fotones, reforzándose, convirtiéndose en parte de la ecología. Una inteligencia… que no puedes llegar a imaginar.
—¿Y luego? —preguntó Bardo.
Estábamos en la playa, mirando el Firme. Olía a sal y a nieve vieja, el fermento del mar, rico y sin edad. El hielo marino casi se había derretido; las olas se agitaban y crecían, chocando contra la costa rocosa. En el aire, encima de nosotros, gritaban un par de gaviotas de las nieves. Se zambullían y remontaban el vuelo y se deslizaban sobre los espumosos bajíos.
—Algún día —dije—, muy pronto, dejaré la Ciudad. Iré con Ella, como he prometido. Y entonces creceré. Habrá una… una especie de unión. Un matrimonio, si quieres. Si yo quiero. Está sola y está un poco loca, de ahí esta nueva ecología de información. Haremos algo nuevo, algo que nunca ha existido antes, nunca dentro de este universo. Y hay algo más. Ésta…, es difícil de explicar, esta conversión que tanto he temido, pero ya no. Gracias a ti, ahora lo veo. Somos lo que somos. Todo: hombre, mujer, niño, foca, roca, pensamiento, teorema y mancha de suciedad…, todo está conservado, todo creado. Eso es lo que hacen los dioses, Bardo.
Nos abrimos paso entre las rocas y la arena, tratando de no pisar los hermosos guijarros y las conchas lisas arrojadas por la marea. Bardo jadeaba y resoplaba; se inclinó, llevándose las manos a las rodillas. Su cara se había vuelto pálida como la de un autista. Pensé que estaba a punto de vomitar.
—Oh, mi pobre barriga —gruñó—. He bebido demasiada cerveza.
Entonces recordó su dignidad, se enderezó y se apoyó sobre mi hombro. Su peso era muy grande, muy reconfortante, muy familiar.
Contempló quejumbrosamente el agua, luego se volvió y me examinó el rostro.
—¡Mírate! ¡Un hombre con el cuerpo de un cavernícola, y dos tercios de dios en tu cabeza!
Da; sé compasivo, me había dicho Katharine.
—No hay más dios que Dios, y todos somos parte de él —dije.
Bardo guardó silencio durante un momento, y luego cogió una piedra y la arrojó al agua. De niños, solíamos jugar a hacer rebotar las piedras Sobre la superficie del agua.
—Tres rebotes —dijo. Me colocó una piedra arenosa y mojada en la mano—. Veamos si puedes hacer cuatro.
—No, Bardo, no he venido aquí a lanzar piedras.
Su cara se volvió roja de furia. Cogió una concha rosa y la hizo chocar contra una piedra, rompiéndola en pedazos.
—¿Por qué siempre haces lo que no debes hacer? —gritó—. ¿Dónde está tu sentido? ¡Oh, maldita lástima!
—Lo lamento.
—No, eres un dios, y los dioses no se lamentan, creo.
—Soy tu amigo.
Contempló la playa, primero a una pareja de novicios que caminaban por la orilla cogidos de la mano, y luego a las focas sobre su roca. Había nueve focas grises calentándose al sol, con los negros hocicos apuntando al cielo. Bajó la voz, como si me estuviera diciendo un Secreto. Había vapores en su aliento, el olor agridulce de la cerveza.
—No, Pequeño Amigo —dijo—, ¿puede un hombre ser amigo de un maldito dios?
Observé las olas lamer las rocas de la orilla. Había luz reflejándose en el agua chispeante, colores que no podía ver.
—Para vivir, muero —susurré.
Pensé que no me había oído, porque pateaba irritadamente la arena mojada. Tenía la barbilla agachada y no quería mirarme.
—No, nunca morirás, ¿no es eso lo que prometió Katharine? —dijo entonces. Se alisó los pliegues de su kamelaika sobre su vientre—. Pero, yo, Bardo…, sólo soy un hombre, y si no alimento pronto a este cuerpo mío, me encogeré y moriré. Olvidemos esas dolorosas escatologías por el momento y cenemos como hombres antes de que nos desvanezcamos por completo. Voy a regresar al Hofgarten a ordenar la comida. Y luego voy a coger no una pequeña borrachera, sino una borrachera gloriosa. ¿Vienes conmigo, Pequeño Amigo?
Pues al final escogemos nuestros futuros, dicen los scrytas.
—Tal vez luego —le dije—. Ahora mismo no tengo hambre.
Se encogió de hombros, inclinó formalmente la cabeza y regresó al Hofgarten. Observé a mi mejor amigo, el mensajero de los dioses, el milagro de la creación, tambalearse por entre las negras rocas esculpidas por el mar.
Es cierto, ahora lo sé, que la creación lo es todo. Kalinda había enviado a Bardo a recordármelo. Lo había creado de la memoria, y también yo aprendería ese arte algún día. Algún día, rememoraría a Katharine y la devolvería a la vida, porque lo que hacen los dioses es crear. Eso es lo que hacemos todos. Cada uno de nosotros, dioses, hombres, o gusanos en el vientre de un pájaro, en nuestros pensamientos, sentimientos y acciones, no importa cuán triviales o simples…, creamos este extraño universo en el que vivimos. Creamos a Dios. Al final del tiempo, cuando el universo haya despertado a sí mismo, el pasado será rememorado, y todo aquél y cada uno que ha sufrido el dolor de la vida será redimido. Ésta es mi esperanza; éste es mi sueño; éste es mi proyecto.
Me quedé soñando en la playa, con el frío océano ante mí. Apreté la piedra llana y lisa que Bardo me había dado y la lancé a las olas. La piedra golpeó el agua, girando, y luego rebotó cuatro veces. Hubo sólo un momento entre los dos últimos rebotes, antes de que se hundiera bajo el agua, y, en ese momento, la lente giratoria de la galaxia me llevó mil kilómetros a través del espacio. Y la galaxia misma continuó su viaje hacia fuera desde el punto quieto de la creación, y caí a través del universo. Hoy día aún sigo cayendo, no en esa eternidad negativa de la nada y la desesperación, sino a través de ese otro universo donde las estrellas son brillantes e incontables, y la búsqueda por la vida, si no su secreto, continúa.
Creo que a cada momento morimos, pero también a cada momento renacemos a posibilidades infinitas. Y así, en un hermoso día del falso invierno, pagué el precio final y volví el rostro al viento. Como de costumbre, el chorro salado del agua me dio hambre. Recorrí la playa de regreso a mi brillante ciudad, para unirme a Bardo en la cena, para ser gloriosamente humano otra vez durante algún tiempo.
Fin