CAPÍTULO 28
Ananke

No está en nuestro poder amar u odiar,

pues en nosotros la voluntad está sometida al destino.

—Cristopher Marlowe, Poeta del Siglo de la Navegación.

Así, salimos al mar. A primeras horas de la mañana siguiente bajé al Sector Extremo y me reuní con Soli en el Embarcadero, allá donde el borde oriental de la Ciudad se encuentra con el hielo. Realmente, no había nada más que hacer. Todas las naves de la Ciudad (incluso las de los corredores-gusano) habían sido destruidas; por lo tanto, no podíamos perseguir al Guardián del Tiempo por aire. Cargamos nuestros trineos en medio del silencio y la oscuridad. Hicimos rápidamente nuestro trabajo. Amontonamos en sus armazones de madera pellejos llenos de nueces baldo y nuestras pieles de dormir, y las sierras para el hielo, los arpones, las lanzas, los rascadores, los asperones y las otras herramientas que necesitaríamos para sobrevivir al aplastante frío. Gran parte de este equipo era familiar, residuos de nuestra primera expedición. Con mis viejas botas de piel de foca recorrí el embarcadero de madera dispuesto en la nieve de la playa. Olí el viento seco, frío y salado que soplaba desde el Firme. Cuando cogí mi viejo arpón, los recuerdos empezaron a ondear. La helada rigidez de los arneses de cuero, las nubes de nieve en polvo barriendo el hielo oscuro, los ansiosos gemidos de los perros mientras el encargado los sacaba de las perreras…, todo parecía tan natural, tan familiar, tan dolorosamente real. Enganché mis siete perros a mi trineo, lleno de una sensación de urgencia y ansia de partir. El encargado de los trineos, un tosco extremo de Yarkona, agitaba furiosamente sus lisas mandíbulas mientras masticaba un trozo de raíz de fiebre para mantenerse en calor. Mientras escupía el fiero jugo a la nieve, nos fue instruyendo sobre los perros.

—Su guía es Kuri, y su segundo es Ame, y ésos son Hisu, Dela, Bela, Neva y Matsu —me dijo, señalando la fila del arnés. Informó de los nombres del otro equipo de perros a Soli, que estaba arrodillado acariciando el hocico de su perro guía, Leilani—. Será mejor que sean amables con ellos. No están acostumbrados a largos trayectos. Y cuidado con las goletas de los hielos, por favor, porque les gusta perseguirlas.

Sonreí mientras observaba a través de la oscuridad los cabos de atraque donde las goletas de los hielos vibraban y rugían con el viento. Era demasiado temprano para que nadie emplazara una vela de colores y recorriera el Firme (y, además, con parte de la Ciudad en ruinas, no era época de diversiones). Mis perros mordían sus correas y se olisqueaban mutuamente, y no pude dejar de preguntarme si no sería mejor que Soli y yo nos dirigiéramos al oeste en una goleta. Pero, naturalmente, aquello habría sido desastroso. En alta mar, el hielo estaría resquebrajado y lleno de fisuras, con socavones y grietas. Un equipo de perros, incluso unos perros blandos y juguetones como éstos, era nuestra única esperanza. Deseé haber tenido más tiempo para entrenar a auténticos perros de trineo, como Liko y nuestros antiguos animales. Pero no teníamos tiempo. El Guardián del Tiempo ya nos llevaba días de ventaja.

Con las primeras luces llevamos los trineos al mar. El hielo del Starnbergersee brillaba anaranjado ante nosotros. Buscamos las huellas del Guardián del Tiempo en la nieve, y las encontramos. Parches de nieve en polvo cubrían parcialmente las huellas de los perros y la muesca de los patines, pero no había nevado durante los últimos diez días, así que las huellas eran rectas y fáciles de ver. Las seguimos hasta el borde de Attakel, donde el hielo es blanco y desnudo, donde todo lo que el ojo puede ver es nieve o cielo o hielo, y los colores son los colores del hielo o las longitudes de onda reflejadas de la luz que se desprende del hielo: los distantes púrpura de los capullos de hielo que crecen en círculos cada vez más amplios a nuestro alrededor; los icebergs turquesa y blanco congelados rápidamente en cientos de pirámides inmóviles; el destello cegador del cielo cobalto.

Viajamos rápido durante todo el día. A última hora de la tarde, las montañas de Neverness no eran más que una neblina azul y blanca detrás de nosotros. Ondulaban en el aire, y parecían más insubstanciales que el aire mismo. Con cada kilómetro que recorríamos, mientras respiraba entrecortadamente a través de mi bigote congelado y escuchaba el rascar y deslizar de los patines y los jadeos de los perros, mis recuerdos de la Ciudad se volvieron también más insubstanciales. Quedé preso del mundo y las sensaciones del mundo. ¡Cómo amaba el olor sedoso y almizclado de mis pieles de shagshay, el picoteante aire salado contra mi cara engrasada, incluso el dolor de las frías yemas de los dedos dentro de los helados guantes! El lento y firme viento del oeste murmuraba su música en mi oído, y una vez más me sentí lleno de miedo y destino. En verdad, era un hombre desesperado, tan desesperado como los pobres perros que aullaban al chasquido de mi látigo. Pero algo tiraba también de mí, algo que estaba tan fuera de mí mismo y tan separado como la luz de las estrellas. Pensaba que era el destino, no mi destino en particular, sino un destino superior, el destino al que todas las cosas del universo deben someterse. Sentía este destino (y era el destino de Soli y el Guardián del Tiempo y mi Ciudad, el destino, también, de la punta de pedernal de la lanza para matar osos de Soli), sentía el largo y urgente sonido de ananke rugiendo en mi sangre. Mantuve los ojos clavados al vibrante círculo del horizonte occidental. Aunque la oscuridad caía sobre nosotros, quería continuar. Estaba jubiloso, sin respiración por la emoción de nuestro primer día de viaje. Sentía que podía continuar toda la noche, siguiendo las huellas del Guardián del Tiempo a la luz de las estrellas. Pero los perros estaban cansados y hambrientos; sus patas estaban lastimadas y cubiertas de hielo. No podíamos continuar. Lejos de la Ciudad, y aún demasiado lejos de nuestro destino, nos detuvimos y construimos una choza en el mar. En la oscuridad, cortamos bloques de hielo con nuestras sierras y les dimos forma de choza. Metimos dentro nuestros utensilios, comida y pieles para dormir. Alimentamos a los perros con trozos de filetes cultivados; comimos, bebimos nuestro café y nos metimos dentro de nuestras pieles para pensar nuestros pensamientos privados y soñar nuestros sueños.

No dormí en toda la noche. Durante mucho tiempo, mis pautas de sueño habían estado cambiando conforme yo cambiaba. Yací escuchando la respiración apagada de los perros en el túnel y al viento abriéndose paso a través de las grietas entre los bloques de hielo. La choza brillaba con la luz de la hoguera, que mantuve avivada hasta la mañana. En su lecho de nieve, junto a mí, Soli miraba las fluctuantes sombras de las llamas en el techo. Permaneció quieto y silencioso; parecía como si durmiera con los ojos abiertos. Pero no dormía. Sin mirarme, empezó a discutir sobre los pequeños problemas de nuestro día de viaje.

—Ese encargado de los trineos no sabía nada de perros. Era de Yarkona, ¿no? Mañana pondremos a Arne en el lugar de Neva. Ponle entre las hembras, de esa forma dejará tranquilo a Yuri y Hisu no le morderá. Tendremos que hacer calcetines para Bela y Matsu, ¿no? ¿Has visto sus patas? Sí, tendremos que hacer calcetines para ambos equipos antes de que lleguemos a las Islas Exteriores. Los corredores-gusano dicen que allí el hielo está mellado como la túnica de un autista.

Era triste que el único momento en que Soli y yo parecíamos comprendernos mutuamente fuera cuando nos esforzábamos por resolver un problema, ya fuera matemático o el problema mucho más inmediato de permanecer con vida en temperaturas lo suficientemente frías como para congelar el dióxido de carbono de nuestra respiración. Hablamos de cazar focas cuando la comida, inevitablemente, se nos acabara; hablamos de la fina cualidad de la safel, la nieve rápida. Al amanecer, nuestra charla se centró en las matemáticas. Quería oír mi demostración del Gran Teorema, pero era demasiado orgulloso para pedirlo. Su amargura gravitaba entre nosotros como una nube congelada.

—Mi vida ha estado dedicada a las matemáticas, ¿y qué he conseguido? —murmuró a las paredes curvas de la choza. Le conté, entonces, la demostración de la Hipótesis del Continuo. Sin la estimulación de mi nave (y su Hoja de Vorpal), ciegos a los espacios visuales donde conjurar las ideoplastias de la Hipótesis, hizo falta mucho rato para hacerle ver la demostración. Por fin, cuando comprendió mi demostración de que el subespacio Justerini está imbuido en el espacio Lavi simple, se enderezó tan rápidamente que casi se golpeó la cabeza con el techo—. ¡Alto! —exclamó—. ¡Ahora lo veo! Debería haberlo visto antes; es un truco astuto. El esquema de correspondencias Lavi se reduce ahora, ¿no? Es una demostración hermosa, una demostración elegante. —Y entonces su voz se convirtió en un suspiro, y tuve que esforzarme para oírle decir—: Oh, estuve tan cerca.

—Es una prueba constructiva —dije. Me incliné y agité la hoguera. Una prueba constructiva: no sólo era posible caer de una estrella a cualquier otra con un solo trazado, sino que existía una forma, inherente en mi demostración, de construir tal trazado.

—Una hermosa demostración —repitió Soli—. Sí, y ahora tu dilema. Cualquiera…, incluso los mercaderes pilotos y demás, podrá caer donde quiera.

—Tal vez —dije.

—Será posible la guerra, guerra real entre planetas.

—Ésa era la teoría del Guardián del Tiempo.

—La Orden nunca será la misma, ¿verdad? ¿Y todos los Mundos Civilizados?

Me coloqué la capucha.

—Eso era lo que temía el Guardián del Tiempo. Trató de matarme, de matarnos a ambos, porque tenía miedo.

—Sí —dijo Soli—. Hablábamos constantemente de esas cosas. Me advertía contra el cambio, y me castigó muchas veces por no escuchar. El cambio…, si no hubiera sido por tu alocada primera incursión en la Entidad, podríamos haber cambiado sin… —y aquí su voz se endureció y chasqueó—, sin desastre.

—Lo siento —dije, pues sabía que estaba pensando en Justine.

—¿Qué decidirás? —me preguntó—. ¿Sobre la Hipótesis? ¿Qué harás?

—No lo sé.

Guardó silencio, y mucho después cayó en un sueño reparador.

Yo me quedé despierto, observándole agitarse y retorcerse dentro de sus pieles. Me pregunté si debería mostrar la demostración de la Hipótesis a los otros pilotos. Empecé a repasarla de nuevo en mi mente. Cuando llegué a la compleja exposición del primer Lema Danladi, lamenté la pérdida de mi nave. Por reflejo (casi por instinto), me encontré extendiéndome mentalmente como si lo hiciera hacia las neurológicas de mi nave. Me uní a mí mismo. Mis ojos estaban fuertemente cerrados; parecí flotar dentro de la oscura cobertura de mis pieles. Fuera de la choza había negrura y frío, pero dentro, dentro de mi cabeza, había fuego y luz. Durante un momento las diamantinas ideoplastias del Lema aparecieron más claramente que ninguna otra cosa que hubiera visto. Entonces estalló una tormenta de ideoplastias mientras la demostración tomaba forma. No sabía exactamente cómo aquellas ideoplastias excitaron mi corteza visual. No había ninguna nave-ordenador, ninguna neurológica para crear los espacios visuales del temposueño y los otros espacios de un piloto sumergido en las profundidades del multipliegue. Sólo estaba mi cerebro y mi yo cambiante, fuera lo que fueran realmente cerebro y yo. Y hubo trazados, una secuencia entera. El densospacio sobre Neverness apareció, denso, retorcido e impenetrable. De pronto se abrió como una bola de seda, y vi miles de nuevos trazados, nuevos caminos a las estrellas. A Vesper y Darghin, y más, a la Doble Takeko y a Abrath Luz, que ardía azul, caliente y brillante, y más allá, a las estrellas sin nombre, las estrellas condenadas y perdidas del Vild. Había una infinidad de interconexiones entre las estrellas del universo; cada estrella estaba conectada con todas las demás. Vi esto en un momento, y fui más profundamente consciente del multipliegue que nunca antes. Cuando pensé en la fuente de esta visión, sentí miedo. Entonces, tan bruscamente como había venido, desapareció. El multipliegue se cerró como un mar de invierno. Hubo oscuridad. Abrí los ojos a las sombras de la choza. Soli roncaba entrecortadamente mientras apretaba los dientes. Aunque estaba tan cerca que el rocío helado de su respiración salpicaba mis pieles, me sentí muy solo.

El miedo permaneció conmigo durante toda la noche, más intenso que nunca desde mi regreso de Agathange. Me pregunté de nuevo por la evolución de la semilla divina de los agathanianos. ¿Había completado su trabajo? ¿Estaba muriendo mi cerebro, reemplazado bit a bit con neurológicas preprogramadas? No lo sabía, pero sentía que algo terrible y maravilloso me estaba sucediendo. Conjuré esta imagen: Vi millones de neuronas, con sus gruesos e irregulares cuerpos celulares, hinchándose y estallando, las vainas de mielina que cubrían los largos axones disolviéndose, siendo absorbidas. A través del complejo tejido de millones y millones de dendritas, las neurológicas se replicaban y crecían. Habría nuevas conexiones, placas de cristal de ordenadores proteínicos enlazándose. Y todo esto sucedía, o eso imaginé, dentro de mi corteza, en aquella maravillosa jalea roja sobre mis ojos. Y aquí estaba mi miedo. Los lóbulos frontales se desconectarían de mi cerebro límbico, o tal vez se conectarían de nuevas formas extrañas. Mi control de mí mismo estaría cambiando. Habría nuevos programas, tal vez programas profundos, nuevos, ocultos. Y ahora estaba terminado, o casi terminado. No podía decir cómo sabía esto. Sólo sabía que, cuando cerraba los ojos y dominaba mi programa de miedo, el multipliegue se abría ante mí, tan esplendoroso y profundo como el multipliegue donde había estado mi naveluz. Y aquí estaba mi asombro. Dentro de mí había un mar insondable, brillante, cristalino, extendiéndose en todas direcciones. Sentí insinuaciones de infinito, de que todas las cosas eran posibles. Permanecí despierto, contemplando la luz del amanecer filtrarse por entre las rendijas de los bloques de nieve. Entonces los perros empezaron a gemir y a ladrar, cuando Soli se agitó y se quitó el polvo de nieve de las pieles. Me froté los ojos y parpadeé, y amontoné unos puñados de nieve en la cafetera para poder tener un poco de café con el que enfrentarnos al nuevo día.

* * *

Durante diez días seguimos hacia el oeste las huellas del Guardián del Tiempo. Dos veces las perdimos, allá donde la nieve era densa y se amontonaba en brillantes dunas blancas de un kilómetro de largo. Pero rápidamente las encontramos de nuevo al dirigir nuestros trineos en una pauta sinusoide por el eje occidental de nuestro trayecto: primero nos dirigiríamos al norte y luego giraríamos hacia el sur, atravesando lo que habría sido nuestra línea recta hacia el oeste; y luego al sur, girando de vuelta al norte, y así sucesivamente, haciendo eses por la nieve como una musaraña hasta que encontramos sus huellas. Mientras el Guardián del Tiempo se dirigiera al oeste (¿y en qué otra dirección podría huir?), esta pequeña técnica sería infalible. A menos que nevara. Si nevaba, kilómetro tras kilómetro de hielo quedarían cubiertos de una blancura sin marcar, y perderíamos demasiado tiempo moviéndonos de forma ondulante. Pero hacía demasiado frío para que nevara. Dependíamos del frío, aunque el frío atravesaba como un cuchillo nuestras pieles y nos helaba hasta el corazón. En verdad, el frío casi nos mató. Hacía tanto frío que la nieve estaba seca y chirriante como la arena. El aire no contenía humedad alguna, y el cielo era de un azul profundo, casi azul negro, como la túnica de un escatólogo. El aire seco y gélido nos hirió la nariz hasta que nos empezó a sangrar. Respirábamos aire duro como el hielo, y sentíamos las puntas heladas cristalizar en nuestra pituitaria, congelándose y cortando nuestra carne cálida. Soli sufría más que yo. La sangre helada cubría su bigote y su barba y el cuello y el pecho de sus pieles blancas. Parecía un gran oso blanco que hubiera metido el hocico en el cadáver ensangrentado de una foca. Pero la sangre era toda suya; estaba débil por el frío y la continua pérdida de sangre. Una vez, durante una tormenta, mientras se parapetaba tras la pared de hielo que habíamos construido apresuradamente, se quitó estúpidamente un guante para calentarse la nariz con la mano. Las yemas de tres de sus dedos (y eran los mismos dedos que se había cortado con el cristal en la Torre del Guardián del Tiempo) se congelaron rápidamente. Como estaba helado y tiritaba, me abrí las pieles al estilo devaki y calenté sus dedos helados contra mi estómago. Era extraño sentir sus duras uñas y su piel contra la mía propia, extraño y preocupante. En cuanto sus dedos se descongelaron, le aparté la mano y la cubrí.

—Cierra el puño dentro del guante —le dije—, y trata de mantener la mano apartada del viento.

Me miró a través de sus párpados cubiertos de lágrimas congeladas (el frío nos hacía lagrimear).

—No eres el único que recuerda cómo curar dedos congelados. ¿No? —y entonces cerró el puño y se lo metió debajo del sobaco—. Gracias.

Durante todo nuestro viaje, apenas nos hablamos a menos que fuera para comunicar un fragmento vital de información. E, incluso entonces, a menudo nos comunicábamos sacudiendo la cabeza ante una rápida pregunta hecha con un gruñido, o señalando las huellas del Guardián del Tiempo allá donde giraban levemente al noroeste, o sonriendo para darnos las gracias cuando uno u otro preparaba el café por la mañana. Nuestras vidas frías y dolorosas adoptaron pronto un ritmo. Al final de cada día, construíamos la choza y luego cubríamos las grietas desde fuera. Después sacábamos nuestras cacerolas y la comida, nuestras tiesas pieles de dormir, que extendíamos sobre los lechos de nieve que construíamos, todo lo que necesitaríamos para la noche. Mientras Soli atendía la hoguera y la choza se llenaba de luz, yo traía los bloques de nieve que fundir para el café y un bloque mayor para tapar el túnel y protegernos del viento. Cuando los perros terminaban de comer y quitábamos la nieve de nuestras pieles, era el momento de beber nuestro café de Mundo Verano, de comer nuestras nueces baldo y nuestra carne hervida. Tiempo de calentarnos y pensar. Más tarde, con las pieles colgando para que se secasen, mientras sorbíamos nuestras últimas tazas de té, Soli me leía del Libro del Silencio.

La mayoría de la gente piensa que el silencio es la negativa, la mera ausencia de sonido. Pero eso no es cierto. El silencio es algo real, casi tan palpable y duro como la piedra. Aquellas noches dentro de la choza, cuando el viento había muerto y los perros estaban dormidos, Soli se sentaba envuelto en sus pieles contemplando en silencio su tazón de café. En una ocasión, cuando el aire se calentó ligeramente y cristales de hielo colgaron del cielo como un velo amarillo sobre el sol, discutimos sobre lo que haríamos si pasaba un frente y nevaba. Una vez nos instalamos cómodos (y uso esta palabra en un sentido muy relativo) dentro de la choza, yo insistí en que el Guardián del Tiempo huiría hacia Kweitkel. Estaba muy seguro de mí mismo. Soli apretó su tazón de café y me dirigió una mirada que significaba: «¡Eres igual que yo, demasiado testarudo y arrogante!». Luego se quedó quieto y silencioso como una piedra, y el Libro del Silencio se abrió. Sus fríos ojos y su cara eran la clave; en su cara estaba escrita la primera página del Libro, y lo que allí había escrito era odio.

Se odiaba a sí mismo. Todos los hombres y mujeres, naturalmente, siendo seres humanos, encuentran alguna parte de sus yoes demasiado humanos a la que odiar. Pero él llevaba su odio más adelante; hacía un arte de odiarse a sí mismo. Su orgullo, su furia, su distanciamiento de los sufrimientos de sus semejantes…, odiaba estas debilidades igual que odiaba su falta de imaginación y su fracaso para demostrar la Hipótesis. Y, más aún, se odiaba simplemente por tener debilidades de cualquier tipo. Yo le observaba colocar sus labios blancos y llenos de ampollas sobre el borde de su tazón y soplar su café, y se me ocurría que odiaba ser humano. Él, aquel hombre ceñudo y reflexivo que tan a menudo se había aventurado por las oscuras deslizaderas heladas de su alma, había descubierto que definimos nuestra humanidad (nuestros propios yoes) más por nuestras debilidades que por nuestras fuerzas. Y allí estaba la trampa que le rodeaba como el hielo del mar de invierno: Amaba ser humano tanto como lo odiaba, porque era lo único que sabía ser. El Soli superior, el Soli que algún día emergería del defectuoso, amargado y antiguo Soli si aflojara su helada tenaza sobre sí mismo, temía a este Soli (y por tanto lo odiaba) más que a todas las cosas. Y él sabía todo esto. Se veía mejor a sí mismo de lo que yo podría jamás a través de mis ingenuos ojos de cético. Era este conocimiento y esta visión de sí mismo lo que sellaba la tumba de su odio hacia sí mismo. Si pudiera ver realmente la espiral de odio y temor que le atrapaba, ¿no podría liberarse? No, no podría. Era sólo humano después de todo, maravillosa, trágicamente humano. Los seres humanos, había tratado de decirse a lo largo de tres vidas, deben aceptar su propia humanidad.

Cuando alcanzamos la primera de las Islas Exteriores tuvo que aceptar también las debilidades de su carne humana. El día trigésimo amaneció aún más frío que antes. A quince kilómetros al sur de nuestra choza (y parecía aún más cerca en el frío aire de la mañana), el hogar ancestral de la familia Yelenalina era un montículo verde y blanco sobre el hielo. Soli tosía ante el bronco aire (igual que yo) mientras miraba rápidamente al sur, y tenía problemas para manejar los arneses de los perros. Al principio pensé que su torpeza era debida a que estaba distraído; tal vez se preguntaba qué le habría sucedido a la familia Yelenalina en estos últimos años. Cuando Leilani hundió inesperadamente sus garras en la nieve y empezó a ladrar a la horda de somorgujos de las nieves que se dirigían hacia la isla, las tiras de cuero se tensaron en torno a los dedos de Soli. Gimió y se mordió el labio.

—¿Han vuelto a congelarse? —pregunté, mientras me acercaba pisando la nieve chirriante. Le ayudé a soltar a Leilani y a su segundo perro, Gita, que había saltado al aire en su inútil esfuerzo por alcanzar los pájaros—. Déjame ver tus dedos.

—No, están bien —dijo él, exhalando vaho por su ensangrentada nariz—. Fríos, pero bien.

—Vamos a calentarlos —dije—. Será difícil llegar a Kweitkel. Estamos a unos cincuenta kilómetros de la placa de hielo de Fairleigh, creo. —Extendí la mano—. Trae, los calentaré por ti.

—No.

—Tus malditos dedos están congelados, ¿verdad? Deberías haberlos mantenido en calor, como te dije.

—No están congelados.

—Permíteme ver.

—Déjame, Piloto.

Yo temblaba a la penumbra de la mañana, mientras el viento me metía nieve por el cuello. Quería ponerme en marcha, dejar que el sol y el ejercicio me calentasen. Me volví hacia el oeste, busqué en la brumosa blancura pliegues y grietas en la placa de hielo.

—Entremos en la choza. Calentaré agua y te descongelaremos los dedos de esa forma.

A pesar del frío, la frente de Soli estaba cubierta de sudor.

—No tenemos tiempo.

Palmeé el costado de Ame, y até un calcetín de cuero en su pata lastimada.

—Si pierdes el control de tu trineo y te caes en una grieta, perderemos más que tiempo.

Entonces él sacudió la cabeza y pateó la nieve.

—Sí, tiempo —dijo, y entró en la choza.

Le seguí por el túnel. Cuando se quitó los guantes, vi que no había mentido. Sus dedos no estaban congelados. Estaban aún peor. La carne había muerto y empezaba ya a pudrirse. Las yemas de sus dedos estaban negras, llenas de bacterias, cubiertas de gangrena. Olían peor que cabezas de pescado muerto y podrido, Apenas pude soportar el hedor, así que retrocedí hasta que mi cabeza chocó contra la pared de la choza.

Él apartó sus dedos como lo haría con una musaraña muerta.

—Los primeros auxilios no han servido, ¿no?

—Podríamos regresar a la Ciudad —dije—. Aunque la gangrena se extendiera a toda tu mano, los unidores podrían hacerle crecer una nueva mano en la mitad de un ciendía. —En realidad, yo no quería regresar a la Ciudad.

—No, no hay tiempo. Perderíamos al Guardián del Tiempo.

—¿Prefieres perder tus dedos?

—Mejor que regresar a la Ciudad como un perro apaleado.

Miré sus dedos hinchados y arruinados, llenos de gases malignos.

—No soy ningún tallador —dije.

—¿Tienes un cuchillo, no? Por tanto, puedes cortar.

Me froté la nariz.

—No será fácil.

—¿Tienes miedo?

—No será fácil vivir entre los devaki sin dedos.

—No, no lo será, ¿verdad?

Su cara permaneció sombría cuando tomé su mano en la mía y la volví para examinarle los dedos. No quería tocarlo, y mucho menos amputarle los dedos, pero no se podía hacer otra cosa. Coloqué sobre una piel de newl una aguja e hilo de mi bolsa de costura. Desenvainé mi cuchillo de matar focas. Lo puse sobre la hoguera hasta que se volvió caliente y negro de carbón. Entonces le amputé los dedos. Mientras él apretaba los dientes y gruñía e intentaba contener el dolor, corté su dedo corazón e índice a la altura de los nudillos, y el siguiente hasta la palma. Rápidamente, restañé la sangre con el cuchillo caliente y cosí los muñones. Mientras sostenía su mano, no pude dejar de advertir cuánto se parecía a la mía propia. (Pese a toda su profunda amargura con la Orden, aún llevaba su anillo de piloto en su meñique. No creo que se lo quitara nunca, a menos que tuviera que amputar también aquel dedo, y el anillo cayera solo).

Cuando terminé de coserle los dedos, le di un tazón de té cha para preparar su cuerpo contra la infección. Se miró la mano con el disgusto escrito en los labios. Estaba mareado por el dolor, curiosamente charlatán.

—Un trozo de cristal me hiere los dedos, estropeando la circulación, y éste es el resultado, ¿eh? Un hecho engendra otro, una y otra vez, como solía decir el Guardián del Tiempo. Si Justine no me hubiera hecho…, si yo no la hubiera golpeado, ¿qué habrían sido nuestras vidas? Es duro dejar de pensar sobre eso, Piloto; no se pueden evitar los pensamientos. Ella está muerta, por mi culpa. Y ahora, casi en casa, pero…, pero no, los alaloi no mueren por perder los dedos, ¿no?

Durante los días siguientes hicimos lentos progresos mientras él aprendía a dirigir su trineo con una sola mano. Sus dedos sanaron rápidamente, y pronto pudo manejar las correas entre el pulgar y los muñones con bastante habilidad y sin sentir auténtico dolor. Una noche, mientras yo racionaba nuestras últimas nueces baldo, admitió que a veces sentía un dolor espectral allá donde antes habían estado sus dedos. Odiaba ese dolor.

—Es una lástima que no trajéramos skotch —dijo—. ¡No me mires así, Piloto! No es que el dolor espectral sea tan duro de soportar; es que me recuerda los trucos que nos juegan nuestros nervios y nuestro cerebro. Todo es tan incierto, ¿no?

Yo también sabía de esos trucos del cerebro. Yo mismo, mientras recorríamos las grietas de la placa de hielo, fui atormentado por esos trucos. ¿Por qué vemos lo que vemos, oímos lo que oímos? ¿Cómo es que los nervios pueden beber información del mundo exterior? ¿Cómo sacan nuestros cerebros sentido de esta información? ¿Es cierto, como sostenía el antiguo akáshico Huxley, que nuestros cerebros no son más que válvulas reductoras que limitan nuestra realidad, reduciendo nuestra percepción del universo para que no nos volvamos locos por un interminable aluvión de sensaciones, datos, visiones, colores, olores, sonidos, pensamientos, calor, frío, bits y bytes, un devorador océano de información?

Una tarde (fue el día cuadragésimo segundo, creo), mientras yo sondeaba con mi vara yu lo que creía que era una grieta, los cambios en mis sentidos me abrumaron. Advertí que la semilla divina debía haber abajado en otras partes de mí, no sólo en mi cerebro. Había roído su camino como un gusano por mi nervio óptico hasta mi ojo, rediseñando y reemplazando los ganglios nerviosos con neurológicas. Mi visión fue diferente, sutilmente diferente al principio, y luego muy diferente. Parpadeé contra el brillo metálico de los brotes de hielo. Vi nuevos colores y extraños matices y sombras imbuidos dentro de los viejos colores verde, rojo y azul. Contemplé el espectro hasta el ultravioleta donde los colores (los llamé brillig, mimsy y alto purp) rebullían con un fuego indescriptible. Esa noche, cuando el sol se despojó de sus túnicas doradas, y los escarlatas y rosados sangraron del cielo, contemplé los colores del calor, el brillo y el arrebol del infrarrojo. Los picos irregulares de Urasalia, al sur, eran carmesí, mucho más nítidos que el rojo brillante del mar de hielo. El aire estaba cubierto de colores diversos: con fulgor y un brillante resplandor y la lava rubí destellando de los cuerpos cálidos de los perros mientras Soli los desenganchaba. Mis ojos (y oídos) habían cobrado vida hacia radiaciones de muchos tipos. Tuve miedo de mirar hacia el cielo, temeroso de beber del murmullo gamma y el susurro de las distantes galaxias. Con dificultad, saque sentido de toda esta información. El ojo normal (el ojo humano) reacciona a un solo fotón, un simple «ping» de radiación que golpea la retina, el menor de los hechos cuánticos. Pero el cerebro ignora esas reacciones, reduciendo el ruido de sus propias células nerviosas de forma que son necesarios al menos siete fotones para que el cerebro vea luz. Mi nuevo cerebro era sensible a un solo fotón. Era sensible a muchas más cosas. Cuando el viento moría y todo quedaba quieto, oía el siseo y el rumor de fondo de las moléculas Individuales chocando, rebotando, separándose y volviendo a chocar. A todo mi alrededor, en mis ojos, mi nariz, mis oídos, había ruido. Tardé muchos días en integrar este ruido; pasaron muchos días antes de que las compuertas de mi nuevo cerebro cortaran el ruido y me permitiera tumbarme en mis pieles y pensar en paz.

A pesar de estas distracciones, con cada kilómetro que recorríamos nos acercábamos más al Guardián del Tiempo. Cada día encontrábamos uno de sus campamentos nocturnos abandonados, y buscábamos los huesos roídos de talo (evidentemente había matado a uno de aquellos pájaros grandes y escurridizos), la mierda de perro y los bloques de nieve derribados, en busca de signos de tiempo. La distancia del Guardián del Tiempo (cuatro días cuando partimos) se había reducido a un día nada más. Con nuestra velocidad, probablemente estaba a treinta y cinco kilómetros por delante de nosotros, donde el mundo se curvaba hacia el cielo.

El día cuadragésimo séptimo nos detuvimos a cazar focas. Igual que anteriormente, tuve suerte. Matamos tres focas pequeñas. Las abrimos rápidamente y almacenamos la carne en mi trineo.

—El Guardián del Tiempo no ha sido tan afortunado —dijo Soli—, ¿por qué tienes tanta suerte cada vez que cazas a tu doffel? ¿Cuántas veces ha abierto un aklia el Guardián del Tiempo…, seis? Y ni una sola foca. Está perdiendo tiempo. Probablemente está hambriento y débil. Lo atraparemos pronto, ¿no?

Pero no lo atrapamos tan pronto como me habría gustado. El día siguiente fue mucho más cálido de lo que hubiera debido ser, demasiado cálido. Una masa de aire caliente había llegado del sur. El cielo era una sólida extensión sin fisuras de nubes blancas sobre el blanquigrís mar helado; la choza, las pieles grises y congeladas de Soli mientras se inclinaba para aprestar los patines de su trineo, se perdieron en la blancura circundante. Aunque yo estaba cerca de su trineo (tal vez a tres metros), parecía medio kilómetro. En la blancura, las distancias se expandían o se encogían extrañamente. El hielo a nuestro alrededor estaba mellado con fisuras y pliegues, casi como una alfombra fravashi después de que un piloto aspirante la haya cruzado con patines de acero. Pero era difícil distinguir sus rasgos individuales porque no había sombras que mostraran las ondulaciones y súbitos claros en el paisaje helado. Olí las tintineantes agujas de humedad, además de los normales olores matutinos de sangre de foca, mierda y café. Después de que Soli tensara las correas de su último perro, Zorro, se me acercó y señaló al cielo.

—Nieve —dijo—. Antes de que acabe la mañana.

—Podemos avanzar siete kilómetros antes de que nieve.

—Es demasiado peligroso. ¿Qué son siete kilómetros?

—Siete kilómetros son siete kilómetros —dije.

—Es imposible ver a siete kilómetros. Las malditas nubes.

—Iremos kilómetro a kilómetro.

—Nevará antes de que hayamos recorrido uno.

—Entonces iremos metro a metro hasta que nieve.

—Eres un bastardo tenaz, ¿no?

—Ya deberías saberlo —dije.

Habíamos recorrido aproximadamente un kilómetro cuando grandes copos de algodón empezaron a caer del cielo. Soli iba por delante, y sus perros juguetones daban saltos de un lado a otro, estornudando y mordiendo los copos en el aire. Debí de haber prestado más atención a los perros y pedir que nos detuviésemos de inmediato, pero estaba distraído con los colores de los cristales de seis caras mientras me golpeaban la nariz y me picoteaban los ojos. A través de la tormenta de nieve llegó un grito, como si un gran oso blanco se hubiera cortado la zarpa con una lasca de hielo. De repente, Leilani y los otros perros de Soli empezaron a ladrar a coro. Y entonces se perdieron en la tormenta, tirando de su trineo y de Soli, que maldecía. No pude dejar de pensar que aquellos blandos perros de ciudad nunca habían visto a un oso antes, o de lo contrario habrían metido el rabo entre las piernas, se habrían dado la vuelta y habrían huido en vez de correr a ciegas.

Mis perros no necesitaron ningún acicate para seguir a los de Soli. El viento y el hielo picotearon mi cara cuando Kuri y Neva y los otros se debatieron contra sus arneses. En un instante surcaron la nieve casi tan rápidamente como una goleta de los hielos. Me así a la barra del trineo y hundí las botas en la nieve. Esto nos frenó un poco. En vano silbé a los perros. Probablemente habríamos chocado contra el trineo de Soli si Leilani no hubiera soltado un agudo y lastimero aullido. Los otros perros de Soli ladraron llenos de pánico cuando el puente de nieve sobre una hendidura se quebró. Leilani y Zorro (y Finnegan, Huchu, Samsa y Pakko, junto con Soli y su trineo), cayeron por el borde, uno tras otro, tirando cada uno del siguiente como piedras conectadas, y desaparecieron en una grieta en el mar de hielo. Kuri, mi perro guía, lo vio y se detuvo en seco antes de acercarse demasiado. Se acurrucó en la nieve, ladrando mientras olisqueaba el aire de la hendidura.

Salté del trineo y me asomé, A cuatro metros por debajo, en el fondo de la hendidura, había un mar negro y agitado, El pesado trineo se hundía lentamente, empujando a los frenéticos perros uno a uno. Al principio pensé que Soli debía de haber quedado atrapado en el trineo. Estaba muerto, pensé, el gran piloto había muerto por fin. Busqué su cadáver en el montón flotante que antes había sido el puente de hielo, pero no lo vi. Entonces le oí gritar:

—¡Mallory, ayúdame!

Colgaba de la pared irregular de la hendidura, justo debajo de mí. De algún modo, había liberado su lanza mientras caía a la hendidura. Debió de saltar del trineo en el último momento y había clavado su lanza en la pared de hielo podrida y resquebrajada, aupándose fuera del agua.

—Mis piernas…, hace tanto frío.

Le lancé una cuerda y lo icé. Fue más difícil que sacar de su agujero a una foca de dos hombres. Se había mojado las piernas y la mitad de su torso en el agua asesina. Sus piernas estaban tan entumecidas que no podía utilizarlas para impulsarse por la pared, para ayudarse a salir de la hendidura. Los hombros parecían querer salirse de sus articulaciones, pero por fin lo agarré por el cuello de sus pieles y lo aupé. Casi cayó encima de mí. Se quedó allí, jadeando, mientras la nieve caía en oleadas y yo le quitaba las empapadas pieles.

—Hace tanto frío, déjame morir.

Solté las cuerdas de mi trineo y le enterré en mis pieles sin desenrollar. La nieve era densa como la piel de un oso, e hice dar media vuelta a los perros y regresé a nuestra choza. Nos abrimos paso a través de la tormenta como piojos ciegos. Tuvimos suerte de encontrar nuestra choza medio enterrada bajo un montón de nieve. (Tuvimos suerte, también, de no toparnos con el oso. Tal vez Totunye había caído en la hendidura junto con los pobres perros de Soli).

¡Qué frágil es la vida del hombre! Si su temperatura baja unos pocos grados, empezará a temblar. Si baja un poco más, empezará a morir. Arrastré a un moribundo Soli a la choza. Lo saqué de las pieles, encendí la hoguera y puse el agua a hervir. Pensé que, si podía darle un poco de café, podría calentarle. Pero no tenía tiempo de hacer el café. Sus violentos temblores se detuvieron bruscamente cuando cayó en la inconsciencia, el coma de la hipotermia. Su piel estaba azul; su respiración era entrecortada y dificultosa. Le toqué la frente. Estaba fría como el hielo.

Porque estaba muriendo, porque era, en verdad, mi padre, le desnudé y me apretujé con él en las pieles. No podía hacer otra cosa. Sentí contra mi cuello la suavidad de la piel de shagshay; mi pecho desnudo presionó su espalda velluda. Sus piernas frías y entumecidas estaban junto a las mías. Estaba tan cerca de él que no me atrevía a abrir la boca, o su largo pelo se me habría metido dentro. Lo rodeé con mis brazos. Los devaki, cuando necesitan calentar a un cazador helado, adoptan esa postura íntima tan repugnante. Yo no podía soportar tocarlo, pero me encontré abrazándolo con fuerza, apretándole contra mí, dejando que el calor de mi cuerpo fluyera a él. Lo sostuve de esta forma durante mucho tiempo. Las pieles atraparon el calor, y empezó a temblar. Eso era bueno, porque había cobrado vida lo suficiente como para crear su propio calor. Todavía medio dentro de las pieles, preparé café. Le llevé el tazón a los labios, animándole a beber. Permanecimos allí tendidos durante casi todo el día, y por fin, cuando pudo comer, cociné filetes de foca, que acompañamos con salsa de grasa líquida. La comida lo revivió lo suficiente como para que me mirase y dijera:

—No fuiste tú quien trató de asesinarme, ¿no?

—No, Soli.

—Entonces, la muerte de Justine, mi participación en la guerra de los Pilotos…, todo fue una locura, ¿verdad? Un error estúpido.

—Fue una tragedia.

—Sí, es irónico. —Sus dedos acariciaban las pobladas cejas sobre sus ojos—. Después de abandonar a Justine, después de que yo la golpeara, no hubo punto de regreso, no para nosotros, no para mí. Ése fue el peor momento de mi vida. Este cuerpo alaloi mío…, podría haber hecho que lo reesculpieran, pero lo conservé como recuerdo. Como penitencia. Y ahora, si no fuera por este grueso cuerpo y tu ayuda, bueno… el agua me habría matado.

Aunque cada uno se había deslizado hacia los extremos opuestos de las pieles, aún estábamos muy cerca. Olí su aliento, que apestaba a café y acetona, el hediondo resultado de nuestra comida basada exclusivamente en carne, de nuestros cuerpos quemando proteínas por glucosa. Olí otras cosas en él, principalmente furia, miedo y resentimiento.

—No deberías de haberme ayudado —dijo—, pero no pudiste dejar de hacerlo, ¿verdad? Es tu venganza.

—No.

—Sí, te encanta sentirte santo, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir? —pregunté, aunque lo sabía perfectamente.

—Incluso antes de tener el más mínimo motivo… ¿Recuerdas aquella noche en el bar? ¿Cuando Tomoth te llamó bastardo? No pudiste controlar tu temperamento, ¿eh?

—Entonces no tenía autocontrol.

—La herencia es el destino —citó.

—No creo en eso —dije, mientras escupía al fuego.

—¿Qué crees?

—Creo que podemos cambiarnos a nosotros mismos, reescribir nuestros programas. Finalmente somos libres.

—No. Te equivocas. La vida es una trampa. No hay salida.

Permaneció en silencio, sumido en sus pensamientos, mientras masticaba el trozo de carne asada. Su estómago delgado y velludo subía y bajaba, subía y bajaba, mientras inspiraba el aire relativamente caliente del interior de la choza. Deglutió.

—Hablemos de los fravashi, esa extraña raza que tanto te gusta. El Guardián del Tiempo debería de haberlos desterrado de la Ciudad. Sus enseñanzas, esta noción de destino final, de…, ¿cómo lo llamas?…, ananke. Los has escuchado más de lo debido, ¿no?

Yo nunca había oído hablar a Soli tan filosóficamente antes, así que lo dejé continuar.

¿Libre albedrío? ¿Has pensado en ese término, de la forma en que los fravashi lo emplean? Es una contradicción, como «pesimismo alegre» o «fatalidad feliz». Si el universo está vivo y es consciente, como crees, si se mueve hacia delante…, si tiene un propósito, entonces todos somos esclavos porque nos mueva o nosotros como si fuéramos piezas en un tablero de ajedrez, Y no sabemos nada de ese juego superior, ¿no? Entonces, ¿dónde está la libertad? Está bien hablar de ananke, de esta mezcla de nuestras voluntades individuales con la superior, ¿es eso lo que crees?, pero para los seres humanos ananke significa odio, amor desesperado, desesperanza, muerte.

—No, no comprendes.

Escupió un trozo de cartílago contra él suelo de nieve prensada.

—Ilumíname —dijo.

—Somos finalmente libres, pero no totalmente libres. Somos libres dentro de algunas limitaciones. En el fondo, nuestras voluntades individuales son parte de la voluntad del universo.

—¿Y crees eso?

—Es lo que enseñan los fravashi.

—¿Y cuál es la voluntad del universo? —preguntó, mientras metía un puñado de nieve en la cafetera.

Fuera, la tormenta cubría la choza de nieve. La pared norte, la única pared descubierta, brillaba gris con la luz que atravesaba los bloques de hielo.

—No lo sé —dije.

—¿Pero crees que podrás descubrirlo?

—No lo sé.

—Es un pensamiento arrogante, ¿no?

—¿Por qué si no estamos aquí? Descubrimiento o creación…, al final todo es lo mismo.

—Sí, ¿por qué estamos aquí?…, la cuestión capital y trivial. Estamos aquí para sufrir y morir. Estamos aquí porque estamos aquí.

—Eso es puro nihilismo.

—Eres tan arrogante —dijo él, y cerró los ojos y apretó los dientes, casi como si estuviera dormido—. Crees que hay una salida para ti mismo, ¿no?

—No lo sé.

—Bien, pues no hay salida. La vida es una trampa, no importa en qué nivel la vivas. Siempre hay una serie de trampas cada vez mayores. El Guardián del Tiempo tenía razón: la vida es un infierno.

—Somos creadores de nuestros infiernos.

Saltó del lecho de nieve y se quedó desnudo en el suelo. Bajo su piel, sus músculos eran largos y planos, como cuerdas de cuero envolviendo madera. Su delgada sombra cortaba las paredes blancas y curvas.

—Sí —dijo lentamente—. La mitad de mi infierno fue creado por mí, y tú creaste por mí la otra mitad.

Mis labios y mejillas ardían con el aire caliente, y me burlé de él diciendo:

—La herencia es el destino.

—¡Maldito seas!

—Somos creadores de nuestros cielos —dije en voz baja—. Podemos crearnos a nosotros mismos.

—No, es demasiado tarde.

—Nunca es demasiado tarde.

—Para mí lo es. —Se untó grasa de foca en el rojo tejido cicatrizado de sus muñones—. Arrogancia, por todas partes tanta arrogancia…, me pone enfermo. Pero pronto no habrá más. —Me dirigió una mirada de resentimiento, de pavor, de odio—. En toda la tribu devaki no hay un solo hombre que esté cansado o avergonzado de ser un hombre, que quiera ser más de lo que es. Y por eso nunca volveré a la Ciudad.

Esa noche tuve sueños de futuro, del futuro de Soli y del mío propio. Lo vislumbré hasta el amanecer, y bebí más café y vislumbré durante todo el día. Quise mostrarle lo que había visto, decirle que la vida no es una trampa, al menos no más trampa de la que hacemos con las puntas afiladas de nuestros fríos huesos y las fibras de nuestros retorcidos corazones. Quise decirle lo más simple de todo. En cambio, me levanté y empecé a ponerme mis pieles.

—Pronto dejará de nevar —dije—. Antes del anochecer.

Soli estaba sentado en sus pieles mientras colocaba una nueva hoja de pedernal en su lanza (la antigua hoja se había roto en la pared de la hendidura). Me miró con el odio que reservaba para los scrytas y no dijo nada.

—El Guardián del Tiempo está cerca —dije—, a treinta kilómetros al noroeste; tres de sus perros están enfermos en su choza, y el aklia que abrirá hoy estará vacío.

—Cháchara de scrytas.

—Si viajamos toda la noche, le sorprenderemos por la mañana.

—Si viajamos toda la noche, nos caeremos en la primera hendidura que encontremos.

Empecé a cortar calcetines para los perros de un trozo de piel de newl.

—No —le dije—. Sé dónde están las hendiduras.

—Daremos vueltas en la oscuridad.

—No. Saldrán las estrellas. Nos guiaremos por ellas.

Sonrió ante este viejo dicho e inclinó la cabeza.

—Muy bien, Piloto, nos guiaremos por las estrellas, si salen.

Cuando cayó la noche, el viento soplaba del norte, barriendo los restos de nubes y aire caliente. Hacía mucho frío. El cielo era tan negro como la túnica de un piloto, y estaba lleno de estrellas. Al norte, Shonablinka iluminaba el borde de oscuridad; al oeste, la disposición hexagonal del Anillo Fravashi parpadeaba sobre el horizonte. Condujimos el trineo a través de la nieve nueva y sedosa, hacia el oeste. Los perros debieron pensar que estábamos locos, viajando de noche a través de nieve que llegaba a la altura del pecho (del pecho de ellos, naturalmente), sorteando las grietas que pudieran encontrarse bajo sus patas cubiertas. La noche se volvió de un frío profundo. El aire era como oxígeno congelado: sentía los labios tan entumecidos que no podía silbar, ni hablar. Recorrimos en silencio el paisaje que había visto en mi visión de scryta, cada brillante pliegue y ondulación. No tropezamos con ninguna hendidura. Nos detuvimos sólo una vez, a calentar agua para el café. Mantuve los ojos fijos en las estrellas y en el horizonte bajo ellas. En la penumbra, poco antes del amanecer, vi un pequeño montículo de nieve que brotaba del inmenso monte blanco del mundo.

—Allí está —resoplé, y señalé—. La choza del Guardián del Tiempo. ¿La ves?

—Sí, allí está. Tenías razón.

Silbó a Kuri (y cómo me maravillé de su hermoso silbido, de su forma de tratar a los perros) y, con el viento azotándonos la cara, nos deslizamos sobre el mar cubierto de nieve.