CAPÍTULO 29
El secreto de la vida

Cuando los fravashi se convirtieron en pueblo, el Dios Oscuro bajó de las estrellas y habló al Primer Padre Menor del Clan del Diamante Mente Cantora. «Primer Padre Menor», dijo, «si prometo decirte el secreto del universo dentro de diez millones de años, ¿accederás a escuchar mi canción?».

El Primer Padre Menor ansiaba nueva música, así que le dijo: «Llena mis gaitas; enséñame tu canción».

Así, el Dios Oscuro cantó su canción, y pasaron diez millones de años mientras el Clan del Diamante Mente Cantora guerreaba contra el Clan de los Fieles Tocadores de Pensamientos y los otros clanes, y durante este tiempo de los fravashi sólo hubo esta única y temible canción.

Cuando el Dios Oscuro regresó, le contó al Primer Padre Menor el secreto del universo. «No comprendo», dijo por fin el Primer Padre Menor.

Y el Dios Oscuro se rio de él y dijo: «¿Cómo esperabas comprender? Tu cerebro no ha cambiado nada en diez millones de años».

El Primer Padre Menor reflexionó sobre estas palabras y exclamó: «¡Dios mío! ¡No pensé en eso cuando hicimos el trato!».

—Parábola fravashi.

Nos acercamos al Guardián del Tiempo desde el sur a primera hora de la mañana. Había construido su choza a unos quince metros de una hendidura recién abierta. A setenta y cinco kilómetros de distancia, el amanecer revelaba a Kweitkel; la montaña sagrada era como un gran pilar azul y blanco que sostenía el borde occidental del cielo. Cuando el Guardián del Tiempo nos vio patinar hacia su choza desde el sur, debió pensar que éramos cazadores devaki que regresaban a casa. Nosotros queríamos que creyera eso. Habíamos dado la vuelta hacia el sur para que así lo creyera. En realidad, aunque hubiera adivinado quiénes éramos, no le dimos tiempo para aprestar su trineo, para cargar sus pieles y comida (la poca que le quedaba), enganchar a sus perros y huir. Nos deslizamos hacia su campamento poco después de las primeras luces, y él nos recibió ante su choza, esperándonos amablemente al estilo devaki, con humeantes tazones de té de sangre.

¡Ni luria la! —exclamó—, ¡Ni luria la! —Con sus pieles blancas, que cubrían casi toda su cara excepto sus ojos negros, parecía tan vigilante como un lobo.

¡Ni luria la! —respondí.

De inmediato, tres perros hambrientos salieron del túnel de su choza y corrieron entre los nuestros, olisqueando y lamiendo sus negras narices. El Guardián del Tiempo debió reconocer mi voz al momento; debió ver que nuestro trineo era un trineo de ciudad, que nuestros perros eran perros de ciudad que saludaban a sus perros agitando la cola y lamiendo con sus rojas lenguas. Colocó los tazones de té de sangre en la nieve, ignorando al mayor de sus perros, que empezó a lamer nuestra bebida de bienvenida. Se quitó la capucha. Su lisa cara marrón brillaba por efecto de la grasa, crispada con la marca del torvo humor y la fatalidad.

—De modo que el bastardo Ringess me ha seguido. ¿O debería llamarte «Lord Piloto»? ¡Ja!

Antes de que nos detuviéramos, Soli se bajó del trineo con la lanza en la mano, apuntando al vientre del Guardián del Tiempo.

—Leopold —dijo el Guardián del Tiempo—. ¿Has hecho las paces con tu hijo? Dime, ¿aguanta aún la Ciudad? ¿Cómo escapasteis a mi vieja bomba?

Soli apretó los dientes con tanta fuerza que la sangre corrió por su nariz. Pude ver que ansiaba empalar al Guardián del Tiempo.

—¡Espera! —dije.

—Sí, espera —repitió el Guardián del Tiempo.

Rápidamente le informé de que parte de la Ciudad había sido destruida, de que mi madre y seis mil personas más yacían congelados en una fosa común. Le dije cómo había muerto mi madre para salvarme del cuchillo asesino de su clon.

—Sabía que la bomba era vieja —dijo—. Muy vieja.

—Eres un asesino —acusó Soli. Levantó una lluvia de nieve mientras afianzaba su pie.

—Y aquí estoy, un asesino perseguido y atrapado por asesinos.

El puño de Soli se tensó en torno a la lanza. Vi con seguridad que estaba a punto de matar al Guardián del Tiempo. Observé los programas de asesinato que empezaban a ejecutarse. Pero me sorprendió. Miró al Guardián del Tiempo de arriba abajo y preguntó simplemente:

—¿Por qué la Ciudad? ¿La Ciudad que fundaste hace tres mil años? ¿Es eso cierto?

El Guardián del Tiempo exhaló una bocanada de vaho y se volvió hacia mí.

—De modo que has estado dentro de la diosa y te ha hablado. ¿Qué te dijo sobre mí, Mallory?

—Dijo que eras el ser humano más viejo, que llevas miles de años vivo.

—¿Qué edad tengo? ¿Qué dijo?

—Dijo que vives al menos desde el Siglo del Holocausto.

—Soy viejo, es cierto.

Bajé del trineo y me coloqué junto a Soli, que dio un paso más hacia el Guardián del Tiempo; éste retrocedió en dirección a la hendidura.

—¿Qué edad tienes? —pregunté.

—Soy viejo —dijo—. Muy viejo. Más viejo que la nieve. Más viejo que el hielo del mar.

—Tendrás que pagar por tus crímenes —dijo Soli.

Sin ninguna razón en especial, el Guardián del Tiempo miró al cielo. Vi el viejo infierno borbotear en sus ojos negros, y supe que ya había pagado sus crímenes con trozos de su alma. Aún estaba pagando; nunca dejaría de pagar.

—Es tan rápido —dijo—. Todas las vidas humanas suceden tan rápidamente, unos pocos segundos nada más. ¿Es un crimen acabar piadosamente con sus vidas antes de que el tictac se pare por su cuenta y mueran de muerte natural? ¡Dime!

Pero ni Soli ni yo teníamos nada que añadir sobre la naturaleza del crimen, así que no dijimos nada.

—La Ciudad ha tenido su tiempo —dijo el Guardián del Tiempo—. La Orden también. Sabéis por qué hice lo que hice.

—¿Tuviste que matar a mi madre, entonces?

—Fue mi doble quien la mató, no yo.

—No, tú la mataste.

Cerró el puño.

—A tu madre y a ti —rugió—, el bastardo Ringess con tu cerebro alterado, tus nuevas ideas descabelladas, la condena de la raza humana.

—Nunca me habrías matado —dije, quitándome el hielo de las pestañas.

—Una vez traté de salvarte, ¿recuerdas? Te salvé porque te amaba como a un hijo. —Miró rápidamente a Soli, y se volvió hacia mí—. ¿Aún tienes el libro de poemas? Quería salvarte da la diosa. ¡Te salvé demasiado bien, maldito sea por intentarlo!

Me acerqué a él. Rascaba las orejas de Tusa, sin mirar a la lanza alzada de Soli. Chorros de vaho brotaban de forma lenta y acompasada por su nariz. Olí su piel agria, su sudor, su carnívoro aliento. Tenía miedo de algo. Su rostro era más duro que ningún otro rostro humano que jamás hubiera visto, pero el miedo estaba tallado en él. Me acerqué más, colocándome entre el Guardián del Tiempo y Soli, que empezó a maldecir y se apartó para seguir teniéndolo a tiro, por si decidía atravesarlo después de todo.

Me froté las mejillas y traté de calentarlas para que mis palabras no sonaran difusas.

—Cuando el Lord Imprimátur estudió el ADN de tu clon, no encontró nada.

—¿Y? No hay nada que encontrar.

—Las Antiguas Eddas —dije—. El secreto de los ieldra.

—¡Paparruchas!

—La Entidad me dijo que su secreto estaba inscrito en tus cromosomas.

—¡Paparruchas!

—¿Qué sabes de los ieldra?

—¡Mierda para los ieldra!

—¿Por qué me advertirían los ieldra, nos advertirían a todos, contra la diosa?

Hundió el puño en su mano enguantada.

—¿Por qué esto? ¿Por qué aquello? ¿Por qué, por qué, por qué? —gritó.

—¿Qué edad tienes? —pregunté.

—Soy viejo como la piedra.

—¿Qué te hicieron los ieldra? Necesito saberlo.

—¡Mierda!

Me acerqué más; él retrocedió un paso.

—Dime, Kelkemesh. He venido hasta tan lejos para saberlo.

Cerró los ojos e hizo una mueca. Con la boca abierta, echó la cabeza hacia atrás como si estuviera a punto de gritar. Era la primera vez que le veía cerrar los ojos.

—Así que sabes mi nombre; entonces, lo sabes todo. ¿Qué queda por decirte, eh?

—El secreto.

—¿Qué edad tienes? —preguntó Soli.

El Guardián del Tiempo me apuntó con su barbilla y abrió los ojos. Extendió la palma de la mano, apartando a Soli.

—Nací hace treinta mil años —dijo—. Años de la Vieja Tierra. ¿Necesitas saber exactamente cuántos? Treinta mil ciento cuarenta y dos años. Treinta mil ciento cuarenta y dos años, dieciocho días y cinco horas —dijo, mientras sacaba un reloj de oro plano de sus pieles y lo abría—, y quince minutos, doce segundos, trece, catorce, quince…, ¿cuántos segundos más tengo? Si los ieldra se salieran con la suya, viviría eternamente. ¡Ellos me hicieron para que viviera eternamente, malditos sean! Es mi finalidad, dijeron. Su finalidad.

—Eso es imposible —dijo Soli. Se colocó al otro lado, de forma que el Guardián del Tiempo quedó entre la hendidura y él—. Nadie puede vivir tanto.

—¡Ja, Leopold, te equivocas! ¿Te lo cuento? Un día, hace mucho, cuando los bosques de la Vieja Tierra eran verdes y tan sin fisuras como la túnica de un mecánico, bajaron del cielo y me dijeron que me habían escogido para llevar su mensaje. ¡Malditos dioses! Nunca vi sus cuerpos; no creo que los tuvieran, tal vez nunca hayan tenido malditos cuerpos. ¿Tienen los dioses cuerpos como los hombres? Aparecieron como bolas de luz, brillantes bolas azules como las llamas más calientes de un fuego de leña. Me dijeron esto: Dijeron que la Tierra (incluso mi Tierra de hace treinta mil años), dijeron que estaba demasiado llena de hombres. Las luces del cielo eran estrellas, dijeron. Pronto los hombres dejarían la Tierra y deambularían entre las estrellas. Pensé que me estaba volviendo loco. No, me dijeron, no me estaba volviendo loco; yo era uno de los ciento veinticinco inmortales escogidos para llevar el mensaje de los ieldra a través del tiempo. Para llevar su maldito mensaje, y así los seres humanos, cuando aprendiéramos a quemar el combustible de las estrellas, escucharíamos la voz de la sabiduría y no nos volveríamos locos y no nos quemaríamos a nosotros mismos con la luz de las estrellas o con otras luces celestiales. Los ieldra…, ¡malditas sean sus caras sin cara!…, los ieldra dijeron que sus espíritus estaban preparados para vivir dentro de un cielo tan grande y negro que ni siquiera la luz estelar podría escapar de la negrura. Un agujero negro, dijeron. No comprendí ni una palabra de todo su galimatías, naturalmente. Me dijeron que lamentaban dejar sola a la raza humana, desnudos en nuestra ignorancia. «¡Desnudos!», les dije. «¡Ignorantes!». ¡Yo llevaba la piel de un lobo que había matado con mis propias manos, y sabía el nombre de todas las plantas y animales del bosque! Los ieldra no se rieron de mí porque no tenían boca, pero los oí susurrar y reír dentro de mí, lo mismo daba. Entonces me abrieron, los malditos dioses. Me llenaron de su ovillo, hasta mi último trozo, trabajaron cada célula de mi cuerpo, hasta el último hilo de ADN. ¡Alteraron mi semilla, mi alma maldita! No comprendí lo que hacían. Estaba tan asustado que me partí los dientes con mi propio puño. Ardía de dentro a fuera. Sentía como si hubiera tragado sebo caliente, como si hubiera comido el hongo mágico y muriera de fiebre, todo al mismo tiempo. Después de eso, me dejaron a mi destino. Introdujeron su consciencia en el núcleo de la singularidad, y me dejaron para que vagara por la Vieja Tierra durante más de treinta mil años. Mis dientes pronto volvieron a crecer, naturalmente, una, dos, muchas veces, mis malditos dientes, cada vez que me los sacaba. Me dejaron con estos hermosos dientes blancos, para morder la amarga raíz de la inmortalidad, para saborear la fruta del mundo una y otra y otra vez hasta que me sentí tan hastiado del mundo que podría haber muerto. Pero no podía morir, y ése era el infierno. Ahora ya lo sabes.

Bajé la cabeza un momento, pensando en los dioses y la inmortalidad. La nieve me llegaba a las rodillas; era tan polvorienta y seca que podía ver cada cristal de hielo caer a los agujeros que hice mientras me acercaba al Guardián del Tiempo, me acercaba a Soli.

—El mensaje en tu interior… —le dije al Guardián del Tiempo—. ¿No quieres saberlo?

—No.

—Inscrito en tu ADN.

Volvió a hacer una mueca, revelando sus dientes largos y blancos.

—No, no hay nada más que desinformación y ruido.

—¡Son dioses! ¿Por qué dudas del mensaje de los dioses?

—Porque mienten —dijo—. Los dioses mienten.

Soli recorrió la nieve, trazando primero un círculo a la derecha, luego a la izquierda. Su mano se apretaba con fuerza al mango cubierto de cuero de la lanza mientras con la otra se frotaba su sangrante nariz. Hacía retroceder al Guardián del Tiempo hacia la hendidura.

Me llevé una mano desnuda a los agrietados labios.

—Los otros inmortales…, ¿qué les sucedió? —pregunté—. ¿Dónde están?

—Están muertos —me dijo el Guardián del Tiempo—. Los ieldra nos hicieron inmortales, pero se nos podía matar. Una piedra en la frente, un cuchillo… —miró directamente a Soli—, una lanza a través del corazón…, hay formas.

—¿Todos ellos? ¿Muertos por accidente?

—La Vieja Tierra era un lugar muy violento.

Vi que estaba mintiendo, o al menos que me ocultaba parte de la verdad. Observó a Soli rodearle, observó la punta de la lanza que brillaba dorada mientras capturaba la luz del sol.

—Los mataste, ¿verdad? —pregunté bruscamente.

Alzó la barbilla y me miró a los ojos.

—Muy rápidamente, Mallory. Siempre demasiado rápidamente. Los cacé como a ovejas, a todos, uno a uno, incluso a los cinco, ¿te digo sus nombres?, incluso a los cinco inmortales que escaparon del Holocausto y huyeron al multipliegue.

—Lástima —dije.

—Habían vivido demasiado y el secreto tenía que ser conservado, ¿no?

—¿Y tú eres el guardián del secreto?

—Soy el Guardián del Tiempo, y lo he sido todo este tiempo.

—Decodificaste las Eddas…, ¿me equivoco? Dime qué es lo que dicen.

—Dilo tú mismo.

—No tienes derecho a mantenerlo en secreto.

—¿Derecho? —gritó, y sus ojos se volvieron ardientes como carbones—. ¿Hablas de derechos? ¡Los malditos ieldra destrozaron mi alma! Ni siquiera los dioses tienen ese derecho.

Alcé el puño para mostrarle mi anillo de piloto.

—El día que recibí esto, promulgaste la búsqueda de las Antiguas Eddas. La búsqueda, entonces, ha terminado.

—No, Mallory, no ha terminado.

—Los imprimáturs podrían decodificar las Eddas de tu interior si…

—No hay nada que decodificar.

—… si te llevamos a la Ciudad.

—Entonces me llevaréis muerto. ¿Pueden el noble Ringess y su aún más noble padre matarme como a una oveja? ¡Ja!

Soli podría matarle, pensé; él y yo habíamos atravesado el mar sólo para matarle. Sabía que responsabilizaba al Guardián del Tiempo de la muerte de Katharine, así que, cuando movió su lanza, pensé que iba a matarle. Ansiaba hacerlo, pero se esforzaba por contenerse.

Se lamió la sangre del bigote y me dijo:

—Si quieres que este viejo asesino viva, no necesitamos todo su cuerpo. Sí, corta unos cuantos dedos y congélalos. Los imprimáturs pueden decodificar las Eddas a partir del ADN de sus dedos.

Miró al Guardián del Tiempo, y el Libro del Silencio se abrió. Leí un capítulo entero del Libro. Él, el orgulloso Soli, estaba muy complacido consigo mismo por ascender a su humanidad y no alancear al Guardián del Tiempo. Amaba la idea de ser piadoso y gracioso en el último instante.

Los labios del Guardián del Tiempo se fruncieron en lo que podía haber sido una mueca o una sonrisa.

—Ja, ¿es esto lo que quieres?

Tras decir esto, sacudió el brazo como un látigo, y un largo cuchillo de acero brotó de su manga y cayó en su mano. Se quitó el guante de la otra mano. Con la misma facilidad con que yo podría cortar una rama seca, extendió el meñique y lo cercenó. El dedo cayó a la nieve y desapareció en un agujero lleno de sangre, que se congeló rápidamente en pequeños cristales rubí. Extendió la mano mutilada ante la cara de Soli. El blanco hueso brillaba en la herida roja oscura, pero extrañamente había poca sangre.

—Coge mi dedo —dijo. Y se inclinó y recogió el dedo del empapado agujero. Lo arrojó a la cara de Soli, que apartó la cabeza, y el dedo pasó volando junto a él, junto a mí, y volvió a caer a la nieve.

Fue un pequeño gesto de desprecio, pero el Guardián del Tiempo también había leído el Libro del Silencio. Debía saber de Soli y de desprecio. Soli se volvió loco entonces. Se dejó llevar por la ira; toda la humanidad y la gracia desaparecieron de sus ojos enloquecidos. Rechinó los dientes y bufó, y la sangre manó por su nariz. El brazo con el que empuñaba la lanza se echó hacia atrás, muy hacia atrás, con el índice recto sobre el asta apuntándome por detrás de él.

—Lee el libro, Mallory —exclamó súbitamente el Guardián del Tiempo. No supe a qué libro se refería. Traté de acercarme, de detener el arrebato de violencia que se avecinaba, pero ya empezaba a recordar, y apenas pude moverme—. El libro es para ti.

Creo que ansiaba morir. Pero la vida era un hábito demasiado fuerte y no podía morir tan fácilmente, no el Guardián del Tiempo, así que cargó contra Soli y trató de clavarle su cuchillo. Soli arrojó su lanza. Con aquella lanza había matado una vez a un gran oso blanco, y ahora mataría a un lobo humano muy, muy viejo. Aunque el Guardián del Tiempo trató de apartarse, la lanza de Soli le atravesó el pecho.

—¡Ya! —aulló el Guardián del Tiempo, lleno de dolor. Se tambaleó y se derrumbó sobre la nieve, a tres metros del borde de la hendidura.

Entonces Soli cayó sobre él, pateándole la cara y la garganta, agarró el asta de la lanza y la removió hacia delante y hacia atrás, tratando de destruir tanta carne como fuera posible y hundir la punta profundamente en el corazón del Guardián del Tiempo.

Empecé a avanzar hacia ellos.

—¡Apártate! —gritó Soli.

Di un paso más, el último paso, el paso aciago, el paso que me había visto dar mil veces distintas mientras yacía vislumbrando en nuestra silenciosa choza. No sabía por qué daba aquel paso. Sólo sabía que tenía que darlo, que, si me acercaba a Soli, el secreto que había buscado durante tanto tiempo me sería revelado. Mi pie pareció colgar en la nieve mientras se posaba. Mis músculos estaban casi congelados. El aire frío me lastimaba los ojos. Mi visión del futuro (el futuro que era ahora, que había sido siempre y siempre sería) me había llevado hasta aquí, pero no más lejos. Más allá de este momento, nada. Estaba tan ciego a los momentos futuros como un niño que flota en el vientre de su madre está ciego a la luz.

—¡Bastardo! —gritó Soli—. ¡Apártate!

Arrancó la lanza del pecho del Guardián del Tiempo. Entre las pieles de éste había un agujero del tamaño de mi puño, y un océano de sangre. Con la fuerza de un alaloi (y el frenesí de un demente), Soli se inclinó y lo alzó por encima de su cabeza. Se tambaleó sobre el borde de la hendidura.

—¡No, Soli! —exclamé. Crucé la nieve con toda la rapidez que pude, pero estaba recordando demasiado para entrar en tempolento, y por tanto me moví demasiado despacio—. ¡Soli, no!

Lo agarré cuando soltaba el cuerpo del Guardián del Tiempo en la hendidura. Caí contra él; casi estuvimos a punto de seguir ambos al Guardián del Tiempo. Se produjo un crujido y un salpicoteo cuando el cadáver rompió la débil capa de hielo cuatro metros más abajo. El Guardián del Tiempo se hundió como una piedra en las aguas negras y desapareció. El secreto de la vida.

—¡Maldito seas, Soli!

Las focas y los peces devorarían el cuerpo del Guardián del Tiempo, y el secreto de la vida pasaría a ellos y se perdería para siempre en las heladas profundidades del mar. Me aferré a las pieles de Soli, esperando que el cadáver del Guardián del Tiempo subiera a flote, pero no lo hizo; nunca volvería a subir.

—¡Bastardo! —Soli gritó la más fea de las palabras mientras me agarraba el pelo con la mano buena y trataba de echarme la cabeza hacia atrás.

Entonces también yo me volví loco. ¡Qué delgada es la línea entre el amor y el odio, la razón y la furia! Soli y yo caímos sobre la nieve, golpeándonos como si fuéramos perros rabiosos. Busqué a ciegas su garganta. Le golpeé la nariz. Con su mano mutilada debió encontrar la lanza, porque la ensangrentada y helada punta se volvió hacia mi cara. Estoy seguro de que me la habría clavado en la garganta, pero no la tenía bien cogida. Agaché la barbilla para cubrir mi garganta y di una súbita sacudida. De algún modo, la punta me arañó la frente, sobre los ojos. Sentí una caliente presión, un sonido de ruptura y sangre. El pedernal estaba en mi sangre, y su sangre, la sangre del Guardián del Tiempo congelada en la afilada punta de piedra, se fundió con mi sangre mientras Soli me hacía el corte con la lanza. Tuve la extraña sensación de que mi sangre reconocía el parentesco con la sangre del Guardián del Tiempo, que dentro de mí su sangre me susurraba, llamando a mis recuerdos más profundos. O tal vez fue el shock de la lanza o el brillante resplandor del sol sobre el hielo lo que me hizo rememorar…, no lo sé. Agarré la mano mutilada de Soli, y la fría marea de la memoria (y la ira) me barrió.

Recordé un simple hecho genético; recordé que todos los seres humanos comparten un antepasado común: la hermandad de la sangre. Soli rodó contra mí, y su pecho presionó contra el mío a través de capas de nieve. Abrí la boca para gritar, pero la sangre que goteaba de su nariz se me metió dentro y me atragantó. Tragué su sangre, mi sangre, la sangre de su padre y abuelo, que era el Guardián del Tiempo, el abuelo de Bardo y Li Tosh también, quizás incluso el abuelo de Shanidar, el abuelo de toda la raza humana. Durante treinta mil años el Guardián del Tiempo había recorrido los continentes de la Vieja Tierra, llenando mientras tanto a las mujeres que tomaba con el flujo de sus testículos. Llenándolas de la semilla divina. No podía calcular cuántos hijos había engendrado a lo largo de los siglos. Tal vez millares. Y, en cada uno de ellos, el secreto de los ieldra se agitaba y era pasado a sus hijos y a los hijos de sus hijos, una y otra vez, de padre a hijo, de madre a hija, año tras año, de modo que en todos los continentes y océanos de todos los planetas del hombre (y también en los mundos artificiales) no vivía ningún hombre o mujer en quien no viviera el gran secreto, dormido, esperando dentro. Dentro de mí.

Rodamos sobre la nieve mientras Soli trataba de clavarme la lanza en el cuello. Pero hice una presa en su brazo (una presa que el Guardián del Tiempo me había enseñado cuando era niño), y sentí la articulación tensarse mientras rugía de dolor y odio. También Soli había recibido lecciones de lucha, y se zafó de mi presa. Levantó una rodilla y giró. Había nieve en mi boca y dentro de mis pieles. Nadaba en nieve. Las puntas de hielo picoteaban mis hombros desnudos y congelaban mi cuello. Arroyos de nieve fundida y masas empapadas de pasta de hielo helaban mi pecho. Luchamos y nos debatimos por la nieve limpia, tratando de matarnos mutuamente.

—¿Debo matarlo? —gritó Soli súbitamente. Pero no, el grito estaba dentro de él, no en su boca. Yo estaba leyendo su cara; tal vez estaba leyendo su mente. El grito estaba en mi interior.

El cerebro es sólo una herramienta…

Algo más me llamó, y cerré los ojos ante los dedos engarfiados de Soli, volví la cabeza y escuché la voz de la memoria. En cierto modo, era como una canción. Había armonías, movimientos microscópicos y ritmos. Busqué en mi sangre, busqué el oscuro borboteo de mis cromosomas allá donde estaban escritas las Antiguas Eddas. Busqué en un lugar donde los imprimáturs habían mirado con frecuencia, en esa inútil colección de «genes basura» que componen gran parte del material genético de cada célula. Escuché a mi sangre decirme que los genes basura tenían un propósito. Se codificaban y producían las proteínas de la memoria química. No eran nada más que memoria. Los ieldra no habían pretendido que su mensaje fuera decodificado en algo tan rudo como el lenguaje humano. Su secreto, el secreto de la vida, era para ser recordado.

El cerebro es el instrumento para dirigir y leer los programas del universo.

Cada uno de nosotros lleva dentro la clave a la memoria. Sentí un ritmo en mi sangre, y era la danza precisa de la adenina y guanina, timina y citosina, y los hilos del recuerdo codificados dentro de mis cromosomas empezaron a desenrollarse. En algún lugar dentro de mí, cadenas de ADN se codificaban en busca de alanina y triptófano y otros aminoácidos, construyendo las proteínas de la memoria química para que mi cerebro la leyera. O tal vez la memoria de mi ADN ya había sido codificada en las neurológicas de mi nuevo cerebro; quizá yo rememoraba al febril contacto de electrones en vez de a las imágenes en formación convocadas por las secuencias de proteínas. Proteínas/electrones…, en el fondo, ¿importaba cómo fuera almacenada la información? No, lo que importaba era la voz de los ieldra susurrando aquellas partes de las Antiguas Eddas que podía comprender. Las memorias de los dioses. El secreto de la vida, dijeron, es simple; el secreto de la vida es…

—¿Debo matarlo? ¡Decide, pues!

El hombre es un puente, dijeron.

Las cosas más simples son las más difíciles de comprender. Agarré la barba de Soli y tiré de su cabeza hacia delante y hacia atrás. Sentí que mi consciencia se extendía hacia fuera desde nuestros cuerpos forcejeantes, en círculos a través del polvo helado, extendiéndose como una alfombra de nieve sobre el paisaje congelado del mundo. Fui consciente de muchas cosas a la vez: del viento de la mañana mientras siseaba y alborotaba el hielo; del blanco pico de Kweitkel clavándose en el vientre azul del cielo; del cálido aliento de Soli estallando en mi oído. Recordé muchas, muchas cosas. Me recordé a mí mismo como realmente era. Normalmente nuestra consciencia fluye de lo interior a lo exterior y vuelta atrás, como un talo meneando la cabeza de un lado a otro. Pasamos nuestras vidas siendo conscientes de objetos y hechos, y ocasionalmente incluso somos conscientes de nosotros mismos, pero sostener ambos puntos de vista al mismo tiempo es una cosa muy rara. Recordé que era un hombre que odiaba a Soli; recordé este odio como si me viera odiándolo. Era una estupidez odiar. Mis programas de furia y odio me estaban destruyendo, aprisionando, robándome mi libertad de pensar, sentir y ser. Odiaba que mi odio me destruyera y, sin embargo, no podía dejar de odiar.

Los seres humanos deben liberarse a sí mismos, susurraron las Eddas en mi oído interno, deben ser libres.

—¡Decide, pues!

Soli me arañó la mejilla con las uñas; abrió las capas de mi piel una a una. Jadeé lleno de dolor, y recordé que había una salida, el modo que había visto una vez en el hielo en el Anillo Invierno, el modo de la creación. Muchos habían cruzado antes que yo el puente de la creación. Recordé a la primera guerrero poeta femenina, Kalinda, la que amaba tanto las flores y la vida que escapó de los adoradores de la muerte en busca de los océanos curadores de Agathange. Allí, los hombres-dioses rehicieron su cerebro igual que rehicieron el mío. Ella escapó de los mundos del hombre, escapó al multipliegue. Había desnudado su cuerpo de su ataúd de carne y hueso. Había añadido a las neurológicas de su cerebro los elementos de asteroides y planetas que consumía. Ella había creado su cerebro y se había contemplado crecer, siglo tras siglo, creciendo y creando hasta que su cerebro se había vuelto tan grande como una luna, y luego muchas, muchas lunas. La mal llamada Entidad de Estado Sólido, recordé mientras me debatía contra la nieve, había sido una vez un ser humano como yo; había sido una niña pequeña a la que le gustaba ponerse flores en el pelo.

La voz de la memoria, de un anciano moribundo: Los dioses son traicioneros y, cuando rehacen al hombre, siempre dejan algo sin hacer.

Soli empezó a extender la mano hacia la lanza, que yacía medio enterrada en la nieve. Fue un error. Sentí los programas de su cuerpo latir bajo sus sucias pieles, correr bajo sus duros músculos hasta su brazo. Tosí al aire amargo mientras giraba y colocaba mi brazo bajo su brazo y por detrás de su nuca. La seminelson es la primera llave que te enseñaré, me susurró el Guardián del Tiempo al oído, y fui un novicio una vez más, gruñendo sobre las blancas pieles de la Torre del Guardián del Tiempo. Y más joven aún: fui el niño Kelkemesh luchando con su padre, Shamesh, en un calvero en la Vieja Tierra. Es una buena llave, pero la nelson es una presa mortal. Forcé mi otro brazo bajo el sobaco de Soli hacia su cuello.

—¡Bastardo! —gritó, y recordé entonces lo que los agathanianos habían dejado sin hacer: la determinación de mi destino. Yo podía escoger. Podía corregir y reescribir mis programas; podía crearme a mí mismo, aquí, en este mismo momento de furia y frío, rodando una y otra vez sobre la nieve.

Pero el precio del nacimiento es la muerte, susurraron los ieldra.

Sí, podía crearme a mí mismo, pero para crear tenía que destruir primero. Morir es vivir; para vivir, muero. ¿Podría ser un asesino? Mi vida, yo mismo…, y no habría regreso de ese camino; sólo podría haber el gran viaje, una y otra vez hacia lo infinito, la búsqueda sin límites ni fin. Recordé mi promesa a la Entidad. ¿Cómo, me pregunté, encontraría la fuerza para sacrificar mi miedo?

Hay infinitas posibilidades. Y también infinitos peligros.

—¿Debo matarle? ¡Decide ahora!

Uní ambas manos en el denso pelo mojado de la nuca de Soli. Su sudor se congelaba mientras yo entrelazaba los dedos y empezaba a empujar hacia abajo, forzando su cabeza hacia su pecho. Y en mis dedos, una gran fuerza, la fuerza que Soli y mi madre, e incluso Mehtar el Tallador, habían puesto allí. Debo romperle el cuello, me susurré, debo quebrarlo como haría con un trozo de madera porque había matado a Bardo y me estaba matando a mí, porque el universo era frío e injusto, porque, después de todo, más que ninguna otra cosa yo amaba ser humano. Debía elegir una muerte. No importaba qué locos azares me hubieran llevado a este momento de lucha en la nieve. Al final, ¿no eran destino y azar las dos caras de una misma moneda? Miré a la cara del destino y vi que era la mía propia. ¿Tiene el hombre libre albedrío? ¿Puedes leer los programas del universo, las infinitas posibilidades? Allí, en el frío viento del invierno profundo, me recordé a mí mismo y vi una cara triste, quemada por el viento, finalmente compasiva, sonriéndome. Sí, puedo, susurré. Lo haré…, una elección tomada libremente bajo la libertad del cielo profundo.

Y así, un momento de liberación, de relajación y libertad. Oí el chasquido que había estado esperando toda mi vida. Soli se agazapó a unos pocos metros de mí, sosteniendo los trozos de su lanza a cada lado de su rodilla. Los lanzó a la nieve. Se frotó el cuello y dijo:

—Podríamos habernos matado, ¿no? ¿Qué nos pasa, Piloto?

Apreté mi mano sobre el corte de mi frente para detener la sangre. Jadeaba.

—Escucha, Soli, esta… tautología trivial, no tan trivial: el secreto de la vida… es la vida.

Soli se incorporó y se acercó a la hendidura.

—El Guardián del Tiempo está muerto —murmuró, medio para sí. No parecía haber oído lo que yo había dicho—. Tu secreto está muerto también. ¿Por qué no pudiste apartarte de mí? Sí, ¿por qué este ciclo de…, por qué continúa? Pero no, no continuará. Lo juro, nunca, nunca jamás.

Miré hacia el oeste, hacia Kweitkel, y los recuerdos tronaron en mi interior. Escuché y contemplé la luz refractarse en colores por la nieve chispeante. Todo (el granito rosado del pináculo norte de la montaña, el polvo fresco y blanco, el mismo aire azul) parecía recién creado. Me quedé aturdido, como un hombre estupefacto por el alcohol, borracho con la belleza del mundo. No había más furia o miedo. Me volví hacia el este, donde la interminable placa de hielo ardía con la luz del sol de la mañana. En algún lugar, bajo la roja bola de fuego que crepitaba sobre el horizonte, estaba Neverness. Infinitas posibilidades, me susurró.

Soli se arrodilló de pronto, se puso a cuatro patas y empezó a examinar sistemáticamente la nieve. Recordé que el Guardián del Tiempo había arrojado su dedo por allí cerca.

—No, Soli, no te molestes tratando de hallarlo. Ya no tiene sentido.

—¿Por qué no, Piloto?

Rápidamente, mientras mi calor corporal fundía la nieve que se me había metido entre las pieles, le conté mis recuerdos.

—Pero eso no tiene sentido, ¿no? —dijo Soli—. ¿Por qué fueron codificadas las Eddas como memoria? Si los ieldra querían decirnos su mensaje, ¿por qué no escogieron un medio más simple?

Uno de los flacos perros del Guardián del Tiempo trotó a mi lado, y palmeé su flanco. Olisqueó el aire en la dirección de la hendidura y empezó a gemir.

—¿Qué podría ser más simple, Soli? Los ieldra compartieron su sabiduría con todos. En verdad, es irónico: confiaron en nuestra inteligencia para recordar su inteligencia. Debieron de pensar que lo más simple para el hombre sería aprender el verdadero arte de rememorar. Y deberíamos haberlo hecho, hace miles de años. Nunca soñaron que fuéramos tan estúpidos.

Infinitos peligros. Miré hacia el norte, hacia la cortina negriazul del cielo que gravitaba sobre los icebergs helados. Escuché el susurrar de las Eddas.

Soli se puso en pie y silbó al resto de los perros del Guardián del Tiempo.

—¿Es así como termina la búsqueda? —preguntó, después de examinarlos con las manos y los ojos. También él parpadeaba contra el fresco viento.

Volví la cabeza. Al sur, el hielo era liso y blanco como la piel de un bebé alaloi. No había fin a los hielos meridionales del Starnbergersee.

—Continúa y continúa —dije.

Entramos en la choza del Guardián del Tiempo, y Soli hirvió agua para el café. Lavó la herida de mi frente con algodones calientes y empapados; la descongeló, la limpió y, con un tendón de foca, la cosió. Después de que bebiéramos nuestro café, dio de comer y atendió a los perros enfermos mientras yo exploraba el interior de la choza. Busqué entre las cosas del Guardián del Tiempo hasta que encontré el libro. Junto con unas cuantas plumas de acero y una esfera de cristal llena de tinta, envuelto en una piel, apilado entre las pieles que hacían de almohada en la cabecera de su cama. Era un grueso libro encuadernado en cuero que se parecía mucho al libro de poemas que me había dado una vez. Lo abrí y olí la densidad del cuero viejo. Un soplo helado atravesó las rendijas de la pared, haciendo sacudir sus blancas páginas. No era un libro de poemas. El Guardián del Tiempo había cubierto las páginas del libro laboriosa, dolorosamente, línea tras línea, con letras que había entintado, dibujado (y compuesto) él mismo. Era un exquisito trabajo de caligrafía, el trabajo de un hombre al que no importaba pasar toda una hora trazando una sola palabra. El trabajo de toda una vida. Miré hacia el título del libro. Allí, en letras negras tan gruesas como la pata de un perro, leí:

RÉQUIEM POR EL HOMO SAPIENS

POR

HORTHY HOSTHOH

GUARDIÁN DEL TIEMPO Y LORD HORÓLOGO

DE LA ORDEN DE LOS MATEMÁTICOS MÍSTICOS

Y OTROS BUSCADORES DE LA LLAMA INEFABLE

Pasé la página, y descubrí que el libro empezaba con las siguientes palabras: «Éstas son mis Eddas». Pasé los ojos por las otras páginas del libro, leyendo de corrido. Vi que la última página estaba sin terminar. La secuencia de palabras del Guardián del Tiempo terminaba a media frase, y al menos las últimas cien páginas del libro estaban en blanco.

Soli, que nunca había aprendido el arte de leer, se me acercó.

—¿Por qué querría el Guardián del Tiempo que tuvieras este libro? —preguntó.

Cerré el libro y acaricié la cubierta con mi anillo de piloto.

—Este libro, estas palabras…, son sus Eddas.

—Háblame de las Eddas —dijo Soli—. No las Eddas del Guardián del Tiempo. Eso sería demasiado triste. Háblame de tus Antiguas Eddas, el mensaje de los dioses.

Le dije todo lo que sabía. Esto es lo que dije: Las Eddas eran las instrucciones de los ieldra a los seres humanos sobre cómo convertirse en dioses. El hombre es un puente entre el mono y el dios, y las Eddas eran un diseño para un puente que no se derrumbaría. Los hombres deben ser dioses, porque para eso fueron creados. El programa divino corre profundamente dentro de nuestra raza, tan profundo como el primitivo ADN del que surgimos hace miles de millones de años. Debemos aprender cómo funciona este programa, porque ése es nuestro destino. Le dije estas cosas simples mientras él me colocaba entre las manos un tazón de café. Pero hay peligros infinitos, dije. Cuando el hombre se volviera hacia la deidad con ojos locos, las propias estrellas estallarían y caerían del cielo. Hombres-dioses locos, dioses locos…, el universo está lleno de locura; la locura se encuentra por todas partes, como un talo ido y caníbal esperando para tragar cualquier deidad que consiga gran inteligencia y poder. Cuanto más complejos son los programas de un organismo, mayor es el riesgo de locura. Es muy, muy difícil ser dios. Inhalé los ricos vapores del café, y dije que el don de los ieldra era ayudar a los hombres a cruzar el puente. Porque eran seres compasivos, sí, pero también porque parte de su finalidad era salvar al universo de la locura.

—Naturalmente, el hombre es ya en parte dios —dije—. Y en parte estamos locos, y por eso somos tan arrogantes como para jugar con el ciclo de la vida natural de las estrellas. De ahí el Vild. Porque somos ignorantes, Soli, porque no sabemos. No vemos. Hay reglas; las Eddas son reglas. Reglas para ser, para determinar nuestro lugar en la ecología.

La estructura profunda del universo es pura consciencia.

Soli asintió y sorbió su café, mientras me escuchaba hablar durante todo el día y la noche. El principio de todo, dije, es reprogramar nuestros cerebros. Incluso nuestros anticuados cerebros humanos pueden ser reprogramados. Podemos escribir nuestros programas maestros; hay técnicas para hacerlo; en las Antiguas Eddas se encuentran las reglas para esas técnicas. Al final, podemos rehacer nuestros cerebros, y si aspiramos a una consciencia mayor, entonces debemos hacerlo, pues, ¿qué es el cerebro sino un pequeño trozo de materia que concentra la consciencia? Materia/energía; espacio/tiempo; información/consciencia… La consciencia; hay fundamentos describibles por la hermosa y simple matemática de los ieldra. En cierto modo, la materia no es más que energía congelada flotando en los hielos del espaciotiempo. Y la consciencia es la forma que tiene la materia de organizarse a sí misma; la consciencia es inmanente en cada copo de nieve, átomo, gota de sangre, fotón y grano de arena, en cada proximidad del espaciotiempo, desde la Nube Virgo hasta Perdido Luz. La consciencia es inherente, susurré; la consciencia lo ordena todo. Las matemáticas del orden: Hay reglas para cuantificar la implicación/deber/identificación entre todos los organismos vivos y la materia inorgánica del universo. Tat Tvam Asi, Lo Que Eres, y, ¿qué le debo a un desconocido o un alienígena? ¿A mi padre? ¿A un gusano de la sangre? ¿A una estrella lejana? ¿Cuál es el lugar del hombre en el esquema universal? El gran peligro, dije, está en percibir falsamente lo ajeno de todas las cosas. Entonces arrancamos las alas a las moscas, o matamos focas, o a otros seres humanos; entonces podemos destruir las estrellas.

—Hay ayuda para el Vild, Soli. Una solución, una salida. Hay una unidad de… consciencia. En cierto modo, la materia es sólo una primera oleada de consciencia, y la energía, cada bit de gamma radiando desde las estrellas del Vild, cada fotón, esta oleada que avanza…, todo fue creado por la acción humana, y por tanto puede no ser creado. O, debería decir, puede ser recreado. Hecho de una manera distinta, ¿ves? Ahora es parte de la ecología.

—Sigues diciendo la ecología —dijo él, sorbiendo más café—. ¿Qué ecología?

Hay una ecología de información. Las estrellas morirán; los hombres y los dioses morirán, pero la información se conserva. La información macroscópica se convierte en información microscópica. Pero la información microscópica se concentra finalmente. Nada se pierde. Los dioses existen para devorar información. Las inteligencias más bajas seleccionan, filtran, concentran y organizan la información. Y los dioses se alimentan.

—¿Piloto?

—Lo siento, estaba… recordando. —Me lamí el café de los dientes—. Hay reglas naturales para determinar nuestro lugar en la ecología. Si pudiéramos decodificar el programa universal, leer la intención del universo, entonces…

—No estás contestando a mi pregunta.

—Lo estoy intentando. El Vild…, no es la intención del universo. ¿Qué saben los seres humanos de ananke? Siempre hay imperfecciones y locuras. Las orcas…

—¿Las qué?

—En Agathange, las orcas pueden o no estar locas, pero desempeñan un papel crucial en la ecología de ese planeta. Considera el Vild: un océano de energía por emplear.

Igual que la Entidad había creado miles de cuerpos negros para almacenar la energía de Gehena Luz, así podríamos nosotros usar la energía del Vild. La información podía ser codificada a señales y enviada a todas partes, con energía suficiente. El interflujo de información podía ser enviado a todas partes. Podríamos hablar con los cerebros nebulares de nuestra galaxia. Podríamos extender la ecología de información de nuestra galaxia. Nosotros (cada ser humano, fravashi, ostra, bacteria consciente, virus o foca) podríamos enviar nuestra consciencia colectiva a través de los dos millones de años luz del vacío intergaláctico hasta las ecologías de información de las galaxias más cercanas, Andrómeda y Maffei y la Primera Leo…, todas las galaxias del grupo local estaban vivas de inteligencia y vibraban con los pensamientos de organismos como nosotros mismos. Algún día llegaría el momento de interactuar con las ecologías de otros grupos de galaxias. Dentro de diez millones de años luz en el plano supragaláctico de los supergrupos locales había muchos grupos de galaxias. Canes Venatici, las Pavo-Indus y las galaxias Ursa…, aquellas brillantes y ardientes nubes de inteligencia, y otras, envolvían nuestra pequeña galaxia en una esfera de luz de un diámetro de cuatrocientos millones de años luz. Hablar con esas distantes galaxias requeriría la energía de una supernova, tal vez de muchos miles de supernovas.

La ilaha il Allah —dije—, y todos somos una parte.

—Escucha, Piloto, no te comprendo.

Oí el viento de la noche susurrar fuera de la choza, y el suave murmullo interior. Ciertamente, yo mismo no comprendía la mayoría de las Eddas. La mayor parte eran (no hay otra palabra) un galimatías. No tenía aún el cerebro para comprenderlo. Durante un momento, la enorme arquitectura completa de la próxima ecología de información se desplegó ante mí, capa tras capa de ideas, sistemas biológicos y estructuras de información, extendiéndose, abriéndose como las páginas de un libro. Era abrumador y maravilloso, pero yo era como un gusano arrastrándome por la primera página del libro, tratando de leerlo mejor letra a letra, sintiendo la tinta contra mi vientre. Comprendía tal vez una sola página de todos los millones de páginas de las Eddas. Y las Eddas mismas, la sabiduría colectiva de los dioses, eran sólo una pequeña parte de los secretos que contenía el universo, tan insignificante como un simple copo de nieve en una tormenta.

Traté de decirle a Soli todo esto, pero no creo que quisiera comprender realmente.

—¿Dices que esas memorias están dentro de cada uno de nosotros? ¿Todas las Eddas? —Miraba al frente mientras permanecía arrodillado, asando una nuez baldo en la hoguera.

—Sí —dije—, pasa de padre a hijo. Por eso mató el Guardián del Tiempo a los demás inmortales. No quería que nadie le dijera a la gente lo que había dentro de ellos. Porque él lo sabía.

—¿Sabía el qué?

—Que el puente sólo puede ser cruzado en un sentido. Y sabía que, si escuchábamos las memorias, querríamos cruzarlo.

—No es tan fácil recordar.

—Podrías recordar las Eddas, si quisieras.

—¿Es eso cierto?

Contemplé el reflejo de las llamas en sus ojos. Pensé que debía hacerle daño mirar tanto tiempo sin parpadear.

—Podría mostrarte cómo recordar —dije.

Masticó su nuez baldo largo rato antes de tragarla.

—No, ya ha habido suficientes momentos. Es demasiado tarde, ¿no?

—Nunca es demasiado tarde.

—Sí, es demasiado tarde.

Bebí los restos de mi café y me sequé los labios.

—¿Qué harás ahora?

Se chupó un momento los dedos para calentarlos.

—Toda mi vida…, y ha sido mucho tiempo, ¿verdad?…, he pasado cada momento tratando de descubrir por qué estaba vivo. Mi propia búsqueda privada, Piloto. Ahora tú dices que las Eddas están en mi interior; me dices que sólo tengo que recordar y…, ¿y qué? Dices que aprenderé el secreto de la vida en un nivel superior de inteligencia. Pero la vida es vida, ¿no? Siempre hay tristeza, sí; y, cuanto mayor será el nivel de existencia, mayor será la tristeza. Ya he tenido suficiente…, ¿comprendes? Yo, Leopold Soli… Yo. Igual que el Guardián del Tiempo…, suficiente. ¿Cómo puede haber una respuesta? —Se frotó la nariz y me miró—. Toda la vida pensé que estaba aprendiendo a vivir. Pero no sabía nada. Justine lo sabía todo. Sí, continuaré hasta Kweitkel y viviré con los devaki, si me lo permiten. Allí fuimos felices una vez, Justine y yo. ¿Recuerdas?

Más tarde oímos el rugir de un oso en la lejanía. Soli pensó que era el mismo que había guiado a sus perros a la muerte en la hendidura. Salió a buscar los trozos de la lanza que había arrojado a la nieve. Cuando regresó, sujetaba el extremo roto de la lanza por la punta.

—Me precipité al romper la lanza —dijo—. Pero al menos el pedernal puede salvarse. Es un buen trozo de piedra.

Me pasé el dedo por el corte en mi frente.

—Un buen trozo de piedra —accedí—. Casi me mató.

—Sí —dijo él, y lanzó un puñetazo y sacó un bloque de hielo del techo. Durante un rato se quedó contemplando el remolino de nieve que entraba por la abertura antes de empezar a temblar. Se levantó para tapar de nuevo el agujero.

—Desde que nos conocimos, me he preguntado: ¿Por qué?

Cortó un nuevo bloque de hielo, lo talló y lo colocó en su sitio. Se sentó frente a mí en el lecho del Guardián del Tiempo. Trató de mirarme a los ojos, pero no pudo. Su cara estaba agarrotada por la emoción, los músculos entrelazados como dos programas contradictorios que empiezan a ejecutarse a la vez. Quería decirme cuánto me odiaba, cómo lamentaba mí existencia. Las palabras estaban casi en sus labios. Sus ojos eran azul brillante, tan resplandecientes como el mar. Abrió la boca. Quiso decir: «Sí, quise matarte; estaba dispuesto a matarte; me habría encantado matarte». Y, entonces, un largo momento pasó lentamente mientras su cara se suavizaba, y se frotó los ojos, y dijo lo otro, lo que pensaba que no quería decir:

—No, no pude matarte. ¿Cómo puede matar un hombre a su propio hijo?

Contemplé el fuego mientras la choza se inundaba de silencio. Se llevó la mano a los ojos, se frotó las sienes.

—¿Por qué , Piloto? —preguntó por fin—. ¿Qué te sucederá?

Me quedé allí, sentado con él, comiendo nueces baldo, y le dije un último secreto. Entonces todo pareció latir: mi cabeza, su corazón, las moléculas del aire golpeando contra la nieve congelada. Escuché el latido de las estrellas del Vild llamándome, y le dije, tan compasivamente como pude, que el destino de su hijo era convertirse en dios.