El buen Kristiano debe permanecer alerta ante los matemáticos y todos aquéllos que hacen profecías vacuas. Existe ya el peligro de que los matemáticos hayan hecho un pacto con el diablo para ensombrecer el espíritu y confinar al hombre a las cadenas del Infierno.
—San Agustín de Hippo.
¿Por qué debe el hombre buscar justicia en un universo que es manifiestamente injusto? ¿Somos tan insignificantes y vanos que no podemos mirar al crudo rostro desnudo del azar sin suplicarle que nos sonría simplemente porque hemos sido justos y buenos? Si realmente la vanidad engendra el deseo de justicia, entonces creo que el Guardián del Tiempo es el más vano de los hombres. Como he dicho antes, es famoso por sus castigos. Algún día, sin duda, los escultores grabarán sus bustos conmemorativos con glifos que signifiquen «Horthy el Justo». Es un apodo que se ha ganado. Cuando aquel viejo sombrío se enteró del intento de asesinato a Soli, ordenó la más inteligente de las justicias. Sus robots nos arrastraron a Dawud y a mí a los sótanos de su torre, donde fuimos encerrados en celdas idénticas y adjuntas. Nuestras celdas eran cubos de piedra de dos metros y medio de lado (la tercera falange de mi meñique mide exactamente dos centímetros y medio. Por ninguna razón en particular, me divirtió medir las dimensiones de mi celda). Las paredes eran de piedra y el suelo estaba cubierto de frías losas; el techo, por lo que pude determinar, era un cuadrado sin fisuras de piedra negra. Los robots nos empujaron a nuestras celdas, y las puertas se cerraron de golpe. La oscuridad me engulló. La negrura era total. Hurgué con los dedos la rendija entre la puerta y el marco, pero fue inútil. La puerta era una losa de piedra, imposible de mover.
Yo había desafiado al Guardián del Tiempo, y por lo tanto él podría acusarme falsamente de haber intentado asesinar a Soli…, ésta era la conclusión a la que me forzó a llegar la lógica. Seguramente sus robots le habrían informado que yo había capturado al guerrero poeta. Seguro que sabía que yo era inocente. ¿Me convocaría alguna vez ante los akáshicos para que pudiera explicar mi inocencia? No lo creía. En la oscuridad de la celda, un centenar de preguntas me acecharon: ¿Dónde estaba mi madre? ¿Dónde estaba Soli? ¿Creía que yo había sido parte de una conjura para asesinarle? ¿Había destrozado entonces su mente la droga del poeta? ¿Le había contado el Guardián del Tiempo a todo el mundo que yo había intentado asesinar a Soli? ¿Se lo había contado a alguien? ¿Estaban en este mismo momento Bardo y mis amigos suplicando mi liberación? ¿Cómo podrían hacerlo si no sabían dónde estaba? Si el Guardián del Tiempo me quería muerto, ¿por qué todavía estaba vivo?
Mientras esperábamos el juicio del Guardián del Tiempo, pasamos el tiempo conversando. Cerca del techo había un estrecho conducto de aire que conectaba nuestras dos celdas. Saltando y aferrándome al liso borde del conducto, descubrí que podía conversar a través de las gruesas paredes sin tener que gritar. Nuestras conversaciones, sin embargo, quedaban siempre interrumpidas porque sólo podía sujetarme unos pocos minutos antes de que los músculos de mis brazos sintieran calambres. Nos recitamos mutuamente poemas cortos; hicimos chistes y jugamos con las palabras; discutimos sobre las pocas creencias que nuestras dos órdenes tenían en común. Yo perdí la mayoría de las discusiones. Los guerreros poetas, lamento decirlo, son astutos con las palabras, más aún que los neológicos o los sagaces semánticos. Aunque Dawud parecía hablar con exactitud, había que escuchar con cuidado lo que decía, o el significado se escapaba como un pez mojado de unos dedos llenos de grasa. Una vez, cuando observó que era extraño que los guerreros poetas y la Entidad de Estado Sólido practicaran la misma costumbre de preguntar poemas a sus víctimas, Dawud recalcó:
—Oh, sí, Kalinda de las Flores. Ella siempre se ha… interesado en los guerreros poetas.
—¿Kalinda?
—Así es como llamamos a la diosa.
Así la llamaban también los agathanianos.
—Pero ¿por qué Kalinda de las Flores?
—Porque la Entidad es percibida como femenina, y la asociación con las flores se ha percibido siempre como algo femenino. ¿Quién sabe el origen de los nombres?
—Pero ¿dices que sabe de vosotros, los poetas?
—Naturalmente. Una vez, hace mucho tiempo, nuestra orden trató de crear guerreros poetas femeninos, pero… fue un desastre. Kalinda (la Entidad) nos hizo parar.
—No suponía que los dioses se interesaran en los asuntos de los hombres.
—¿Qué sabes tú de los dioses, Piloto?
—Somos a los dioses como moscas a los niños pequeños —cité—. Nos matan por deporte.
—Naturalmente. El Shakespeare. Muy bueno.
—Los dioses son dioses. Hacen lo que les place.
—¿Eso piensas?
Pensé en mi viaje a Agathange. Me aferré al saliente de piedra y susurré:
—Los dioses nos hacen a su imagen. O nos rehacen.
—No —dijo él, y su voz llegó rugiendo a través del conducto de aire—, estás totalmente equivocado.
—No sabía que los poetas fuerais maestros en escatología.
—¿Por qué eres siempre tan sarcástico, Piloto?
—¿Por qué los poetas contestáis a una pregunta con otra pregunta?
—¿Me has hecho una pregunta?
Después de unos cuantos días de discutir (el tiempo era difícil de medir en nuestras oscuras celdas), el poeta guardó silencio y no contestó cuando le llamaba, cosa que hice a intervalos durante horas. Yo estaba seguro de que había sido ejecutado, decapitado por orden del Guardián del Tiempo. Luego, finalmente, respondió. Mi alivio de que aún estuviera vivo me sorprendió.
—He estado ante tu Guardián del Tiempo —me dijo—. Es listo, ¿verdad? ¿Te digo mi sentencia? Maquina mi muerte de una forma que no ofenderá a mi orden. Es un hombre justo.
—No —jadeé, mientras trataba de no caer al suelo. Me impulsé con las piernas para equilibrarme, pero mis botas resbalaron contra las paredes lisas—. Es sólo un hombre.
—Es piadoso; su castigo es sublime.
—Es bárbaro.
—No puedo esperar que un piloto comprenda.
—Los guerreros poetas estáis locos.
—¿Qué es la locura?
—Sólo un loco lo sabría.
—Sólo un piloto testarudo se negaría a apreciar la genialidad de la sentencia de su Guardián del Tiempo.
En cierto modo, el castigo del Guardián del Tiempo era inteligente, y quizás incluso sublime, aunque me costaba trabajo admitir su genialidad. Simplemente, había urdido un antiguo y bárbaro medio de ejecución: en la celda vacía situada junto a la del guerrero poeta (éramos los únicos prisioneros de la Torre, los únicos prisioneros en muchos, muchos años), los reparadores habían colocado un mecanismo que, tras recibir una señal determinada, liberaría una nube de gas venenoso. Dentro del mecanismo habían colocado una diminuta cantidad de plutonio. La señal para la liberación del gas sería el deterioro aleatorio de cualquiera de los átomos individuales del plutonio. Dawud podría vivir durante años o, más probablemente, morir al instante siguiente…, no lo sabría hasta que oyera el siseo del gas y oliera su agrio hedor. Es extraño, pero cierto, que su orden sólo podría culpar de su muerte a un hecho aleatorio y cuántico, lo cual, para los guerreros poetas, no era ninguna vergüenza.
—Seguramente el Guardián del Tiempo habrá colocado una gran cantidad de plutonio en su maldita máquina —dije—, así que la probabilidad de que vivas más de unos pocos días es prácticamente nula.
No le dije lo sorprendido que estaba de que el Guardián del Tiempo poseyera reservas de plutonio. Era la más bárbara de todas las barbaridades.
—Por supuesto —accedió Dawud—. Habrá una cantidad suficiente de plutonio. Pero no captas el tema.
—¿Que es…?
—Imagina por un momento, Piloto, que fueras mi señor…, su nombre es Dario Redring. Cuando Dario venga a tu ciudad y pregunte por mí, cuando pregunte: «¿Está vivo?», tu Guardián del Tiempo puede responder sinceramente que no lo sabe. ¿Estoy vivo? Nadie puede saberlo. Desde el punto de vista de los demás, estoy dentro de una celda aislada. Estoy en el limbo. ¿Se ha deteriorado el plutonio? Hay una probabilidad. El grado de mi vida está representado por una función ondular que contiene probabilidades de vida y muerte. Sólo cuando abran mi celda y Dario y tu Guardián del Tiempo miren dentro se concretará una de las probabilidades, mientras las demás se desvanecen y la función ondular se pierde. Sólo su acto de observación de mi estado de ser hará que mi vida o mi muerte se pongan de manifiesto. Hasta entonces, por lo que concierne a todos los que están fuera de mi celda, no estoy ni vivo ni muerto. O, más bien, estoy a la vez vivo y muerto. Y por eso creo que tu Guardián del Tiempo nunca permitirá que se abra mi celda. Hasta entonces, tu Orden no será responsable de mi destino.
—¡Pero eso es absurdo!
—Mi orden se basa en el absurdo y la paradoja, Piloto.
—Me diste a entender que no sabías de matemáticas.
—Hablo de filosofía, no de matemáticas.
—Las probabilidades…
—Naturalmente —interrumpió—, existe la probabilidad de que el plutonio nunca se deteriore y yo nunca muera.
—Pero morirás. El Guardián del Tiempo se ha encargado de eso.
—¡Por supuesto! Y será una muerte sublime. Debo componer un poema para celebrarlo.
—No saber nunca si un momento será el último… ¡Es un infierno!
—No, Piloto, no hay ningún infierno. Somos creadores de nuestros cielos.
—¡Loco! —dije. Me dejé caer del conducto de aire y aterricé de golpe contra el suelo.
La respuesta de Dawud, cuando vino, fue tan débil que apenas pude oírla, palabras apagadas perdidas en un negro túnel de piedra:
—Sólo tienes miedo de que el gas te mate a ti también.
Por Dawud, supe pequeños fragmentos de noticias que había atisbado durante su audiencia con el Guardián del Tiempo. Las noticias no eran buenas. Al parecer, el Guardián del Tiempo había soltado a sus robots tutelares por la Ciudad. Habían capturado y desterrado a los guerreros poetas. Los robots habían arrancado «accidentalmente» las cabezas a tres pilotos (Faxon Wu, Takenya el Intrépido y Rosalinda li Howt) que estaban a punto de desertar de la Orden y marcharse a Tria. (Más tarde me enteré de que cientos de autistas habían desaparecido misteriosamente del Sector Extremo en esta época. Sabía que el Guardián del Tiempo siempre había odiado a los autistas). Cuando los pilotos, altos profesionales y académicos se enteraron de la violación del Guardián del Tiempo de la ley, se habló de tomar una nave profunda y marchar en grupo a algún planeta donde poder iniciar una Academia completamente nueva. De algún modo, la noticia de mi encarcelamiento se había difundido, y Soli exigía mi decapitación, mientras que Justine y el Sonderval solicitaban una reunión del Colegio de Pilotos. Iban a pedir a los otros maestros pilotos que depusieran a Soli y eligieran a un nuevo Lord Piloto…, eso decía el rumor. Nikolos el Anciano, el Lord Akáshico, había sorprendido a todos pidiendo una reunión del Colegio de Lores. ¿Solicitaría aquel hombre regordete y tímido un nuevo Guardián del Tiempo, como había advertido Kolenya Mor? Nadie parecía saberlo. Nadie (especialmente el Guardián del Tiempo) parecía saber dónde estaba mi madre, o qué hacía. Y, mientras tanto, Bardo solicitaba mi liberación al Guardián del Tiempo, pidiendo, amenazando y sobornando a varios maestros y lores para que sumaran sus nombres a la solicitud. Había pedido que me juzgaran ante los akáshicos. Yo era inocente, aducía, y se debería permitir que estableciera mi inocencia. Pero Soli, que odiaba a Bardo por haberle robado a su esposa, inventó un contraargumento. Yo no debía comparecer ante los akáshicos, dijo, porque sus ordenadores estaban hechos para modelar solamente cerebros humanos. ¿Quién podía saber si mi cerebro (mi cerebro alterado por los agathanianos) podría engañar a los ordenadores akáshicos? (¿Quién podría haber sospechado que Soli era mi padre, que temía que los akáshicos descubrieran este hecho y lo dieran a conocer? ¿Quién sabía cuáles eran los motivos de nadie durante aquel tiempo enloquecido en nuestra Ciudad?).
Irónicamente, la sentencia del Guardián del Tiempo llenó a Dawud de alegría. Estaba tan excitado que no podía comer ni dormir.
Recorría su celda sin parar, componiendo poemas y recitando los versos a gritos hasta que se quedó ronco.
—La muerte inminente es la sal de la vida —citó—. Es cierto, naturalmente. ¿Piloto? ¿Estás escuchando? Cuéntame tus pensamientos…, ¿estás pensando en las posibilidades?
No soy por naturaleza un hombre meditativo. Temía quedarme solo en una celda húmeda y oscura sin nada donde sujetar mi mente aparte de mis propios pensamientos temerosos, pensamientos de posibilidades dolorosas. La mayor parte del tiempo me aplastaba contra las heladas paredes; contemplaba la negrura ante mi cara, esperando. Escuchaba al guerrero poeta mientras caminaba y aullaba sus versos extasiados y, cuando dejaba de caminar y permanecía en silencio, escuchaba el plip-plop de las gotas de condensación salpicando contra el suelo. Escuchaba latir mi corazón. A menudo, normalmente después de despertar de un sueño reparador contra las losas duras y húmedas, me sentía rígido y helado. Comía las nueces y el pan que caían a intervalos por la rendija en la base de la puerta, y bebía agua de un gran cuenco. En ese mismo cuenco orinaba y defecaba, esperando que los robots hubieran sido programados para limpiarlo antes de volver a llenarlo. (Por cierto, nunca he hecho caso a la Ley de Turin, que asevera rudamente que cualquier robot lo bastante inteligente como para limpiar platos es demasiado inteligente para limpiar platos. Eso puede ser cierto con los seres humanos, pero los fríos robots tutelares que nos vigilaban poseían sólo las funciones de inteligencia específica que se requería de ellos. Como matar a los enemigos del Guardián del Tiempo si intentaban escapar. No puedo creer que fueran conscientes de sí mismos). Me avergüenza admitir que caí en largos períodos de autoconmiseración. Pensé demasiado en mí mismo. Traté de concentrarme en cosas externas, pero las sensaciones de cualquier tipo eran débiles y escasas. El cliqueteo de los robots tras la puerta, las tenues palabras de los poemas de Dawud…, escuchaba esos sonidos, pero, mientras reflexionaba sobre la autoconsciencia de un robot, o su carencia de ella, y juzgaba la calidad de los versos del poeta (no eran extraordinarios), me hundía cada vez más en mis miedos y preocupaciones.
Después de una temporada, descubrí que mis hábitos de dormir estaban siendo destruidos. Dormía durante largos períodos de tiempo, tal vez un día entero, escapando. Luego se producían ataques de ansiedad, arrebatos maniáticos. Recorría mi celda, y mis músculos se agarrotaban y se relajaban, una y otra vez, ondulando rítmicamente como las olas del mar. Tenía pensamientos. Trataba de no pensar en su origen. Trataba de no pensar. Me rascaba la sucia barba y palpaba las paredes resbaladizas en busca de rendijas o puntos débiles, pero no podía dejar de pensar. Reflexionaba, preguntándome en qué me había convertido. ¡Cómo lo temía! Había algo nuevo en mi interior y, cuando pensaba en ello y trataba de concebir su forma y dirección, me sentía tan excitado como aterrorizado. Trataba de dormir, y el sueño no venía. Debí pasar días enteros sin dormir. Aquellos períodos de falta de sueño quedaron puntuados por momentos de microsueño, en los que mi cerebro se desconectaba durante un segundo o dos. Y me despertaba en el aire frío y rancio, con el sonido del agua goteando y el olor de mi miedo. A veces me ponía a prueba para ver si me estaba volviendo loco. ¿Podía hacer aún el cálculo de las combinaciones libres? ¿Me sentía igual que siempre cuando me rascaba el pelo grasiento y picajoso? ¿Podía abrir y cerrar los dedos a voluntad? Así, de un millar de maneras diferentes, sondeaba la caverna de mi mente en busca de fisuras ocultas y defectos, y de nuevas formaciones cristalinas de habilidad y pensamiento. ¿Qué pensamientos, qué acciones, qué sueños podría yo querer tener, si mi voluntad fuera auténticamente libre? ¿Podría mi cerebro cambiar como yo quisiera, o había reglas naturales de desarrollo que no podían ser violadas? En el fondo de mi mente, donde el universo fluye como una fría corriente negra, busqué la fuente del libre albedrío. Hubo un momento en que casi pude ver el impulso final que guiaba mis acciones, casi pude saborear la fría delicia de la libertad pura. El momento titiló como una gota de agua colgando del aire. Y entonces desapareció, absorbido en el remolino de mis pensamientos. Había un agujero negro en el centro del remolino, y dentro de ese agujero otro, aún más negro. Había una infinidad de agujeros dentro de agujeros que esperaban engullir la cordura de cualquiera que se contemplara a sí mismo durante demasiado tiempo.
Para mí, mi prisión se convirtió en un infierno. Siempre he temido a la oscuridad; cuando era un novicio, irritaba a Bardo manteniendo la luz encendida toda la noche. Y el silencio es la oscuridad del sonido, la muerte de las vibraciones cotidianas, los ritmos y tonos que dan canción al alma. Somos creadores de nuestros cielos, había dicho el poeta, pero finalmente se quedó ominosamente silencioso. Tal vez el plutonio se había deteriorado; tal vez el gas venenoso había rasgado ya sus pulmones y licuado su cerebro. O tal vez se había cansado del éxtasis, se había cansado de hacer equilibrios sobre el filo de la navaja entre la vida y la muerte. ¿Se había desmoronado al suelo de su celda para sumirse en un exhausto estupor? No lo sabía. Había silencio en su celda, silencio en las corrientes de aire, el silencio de la piedra. Incluso el agua del techo había dejado de gotear. Mi cuerpo ya no parecía apestar. La oscuridad era velluda como lana delante de mis ojos, y mis dedos estaban tan entumecidos que sentía el contacto de las paredes como si fueran de cera, y no había ningún olor ni sabor, ningún sonido. Aluciné. Durante un momento imaginé que flotaba en la cabina de mi naveluz. Soñé que había estrellas. Pero luego, cuando extendí mi mente para unirme al ordenador de la nave…, nada. No se produjo ni el ímpetu torrencial de la tormenta numérica, ni la luz blanca del temposueño, ningún atisbo de la espléndida música del multipliegue. Advertí que estaba solo dentro de una celda de piedra real, tan negra y vacía como el espacio. Estaba solo dentro de mi mente, en el infierno.
A medida que pasaban los días, las alucinaciones se hicieron más fuertes, más totales. Ya que mis nervios sensoriales estaban en reposo, mi cerebro suministraba su propia estimulación. Mi corteza visual empezó a funcionar por su cuenta. Vi colores. Lluvias de chispas purpúreas caían en cascada por el aire. El aire mismo chispeaba como una túnica fosforescente de seda verde y azul. Vi círculos concéntricos de luz roja pulsando unos dentro de otros, y líneas onduladas amarillas y anaranjadas destellando y titilando. Olí un centenar de aromas diferentes: especias y perfume, incienso y bálsamo y almizcle. Oí campanas doblando y hielo aplastado, el sonido de un lobo aullando. Tales alucinaciones, naturalmente, son comunes entre aquellos que se ven privados del contacto con el mundo exterior. Los aspirantes ven a menudo visiones la primera vez que flotan dentro de los Vientre Rosa. Y los alaloi hablan también de cazadores atrapados en el hielo en interminables tormentas de nieve que pierden su sentido de arriba y abajo, izquierda y derecha, y empiezan a ver bandas brillantes y chorros de luz en las nubes de nieve. Yo sabía que los colores y sonidos que captaba no eran reales, pero también sabía que, si las alucinaciones continuaban mucho tiempo más, podía acabar más lesionado cerebralmente que un patético afásico.
Durante mucho tiempo me distraje con las matemáticas puras. Conjuré las brillantes ideoplastias violeta del Axioma de Probabilidad, y me perdí en la hermosa Teoría de Conjuntos. Inventé (o quizá descubrí) teoremas que quizás algún día fueran útiles para demostrar la Hipótesis del Continuo. Hubo un momento en que las luminiscentes ideoplastias de muchas formas aparecieron tan rápida y vivazmente que pensé que la tormenta numérica podía comenzar por su cuenta, sin la ayuda de mi nave-ordenador. ¡Y qué maravilla habría sido! Entrar en el multipliegue a voluntad, enfrentarse al universo nada más que con las matemáticas, la voluntad y el cerebro desnudo…, ¡cuánto recé durante aquellos días infernales por tener esta habilidad! Pero la oración es el signo de la indefensión y el fracaso. La libertad del multipliegue me estaba negada, y pronto descubrí que, en mi prisión de oscuridad, las matemáticas parecían demasiado arbitrarias e irreales.
Podría haber emulado a los autistas y creado fantasías y escapismos en lo que habitar mientras viviera. Soñar sueños lúcidos y, mientras tanto, ser consciente de los sueños, y más aún, cambiar su forma y textura a voluntad…, eso era una posibilidad. Podría haber experimentado claras y ondulantes aguas de color glauco, las cálidas olas de una playa de otro mundo, el pegajoso abrazo de una mujer tendida bajo mi cuerpo en la arena caliente. Pero (a pesar de lo que digan los autistas) no habría sido real. Me perdería en lo irreal, devorado por imágenes y hechos que nunca podrían existir y que nunca habrían ocurrido realmente. Si por fin el Guardián del Tiempo me concediera la libertad, estaría tan loco como cualquier autista.
No sé cuánto tiempo hubiera podido soportar el silencio si no me hubiera arriesgado a recordar un dicho bastante pretencioso de los rememoradores. Un día, arrastraba las uñas por las losas, mientras pensaba en el maestro rememorador, Thomas Rane, dando vueltas en mi cabeza a las implicaciones de su recuerdo del hombre-dios, Kelkemesh, y el mito primario. Y estas palabras aparecieron en mi mente por su cuenta: El recuerdo es el alma de la realidad. En mi interior había años de recuerdos, toda una vida de recuerdos. Recordar, entonces, sería mi salvación. Viviría en el pasado. Me refugiaría en mis recuerdos como una foca herida buscando la salvación en su aklia. Viviría de nuevo los momentos cruciales de mi vida, y los viviría apasionadamente…, bueno, al menos permanecería dentro de una realidad que había existido de verdad.
Al principio, todo fue bien. A medida que pasaba el tiempo, descubrí que tenía cada vez menos necesidad de distracciones físicas. Dejé de cantarme a mí mismo, lo cual fue un gran alivio, porque nunca he podido mantener bien el tono. Sentí poca necesidad de lamer la lana rasposa de mi kamelaika, o de saborear la sangre salada de mi labio roído, o de presionar mis ojos con mis pulgares para inducir fosfenos, esos brillantes puntos de luz que a veces vemos cuando tenemos los ojos cerrados. Mis recuerdos eran más estimulantes que la simple sensación; mis recuerdos eran joyas brillantes suspendidas en agua helada; mis recuerdos eran el alma de mi pasado reciente y distante. Recordé cómo aprendí a atar los cordones de mis patines. ¡Cómo me frustré cuando el lazo del nudo escapó de entre mis dedos infantiles! ¡Cómo me enfurecí cuando mi madre trató de ayudarme! Recordé otros hechos más felices, como la primera vez que Bardo y yo dirigimos un balandro de vela amarilla por el helado Firme. Bardo sentía reluctancia a coger el balandro, y recalcó que no sabíamos nada de navegación. Pero yo le ridiculicé sin descanso. (Los aspirantes creen a menudo que, porque han sobrevivido al multipliegue, pueden dominar cualquier medio de transporte). Un fiero viento sopló inesperadamente y casi nos aplastó contra las rocas de Waaskel. Con todo, nuestro paseo por el Firme fue jubiloso, unos cuantos momentos de pura diversión. En la oscuridad de mi celda, hubo otros recuerdos, cada uno más vívido que el anterior. Recordé como un viejo, y me pregunté qué recuerdos diferentes podría tener si hubiera tomado decisiones diferentes cuando era más joven. ¿Por qué había decidido convertirme en piloto en vez de cantor? ¿Por qué amé a Katharine? ¿Por qué asesiné a Liam?
¿Por qué mis recuerdos se hacían cada vez más ardientemente reales?
Se dice que los rememoradores deben superar un difícil problema cuando son jóvenes. Recordar demasiado bien es olvidar sólo con gran dificultad. A medida que mis recuerdos crecían y se hacían más y más vívidos, parecieron dilatarse, quemarse en mi ojo interior. Podía conjurar la primera vez que vi a una Amiga del Hombre, y el tronco azul de la alienígena se agitaba como una musaraña y oscurecía recuerdos más importantes. Empecé a tener problemas para olvidar. Recordé haber leído los poemas del Guardián del Tiempo, y páginas impresas enteras quedaron estampadas indeleblemente en el blanco tejido de mi mente. Pude «ver» cada curva y espiral de cada negra letra como si leyera la página abierta de un libro. Se trataba de la memoria de imágenes de la que tanto había oído hablar a amigos de la infancia que se habían convertido en scrytas o rememoradores. Recordé que había trucos para olvidar. En mi mente, construí un largo muro negro y superpuse versos y palabras, estrofas enteras y páginas de poesía en él. Las letras negras desaparecieron en la oscuridad…, durante un tiempo. Otros recuerdos, como la sonrisa de Katharine, fueron más difíciles de desterrar. Tuve que disolver los pálidos tonos de su piel en un millón de puntos de colores primarios. Intensifiqué entonces cada punto rojo, verde y azul, hasta que ardió y se hinchó y estalló como una pequeña estrella. Un millón de puntos de luz estallaron en mi interior y luego se unieron en una bruma cegadora, como un campo de nieve en un día del falso invierno. Lo más difícil de olvidar fueron los sonidos. El recuerdo de la música persistía a pesar de mis esfuerzos por ahogarlo con el tronar de los cohetes o con otros ruidos. Me sorprendí al escuchar sinfonías enteras con una claridad casi hiperreal. La melodía del Madrigal de la Pena de Takeko se ejecutó una y otra vez dentro de mí, los tonos redondeados del adagio se formaban como cuentas de oro. Oí y volví a oír a Bardo cantando canciones de amor a Justine, y escuché tañer los shakuhachis y las arpas que mi madre solía tocar. No pretendo decir que escuché cada uno de esos sonidos simultáneamente, pues no lo hice. Un sonido daba paso a otro con dificultad. Por ejemplo, no pude olvidar la música de las gaviotas y el tamborileo del mar hasta que no llevé los componentes de las ondas de sonido a una transformación Fourier y las envolví en un holograma. Entonces pude «tirar» ese holograma a una caja negra a prueba de sonidos, donde permanecería hasta que yo quisiera sacarla y desplegar los sonidos del recuerdo. Así, creé millones de cajas mentales para los recuerdos que me atormentaban. De esta forma hice sitio a otros recuerdos más profundos, recuerdos que no sabía que poseía.
Todo está registrado; nada se olvida.
No sé exactamente cuándo fui consciente de que estaba rememorando. Muchas personas, naturalmente, tienen la bendición y la maldición de una memoria casi perfecta, pero no son rememoradores. Sólo pueden ver una chispa minúscula de la memoria racial. Recordar las vidas de nuestros padres y de nuestros abuelos y de sus abuelos, recorriendo el árbol de nuestros antepasados, descorrer los recuerdos del pasado distante de nuestra raza insertos en nuestros cromosomas, «recordar como ADN», como diría Lord Galina…, ése es el arte superior de rememorar. Un arte que me consumió.
Con velocidad mareante, imágenes de las vidas de mis antepasados fluctuaron ante mí. Vi densa sangre y un cordón umbilical al ser cortado mientras mi abuela, Dama Oriana Ringess, gritaba y empujaba a mi madre fuera de su vientre para que saliera a la luz del día. ¡Cómo lloraba mi madre en su dolor! Vi a Soli. Era, en verdad, mi padre. Experimenté recuerdos de la infancia de Soli; comprendí, finalmente, lo que había recordado dentro de la Entidad, el recuerdo de Alexandar Diego Soli enseñando matemáticas a su hijo. Y, más profundamente y más hacia atrás, una generación cayó de otra generación; se formaron rostros y cambiaron, tan mutables como el barro. Allí estaba la larga y ancha nariz Soli y los ojos azul hielo; allí los labios carnosos y apretados de un Ringess, abiertos luego para revelar los veintiocho gruesos dientes Ringess. Más atrás, un Soli alteraba sus cromosomas para reforzar sus habilidades matemáticas. (Fue de este Soli, Mahavira Andreivi Soli, de quien heredé mis mechas de pelo rojo). Y, más profundamente, por entre las raíces del tiempo: había poetas, scrytas, putas, pilotos, katólikos, pastores (de ovejas), esclavos, reyes, guerreros, e incluso una alumbradora llamada Cleo Ringess, la mitad de cuyos quinientos hijos fueron a poblar las lunas de Durrikene, y cuya mitad alteró su ADN y finalmente llegarían a ser conocidos como los extraños fayoli.
Un día, cuando estaba rememorando, oí a Dawud agitarse en su celda. Parecía que aún estaba vivo, aunque exhausto por su larga espera a que el plutonio se deteriorara. Me recitó un corto poema (el primero en mucho tiempo), y un pareado resonó en mis oídos y tiró de las cuerdas de mi memoria:
Sólo el hueso el dolor recuerda;
sólo el hueso y el dolor quedan.
Se produjo un largo silencio, seguido por un largo y complicado poema que había titulado «Primavera de Plutonio». Me aupé hasta el conducto de aire, para escuchar mejor sus estridentes palabras. Le oí entonar:
El ritmo en mi sangre es el baile de las langostas ciegas.
Y entonces:
—Piloto, ¿estás vivo todavía?
—Sí; estaba… recordando.
Quise decirle una cosa que había visto, que Eva Ringess era la bisabuela de Nils Ordando. Los guerreros poetas compartían una porción de mis cromosomas. Éramos casi-hermanos, quise decirle. Todos los hombres son hermanos.
—¿Crees en el azar? —dijeron sus medidas palabras a través del conducto negro.
—Yo…, a veces creo en el azar, a veces en el destino. No sé en qué creo.
—¿Cuánto tiempo crees que ha pasado? ¿Cuáles son las probabilidades de que el plutonio no se haya deteriorado?
—Tal vez sólo fue un chiste —dije—. Tal vez no hay plutonio ni gas. Tal vez el Guardián del Tiempo está intentando destruir tu cordura…, la poca cordura que tiene un guerrero poeta.
Se produjo un silencio, y tuve que soltar el borde del conducto. Poco después, Dawud susurró:
—Azar y destino, la misma alegre danza.
Para un guerrero poeta que creía en el eterno retorno, naturalmente, así sería.
—Piloto, ¿puedes oírme? —Tras auparme al conducto, pude oírle claramente—. Estos últimos días han sido un éxtasis tal, que ya no quiero morir. He creado poesía, y he pensado… tantos pensamientos, y soñado, y… ¿Puedes oírme?
—Sí —le dije a la oscuridad.
—El gas vendrá pronto. El plutonio está a punto de estallar. Hay gases calientes, hidrógeno moribundo…, ¡qué delicadas son las violetas caídas!
—¿Es eso parte de un poema?
—La vida es un poema que componemos constantemente. Ésta es la fe de los guerreros poetas: que podamos capturar la esencia de la vida, el momento de lo posible, con palabras.
No dije nada, porque mi fe es que la esencia del universo se encuentra más allá del reino de las palabras humanas.
—Moriré pronto, por supuesto. Hay vapores asesinos en la oscuridad de granito.
—Entonces, ¿eres un scryta?
—No, soy un poeta. Y he compuesto mi poema de muerte. ¿Quieres prometerme una cosa? Cuando haya muerto, mi cuerpo debe ser devuelto a Qallar en un ataúd de mármol negro. Si vives lo suficiente, debes encontrar a un extremo que conozca el arte de escribir. Las palabras de mi poema de muerte deben ser cinceladas en la tapa del ataúd.
Mis dedos empezaron a sentir calambres, y los músculos de mi antebrazo temblaron. Le hice una promesa que no tenía intención de mantener. Sin ninguna razón, le conté mi recuerdo. Sentí comida vieja y pastosa y sangre en la boca cuando dije:
—Nils Ordando era hijo de la línea Ringess.
—Sí, es bien sabido —replicó él al instante—. Los fundadores de nuestras dos Órdenes eran hibakusha. Huyeron de la nebulosa Agni durante la guerra de los ordenadores. Cuando el hidrógeno…
—Somos casi hermanos —dije.
—Todos los hombres son hermanos. Y todos los hombres son hibakusha. Y el fratricidio es la regla de la especie. ¿Puedes oler el gas, Piloto?
Entonces recitó su poema, cuya última estrofa era:
Estoy empapado bajo arrugas de carne;
dorado bajo el cielo de la mañana;
sagrado bajo mi carne evaporada;
desnudo bajo el cielo de plutonio.
Le grité, pero no hubo respuesta. Presté atención al sonido del gas siseando. Me aupé y traté de apoyar un codo en el conducto de aire mientras asomaba la cabeza y el hombro en el angosto túnel. ¿Oiría el chirrido de una compuerta al cerrarse? ¿Gritaría el poeta y se debatiría mientras jadeaba en busca de aire? Con la cabeza ridículamente introducida en el agujero oscuro de la pared, escuché algún sonido, pero en la celda del poeta no había más que silencio.
Poco después, bajé de la pared y empecé a recorrer mi celda. Un loco, un asesino, un amante de las palabras, mi casi-hermano…, le llamé, pero no me contestó entonces, ni durante los días que siguieron. Repetí las palabras de su poema, «Primavera de Plutonio», y las memoricé. Fue fácil.
Todo está registrado; nada se olvida.
Caí una vez más en la memoria racial. Caí muy lejos, buscando imágenes arquetípicas, oliendo olores primarios, oyendo el latido de antiguos poemas. Rememoré la Vieja Tierra. Allí el cielo era de un azul más claro que el de Nevada, celeste como el huevo de un talo; allí la tierra era cálida y los valles eran verdes, y había huertos de manzanos reales, campos de trigo dorado. Allí, mi abuelo remoto vivía en una casita encalada en una ciudad junto al mar. Era piloto y hacía botes. Sus manos (mis manos) estaban amarillas por los callos que las cubrían, y astillas de madera le picoteaban los dedos. Tenía una esposa, y hubo una cópula, miles de alegres cópulas, y un hijo, y fueron felices. Y entonces vinieron los ejércitos robot y quemaron sus botes, quemaron su ciudad con un mineral infernal y brillante que estalló y arrasó sus ventanas y fundió el cristal, tronó y ardió, y luego hubo luz por todas partes, el insoportable destello de la memoria.
Oí el cliqueteo de los robots, el acero marcando el acero, y un agudo chirrido de metal rompiéndose. El olor de acero quemado. Y más sonidos: robots golpeando contra muros de piedra, acero resonando, zumbando, gritando, maldiciendo, y un curioso sonido zumbante que no pude identificar.
—¡Mallory! —llamó una voz del pasado—. ¡Por Dios, abramos esta puerta! —tronó la voz.
Bardo, recordé, tenía una voz tonante. ¡Pero esto no era un recuerdo!
—¡Abrid, ahora!
Entonces la puerta de piedra se abrió, y se produjo un brillante destello, y me cubrí los ojos.
—¿Qué pasa, Pequeño Amigo, estás ciego?
Avancé hacia el sonido de su voz.
—Ciego… no —dije. Mis ojos ardían, lastimados. Sentía como si alguien hubiera introducido la punta de un cuchillo caliente a través de mis pupilas y lo hubiera removido. Entonces advertí que el brillo era sólo el tenue fluctuar de los globos llama. Mis ojos se ajustaban lentamente a la débil luz.
—¿Cómo has entrado? ¿Qué día es?
El brazo de Bardo me rodeó los hombros, y olí su dulce olor a flores, y también el olor de su miedo.
—Tenemos que darnos prisa —dijo—. ¿Puedes andar? ¡Por Dios, apestas! ¿No te han dejado bañarte? ¡Mira tu condenada barba sucia! Aprisa, ahora. Tenemos que apresurarnos. Justine y los demás están esperando. Ah, no debería haber hecho esto…, ¿qué he hecho?
—Fue necesario —dijo alguien—. Nunca deberíamos haberle permitido al Guardián del Tiempo tener robots.
Me cubrí las cejas con las manos y entorné los ojos. La cara de Bardo, a escasos centímetros de la mía propia, manaba sangre. Tenía un corte en la nariz, un tajo cerca del lóbulo de la oreja. Nikolos el Anciano, el Lord Akáshico, se encontraba junto a él. Un maestro akáshico y un par de aspirantes que llevaban un ordenador le acompañaban, Entonces vi a los robots. Por todo el largo corredor de piedra había robots de dos clases diferentes: los robots grandes y rojos del Guardián del Tiempo, con sus pinzas y sus articulaciones, y unos robots negros que nunca había visto antes. Todos los robots tutelares (había cuatro) yacían inertes contra el suelo gris, un amasijo de metal quemado y retorcido. Los robots negros eran más pequeños, pero obviamente más mortíferos. Como hormigas, cada uno tenía seis patas, y taladradoras de metal y antorchas y pistolas de plasma y láseres asesinos montados sobre acero negro. Cuatro de estos robots flanqueaban el corredor. En la puerta del fondo, donde terminaba la fila de celdas, había cuatro más.
—¡Mira mi cara! —jadeó Bardo mientras nos dirigíamos a la puerta—. Lascas de piedra…, creo que una bala rebotó en la pared. Oh, ¿qué he hecho? ¡Es una locura!
—Locura no —dijo Lord Nikolos. Giró su pequeña carita redonda—. Es un plan bien organizado. Trata de recordarlo.
Lord Nikolos me informó apresuradamente de los sucesos más recientes. El Colegio de Lores, dijo, había amenazado con censurar al Guardián del Tiempo por mantenerme prisionero en su Torre. (Y por el mal uso de sus robots tutelares. Y por otras razones). Habían obligado al Guardián del Tiempo a permitir que Lord Nikolos y sus subordinados akáshicos me examinaran, para establecer mi culpabilidad o inocencia. Y de ahí el plan: cuando las puertas de la Torre se abrieron para Lord Nikolos y su ordenador akáshico, los robots de Bardo irrumpieron para rescatarme.
—¡Malditos robots! —exclamó Bardo—. Toda mi fortuna, quinientos treinta mil discos de la Ciudad…, tuve que sobornar a los reparadores para que los fabricaran. Me costó todo lo que tenía. Pero era necesario que…
—¿Cuántos discos? Nadie tiene tanto dinero.
—¿Qué otra cosa podía hacer? ¡El Guardián del Tiempo te habría ejecutado, por Dios!
—¿Qué hay del guerrero poeta?
—Muerto, o tal vez aún esté vivo…, ¿qué me importa? —Me agarró del brazo y me ayudó a subir las escaleras—. ¡Vamos, Pequeño Amigo!, tenemos que marcharnos ahora y escapar…, es el único medio.
Atravesamos la puerta y subimos las escaleras hasta la calle. Hacía frío, y del Firme soplaba un viento húmedo. Estaba oscuro; no había nadie a la vista.
—¡Por aquí! —dijo Bardo. Me instó hacia un trineo, que esperaba junto a la acera—. ¡A los Campos…, tenemos que apresurarnos!
—¿Qué hay de Lord Nikolos?
—Me quedaré en la ciudad —respondió Nikolos—. Creo que al final el Colegio de Lores tendrá que censurar o incluso deponer al Guardián del Tiempo. Eso, o habrá un cisma total.
—¿Qué quieres decir?
—Ah, debería habértelo dicho de inmediato —repuso Bardo—. Li Tosh, el Sonderval, todos nuestros amigos pilotos…, nos marchamos de la ciudad esta noche. Por ti, amigo mío, como protesta, y porque estamos hartos del Guardián del Tiempo y de los otros vejestorios que gobiernan la Orden.
Recorrimos velozmente las calles, y en diversos lugares a lo largo de la deslizadera, por todo el camino hasta los Campos Huecos, las ventanas de los edificios estaban iluminadas, cientos de cuadrados brillantes contra el granito negro. Parecía como si los mismos ojos de la Ciudad nos estuvieran observando. Fue una sensación extraña. Supe que había visto este momento antes. En mi prisión, entonces, había actuado como un scryta, además de como un rememorador.
—¿Qué pasa, Pequeño Amigo? —gritó Bardo por encima del rugido de los chorros y el viento—. ¿No te sienta bien estar libre?
Miré el cielo brillante por encima de los Campos, los surcos de las naves que escapaban de la Ciudad. También había visto aquel cielo antes, y otros cielos aún más brillantes pronto por venir. No dije nada, y bajamos a las Cavernas, donde encontramos a un centenar de pilotos que esperaban su turno para subir a sus naves, y uno a uno huimos al cielo de plutonio.