La primera y más dura enseñanza de nuestra profesión siempre debe ser ver el mundo como a través de los ojos de un niño.
—Marinar Adam, Duodécimo Lord Cético.
No vemos las cosas como son; las vemos como somos nosotros.
—Dicho de los céticos.
Los efectos de la droga de Dawud no duraron unas pocas horas, sino sólo unos pocos minutos. Pronto pude volver a moverme libremente, y de inmediato tuve miedo de las implicaciones de esta libertad. La semilla divina de mi cabeza, ¿buscaba y neutralizaba (devoraba) las drogas invasoras, igual que buscaba y reemplazaba las células cerebrales muertas? ¿O había alterado algunos de los neurotransmisores, haciéndome inmune a las acciones de las drogas? No tenía tiempo para maravillarme por la falta de efectividad de la droga, no si iba a seguir al guerrero poeta hasta mi madre. Salí tambaleándome de la sala y corrí por el vacío pasillo adyacente hasta la Galería de los Mil Glifos de Hielo; a través de este atajo, esperaba llegar a la calle a tiempo de poder verle marchar. Cuando pasé por entre los brillantes pilares de la entrada, descubrí que él ya había bajado los cincuenta y cuatro escalones y desaparecía entre la multitud que patinaba por la deslizadera más abajo. Un horólogo al que detuve me dijo esto. Cuando empecé a bajar corriendo los escalones, apuntó con su largo dedo a la deslizadera y exclamó:
—Nunca alcanzarás a un guerrero poeta…, ¿estás loco?
Estaba muy loco, o al menos muy enojado, así que me abrí paso entre un grupo de fabulistas. Uno de ellos, una mujer delgada y delicada de piel pálida surcada de venas azules y ojos temerosos, me dijo que el guerrero poeta acababa de pasar la Rotonda Darghinni. Mientras rodeaba aquel gran edificio cilíndrico, un corredor-gusano murmuró unas cuantas palabras hoscas. El guerrero poeta, dijo, había entrado en los Jardines Jacinto. Advertí una nota de miedo en su voz cuando se frotó la barba y preguntó:
—Pero ¿por qué quieres encontrar a un guerrero poeta? ¿Dónde está el beneficio de tratar con esos locos?
De esta forma, deteniéndome e interrogando a la gente al parecer al azar, me abrí camino por la larga banda de hielo hasta los Jardines Jacinto.
Era una manera torpe e ineficaz de avanzar…, me di cuenta casi de inmediato. La resbaladera estaba llena de ejemplares y harijanos que habían venido a ver las dalias azules de las nieves y la otra flora de los Jardines. A la luz difusa e irregular de la tarde, la multitud parecía hambrienta, aunque era difícil de decir si era de la ardiente belleza roja de las plantas alpinas o de sus cenas. El viento soplaba a ráfagas, y el cielo estaba lleno de densas nubes que bloqueaban intermitentemente el sol; remolinos de nieve soplaban con fría intensidad y luego, unos pocos momentos más tarde, cesaban, y se producía un instante de calma y de súbita luz solar. Como resultado de este clima indeciso, la gente se detenía sin previo aviso para abrir o reajustar los pliegues de sus ropas (o para abrir o cerrar sus kamelaikas). Un Amigo de Dios se detenía para secarse el sudor rancio de la frente, y luego, medio kilómetro más tarde, temblaba, susurraba una súplica silenciosa y se encogía en sus ropas mientras trataba de apreciar un grupito de árboles yu. Muchos patinaban entrando y saliendo de los cálidos pabellones; el flujo normal de tráfico había degenerado en cientos de grupos turbulentos de hombres y mujeres en busca de comodidad térmica. Tuve que dar empujones y correr para avanzar. A mi derecha había campos de flores amarillas y árboles extraños y, tras ellos, el ancho brillo azul del Paseo donde se curvaba por el borde del Sector de los Pilotos; a mi izquierda, las hermosas y retorcidas formas de los bonsáis de invierno crecían a capricho de los unidores que los habían diseñado; por delante, mientras patinaba, había gente, un río de gente, demasiada gente.
Casi en la mitad de los Jardines, donde las esculturas de hielo brillaban y el aire olía a dalias de las nieves y a un dulce aroma de menta, advertí la huella del miedo estampada en la cara de una alumbradora. Me detuve para preguntarle si había visto pasar al guerrero poeta. Pensaba que un guerrero poeta deslizándose rápidamente por su lado podía haber dejado una pista de miedo en su rostro. Era una mujer regordeta y hermosa, y se alzaba como una roca entre mí y sus catorce hijos, medio desafiante, medio asustada. Negó haber visto al guerrero poeta. Al principio no la creí. Gasté preciosos momentos mientras ella, con las manos en las caderas, me informaba de que los estrictamente célibes guerreros poetas eran tan diferentes en su búsqueda de la muerte de los alumbradores como la noche del día; si hubiera visto al guerrero poeta, dijo, habría cubierto los ojos de sus hijos, para protegerlos del mal. Me acerqué más a ella, para leer mejor en su cara, y ella adelantó la barbilla, como para advertirme que me fuera. Bebí del denso hedor femenino que emanaba de sus ropas; escuché el sutil temblor de su voz. Oí la tensión en sus vocales, los sonidos rápidos y tartamudeantes del nerviosismo y la duda. Débilmente, olí su miedo. Y, de inmediato (y no sé cómo había llegado a adquirir esta habilidad), advertí que no era miedo al guerrero poeta, o al menos no era miedo a los guerreros poetas en particular. Lo que detecté era un miedo en cierto modo más general, un miedo a todas las cosas o a cualquier cosa que pudiera dañar a sus hijos. Ella, que sin duda había dejado a cientos de sus hijos menores a salvo al cuidado de sus maridos en Buendescanso, temía silenciosa, aunque subliminalmente, a todas las personas de la resbaladera. Si hubiera visto a un guerrero poeta, su miedo se habría convertido en un rugido y habría gritado en sus ojos. Tal vez habría apretado las manos y sudado un profuso y agrio sudor, mientras sus bioprogramas la preparaban para huir o luchar. Con excitación, advertí que el miedo tiene muchos colores, sombras y tonos. Si esperaba encontrar al guerrero poeta, tendría que tener cuidado para distinguir el frío azul de la cautela del pánico ciego y escarlata.
Le pedí disculpas por molestarla y me alejé apresuradamente. Vi a un autista que estaba claramente asustado por algo. Empecé a preguntarle a aquel hombre sucio, harapiento y descalzo si había visto a «la muerte deslizándose sobre patines de plata» (hay que traducir las palabras al peculiar idioma de los autistas, o de lo contrario fingen no comprender las cosas más simples). Entonces, una vez más, me encontré practicando espontáneamente las habilidades de un cético. Descubrí que podía leer el programa de miedo del autista. Vi que el suyo no era miedo al dolor o la muerte a manos de un guerrero poeta. Ciertamente, no temía al sufrimiento, y apenas temía a la muerte. Como hacemos todos, temía perder lo que más quería. Me sorprendí al ver que los autistas (si este despojo apestoso, miserable y podrido de hombre era un espécimen típico) viven solamente para el placer. Pude ver esto en sus labios sonrientes y constantemente en movimiento tan claramente como podía ver las sonrisas vacías de las esculturas de hielo que flanqueaban la calle. Pero el placer que buscaba no estaba en llenar el estómago con una buena comida ni en el éxtasis sexual; ni siquiera estaba en la euforia de la afición al toalache o la tormenta numérica de los muchos pilotos que aman demasiado sus matemáticas. Lo que complacía al autista era existir plenamente dentro de un mundo de su propia creación. El suyo era el placer de la fantasía y el delirio; para él, los escapismos eran tan hermosos y reales como los castillos de hielo de Urradeth a los ojos de un niño. Y lo que temía por encima de todo lo demás era la intrusión de la realidad externa (lo que los autistas llaman lo menos-real) y la ruina de aquel perfecto escapismo que buscaba, lo real-real. (Es irritante que los autistas proclamen su relación espiritual con los pilotos. ¿Qué es el multipliegue, preguntan, sino una creación del ordenador de la nave y la mente del piloto en fuga? No sirve de nada, naturalmente, explicar que las matemáticas de un piloto son una visión de las estructuras más profundas del universo. Entonces te miran a los ojos y farfullan; «Hermano Piloto, lo real-real es una de las bellezas del multipliegue dentro de la deidad cuando el buen dios está dentro de la cabeza real»). Un autista sufrirá todo tipo de degradaciones corporales antes de perder de vista su precioso real-real.
Examiné la cara fofa del autista, y vi que para él la muerte era simplemente un pensamiento abstracto que llenar en alguna dirección arbitraria de su consciencia; la muerte era lo nunca-real. Puesto que no creía que él existiera realmente, no podía temer perderse en la muerte. No había miedo a la muerte en sus ojos lechosos y enfermos. Sólo había un atisbo de silencioso pesar y tristeza de que la belleza de sus escapismos se disolverían en la nada cuando su mente dejase de existir. Y temía poco a aquella tragedia final, porque no estaría en-lo-real para ser testigo de ello. También es fe de los autistas que: «En el reino de lo real, lo casi-real se vuelve a-veces-real según la realidad de la cabeza real. Lo a-veces-real es una realidad a la que ser renacido en lo real-real. En el reino de lo real-real hay muchas capas de realidades; lo real-real puede ser creado, pero no destruido».
Debo enfatizar que vi todo esto en un instante. Creo que leí la mayoría de sus programas; posiblemente estaba leyendo su mente. Nunca hablé con él (si se puede hablar realmente a un autista), ni me entretuve en todas las sutilezas de mis nuevos poderes. Patiné por la resbaladera tratando de distinguir los diferentes tonos de los cientos de rostros. Guerreros poetas aparte, todos tememos algo y, en alguna parte de nuestro ser, lo tememos en todos los instantes de nuestras vidas. Me adapté rápidamente a la lectura de los programas de miedo de la gente. Pasé junto a un príncipe mercader temeroso de perder sus joyas y sedas. Una hibakusha, una mujer pequeña y marchita de piel marrón vestida con lanas de colores, se le acercó pidiéndole los medios necesarios para pagar el caro proceso que le devolvería la salud. Pero el mercader no pudo ver la desesperación (y el miedo) en los ojos de la mendiga porque no consintió en mirarla. No quiso mirar su cara dolorida, la cabeza calva donde sólo unas hebras de pelo colgaban sobre su alto cuello. Tosió ruidosamente y se apresuró a marcharse, con cuidado de no dejar que ninguna porción de sus ropas tocara a la pobre mujer. Vi: una afásica que temía que el uso mental de palabras o cualquier tipo de símbolos pudiera unir sus pensamientos y por tanto estropear su libertad mental; un escatólogo perdido en el miedo a su miedo; una docena de hombres de Lone Jack evitando temerosamente a todos los alienígenas, incluso a las amables Amigas del Hombre; un piloto cobarde llamado Dixon Dar; una arhat aparentemente feliz cubierta de suaves copos de nieve y apestando a perfume sihu (no necesité los poderes de un cético para percibir que la arhat temía ser considerada una falsaria…, como de hecho así era. Es un secreto a voces que el aceite de sihu se absorbe a través de la piel e induce los nirvanas artificiales de los que los arhats están tan falsamente orgullosos); un novicio asustado y solitario que acababa de entrar en Borja; cientos de hombres, mujeres y niños traicionando su temor. Avancé entre cuerpos pesados y temerosos, y entré en una burbuja de aire caliente, casi tropical. La muchedumbre se volvió tan densa que tuve que caminar sobre mis patines. Había mággidos y tejedores y ejemplares apretujados, mirando los campos de jacintos a cada lado de la resbaladera. El aire estaba lleno de la fragancia de las flores. De pronto sentí calor y humedad, así que me abrí la kamelaika hasta la barriga. Uno de los mággidos exclamó que era un milagro que pudieran crecer flores tropicales en un planeta helado. Miré a través del tropel en movimiento las diez mil delicadas y colgantes enroscaduras de Tosa, blanco y azul. Eran hermosas. Mis ojos se encontraron con los de un gordo historiador y sacudí silenciosamente la cabeza, compartiendo nuestro miedo mutuo: que el gasto de mantener un microclima exterior y otras extravagancias similares rompieran un día la Orden…, si el cisma inminente no lo hacía primero.
Después de salir al aire más fresco del borde occidental de los Jardines, empecé a buscar en las caras de la multitud ya menos densa esa particular clase de miedo que indicaba un encuentro con un guerrero poeta. Lo llamaré el miedo a los locos, pues la mayoría de la gente considera a los guerreros poetas como auténticos locos. Cuando yo era pequeño, advertía a menudo que los adultos sentían un miedo inexplicable a los muchos locos que surcaban las calles de la Ciudad. La mayoría de los locos, naturalmente, eran (y son) bastante inofensivos. ¿Cómo explicar entonces el hecho de que los maestros pilotos, por ejemplo, pudieran tenerles tanto miedo, ellos que habían dominado su miedo al multipliegue? Nunca había comprendido este fenómeno, pero de repente la respuesta pareció obvia: Los movimientos extraños de un loco, sus palabras sin sentido, el brillo salvaje de sus ojos… todo lo que hace parece brotar de un pozo privado en las profundidades de su ser. Un pozo cuyas acciones parecen más allá de su control. Y, ¿por qué parece un loco no tener control? Porque parece no tener miedo; eso es, carece de una cierta clase de miedo. No tiene miedo a cohibirse o a cohibir a los demás con gritos animalescos y profecías farfulladas. Esta intrepidez es una amenaza a la típica persona civilizada porque comprende, en alguna porción de su yo, que es sólo el miedo a lo que los otros piensan lo que le impide a él patinar desnudo por la calle y aullarle a la luna cuando las miserias de su vida son más de lo que puede soportar (y si vive realmente en uno de los ochenta y seis planetas civilizados que tienen lunas). El miedo es el pegamento que mantiene unida a la civilización. Sin el miedo a las consecuencias, los hombres tomarían por la fuerza a las mujeres que se les antojaran, los niños arrancarían los brazos a sus hermanos menores y las mujeres les contarían a sus maridos sus pensamientos más íntimos. Y eso sería el fin del mundo, el fin de todos los mundos en donde viven seres humanos. Sin miedo, volaríamos al azar como billones de átomos impredecibles. Debo repetir que no se teme a un loco porque sea peligroso; se le teme porque el loco parece no tener miedo, y por tanto es impredecible y podría hacer cualquier cosa. Y lo mismo pasa con los guerreros poetas. No se les teme porque sean peligrosos; el sol, después de todo, también lo es. Pero el sol es predecible (o lo era antes de que el Vild empezara a estallar), y los guerreros poetas, esos fanáticos sin miedo de Qallar, no lo son. A menudo actúan al azar. Su paso a través de una multitud deja un rastro de miedo, el miedo a la falta de miedo, que es realmente el miedo al azar. Vivir en un universo que no escuche nuestras súplicas de orden y significado es nuestro miedo más básico, y lo tememos más que a la muerte. Fue este rastro de miedo caótico dejado por el guerrero poeta Dawud lo que seguí por el Gran Círculo ante el Hofgarten y por una resbaladera naranja que se introducía en el Sector Extremo.
Junto al Verde Merripen, donde las calles se estrechan y los negros edificios de tres plantas alojan a los más ricos de los extremos, hablé con un cético salido de Melthin. Tenía la expresión aguda y algo amarga de un profesional itinerante; mi primer pensamiento fue que había viajado entre planetas como Orji y Yasmeen enseñando su arte a los torpes novicios de las escuelas inferiores de la Orden. Apestaba a viajes y a miedo. Le detuve ante su hotel y le expliqué rápidamente lo que buscaba.
—Sí, es cierto —dijo, secándose el sudor de su frente con una manga naranja—. Hace unos minutos, el poeta de la kamelaika irisada…, pero ¿cómo lo sabías?
—Su anillo de guerrero —pregunté, porque quería asegurarme de que perseguía a Dawud y no a algún otro—. ¿Era rojo? ¿Llevaba un anillo de poeta verde?
—¿Sus anillos?
—Rápido, ¿de qué color eran sus anillos?
—No me fijé en sus anillos; le miré la cara.
—¡Maldición!
Rápida y entrecortadamente le expliqué que seguía el rastro de miedo del guerrero poeta; siendo un cético, pensé que podría apreciar mi pequeña búsqueda. Pero, como muchos de los profesionales menores, era demasiado orgulloso y despreciaba a cualquiera (a un piloto, nada menos) que pudiera desafiar su magra autoridad.
—Hay que tener cuidado con los programas de miedo, mucho cuidado. ¿Cuántos tipos de miedo crees que hay, Piloto?
¿Cuántos tipos de miedo animan la carne y el cerebro de un ser humano? Corrí calle arriba y giré a una deslizadera, preguntándome esto. La deslizadera llevaba al Anillo Invierno. Aquí había edificios de obsidiana de ocho pisos, paredes curvas de cristal donde los apartamentos eran diminutos y estaban almacenados unos sobre otros como los bloques de un juguete de construcción de un niño. Rara vez había estado antes en esta parte de la Ciudad, y me maravillé de que tanta gente extraña pudiera vivir tan cerca una de otra. Me abrí paso hacia el borde de la pista. Había muchos patinadores descansando en los brillantes bancos dispuestos alrededor de la pista. Entre los bancos y la banda naranja de la calle, que circundaba el Anillo en su mitad norte, cada cien metros aproximadamente, se alzaban las estatuas de hielo de los famosos pilotos de nuestra Orden. Los monolitos eran quince. El viento, el sol y las brumas heladas habían desfigurado los rasgos de las estatuas, y era casi imposible distinguir la cara flaca e imperiosa de Tisander el Prudente del ceño fruncido del Tycho. Patiné hacia el Anillo, absorto por un momento con la estúpida noción de leer los programas del Tycho en los rasgos deformes de su estatua. Pero era imposible hacerlo. Aunque el escultor hubiera capturado la esencia del Tycho y la hubiera cincelado en el hielo, aunque las caras eran reesculpidas una vez cada año, la lenta fusión del tiempo había degradado cualquier información unida a los cristales de hielo y había hecho que los programas fueran ilegibles.
Casi ilegibles. Por un momento me debatí con mis percepciones, dentro y fuera, y me sentí aturdido. Alcé la cabeza y experimenté el efecto deslumbrante de los círculos concéntricos: el círculo blanco y satinado del Anillo Invierno donde los extremos reían y giraban y hundían sus cuchillas en el hielo, el círculo de bancos rojos y azules, y las estatuas de hielo rodeadas por la calle naranja y, sobre la calle, los apartamentos brillando como montañas de cristal, y, muy por encima, la corona de mármol del cielo. Volví la cabeza, buscando al guerrero poeta, pero no estaba en ninguna parte a la vista. Aunque quería encontrarlo con ansia, sentí que debía prestar atención a esta nueva percepción mía, a esta nueva forma de ver.
Cerca de mí, un harijano se tambaleaba sobre unos patines demasiado grandes para él. Era un hombre salvaje y con papada, vestido con una parka púrpura y pantalones amarillos tan tensos que su miembro abultaba bajo la sucia seda. Como sus botas proporcionaban demasiado poco ángulo para que se apoyase, no podía notar los bordes de sus cuchillas. Se tambaleaba buscando agarrarse a los brazos y el apoyo de los extremos cercanos. En cierto modo, me recordó a Bardo. Miré con más atención, y vi determinación y el sello de la crueldad en sus finos labios. En cierto modo me recordó al Tycho, a la imagen del Tycho que había hallado dentro de la Entidad. Miré al harijano, y fue como mirar a Bardo y al Tycho. Cada uno de ellos, pensé, tenía un deje de crueldad, de amor a sí mismo y de encendida sexualidad. Sabía bien cómo habían sido formadas esas tendencias (esos programas) en el caso de Bardo. Pero ¿qué había del Tycho y del harijano tan cómicamente vestido? Me sentí aturdido y me volví a mirar la cara helada y medio derretida del Tycho. De repente, supe una cosa: la crueldad del Tycho y la del harijano (y la de Bardo también) habían sido programadas por la crueldad de sus padres. No quiero decir que todos los hombres que son crueles tengan padres crueles. La fuente de la crueldad es tan profunda y turbia como un océano. Pero, ciertamente, así era con el harijano; pude leer tan claramente su programa de crueldad como podía leer su miedo.
Me incliné y apoyé los brazos sobre las rodillas. Jadeé en busca de aire. A mi alrededor había niños, hombres y mujeres, y las estatuas de mis padres pilotos, y vi en cada uno de ellos la disposición de músculos y nervios que traicionaban sus programas. Una mujer de pechos bien formados y grandes muslos bien dibujados aterrizó torpemente después de hacer una pirueta, y comprendí («vi de una mirada», como dicen los céticos) los muchos años de práctica y la programación levemente confusa que habían hecho que colocara mal el filo de su patín y casi tropezara. Más allá, un hermoso chiquillo lloraba de frustración porque no podía trazar un ocho decente, y más allá otro se reía para ocultar la misma emoción, un programa que posiblemente había aprendido de su estoico padre. ¿Cuántos programas mandan los músculos y pensamientos de un ser humano? Hay un millón doscientos setenta mil seis programas así. (Estoy bromeando, por supuesto. Registro esto solamente porque un infame cético se enfrascó una vez en la tarea de contar y clasificar todos los programas posibles, y se rindió después de llegar a este número. En realidad, el número y variedad de programas es potencialmente infinito, igual que el hombre). Hay programas que determinan la fluidez de nuestra habla, y hay programas que nos guían para enjabonar nuestros cuerpos de la misma manera precisa cada vez que nos bañamos. Estamos programados para temer a la oscuridad y los ruidos fuertes, y nos programamos a nosotros mismos para temer un millar de cosas, el fracaso y la pobreza, por ejemplo. Vi estos programas en las caras de los extremos: los programas sexuales, los hombres deseando a las mujeres, las diferentes formas y manifestaciones de la lujuria; y más programas sexuales, los niños programados con urgencias dormidas y poderosas, completamente inconscientes de sus propios programas; los programas de amor, temor, orgullo, vergüenza, simpatía, miedo, melancolía y goce, los programas del odio y la furia; había creencias y programas de creencia en los ojos de un Budista de Mundo Verano, una creencia en universos cíclicos y el renacimiento del alma y muchas, muchas creencias más extrañas; había programas para controlar las creencias y, ocasionalmente, en algunas caras desnudas, la impronta de las creencias que controlaban los programas. Vi a una mujer, una mujer sabia y sorprendentemente hermosa que llevaba la túnica bordada de los neurológicos de Urradeth, con la marca del autodominio en sus ojos brillantes. Parecía que unas cuantas personas eran a veces capaces de dominar sus creencias y dirigir sus propios programas. ¡Cómo me fascinó esto! Estos programas de creencia que pueden escribir, corregir y ordenar otros programas se llaman programas maestros o metaprogramas. Me pregunté cuál era el origen de los programas que dirigían nuestras vidas. ¿Por qué es un hombre rápido y otro lento? ¿Por qué una mujer sonríe sabiamente mientras habla de ananke y el destino final, mientras su hermana niega el significado y se droga con toalache y sexo? ¿Podía decir, como claman los unidores, que nuestro juego inicial de programas está completamente escrito en nuestros cromosomas?
No lo creo. Ah, pero ¿de dónde surge esta incredulidad, este programa de escepticismo…, de mis cromosomas también? Y, ¿cómo fueron programados esos cromosomas? ¿Por evolución casual? ¿Por Dios? ¿Y quién, entonces, escribió el programa de la deidad, o los programas del universo natural? ¿Quién programa al programador? Uno podía volverse loco reflexionando sobre regresiones infinitas de causa y efecto. No creo que pueda haber una explicación simple. Algunos programas (los modos de un niño de llorar, defecar, mamar y dormir, por ejemplo) están ciertamente escritos en nuestros cromosomas. Otros programas son copias de los programas de nuestros padres; a veces el mundo en que vivimos escribe programas en nuestros nervios con placer y, demasiado a menudo, con fuego y dolor. El origen de varios programas es un secreto que quizá permanezca siempre sin resolver. ¿Contiene el cerebro el secreto de la manera en que se amolda para ajustar su diminuto rincón del universo, los miles de millones de neuronas que se entrecruzan, formando billones de intersecciones? Los akáshicos así lo creen, aunque nunca han conseguido su sueño de cartografiar y comprender la mente del hombre. Es voz común que cada ser humano posee un juego de programas único. Cada uno de nosotros se enorgullece de esta cualidad única; a menudo justificamos nuestra existencia mirando a las estrellas y observando que en todo el universo no hay otro ser igual a nosotros. Creemos que somos especiales, y por tanto valiosos en un nivel único. En cierto modo, somos nuestro propio universo único, tan dignos de la existencia como el universo superior que nos rodea. Yo, también, siempre había creído esto; siempre había considerado mis programas de arrogancia, vanidad y furia como defectos cariñosos sin los cuales la brillante joya que conocía como Mallory Ringess se colapsaría hacia dentro y dejaría de brillar, como un diamante con una única cara resquebrajada. Contemplé en la pista de hielo los rostros de mis semejantes humanos, y ya no estuve tan seguro. Vi arrogancia mientras un ejemplar completaba un giro difícil, y vanidad en el porte de una hermosa matrona de piel negra de Mundo Verano. Todos los programas que me hicieron cambiar mi carne, amar, bromear, asesinar, buscar el secreto de la vida…, cada partícula de mí mismo estaba duplicada en alguna parte dentro de la esencia de otro hombre, mujer o niño. Mis programas no eran únicos; sólo su disposición al parecer aleatoria en mi interior lo era. ¿Por qué debería enorgullecerme de programas que brotaban de cromosomas heredados o de los dolorosos pellizcos de mi madre mientras me programaba para no mentir? ¿Por qué debía ser consciente de mí mismo como un ser separado?
Para mí, el problema de ser único era realmente peor de lo que lo he tratado. Estaba lleno de mi nuevo poder, que me permitía leer los programas de la gente; cuando miré en mi interior, casi pude leer el mío propio. Y vi algo horrible: no sólo mis programas no eran únicos, sino que en muchos aspectos no tenía más control de mis programas que un perro de su propia cola que se agita. Incluso los mejores seres humanos (como los neurológicos de Urradeth) sólo podían controlar algunos de sus programas. Y, en cuanto a los demás, los harijanos, putas y corredores-gusano que veía, bueno, el guerrero poeta había tenido razón, después de todo. Somos ovejas que esperan la carnicería del tiempo; somos amasijos de tejido cerebral y bultos de músculo, máquinas-carne que saltan al contacto de nuestras pasiones más inmediatas; ya lo he dicho antes: reaccionamos más que actuamos; tenemos pensamientos en vez de pensar. Somos, simplemente, robots; robots conscientes de que somos robots, pero robots de todas formas.
Y, sin embargo… Sin embargo, había algo más. He visto a una perra, la amada Kyoko de Yuri, un animal inferior cuyos programas eran principalmente lamidos y hambre, gruñidos y olfateos, superar sus programas de miedo y huida para abalanzarse contra un gran oso blanco, simplemente por amor a su amo. Incluso los perros poseen una chispa de libre albedrío. Y, en cuanto a los humanos, dentro de cada uno de nosotros, creo que arde una llama de libre albedrío. En algunos es tenue y sombría como la llama de una hoguera; en otras arde cálida y brillante. Pero, si nuestra voluntad es realmente libre, ¿por qué nuestros programas robot gobiernan nuestras mentes y cuerpos? ¿Por qué no escribimos nuestros propios programas? ¿Era posible que todos los hombres y mujeres pudieran liberarse y convertirse así en sus propios amos?
No, no era posible. Miré las caras de un tychista y una puta jacarandina, y su fealdad me abrumó. ¡Qué feos eran la disposición de la amarga experiencia, las arrugas y los surcos del tiempo! ¡En su estado adulto terminal, qué feos y tragicómicos eran realmente los seres humanos! Con los ojos liberados por un momento de la lente distorsionante de mis propios programas (con los ojos de un niño), vi algo trágico: somos prisioneros de nuestros cerebros naturales. Crecemos de niños, y nuevos programas son superpuestos, incrustados en la melaza de nuestros cerebros. Cuando somos jóvenes, escribimos muchos de esos programas para adaptarnos a un entorno extraño y peligroso. Y, luego, crecemos un poco más. Maduramos. Encontramos nuestros lugares en nuestras ciudades, en nuestras sociedades, en nosotros mismos. Formamos hipótesis sobre la naturaleza de las cosas. Estas hipótesis nos cambian a su vez a nosotros, y son escritos más programas aún, hasta que obtenemos un cierto nivel de competencia y dominio, incluso de comodidad, con nuestro universo. Como nuestros programas nos permiten este dominio, aunque limitado, nos acomodamos también a nosotros mismos. Y entonces no hay necesidad de nuevos programas, no hay necesidad de borrar o corregir los viejos. Incluso olvidamos que una vez fuimos capaces de programarnos a nosotros mismos. Nuestros cerebros se vuelven opacos a los nuevos pensamientos, tan rígidos como el cristal, y nuestros programas quedan petrificados de por vida, soldados, como si dijéramos, a nuestros cerebros endurecidos. Y para ser así fuimos diseñados. La evolución nos ha hecho crecer, madurar, tener hijos, pasar nuestros programas, y luego morir. La vida es así. Y, por eso, la llama arde débil pero libremente, atrapada dentro de una esfera de cristal. Ardemos con luz suficiente para iluminar el código de nuestros programas, pero carecemos de los medios. No sabemos cómo, y tenemos miedo; estamos completamente aterrados a romper el cristal. Y, aunque pudiéramos dominar nuestro miedo, ¿entonces qué?
Si yo pudiera encontrar valor, me pregunté, ¿qué vería? ¿Me sentiría avergonzado de la ordenación de los programas (de mi propio yo) más allá de mi control? Ah, pero ¿y si pudiera escribir nuevos metaprogramas que controlaran esta ordenación de programas? Entonces podría un día conseguir la cualidad única y el valor que encontraba tan escaso en mí mismo y en el resto de mi raza; como un artista compone un poema tonal, podría crearme a mí mismo y crear maravillosos programas nuevos que nunca habían existido antes en las mareas cambiantes del universo. Entonces sería libre por fin, y la llama ardería como el fuego de una estrella; entonces sería algo nuevo, tan nuevo a mí mismo como el sol de la mañana lo es a un niño recién nacido.
¿Dónde va la llama cuando la llama estalla?
En el hielo del Anillo Invierno, rodeado por gente que patinaba, reía, saltaba, sonreía y gritaba, mientras miraba la cara mutilada y petrificada del Tycho y la cara del harijano de los pantalones amarillos y las caras de toda la gente en la pista de hielo y en los mundos del hombre, mientras miraba mi propia cara, en un instante, tuve este sueño de ser algo nuevo. Pero fue sólo un sueño. Cuando volví a alzar la cabeza, vi a Dawud patinando al otro lado del Anillo, hacia una mujer que se parecía a mi madre, y mi aturdimiento dio paso a la furia, y me convertí en un robot una vez más.
* * *
Me apresuré a cruzar el hielo, esquivando a la gente lo mejor que pude. El viento susurraba en mis oídos y me picoteaba la cara. Me encogí para pasar a una cortesana medio desnuda. Cuando la aterida mujer de piel azul me vio acercarme a toda velocidad y comprendió que patinaba directamente hacia un guerrero poeta, dibujó una «O» de miedo con sus labios tatuados. Se apartó de un salto de mi camino. Dawud también me vio. Me hallaba tal vez a treinta metros de él, pero pude verle sonreír. Era una sonrisa de admiración y de leve sorpresa. Inclinó la cabeza hacia mí. Los músculos saltaron en su garganta, y su rizado pelo negro ondeó al viento. Mi madre abrió el cuello de su abrigo, y él le clavó inmediatamente una de sus agujas en el cuello. Entonces Dawud se marchó con rapidez hacia la mitad este del Anillo. Mi madre, probablemente siguiendo su sonrisa, me vio, ladeó la cabeza, y se marchó en dirección contraria.
Sólo podía seguir a uno de ellos, así que corrí detrás de mi madre. La alcancé en el borde del Anillo, mientras pasaba ante la brillante y lechosa estatua de Tisander el Prudente. La agarré por la capucha y la obligué a detenerse. Ella no ofreció ninguna resistencia. Giré justo a tiempo de ver a Dawud, con su kamelaika irisada, desaparecer en una de las ocho calles que desembocaban en la deslizadera que circunda al Anillo.
—Madre —jadeé—, ¿por qué huías de mí?
Unos cuantos arhats temerosos se agarraron sus túnicas anaranjadas y mantuvieron la distancia, aunque nos miraron con el pavor que los extremos dirigen tan a menudo a los pilotos. (¿Y qué es el pavor, advertí súbitamente, sino una mezcla de amor y odio?).
—¿Adónde va el poeta? ¿Qué te ha hecho?
—Mallory —dijo ella, y cerró los ojos. Sus párpados aletearon como si estuviera soñando. Respiraba con dificultad, y sus ojos se agitaban levemente. Era un viejo programa. Yo creía que Mehtar lo había retirado de sus músculos cuando esculpió su cara, pero al parecer el programa era profundo. Abrió los ojos y los entornó mientras ladeaba la cabeza—. ¿Por qué me seguías? —preguntó.
—¿Dónde has estado?
—¿Y por qué debes responder a una pregunta con otra pregunta? ¿No te lo he enseñado? ¡Es una falta de respeto!
Le conté mi encuentro con Dawud en la Galería Hibakusha, y lo que había sucedido a continuación. Apoyé la bota en un banco cercano, marcando la vieja madera con mi hoja.
—¿Por qué te reuniste con un guerrero poeta, madre?
—Fue un encuentro fortuito.
—No crees en el azar.
—¿Crees que estoy mintiendo? No estoy mintiendo; mi madre me enseñó. A no mentir.
Entonces se rio, una risa extraña, como si hubiera hecho un chiste privado. Había una tensión profunda en su risa. Detecté los sutiles esfuerzos de la falsedad, y descubrí (sorprendentemente) que podía leer este programa concreto de mi madre. Estaba, simplemente, mintiendo.
—¿Qué te puso el poeta en el cuello, entonces?
—Nada —dijo ella. Extendió la mano y tocó la fea pinza de madera que sujetaba el cuello de sus pieles—. Me devolvió la pinza. Se me había soltado. La encontró tirada en el hielo.
Miré las calles que surgían del Anillo, cortando entre el círculo de apartamentos de cristal. Pensé en seguir a Dawud, pero temía perder a mi madre. Y ella sabía claramente lo que yo estaba pensando. Evidentemente, planeaba apartarme de él.
—El guerrero poeta podría haberte matado.
—Los guerreros bestias pueden matar a quien elijan.
—¿Y a quién elige matar Dawud? —pregunté yo—. ¿A Soli?
—¿Cómo puedo saberlo?
Mentiras, mentiras, mentiras.
Su ojo se retorció entonces, y vi lo que debería haber visto hacía mucho tiempo: mi madre era adicta al toalache; los tics faciales eran el resultado de ocultar esta vergüenza a sus amigos y a sí misma. Vi también otras cosas, otros programas: las capas de grasa en torno a sus labios, que traicionaban sus compulsivos programas alimenticios y el amor a los bombones y bebidas de chocolate; sus arrogantes pautas de discurso, los fragmentos cortados de frases que implicaban que los demás eran demasiado estúpidos para comprender todo aquello que no fueran los más mínimos estallidos de información (y que también indicaban su timidez básica); la forma en que se había programado a sí misma para entornar los ojos en vez de sonreír. Los céticos llaman a esos signos corporales que revelan la programación «avisos». Busqué en su cara los gestos y parpadeos que contarían su historia. Vi… cosas sorprendentes. Siempre había sabido (aunque no fuera consciente de ese conocimiento) que ella poseía una especie de sucia voluptuosidad. Ahora vi algo más; ahora su omnímoda sexualidad quedó revelada. Para mi enorme embarazo, vi que ella era capaz de copular con cualquier ejemplar, niño, mujer, alienígena o bestia, o incluso con un rayo de pura energía radiante, si tal clase de unión entre carne y luz fuera posible (los arhats, por supuesto, creen que así es). Si era casta en su práctica diaria, no era porque no tuviera sus deseos. Creo que es de mi madre de quien he heredado mi salvajismo.
Tenía las manos entumecidas de apretar las tablas de madera del banco, así que me las froté. Los globos llama empezaron a arder en torno al anillo. El hielo se iluminó con cientos de luces. Los patinadores desertaban en masa hacia los cafés cercanos. Sólo unos pocos grupos de harijanos quedaron junto al borde del Anillo. En la oscuridad envolvente, sus gritos parecían broncos y demasiado cercanos.
—Creo que hay un plan para matar a Soli —medio susurré—. ¿Qué sabes de eso, madre?
—Nada.
Por la tensión de sus labios, vi que lo sabía todo.
—Si Soli es asesinado, tú serás la primera persona de quien sospechará el Guardián del Tiempo. Te arrastrará ante los akáshicos y desnudará tu cerebro.
Entornó los ojos.
—Hay formas. De engañar a los akáshicos y sus primitivos ordenadores.
Por razones propias, yo estaba muy preocupado con cualquier limitación de los ordenadores akáshicos, así que pregunté:
—¿Qué formas?
—Formas. ¿No te he enseñado que siempre hay formas de superar a tus competidores?
—También me enseñaste que está mal asesinar.
Ladeó la cabeza y asintió.
—A las niñas hay que enseñarles ciertas… certezas. De lo contrario, el universo las englobará. Pero cuando es una mujer, aprende lo que está permitido.
—¿Asesinarías a Soli? Qué ligeramente hablamos de asesinato, entonces.
—Tú hablas. Yo nunca he matado a un ser vivo.
—Pero enviarías al poeta a que matara por ti. ¿Está eso permitido?
—Todo está permitido. A aquéllos que ven la necesidad. Unos pocos son elegidos. Para estos pocos, las leyes de la mayoría no se aplican.
—¿Y quién los elige, madre?
—Son elegidos por el destino. El destino los marca, y ellos deben dejar su marca también.
—Asesina a Soli, y dejarás una marca de sangre.
—Los grandes actos de la historia están escritos con sangre.
—¿Ves el asesinato de Soli como un acto de grandeza?
—Sin Soli, no habría más charlas de Cismas. La Orden sería preservada.
—¿Eso crees?
Sonrió con su sonrisa preocupada y engreída, y el viento empezó a soplar. Era un viento amargo que llevaba consigo el primer frío de la noche. Mi madre se apretó las pieles en torno a la garganta. Su túnica era ordinaria y le sentaba mal; advertí que normalmente llevaba este tipo de ropas sencillas como una especie de camuflaje. La gente miraría los pliegues fofos y concluiría que era una mujer desinteresada que se preocupaba poco por el estilo o la ostentación. Pero, pensé, las apariencias engañan. En realidad, mi madre se glorificaba en sí misma como si aún fuera una niña pequeña.
—¡Cómo odio a Soli! —dijo.
Golpeé el hielo con mi cuchilla.
—Y, sin embargo, lo escogiste para que fuera mi padre.
—Escogí sus cromosomas para hacer los tuyos —corrigió.
Me quité el guante y me pasé los dedos por el pelo, palpando los mechones rojos, que eran más ásperos y rígidos que los cabellos negros. Pero mis dedos estaban demasiado entumecidos por el frío para sentir nada.
—¿Por qué, madre? —pregunté de repente.
—No me hagas esas preguntas.
—Dímelo…, tengo que saberlo.
Suspiró y se chupó la lengua como si fuera un bombón de chocolate.
—Los hombres son herramientas. Y sus cromosomas son herramientas. Robé los cromosomas de Soli para hacerte a ti. Lord Piloto de nuestra Orden.
Me froté la nariz y la miré. Tenía los ojos entornados, se mordía el labio y se tironeaba de la grasa bajo su barbilla. Me pareció ver el esqueleto de su plan. Intrigaría para hacerme Lord Piloto, y luego me manipularía desde las sombras como si yo fuera la marioneta de un fantasista.
—¿Cómo podría manipular a mi propio hijo? —me preguntó cuando la acusé de esto—. No tengo ningún deseo de manipular al futuro Lord Piloto.
Mientras ella se reía para sí, pensé que había estado ciego a la preocupación principal de su plan. La miré a los ojos, que eran oscuras lagunas azules contra la oscuridad más profunda de su capucha, y vi un orgullo y una ambición abrumadores.
—Pero es el Guardián del Tiempo quien dirige la Orden, no el Lord Piloto.
—El Guardián del Tiempo —accedió ella.
Y entonces lo supe; entonces pude percibir toda su estrategia. Pronunció las palabras «Guardián del Tiempo» haciendo un esfuerzo insoportable en sus sílabas. Mi madre era una mujer ambiciosa. Haría que mataran también al Guardián del Tiempo. Y más aún…, conspiraría para convertirse ella misma en Lord de la Orden.
Vanidad, vanidad, vanidad.
—No, madre —dije, leyendo la información de su cara—. Nunca gobernarás la Orden.
El aire escapó de sus labios en un rápido «whoosh». Se llevó las manos al estómago, como si le hubiera dado un puñetazo bajo el corazón.
—Mi hijo tiene poderes. Puedes leerme, creo. A tu propia madre.
—Puedo leer algunos de tus programas.
—¿Qué te han hecho? —Me miró como si me viera por primera vez, con el horror tensando su ansiosa mirada de soslayo. (¿Y qué es el horror, sino una mezcla de odio y miedo?).
—¿Qué te ha hecho el poeta a ti, madre?
—¡No respondas a una pregunta con otra pregunta! ¿Por qué fuiste siempre tan desobediente? Creía haberte enseñado obediencia, hace mucho tiempo.
No me gustó el giro de nuestra conversación. Odié la forma en que pronunció la palabra «obediencia». Era una palabra fea; en la manera en que la dijo, era una palabra cargada de extrañas connotaciones y terrible significado. Recordé que los guerreros poetas tenían reputación de instilar en sus víctimas una obediencia total e irreversible. ¿Qué venenos había colocado Dawud en su cerebro? ¿Genotoxinas para combinarlas con sus cromosomas y alterar sutilmente sus programas más profundos? ¿Había introducido en su sangre un virus-replicador que devoraría su cerebro y lo reemplazaría, poco a poco, con neurológicas preprogramadas? ¿Con neurológicas obedientes? ¿Había mimo-replicado su cerebro? Mi madre contempló el oscuro círculo del Anillo, y me pregunté qué porción de su libre albedrío se habría disuelto ya para ser reemplazada por la voluntad del guerrero poeta.
—Ese poeta es peligroso —dije—. Te mataría como a una mosca, si quisiera.
—Todo el mundo muere.
—Mataría tu alma.
—No tengo miedo a morir.
—Siempre pensé que tenías miedo, madre.
—No, no tengo miedo. ¿No nos libera del miedo la aceptación de la muerte? Y, si somos libres, ¿no es todo posible? No, no tengo miedo.
Me froté el hielo del bigote.
—Creo que esas palabras son del poeta, no tuyas.
Se apretó más la capucha. Empezó a hablar con voz baja y acompasada, como si explicara teoría de anillos a un novicio. Aunque conservaba la voz calmada, pude oír los ritmos de nuevos programas en ella. Sus palabras, la forma en que enfatizaba y articulaba ciertos sonidos (aspiraba demasiado las consonantes, deteniendo el flujo de aire con la lengua), las frases cortadas y sus pensamientos…, todo en ella era igual, aunque a la vez era ligeramente distinto. Podía leer en ella, pero no podía decir si los nuevos programas se originaban simplemente en las ideas y creencias de Dawud, o si de hecho él había dominado su cerebro.
—¿Crees que Dawud me manipula? No, soy yo. Quien le manipula a él. Llámalo mimo-replicación o llámalo lo que creas. Él piensa esto. Pero ¿de dónde proceden sus pensamientos? Yo se los di. Es la clase más sutil de manipulación; mi madre me enseñó manipulación.
¿Había reescrito Dawud su software o alterado el hardware? Temblé ante la idea de llegar a saber esto.
—Tal vez los akáshicos podrían ayudarte —dije.
—Creo que no.
—Podría llevarte a ellos. Pero debes decirme cómo puedo encontrarte.
—¿No te lo han dicho tus amigos? ¿Que me he convertido en estudiante del guerrero poeta?
—¿Dónde puedo encontrar al guerrero poeta?
—¿Y por qué querría mi hijo encontrar a un guerrero poeta?
—Quizá quiera advertirle que está siendo manipulado. —En realidad, quería atraparle antes de que tuviera oportunidad de dominar el cerebro de mi madre, si no lo había hecho ya. Quería matarle.
—Es la naturaleza de mi manipulación —dijo— que informarle de que está siendo manipulado sólo le manipulará para creer que puede manipular la manipulación manipulándome para que crea que yo le estoy manipulando a él. Es complicado. Haz lo que quieras. —Sonrió y asintió con la cabeza, y se volvió hacia la luz. Su sombra se alargó para formar una larga lanza, luego se acortó, de un lado a otro, sobre el brillante hielo—. Después de todo, nadie te está manipulando a ti.
—¡Oh, Dios!
—¿No te he enseñado a no blasfemar?
—¿Dónde está el poeta, madre?
—¿Soy yo acaso el guardián de mi maestro?
—¿Dónde, madre?
—Si puedes leerme, entonces dímelo.
—Le has enviado a asesinar a Soli —dije.
—Soli —repitió. Cerró los ojos, porque debió resultarle claro por fin que podía leer en ella.
—¿Por qué asesinaría el poeta por ti, entonces?
—Es un intercambio, por supuesto. De devoción. Los guerreros poetas buscan conversos, ¿no? Por tanto, me dedico a convertirme. En un guerrero poeta. Y, a cambio, Dawud…
—¿Cuándo, madre? Oh, Dios, es demasiado tarde, ¿verdad?
—¡Cómo odio a Soli!
—¡Madre!
—No busques a un guerrero poeta, podrías encontrarlo.
—Lo mataré.
—No, Mallory, no me dejes. Que haga su trabajo. ¿Por qué quieres salvar a Soli? Mientras hablamos, el poeta estará escalando la torre de Soli. O acabando con los guardias de Soli. O preguntándole a Soli el poema.
Golpeé la cuchilla contra el suelo, en un intento de devolver algo de sangre a mis entumecidos pies. Tenía frío y estaba confuso.
—¿Qué poema?
—Es una tradición de los guerreros poetas. Atrapan e inmovilizan a sus víctimas. Y luego recitan parte de un antiguo poema. Si la víctima puede completarlo, es perdonada. Por supuesto, nadie conoce el poema.
Me aparté de ella y empecé a atravesar el Anillo. No podía creerla. Se estaba burlando de mí. Seguro que un guerrero poeta no se arriesgaría al fracaso tomándose el tiempo de preguntarle un poema a su víctima.
—¿Dónde vas? —gritó ella, antes de que me hubiera alejado una docena de metros.
—¡A advertir a Soli de un loco! —repliqué.
—¡No me dejes! ¡Por favor!
—Adiós, madre.
Ella movió la cabeza de un lado a otro y gritó:
Como no pude esperar a la Muerte,
ella amablemente me esperó.
La torre no nos encerraba más que a nosotros mismos
y a la Inmortalidad.
—Ése es el poema —dijo—. Por si el guerrero poeta te atrapa también a ti.
Me agaché y respiré profundamente mientras me despedía de ella y me deslizaba con fuerza sobre el hielo. No tenía intención de permitir que un asesino (un maestro de la mimo-replicación, un loco) me atrapara. Mi intención era atraparle a él.