CAPÍTULO 22
La paradoja Hanuman-Ordando

Estar plenamente vivo es ser plenamente consciente.

Ser plenamente consciente es estar lleno de miedo.

Temer es morir.

—Dicho de los guerreros poetas.

Atravesé corriendo las calles de la ciudad. Cogí un atajo por el corazón del Sector Extremo. El poeta me llevaba ventaja, pero no podía conocer la Ciudad tan bien como yo, Ni, esperaba, podría patinar tan rápidamente ni durante tanta distancia sin detenerse a descansar. Los colores apagados de las deslizaderas y resbaladeras menores parecían fluir y mezclarse, el rojo en naranja, el púrpura en verde. Los hermosos edificios que alineaban la tremendamente estrecha Calle de los Neurocantores, con sus balaustradas y sus entramados de piedra, estaban adornados con colgantes carámbanos de hielo. Directamente debajo, los carámbanos se habían congelado en una jungla de montañas heladas, tubérculos y volcanes en miniatura. Era peligroso patinar por allí, así que giré hacia la Calle de los Humos. Allí el hielo no era tan irregular, pero había peligros de otra clase diferente. Una miríada de olores brotaba de las puertas medio abiertas de los cubiles de los rememoradores. El aire estaba cargado con las burbujas de melaza caliente, con la fragancia de aceites para el pelo y lanas nuevas y un millar de otros olores y drogas odoríficas. Al instante recordé haber corrido por aquella calle el día de la carrera de los pilotos. (No me parecía posible que hubieran pasado tres años desde aquel día). Los recuerdos me consumieron. Casi pude ver a Soli patinando suavemente a cincuenta metros por delante; casi pude oír el clic-clac de sus largas cuchillas sobre el hielo. Pasaba junto a uno de los cubiles más grandes cuando un par de putas comunes abrieron una puerta. Sus labios estaban manchados de rojo y su aliento apestaba a alcohol. Estaban de pie extendiendo la palma de las manos bajo el frío globo llama, que era uno de los claros, con el plasma chasqueando en sus colores interiores. Me cortaron el paso e inmediatamente se colocaron a mi lado. La más alta de las dos (su pelo era como vino rojo oscuro) abrió sus pieles. No llevaba nada debajo; su piel estaba desnuda y blanca. Se ofreció a llevarme a uno de los callejones adyacentes, abrir sus pieles y tenderse sobre la nieve, ejecutar una cópula inmediata sin cobrarme nada. Estaba muy borracha. Sin duda recordaba placeres previos e impulsivos que había experimentado bajo el caliente influjo del alcohol. Ésta es la limitación de esa droga concreta: produce claros recuerdos de tiempos pasados cuando se está borracho, pero poco más. Olí los densos vapores del skotch y recordé la noche en el bar de los maestros pilotos, cuando conocí a Soli. Odiaba a Soli, recordé; ¿por qué repudiar a las dos putas y recorrer media Ciudad para advertirle? ¿Por qué no quedarme aquí para saciar mi placer con la puta? (Era bastante hermosa, una de esas raras putas a las que encantaba su oficio porque amaba a los hombres). ¿Por qué no dejar morir a Soli?

Aunque hice rápidos progresos y crucé el ancho hielo lechoso del Camino antes de que los enjambres nocturnos desembocaran en el Sector, me preocupaba que Dawud alcanzara la torre de Soli antes que yo. En realidad, no quería que Soli muriera. Era mi Lord Piloto, mi tío, mi padre; no estaría bien dejar que un guerrero poeta lo matara. También (y esto era completamente egoísta por mi parte) pensaba que podía ganarme su gratitud. Si pudiera ablandar su corazón, podría perdonar a Bardo y a Justine (y a mí), y yo podría detener el cisma antes de que empezara realmente. Pensé en llamar a un trineo. Sin embargo, en las calles estrechas y sinuosas de la Ciudad Vieja por donde tendría que pasar, un trineo habría sido una molestia. Fue uno de los pocos momentos en mi vida en los que deseé la comodidad de un fono. Así podría simplemente, y al instante, advertir a Soli de que la Muerte iba de camino. Pero, como diría el Guardián del Tiempo, si permitiéramos los fonos, la gente se fonearía eternamente, dando a conocer sus pensamientos más inmediatos y frívolos. Concertarían citas para reunirse en ciertos momentos y lugares, y exigirían el uso de relojes, y trineos privados para transportarlos por la Ciudad. Las calles se llenarían de máquinas ruidosas y explosivas y otras cosas molestas, porque, una vez la bestia de la tecnología sale de su jaula, la gente querría chirriantes radios privadas y cajas sensoras privadas y un montón de cosas más. Cuando yo era un novicio, a menudo me parecía exagerada esta teoría del dominó de la tecnología, pero más tarde, cuando vi Tria y Gehena y otros planetas infernales que no limitaban su tecnología, decidí que en esta cuestión los edictos del Guardián del Tiempo estaban justificados.

Y, sin embargo, cuando llegué a la entrada de la Torre Danladi, maldije al Guardián del Tiempo y sus edictos. El viento soplaba de las espectrales laderas de Urkel, atravesando el desierto Salón de los Antiguos Pilotos y el Pabellón Ajedrez, silbaba por entre los dormitorios y edificios menores al borde de Resa. Sacudía nubes de nieve en polvo hacia la puerta abierta de la Torre. Había un temible sonido de succión, como de aire siendo forzado a través de un tubo. La puerta de madera rectangular, que era tan lisa y severa como lo fuera el ilustre Lord Danladi, chirriaba mientras se movía sobre sus goznes, y estaba manchada de sangre. Había sangre por todas partes. Dentro, el pasillo estaba cubierto de cadáveres. Había seis. Una aspirante yacía derrumbada con la garganta abierta como una segunda boca roja; junto a ella, casi encima, el cadáver de Tymon el Equivocador, un piloto que se había graduado el año antes que Bardo y yo. La fila de cadáveres avanzaba por el frío y silencioso pasillo hasta las escaleras. Evidentemente, los pilotos y aspirantes habían intentado detener al guerrero poeta, y él debió caer sobre ellos con su rápido cuchillo como un loco entre niños. El cuerpo recién masacrado de un novicio bloqueaba la escalera, abrazando los primeros peldaños; sus labios rojos estaban apretados contra el labio de piedra del cuarto escalón. Tuve que saltar por encima. Sus ropas antaño inmaculadas estaban salpicadas de sangre. Había un círculo rojo sobre su cabeza. Parecía el cartel de un tallador. Había un olor fresco y denso en el aire, junto con los olores de la sangre y el miedo.

Subí las serpenteantes escaleras tan silenciosamente como pude. Y luego atravesé el corto pasillo que conducía a las habitaciones de Soli, mientras mis botas resonaban contra la piedra y mi respiración estallaba en mis pulmones como los gases de un cohete. Temí que mi ruido advirtiera al guerrero poeta, si es que no era ya demasiado tarde para advertencias. Las pieles blancas de la cámara interior estaban manchadas con la sangre del aspirante de Soli, Markoman li Towt, que estaba arrodillado hacia atrás, sobre sus piernas muertas, con los brazos extendidos y los delgados labios apretados contra sus dientes blancos y finos. El resto de la habitación (los tapices de la pared, los sofás y las mesas, los libros de oraciones, el juego de ajedrez y el servicio de café) permanecía imperturbado. La puerta que conducía a la habitación de Soli estaba entornada, así que la empujé y entré. En el caos. Nunca había estado antes en su santuario, y me sorprendió ver que Soli tenía plantas. Plantas verdes y flores por todas partes, plantas en macetas, plantas en estantes, plantas colgando del negro saliente del techo de obsidiana (creo que la Torre Danladi es el único edificio de la Ciudad hecho enteramente de esa brillante substancia). Por todas partes había destrucción. Las plantas y macetas habían sido arrojadas a la chimenea, una chamuscada masa vegetal se asaba, atrapada entre la rejilla y los leños chasqueantes. Había tierra negra suelta y trozos de arcilla bajo mis botas. Olí el perfume de las flores shira aplastadas. Y entonces, a través del follaje de un arbusto medio derribado, los vi. Junto a la ventana. El poeta había atado a Soli al tronco de un árbol spinnaker. Una crisálida de pegajosos y duros filamentos proteínicos, de los que crecen en Qallar, envolvía el pecho de Soli, hundiéndose en la corteza del árbol tras él. Soli se debatía furiosamente como un pez en la red, tirando de la crisálida, saltando de un lado a otro, tratando de volcar el árbol. Pero el árbol era grande. Crecía de una maceta colocada en un hueco del suelo. Sus ramas se extendían bajo la claraboya, a cinco metros sobre nosotros. Las hojas se sacudían y temblaban, y unas cuantas de las flores amarillas y triangulares cayeron en espiral, perezosamente, al suelo.

—No te acerques más, por favor, Mallory.

Era el guerrero poeta, de pie tras el árbol. Los colores de su kamelaika estaban manchados de sangre, que manchaba también el árbol allá donde sus ropas habían tocado la corteza gris. Presionaba la punta de su cuchillo contra la comisura del ojo de Soli.

—Estaba a punto de cortarle el nervio óptico —exclamó—, pero una vez más me has sorprendido.

Los ojos drogados de Soli estaban muy abiertos y se retorcían. Casi todos los músculos de su rostro estaban aprisionados, y gruesas gotas de sudor corrían por su frente. Apestaba a miedo.

—Suéltalo —dije.

Me acerqué más, y Dawud extendió la mano.

—Tu madre no podía revelar nuestros planes. ¿Cómo la hiciste hablar?

Señalé a Soli.

—Suéltalo —repetí.

—Pero no hemos alcanzado el momento —dijo Dawud—. Y, en cualquier caso, mi orden por su muerte ha sido pagada.

—Sí, lo sé. Dime lo que le has hecho a mi madre.

Apoyó suavemente la mano sobre la cabeza de Soli. Ignoró mi demanda.

—Tu madre ha pagado bien por esta posibilidad.

—¿Posibilidad?

No entendí lo que quiso decir. Soli miraba como si no supiera nada. Su cara estaba blanca como la de un autista. No había nada que leer excepto dolor y miedo.

—¿Qué tipo de veneno es éste, entonces? —pregunté—. ¿Que puede robar a un hombre su autoconsciencia y volver sus programas ilegibles? —Temblaba por abalanzarme sobre Soli, para devolver la furia a su cara. No me gustaba verle así.

—¡No, Piloto, no te muevas! Casi hemos alcanzado el momento de lo posible. —Dijo esto a modo de explicación (tal vez podía leer mi programa de curiosidad)—. Soli está casi vivo; en unos instantes renacerá.

De repente, Soli gritó y se mordió los labios. La sangre corrió por su barbilla y cuello. El borde ensangrentado de su labio inferior se clavó en sus dientes; sus incisivos eran visibles a través de la carne rasgada. Su cuerpo era un nudo de músculos espasmódicos. Pensé que los espasmos romperían sus huesos y quemarían sus tendones, pero Mehtar le había esculpido en la forma de un alaloi, después de todo, y había hecho bien su trabajo.

—¡Está sufriendo!

Dawud me sonrió.

—Por favor, quédate donde estás, o el Lord Piloto tendrá que morir antes de su momento.

—¡Le estás torturando!

—Sí, naturalmente, ¿cómo, si no, despertarlo? El dolor es el rayo que iluminará su mente y le despertará. —Pasó sus gruesos dedos por el pelo empapado en sudor de Soli. Cerró el puño, atrapó el pelo entre sus dedos y alzó la cabeza de Soli. Su anillo rojo brilló a través de la maraña negra como una laguna ardiente de sangre—. ¿Ves? Soli está ahora intensamente vivo. Le he dado la droga. Mientras hablo, las ondas de sonido golpean su piel como puños. ¿Hueles mi perfume? ¿El aroma del aceite de kana? Para Soli es un ácido que le devora la nariz y los pulmones. No puedes imaginar su dolor: la luz de los globos llama es como cuchillos a través de sus ojos. Desea poder cerrarlos; reza por ello. Y, dentro de poco, hundiré la punta de este cuchillo en su ojo, hasta el nervio óptico, Y entonces habrá un verdadero frenesí, luego el rayo que hendirá su cabeza. Y, entonces, el momento, Piloto. Un momento único y claro, más brillante que el rayo, y un momento sin miedo. Tomaré la vida menor del robot y le daré la mayor. Pronto…, verás que ya casi está preparado.

—¡Pero morirá!

—No, habrá vivido verdaderamente durante un momento y, en los interminables anillos de la eternidad, su momento perfecto vivirá una y otra vez.

—¡Es una locura!

—¡Está preparado! Mira, contempla el miedo en sus ojos, como un océano. Oye mis palabras, aunque no comprende nada más que el miedo. El miedo; el anillo de la eternidad; el dolor.

—¡No!

No quise saber más de la extraña religión del guerrero poeta; no me importaba si Soli superaba su programa de miedo y vivía su momento perfecto. La necesidad del poeta de insertar sus creencias en la carne de Soli me enfermaba. ¿Por qué, me pregunté, deben contagiar siempre los fanáticos a los demás con el virus de sus creencias? ¿Por qué deben las creencias buscar siempre invadir a sus víctimas, llenarlas de fiebre, y luego contagiar nuevas víctimas como una plaga? ¿Por qué esta locura? Observó el cuchillo subir hacia el ojo de Soli, que esperaba, y grité:

—¡No!

Crucé la habitación. Caí en tempolento, y me moví en un frenesí de velocidad. Fue este brusco movimiento relámpago, creo, lo que salvó la vida de Soli (es decir, la vida menor. La simple vida de matemáticas y meditación para la que nace un piloto). El poeta no tuvo más tiempo para seguir torturando. Pudo haber matado a Soli inmediatamente, pero entonces no habría habido ningún «momento de lo posible». Para su retorcido sistema de creencias, el asesinato habría sido en vano. Me observó saltar sobre un arbusto desenraizado, e hizo una mueca con sus labios rojos y carnosos. Estaba claro que no quería matarme. Pero sacudió la cabeza, y su voz se vertió como si fuera vino.

—Casi podrías haber sido uno de nosotros —dijo—. Un amante de la eternidad.

Aceleró en tempolento; fue todo precisión y movimiento exquisito, un destello de deslumbrantes anillos rojos y verdes y capa ondulante y fluctuante acero. Supe que mi única esperanza era evitar los dedos afilados, los venenos y agujas ocultas en su capa, esquivar o bloquear el roce de su puño, y, sobre todo, agacharme bajo la guadaña de su cuchillo asesino. Tenía que acercarme a él. Luego podría agarrarle, echarle la mano al cuello y sujetarle los brazos. Podría aplicar el arte que el Guardián del Tiempo me había enseñado y emplear el poder de mis músculos y huesos alaloi.

Pero no fue tan fácil acercarme a él. Debió adivinar inmediatamente mi estrategia. Hizo una finta de distracción hacia mi vientre, y luego acuchilló mis dedos. Sentí calor en las yemas de los dedos, como si el aire desplazado por el cuchillo me hubiera quemado. Había cortado el blando tejido bajo dos de mis uñas. La sangre manó (lenta, lentamente, todo parecía moverse tan despacio en el tempolento) bajo la uña. Giramos y forcejeamos, chocando a través de las plantas. Mi cabeza golpeó contra la maceta de un helecho colgante. Cerré el puño y apreté; llovieron gotas de sangre sobre las hojas de musgo, un rojo y lento chapoteando contra las hojas verdes. Lancé un puñetazo a su garganta. Bloqueó fácilmente mi brazo, y se apartó con la gracia de una bailarina. Aunque los dos estábamos sumergidos en el ámbar del tempolento, parecía que él se movía más rápido que yo. O tal vez estaba leyendo mis programas y anticipaba mis movimientos. Las artes de un guerrero poeta, pensé, son engañosas y letales.

Sin embargo, hay un arte que los guerreros poetas nunca han dominado. Ellos, que viven tan intensamente cada momento al borde de la muerte, nunca pueden conocer los modos mentales pasivos, melancólicos y secretamente temerosos de los scrytas. ¿Y quién puede, después de todo, comprender completamente la misteriosa danza de sueños futuros que se desarrolla ante el ojo interno de un scryta? ¿De dónde proceden esas imágenes? ¿De qué forma se manifiestan dentro de la mente? Algunos dicen que el arte de los scrytas y los rememoradores son parte de un solo fenómeno. Si es cierto que el universo recurre eternamente, como el drama de un poeta representándose una y otra vez, con los mismos actores actuando exactamente de la misma forma durante cada representación, ¿no es entonces un antiguo recuerdo también una visión del lejano futuro? Puede que sí. Mientras Dawud lanzaba una cuchillada a mis ojos (una cuchillada que a duras penas pude evitar), olí el denso aceite de kana, y empecé a recordar. O eso pensé. Al principio, las imágenes que acudieron a mí parecieron recuerdos recientes. Dawud se abalanzaba y me cortaba la mano; me acuchillaba la sien; buscaba dentro de su capa y sacaba un dardo teñido de veneno de bo púrpura. Pero no eran recuerdos, advertí, sino algo nuevo. Durante un instante pensé que no estaba viendo estas imágenes en absoluto; en una instantánea partícula de tiempo, concluí que estaba leyendo los sutiles cambios de peso y músculo que traicionaban los programas de lucha de Dawud. A partir de estos informes reconstruía en mi mente la secuencia de movimientos asesinos que él decidiría hacer…, eso pensé. Se abalanzó y acuchilló y sacó un dardo púrpura de su capa; vi la piel de la palma de mi mano abrirse como una flor de fuego. La secuencia de movimientos era exactamente como yo la había visto. De repente supe que no estaba leyendo sus programas, o más bien que no estaba sólo leyendo sus programas. Había imágenes, colores precisos y movimientos, un nuevo modo de visión. Dawud saltó e hizo una finta y disparó el dardo a mi cuello. Algo nuevo: tuve tiempo de bloquear y hacer una contrafinta y apartar el cuello. ¿Estaba leyendo sus programas? No lo creía. Sabía que un guerrero poeta es entrenado desde su infancia para enmascarar sus programas. Para un guerrero, telegrafiar sus movimientos es un pecado. Y hay más que eso. Es un resultado básico de la teoría de juegos que un guerrero debe introducir un número de elementos aleatorios en sus movimientos, o su enemigo podrá adivinar su estrategia. Así, algunas de las cuchilladas y fintas que Dawud me lanzaba estaban hechas al azar. Sus músculos y nervios habían sido entrenados (programados) para dispararse por cuenta propia en ciertos momentos determinados. Podía planear dar un salto y descargar una patada a los testículos, sólo para encontrar luego que su brazo se detenía en seco y la patada apuntaba en cambio a la garganta. Yo no podía estar leyendo esos programas aleatorios porque estaban enmascarados. Pero, si no podía, ¿cómo acudían a mí aquellas vívidas imágenes? ¿Cómo evitaba su cuchillo asesino?

Yo estaba empleando el arte de un scryta…, lo supe de inmediato, aunque traté de negarlo. Entré en aquel peculiar y melancólico modo mental donde la vida (y la muerte) se ven como una pintura lenta y casi abstracta a punto de hacerse real. Se producía un momento de instantaneidad, y luego un brillante destello, como si el interior de una vasta cámara en sombras hubiera sido iluminada de repente. Mis ojos estaban abiertos, aunque yo estaba momentáneamente ciego a los colores y texturas de la habitación. Había imágenes, un brillante mosaico de pauta y posibilidad. Los diversos objetos de la habitación, las ramas divisoras del árbol spinnaker a mi lado, la alfombra manchada de rojo, las plantas rojas y amarillas, los colores irisados de la kamelaika de Dawud, su nariz cruel y afilada como un cuchillo, y sus ojos intensos, tan tranquilos y tan conscientes…, todas estas cosas parecían temblar, disolverse en un mar de color, temblar nuevamente mientras fluían y se formaban y se reagrupaban y volvían a reformarse en los ángulos y sombras y formas de un guerrero poeta en movimiento. «Vi» sus brazos y piernas y su capa fundirse en un trazo de luz. Había imágenes y futuros de donde elegir: me acuchillaba los ojos, me acuchillaba la garganta, afianzaba el pie y me acuchillaba las manos. Las posibilidades me aturdieron. Yo estaba ciego porque él había introducido su acero en el azul de mis iris; me quedaba mudo porque mi garganta quedaba hecha pedazos; no podía agarrarle por el cuello porque me había amputado los dedos. Pero sólo un futuro podía suceder; su cuchillo no podía estar en mil sitios a la vez. Se movió, se había movido, se habrá movido siempre. El tapiz de sucesos que cobraría existencia en unos instantes se retorció para unirse. El hilo plateado de su cuchillo, las brillantes bandas decorativas rojas y verdes de sus anillos, los negros rizos de sus cabellos y los mechones negros y rojos del mío propio, los hilos dorados y púrpura y naranja de su kamelaika, todos los hilos de mi vida se tensaban, tejiéndose. Pero al final escogemos nuestros futuros, como habría dicho Katharine. Como lo había dicho, como lo dirá siempre. Los futuros se formaron en mi interior, y fuera de mí, y Dawud estaba a punto de moverse. Yo era un scryta…, era una cosa maravillosa y terrible. Miré a los ojos de Dawud, y las fibras púrpura y las manchas de azul de sus iris temblaron. Sus pupilas se dilataron. Hubo una visión. Con la vista de un scryta, vi desatarse los músculos del diafragma del iris, las largas y purpúreas fibras proteínicas desenroscarse, y más aún, los vibrantes átomos de carbono, el hidrógeno, oxígeno y nitrógeno de las proteínas. Los ojos de Dawud y el tejido de los tapices, las gotas de sangre en su cuchillo, estaban llenos de proteínas. Y los átomos de las proteínas estaban compuestos de partículas aún más pequeñas que poseían carga y masa, color y espín, y todo era movimiento, oscilación y energía. Y más aún: la habitación se fundió en un brillo de luz, y las más pequeñas partículas se desplegaron como bolas de seda. Hubo un infinito de mezclas, anillos de seda policromada hechos de… Pero es imposible describir singularmente la estructura más profunda de la realidad. Los hilos eran escarlata ardiente; los hilos eran dorado fundido; los hilos eran la base de los mecánicos y los teoremas de los cantores y las elecciones conscientes de un piloto en tempolento. Seguí este hilo de consciencia, mirando ciegamente las pautas a mí alrededor, y de repente supe, como todos los scrytas saben, que estaba mirando al tapiz mismo del universo mientras se formaba. Contemplé los hilos del holograma universal desplegarse. En cierto modo, yo estaba decodificando el holograma, preparándome para leer el código, puesto que, ¿qué es ser un scryta sino poder leer los programas maestros del universo? Pero al final escogemos nuestros futuros. Una pauta en formación pareció más brillante que las demás. Estaba cargada de hermosos (y terribles) hilos iridiscentes. Los hilos se entretejieron, y los verdes brillaron en esmeralda, y los púrpura aumentaron a índigo ardiente. Había una kamelaika irisada, el anillo carmesí de un guerrero, y un cuchillo asesino hecho de acero. Y una elección, siempre había una elección. Dawud eligió clavar el cuchillo en mi vientre desprotegido. Vino hacia mí. Pero yo vi el movimiento antes de que él se moviera y, cuando saltó, me aparté del camino. Lanzó una cuchillada a mi garganta. Bloqueé su brazo y lo agarré, y el brazo chasqueó. Y cuando él se pasó el cuchillo a la otra mano, me aparté de él y, torpemente, le pateé la ingle.

La patada habría lisiado a un hombre civilizado. Pero, como supe más tarde, cuando el guerrero poeta entra en la pubertad; se le somete a una talla que le permite retractar sus testículos en el abdomen a voluntad. (El rumor de que los guerreros poetas son blandos entre las piernas es falso. Y tampoco es cierto que no sientan la urgencia de copular con hembras humanas. Los poetas, naturalmente, adoran la pasión, aunque no permitan su expresión física. La castidad engendra intensidad, dicen). Dawud vaciló durante un instante, luego me lanzó un dardo de punta anaranjada. No alcanzó mi cabeza por unos milímetros. Lo oí rozar los folículos individuales mientras pasaba por encima de mi oreja.

—¡Muy bien! —jadeó—. Muy bien.

—¡Maldito seas!

—Ayúdame, Piloto.

—Aparta el cuchillo, entonces.

—Ayúdame con Soli.

—No, no, estás loco.

Mientras proseguíamos nuestro mortífero juego, debió de darse cuenta de que algo iba mal. En realidad, debería de haberme matado a la primera acometida del cuchillo. Algo iba muy mal…, debió de darse cuenta porque empezó a hablarme, a tratar de distraerme. Y, entonces, cogí su otro brazo entre mis manos y lo rompí también. El cuchillo cayó girando de su mano sobre un montón de raíces y tierra. Agarré sus bíceps y lo atraje más. Aunque esperaba que gritase, u observara con horror los afilados trozos de hueso que asomaban por entre su kamelaika, naturalmente no lo hizo. Sonrió. Tanteó con la lengua el interior de su boca, como si intentara soltar una miga de nuez baldo metida entre sus dientes. Pero no era una nuez; era un pequeño dardo, y me lo escupió mientras yo le daba un tirón al brazo y lo colocaba ante mi cara. El dardo se hundió en su propia mano.

—Scryta-piloto, guerrero-piloto…, debí haberlo sabido —jadeó, un instante antes de que el veneno lo paralizara.

Todo su cuerpo experimentó Un espasmo y se quedó rígido, como el de Soli. Busqué dentro de los compartimientos de su túnica y encontré la glándula dorada y tubular que todos los guerreros poetas llevan consigo. La agité contra mi oído para escuchar las proteínas líquidas sacudirse dentro del tubo. Estaba casi lleno. Coloqué el tubo ante el pecho del poeta y apreté el extremo sensible, y un chorro de proteínas tremendamente fino surgió de la punta y se endureció, convirtiéndose en un cable acerado. Tardé unos instantes en darle vueltas al cuerpo (tuve que medio levantarle del suelo), y lo dejé atado en el interior de una crisálida pegajosa.

¡Había derrotado a un guerrero poeta!

Mis momentos de scryta pasaron, y regresé a temporreal. Me senté en el tronco de un árbol. Sentía cansancio, júbilo y miedo. Dawud recuperó lentamente el uso de sus músculos mientras yo lo miraba. Debió absorber bastante menos dosis de veneno que Soli, o tal vez su metabolismo acelerado lo había consumido más rápido. Vi que Soli seguía tan rígido e inmóvil como un robot.

—¿Qué hago para soltarle? —le pregunté a Dawud.

—Debes soltarme a mí primero —dijo, mientras movía con dificultad las mandíbulas—. Por favor.

Le miré para ver si estaba bromeando. No pude pensar en un solo motivo para liberarle.

—Guerrero-piloto, scryta-piloto…, ¿estás escuchando? En Qallar hay un código de honor. Suéltame y devuélveme mi cuchillo. O mátame tú mismo. Necesito morir.

No había el más mínimo atisbo de engaño en su voz. Un guerrero poeta no puede vivir con la vergüenza de la derrota y la captura. Estoy seguro de que, si le hubiera liberado inmediatamente, se habría clavado el cuchillo en el ojo, hasta el cerebro, como debe matarse un guerrero poeta cuando llega el momento. Había excitación en todo su ser. Si hubiera sido un devaki, habría empleado el tiempo verbal uswa de «impaciencia exaltada» para indicar su ansia por el siguiente movimiento.

Me incliné y recogí el cuchillo. El acero estaba pegajoso y lleno de tierra negra. Había un punto bajo la piel olivácea de su cuello donde latía la gran arteria. Podría matarle fácilmente, como un devaki mata a un shagshay macho herido. ¿Por qué negarle su momento supremo?

—Podría matarte —dije.

—Por favor, Piloto.

Debería matarte.

—Se dice que entiendes de matar.

Vacilé, mientras quitaba con la uña trocitos de tierra del cuchillo. Había miedo en los ojos del guerrero poeta.

—Mátame rápido —dijo.

—¿Es tan fácil matar, entonces?

—Es fácil, Piloto. Deberías saberlo. El cuchillo, ahora, rápido, antes de que pase el momento.

Yo tenía miedo de matarle, igual que él tenía miedo de mi miedo. Temía que no le matara. Así, perdería su momento perfecto. Se vería condenado a la aplastante mediocridad de su vida cotidiana, y esto, vi, era lo que temían todos los guerreros poetas. Y, si le ayudaba a pasar al otro lado como quería, ¿entonces qué? Estaría tan muerto como la tierra, y no habría más posibilidades, ni entonces ni nunca.

—No puedo matarte —dije.

—Para vivir, muero… Has oído nuestro dicho antes, ¿verdad, Piloto? Y, cuando muera, viviré otra vez y para siempre.

—¡Maldito seas tú y tus paradojas!

—Sí, la Paradoja Hanuman-Ordando.

Blandí descuidadamente el cuchillo y pregunté:

—¿Tenéis un nombre para eso?

Asintió.

—El guerrero Ivar Hanuman y el gran poeta Nils Ordando, cuando fundaron mi orden, fueron conscientes de la paradoja esencial de la existencia. Y encontraron una salida.

Se produjo un gruñido junto al árbol spinnaker. La glotis de Soli subía y bajaba, pero no podía hablar. Me volví hacia el poeta.

—¿Cuál es la Salida? —pregunté.

—Si el universo se repite eternamente, entonces no hay auténtica muerte. No hay nada que temer. El momento de lo posible vive una y otra vez, eternamente. Dame el cuchillo y te lo demostraré. Reviviremos este momento un billón de veces.

—No creo en la repetición eterna.

—Pocos lo hacen.

No quise decirle que toda una escuela de scrytas y rememoradores creían que la repetición eterna es el ritmo del universo.

—Es una filosofía absurda —dije.

—Sí —accedió él—, pero es la única forma de resolver la paradoja, y por eso decidimos vivir en ella.

Me picaban los ojos, así que me los froté y conseguí irritarlos aún más con la tierra. Parpadeé rápidamente mientras las lágrimas corrían por mis mejillas.

—¿Eliges creer en una filosofía que admites es absurda? Eso es más absurdo todavía.

Soli gimió y movió los labios. Se esforzaba por decir algo. No creo que pudiera vernos a ninguno de los dos, porque no podía mover la cabeza.

—Sí —dijo Dawud—; cuando el miedo desaparece, podemos escoger nuestras creencias.

—¿Una creencia absurda? ¿Podéis hacer eso realmente? ¿De verdad? ¿Por qué?

—Porque es la única salida a la paradoja. Porque nos permite vivir y morir. Porque es reconfortante.

Palpé el filo del cuchillo con el pulgar. Era muy afilado.

—No comprendo por qué podéis elegir creer en lo increíble, mientras sabéis que es increíble.

—Pero creo, como creen todos los guerreros poetas, que este momento, mientras estamos aquí discutiendo, se repetirá un número infinito de veces. Cuando me mates, o me permitas el honor, mi misma muerte ocurrirá una y otra vez. Como ya ha sucedido un billón de veces.

—Eso ni siquiera se acerca al infinito.

—¿No? Bueno, soy poeta, no matemático.

Descargué el cuchillo contra una de las ramas del árbol resinoso. Con un sordo «thwack», toda la rama se desgajó. Me sentí instantáneamente culpable, y apreté el pulgar contra la herida donde manaba la savia.

—No puedo compartir tu creencia —dije—. Si te dejo morir, dejo morir lo que dices que es lo más hermoso…, tu intensidad.

—No, el momento vivirá eternamente.

—No. Cuando la luz se apaga, hay oscuridad.

—No temas, Piloto.

—Damos vueltas a nuestras palabras como estrellas dobles —dije.

—Mátame.

—Y, si lo hago, ¿qué le sucederá entonces a mi madre? ¿Y si ya ha sido replicada? No, tendrás que vivir para poder decirme cómo curarla.

Me froté el puente de la nariz. Había otra razón por la que no quería matarlo: quería saber qué sucede cuando el cerebro ha sido infectado con un virus, preguntarle sobre el filo que divide la vida de la muerte.

—Hay un viejo haiku escrito por Lao Tzu —le dije—. Un hombre con valor hacia fuera se atreve a morir; un hombre con valor hacia dentro se atreve a vivir.

Cuando dije esto, la sonrisa de su cara habló de humor e ironía.

—Eres listo, Piloto.

Señalé a Soli, que se debatía contra la tensa envoltura de la crisálida.

—Cuando un guerrero poeta atrapa a su víctima, ¿no recita un poema antes de matarlo? Y, si la víctima puede completar el poema o la estrofa, debe ser respetado, ¿no es así?

—Así es.

Me incliné sobre él mientras yacía con la boca medio abierta, sonriendo. Olí a naranjas en su aliento.

—Escucha. ¿Conoces este poema?

Como no pude esperar a la Muerte,

ella amablemente me esperó.

—¿Cómo es el resto? —pregunté—. El poema, Poeta.

—Te burlas de nuestra tradición —dijo él. Y entonces, reluctante, recitó:

Como no pude esperar a la Muerte,

ella amablemente me esperó.

La torre no nos encerraba más que a nosotros mismos

y a la Inmortalidad.

Por fin, Soli encontró su lengua y empezó a gritar.

—¡Duele! ¡Duele! ¡Mátame…, no puedo soportar el dolor! —Su cara brillaba de grasa y sudor, y se mordía el labio. Había locura en sus ojos.

—¿Cuánto tiempo pasará antes de que se disipe el efecto de la droga? —le pregunté a Dawud.

—No comprendes, Piloto. La droga no es como la que me inmovilizó a mí, o a ti. La droga no se disipará nunca por completo. La mayor parte de sus efectos se atenuarán dentro de una hora, si vive, pero siempre tendrá una sensibilidad especial a su… momento de lo posible.

Me acerqué a Soli y traté de impedir que se mordiera el labio. Traté de cortar las fibras que le ataban, pero eran más duras que el acero.

—Lord Piloto —dije—. Mi… Lord Piloto.

Pero él no pareció comprenderme.

Procedente de las escaleras frente a la sala exterior llegó un débil cliqueteo, como de metal contra piedra. El Guardián del Tiempo, pues, debía haber enviado robots a la torre.

—Soli, todo saldrá bien…, los robots te liberarán.

—Sí, duele —dijo él—. Duele.

El cliqueteo se hizo más fuerte. Oí el resonar de muchos tactores contra los peldaños de obsidiana. Parecía que un ejército de robots recorría las escaleras. En la cara del poeta, una expresión de resignación se unió a la ironía.

—Soli se pondrá bien, entonces —dije.

Justo entonces, dos inmensos robots tutelares rojos cruzaron la sala exterior. No se detuvieron en las puertas de la sala interior. Otros dos robots tutelares los seguían de cerca, y tras ellos venían dos más. Estampado en el metal de sus articulaciones inferiores aparecía el dibujo de un reloj de arena. Eran los robots del Guardián del Tiempo, «el largo brazo del Lord Horólogo», convocados en las raras ocasiones en que había que restaurar el orden en la Ciudad.

—He capturado a un guerrero poeta —dije—. Trató de matar al Lord Piloto.

Me quedé esperando que los robots dijeran algo, tal vez esperando (absurdamente) que me felicitaran, o que me informaran de que el Guardián del Tiempo me agradecía que hubiera llegado tan providencialmente. Pero no dijeron nada. Luego todo fue movimiento y duro metal, el barrido relámpago de apéndices metálicos, el metal rechinante y pesado. El primer robot me cercó y me capturó con sus frías tenazas de metal. El segundo robot recogió al guerrero poeta y lo dejó caer en las tenazas abiertas del tercer robot. Éste hizo chasquear sus pinzas, esperando. Los otros robots comprobaron la sala vacía. Yo me debatí, pero fue inútil. Les dije rápidamente a los robots lo que había sucedido, pero fue como explicar la teoría de apertura del ajedrez a una radio. No escucharon.

—¿No sabéis distinguir a un piloto de un poeta asesino? —grité.

Dawud se rio, y la sonrisa nunca abandonó su rostro.

—Son robots —dijo—. Debes perdonarles sus acciones.

Mientras los robots nos sacaban de allí, me sentí lleno de furia porque el Guardián del Tiempo no estuviera allí en persona. No podía esperar a informarle del error de sus robots, a decirle que había salvado a Soli de la tortura y la muerte. Le di un puñetazo al robot; me magullé los nudillos, me retorcí y maldije, y mientras tanto Soli permaneció allí de pie, la mirada fija, gritando:

—¡Sí, duele, duele, duele, duele!