CAPÍTULO 20
Los anillos de Qallar

Si alguna vez esparcí cielos tranquilos sobre mi cabeza y surqué con mis propias alas mis propios cielos; si nadé juguetón en las profundas distancias-luz y la sabiduría-ave de mi libertad vino…, pero la sabiduría-ave habla así: «¡Contempla, no hay nada encima, nada debajo! ¡Lánzate alrededor, atrás, fuera, tú que eres luz! ¡Canta! ¡No hables más! ¿No son todas las palabras pesadas y hechas para morir? ¿No son todas las palabras mentiras para aquellos que son luz? ¡Canta! ¡No hables más!». Oh, ¿cómo no podría ansiar la eternidad y el anillo nupcial de anillos, el anillo de la repetición?

Nunca he encontrado a la mujer de quien quisiera tener hijos, a menos que sea esta mujer que amo: pues te amo, oh, eternidad.

¡Pues te amo, oh, eternidad!

—Séptima meditación de muerte de los guerreros poetas.

Los historiadores creen que, a finales del segundo Siglo del Enjambre, los guerreros poetas perfeccionaron el arte de usar bits de bioordenadores para reemplazar partes del cerebro. Sin embargo, al contrario de los agathanianos, los guerreros poetas aplicaron su arte a fines diferentes. La mimo-replicación, ese crimen inenarrable en donde los habilidosos programas de un poeta rigen el cerebro de su víctima, es sólo una de sus aplicaciones. Se sabe que los poetas también alteran partes de sus propios cerebros. Hacen esto para darse poder sobre su sentido temporal, para poder refrenar el tiempo sin la ayuda de un ordenador exterior. Y por otras razones. Se dice que alteran los programas más profundos de sus propios cerebros para borrar su miedo a la muerte. Ciertamente, los céticos creen que carecen completamente de miedo. En este aspecto, los poetas son seres innaturales, pues el miedo es tan natural a los humanos como respirar aire. Vivir, sentir la luz de las estrellas en nuestros ojos y el goce de las profundas distancias-luz, ser…, esto es todo lo que conocemos. No ser es inimaginable y por tanto aterrador. Los pájaros que abren sus alas al sol, los peces plateados que se deslizan por su mundo de alegrías oscuras y silenciosas, e incluso los ordenadores sintientes, en su estático parloteo de electricidad y rápidos flujos de información…, todas las cosas vivientes, en la más diminuta partícula de sus seres, deben temer el misterio final.

Cuando empecé a buscar a los diversos guerreros poetas de la Ciudad, visitando los bares, hospederías, pistas de hielo y cafés que frecuentaban, Bardo me acusó de intrepidez y de tener la voluntad de sufrir este misterio.

—¿Estás loco? —me preguntó, unos pocos días después de mi reunión con el Guardián del Tiempo—. Oh, lo estás…, siempre lo he sabido. Esos poetas matan porque les gusta la muerte, ¿no lo sabes?

—Es cierto. Adoran a la muerte. Pero me gustaría encontrar a mi madre…, es preocupante la forma en que ha desaparecido.

Me preocupaban sus intrigas con los guerreros poetas. Yo planeaba encontrar al guerrero poeta con quien había sido vista en los últimos días. Pero, como era un novicio en el arte de buscar a seres humanos, él me encontró a mí.

Junto a los Jardines Jacinto, a lo largo del Paseo, donde éste se encamina hacia la Ciudad Vieja, hay un grupo de doce edificios hechos completamente de maderas exóticas. Algunos de los edificios son estructuras cavernosas que albergan los artefactos y reliquias de los historiadores; unos pocos son algo más pequeños. Sus elegantes y pulidas habitaciones de palisandro están dedicadas solamente a la muestra del arte, alienígena y humano, antiguo y moderno. Aunque los doce edificios se llaman Museo de las Artes, son los edificios más pequeños los que contienen los frescos fravashi y los poemas tonales, las esculturas de hielo de Urradeth y otros tesoros. El edificio más pequeño, una estructura clásica rectangular rematada con pilares de madera, es la Casa del Recuerdo. Sus cuatro secciones están llenas de muchas habitaciones, pero la más famosa es la Galería Hibakusha. Allí se encuentran algunos de los frescos más antiguos que describen escenas increíbles de caos y guerra. Allí los poemas tonales se crean, giran y se funden, desplegando las batallas épicas del Siglo del Holocausto. Yo había acudido a ver el famoso fresco «El Despertar de la Humanidad», que se extendía por la pared norte a lo largo de treinta metros. Cuando estaba preocupado, o cuando me sentía cansado y frío tras patinar por las calles de la Ciudad, me gustaba sentarme en uno de los bancos de la Galería, respirar los olores de la madera cálida y las flores; me gustaba observar el fresco moverse, sus hermosos colores. Era una de mis actividades favoritas.

Era tarde, y no estaba solo. Junto a mí, casi en el centro de la sala, había un par de fabulistas, sin duda buscando inspiración para sus trabajos propios. Y, al borde de la alfombra tras mi banco, cerca de la fuente borboteante, había un grupo de Amigos de Dios de Simoom. Eran muy altos y muy delgados, y apestaban a ajo, tragacanto y otras especias exóticas. Tenían la costumbre de retorcer las cadenas de plata que trenzaban su largo pelo negro. La costumbre me molestaba, igual que sus siseos. Mientras susurraban, siseaban, y los sonidos sibilantes brotaban de sus bocas en rápidos golpes de voz ahogados.

—¿Ves? —dijo uno de ellos—. Aquí está la evidencia de que el Enjambre empezó durante el Siglo del Holocausto, no después. Es como se pensaba.

Miré los borboteantes azules, verdes y blancos del cuadro. Observé los cohetes plateados surgir de los océanos de la Vieja Tierra, pero era difícil determinar si los cohetes eran naves lanzadas hacia las estrellas o misiles con armas de fusión. Entonces uno de los cohetes se dividió en dos, esos dos en cuatro y así sucesivamente, y de repente aparecieron las brillantes estrellas de la nebulosa Eta Carina, y las cuatro naves se convirtieron en cuatro mil chorros de luz. La luz se extendía hacia fuera en grandes bolas resplandecientes. Con un destello, llenó la nebulosa de un blanco luminoso. Durante un momento, toda la sección central del cuadro se volvió de un blanco brillante, y luego manchas de gris aparecieron al azar para salpicar la brillantez. El blanco se convirtió en azul cielo mientras los parches empezaban a tomar forma, y un millar de negras nubes en forma de hongo comenzaron a alzarse de la atmósfera de la Vieja Tierra. Yo no estaba tan seguro de que el cuadro fuera la «evidencia» que los Amigos de Dios buscaban. Parecía más probable que, para los fravashi que habían hecho el fresco, el Enjambre fuera el Holocausto.

Un rato después empecé a ser vagamente consciente de sutiles cambios en los sonidos apagados y los olores de la sala. El hedor a tragacanto y ajo había remitido; voces preocupadas y el rápido roce de telas habían reemplazado a los susurros. Entonces se hizo el silencio, y olí el repentino aroma de aceite de kana. Yo sabía que los guerreros poetas eran famosos por usar efervescentes perfumes de aceite de kana. Volví la cabeza, y vi que ante mí se hallaba un hombre fornido de mediana estatura a quien claramente no interesaba para nada el cuadro. Me estaba mirando. Estudiaba mi cara como un maestro jugador estudia su tablero, con una concentración intensa, casi fanática. Inmediatamente supe que era un guerrero poeta; todos los guerreros poetas están cortados de las mismas células. Tenía el pelo negro rizado y el cuello cobrizo y sinuoso de su clase. Era hermoso, como lo son a menudo las razas especialmente creadas. ¡Qué bien proporcionadas parecían su fina nariz y sus anchos pómulos, qué equilibrada su mandíbula esculpida, qué hermosa, temible simetría! Pero eran sus ojos únicos de poeta los que poseían la belleza más atrayente: Sus ojos eran índigo profundo, casi púrpura; sus ojos eran vívidos, claros, espirituales, completamente conscientes…, y completamente sin miedo. Aunque parecía joven, pensé que debía ser muy viejo, pues sólo un hombre que ha vuelto muchas veces a la juventud puede tener esos ojos. Pero no, recordé, los guerreros poetas no se restauran a la juventud. Adorando a la muerte como lo hacían, creían que el mayor pecado (en realidad, el único pecado) era prolongar el pasado «momento de lo posible». El guerrero poeta, entonces, era tan joven como yo.

Recorrió el borde de la alfombra hasta que se plantó casi sobre mí. Sus movimientos eran graciosos, rápidos, exquisitos.

—Me llamo Dawud —dijo, y su voz fluyó como plata fundida—. Y tú eres Mallory Ringess, ¿verdad? He oído las cosas más raras sobre ti.

Excepto por el cuadro cambiante y pulsante y los otros frescos en las paredes lejanas, la sala estaba vacía. Nadie confía en un guerrero poeta, pensé. Examiné la negra túnica de marta cebellina que llevaba y la atrayente kamelaika irisada de debajo. Sus ropas eran caras y hermosas, aunque es sabido que los poetas no se preocupan por las riquezas y apenas un poco por la belleza. Le miré las manos, buscando sus anillos. Todos los guerreros poetas llevan dos anillos, uno para cada meñique. Los anillos están hechos de varios metales y pueden ser de colores distintos, verde o amarillo, índigo o azul. Hay siete colores e, igual que la progresión del espectro, cada uno marca el nivel de lo conseguido por el guerrero poeta. Un anillo violeta significa que pertenece al séptimo círculo, el inferior. El anillo de la mano izquierda es el anillo de poeta, mientras que el de la derecha es el del guerrero. Se dice que nadie ha sido a la vez tan gran poeta y guerrero como para llevar dos anillos rojos. En el meñique de su mano izquierda, este hombre llevaba un anillo verde. Pertenecía entonces al cuarto círculo de los poetas; su habilidad poética no era extraordinaria. Pero en su otro meñique, tallado en uno de los metales artificiales de Qallar, llevaba un anillo rojo. El anillo parecía brillar para equipararse a los fieros rojos del cuadro.

—Me han dicho que me has estado buscando —dijo.

—¿Conoces a mi madre? ¿Eres el poeta que… conoces a mi madre?

—Conozco bien a tu madre.

—¿Dónde está?

Ignoró mi pregunta, e inclinó la cabeza amablemente.

—Habría querido conocerte en cualquier caso, para ver al hijo de la madre. He recopilado historias sobre ti. Un día, si vivo, escribiré un poema. He oído que detuviste el tiempo hace quince días, para salvar a tu amigo de la muerte.

—No deberías escuchar habladurías.

—No deberías haber salvado a tu amigo de su momento. Y no son habladurías, lo sé. También sé lo de Agathange. Los poetas estamos familiarizados con…

—Sí —interrumpí—, sois maestros de la mimo-replicación.

—Usas ese término infamante.

—Creáis seres humanos robados de su voluntad.

Sonrió.

—¿Crees que sabes algo de voluntad?

—Sois asesinos que matáis por placer.

—¿Eso piensas?

Yo estaba confundido, distraído por sus dientes y su hermosa sonrisa, mecido por sus modales cálidos y tranquilizantes.

—¿Matáis, entonces?

—A menudo.

—¿Y vuestras víctimas son a veces inocentes?

Sonrió, y sus ojos chispearon.

—Nunca he visto a un hombre o una mujer inocente, ni siquiera a un niño inocente…, ¿lo has visto tú, Mallory Ringess? Sabes que no hay verdadera inocencia. No, no protestes, porque puedo ver el conocimiento en las arrugas de tu frente.

Me froté el lugar que indicaba y acusé:

—Los poetas…, adoráis la muerte, creo.

—Ciertamente. Pero, si te place…, háblame de lo que es adorar. ¿O te lo digo yo? Dario Redring compuso una vez un poema sobre el tema. ¿Te lo recito?

—No —dije yo—. Odio la poesía.

—Si eso es cierto, entonces tu alma está lisiada. Pero no creo que odies la poesía.

—¿Dónde está mi madre?

—Me está esperando.

—¿Esperando dónde?

Una vez más ignoró mi pregunta y señaló la esquina del cuadro; el interior de la Nebulosa de Orión estaba iluminado con estrellas allá donde algunos de los primeros enjambres de seres humanos habían establecido sus nuevos hogares.

—Hermoso —dijo—. ¿Cómo supones que se protege la hermosura de este cuadro?

—No entiendo lo que quieres decir.

—Si alguien quisiera estropear o robar este cuadro, ¿qué sucedería?

—¿Por qué querría nadie estropear el cuadro? —pregunté—. Y, si alguien lo robara, los robots lo detendrían antes de que saliera del museo, creo.

—¿Y si por casualidad los robots fueran también estropeados, de qué crimen sería culpable nuestro hipotético ladrón? ¿Robo? ¿Profanación? ¿Asesinato?

—No se puede asesinar a un robot —dije. Me encogí de hombros, porque no sabía adónde me llevaría esta secuencia de pensamiento.

—Me alegra que comprendas, Mallory…, realmente no se puede asesinar a un robot, ¿verdad?

Cerré el puño.

—Las personas no son robots.

Guardó silencio y me sonrió.

—Juegas con las palabras para servir a tus propósitos —dije.

—Cierto, después de todo soy un poeta. Y tú estás empezando a ver con los ojos de un guerrero: no se puede asesinar a un robot porque no están realmente vivos. No pueden programarse a sí mismos, y no tienen verdadera consciencia.

Me puse en pie y me abroché la kamelaika.

—No debería estar hablando contigo. No comprendo por qué el Guardián del Tiempo os permite circular por las calles.

—Porque Neverness es una ciudad libre, y un guerrero poeta debe tener su libertad.

—Libertad —dije, y sacudí la cabeza.

—Hay otra razón. Tu Guardián del Tiempo tiene sus miedos-robot igual que todo el mundo. Casi todo el mundo.

—¿Amenazas entonces al Guardián del Tiempo?

—No he dicho eso, exactamente.

—Lo implicaste.

—Debes escuchar a un poeta con mucha atención —dijo, y se tocó los labios con su anillo verde—. Hablamos con lengua de plata, y a veces nuestras palabras tienen múltiples significados.

—Estoy aquí para ver el cuadro, no para escuchar.

Sonrió e inclinó la cabeza ante el cuadro.

—Si te complace, te escucharé —dijo—. Háblame de los aposentos de Soli, y te escucharé. Hay una cámara exterior adjunta a la interior, ¿es cierto? ¿Qué tamaño tienen las habitaciones? ¿Cuántos tramos de escaleras conducen a ellas?

Hablamos durante un rato, o más bien, él me formuló preguntas a las que no respondí. Quiso saber qué comidas prefería Soli, en qué postura dormía y otras cosas personales. Yo escuché sus palabras con mucho cuidado. Inmediatamente comprendí que pretendía asesinar a Soli.

—Márchate —dije, inmóvil—. No te ayudaré a asesinar a Soli ni a nadie más.

Se llevó a los rojos labios su rojo anillo de guerrero.

—Se cuentan historias sobre vuestro viaje a los alaloi…, se dice que entiendes de asesinatos.

—¿Qué te ha dicho mi madre?

—Que Soli es tu padre; que lo odias; que él te odia.

Le miré mientras mis músculos se tensaban; me pregunté si, de dilatarse mi sentido del tiempo, sería lo bastante rápido como para matarle antes de que él me matase a mí. Miré su anillo. No creí poder ser lo bastante rápido.

Él leyó mi cara.

—No tengas miedo de acercarte demasiado a la muerte —dijo—. No tengas miedo a morir.

—Todos los seres vivos tienen miedo a morir.

—No, estás equivocado —dijo él, y sonrió—. Los únicos seres auténticamente vivos son aquellos que no temen morir.

Cerré los dos puños.

—Entonces implicas que los seres humanos no están auténticamente vivos. Eso es absurdo.

—Los seres humanos son ovejas —dijo.

—¿Y qué son las ovejas?

—Las ovejas son como los shagshay, pero más estúpidas. En la Vieja Tierra, y en muchos planetas todavía, las agrupan en rebaños por su lana y su carne.

—Los seres humanos no son ovejas.

—¿Crees que no? ¿Has oído la parábola del cético y la oveja?

Miré el cuadro, la progresión de estrellas en explosión que era el principio del brillante caos del Vild. Oí a gente caminar fuera de la Galería, pero nadie se decidió a entrar.

—El Guardián del Tiempo es aficionado a las parábolas —dije.

Debió interpretar esto como un signo de anuencia, porque continuó.

—Una vez, en Urradeth, hubo un cético que tenía un gran rebaño de ovejas. Pero el cético estaba muy ocupado creando metaprogramas que esperaba pudieran controlar sus programas más bajos y mundanos. En consecuencia, tenía poco tiempo para atender a su rebaño. A menudo, las ovejas se internaban en el bosque o encontraban tormentas de nieve, o peor, se escapaban porque sabían que el cético quería su lana y su carne.

Miré la puerta, midiendo la distancia con los ojos mientras Dawud continuaba con su parábola.

—Un día, el cético encontró una respuesta a su problema. Programó a sus ovejas para que creyeran ser inmortales. Las convenció de que no podía hacérseles ningún daño cuando se las esquilaba; las ovejas creyeron que sería muy bueno para ellas, incluso placentero. Entonces escribió un programa para hacer creer a sus ovejas que era un buen amo que amaba tanto a su rebaño que haría cualquier cosa por ellas. En tercer lugar, ejecutó un programa a través del estúpido cerebro de las ovejas que les aseguraba que, si algo malo fuera a sucederles, no sería inmediatamente, desde luego no ese día. Por tanto, podrían seguir con sus pensamientos mecánicos de comer hierba y aparearse y tenderse al sol. Por último (y éste fue el programa más astuto del cético), convenció a las ovejas de que no eran ovejas; sugirió a algunas que eran lobos, a algunas que eran talos, a otras que eran hombres, y a unas cuantas que eran realmente astutos céticos.

Me miró fijamente.

—Después de esto —prosiguió—, todas sus preocupaciones sobre sus ovejas terminaron. Dedicó toda su astucia a rediseñar sus programas más profundos. Las ovejas nunca volvieron a escaparse. Esperaron tranquilamente a que llegara el día en que el cético viniera a por su lana y su carne. Y el cético…

—Y el cético —interrumpí—, vivió feliz para siempre jamás. Creo que no me gusta tu parábola…, los hombres no son ovejas.

Me pareció que había protestado con demasiada fuerza, demasiado alto. Los paneles de palisandro sobre la pintura hicieron ecos a mi negativa. Traté de comprender el axioma de los guerreros poetas de que para vivir realmente hay que «vivir como uno que ya está muerto». Es una filosofía extraña y despiadada, pero los guerreros poetas son tan extraños como el sistema que los crea, y no saben nada de piedad. Son creados para la perfección; se dice que sus unidores se han entrometido con los genomas masculinos y femeninos, descartando por completo el ADN redundante y ajeno. En Qallar, cada año se aceleran un millón de cigotos idénticos, y un millón de bebés idénticos y perfectos son traídos a la luz del día. Pero no son realmente tan perfectos. Algunos son eliminados al azar inmediatamente después de que hayan respirado por primera vez. Esto se supone que es una demostración de que vivimos en un universo azaroso y despiadado. Muchos son eliminados porque no pueden aprender las habilidades letales de un guerrero o las delicadas palabras de un poeta. Cuando los futuros guerreros cumplen doce años, se les entregan cuchillos y se les empareja. Sólo uno de cada pareja sobrevive a este cruel combate, y luego vuelven a hacerse parejas una y otra vez hasta que sólo queda una décima parte del millón original. Un procedimiento similar de competiciones poéticas elige a los mejores poetas. Los perdedores, los niños temblorosos que no pueden crear belleza, palabras sabias en la cara de la muerte, son invitados a matarse ellos mismos. Los que son demasiado cobardes para ejecutar ésta, la «más noble» de las acciones, son torturados por los otros hasta morir. La tortura, según me dijo una vez Kolenya Mor, no tiene un sentido de castigo. Se supone que induce al desgraciado niño a reprogramar su miedo a la muerte en el último momento, para permitirle saborear en el último momento su efímera vida mientras se le escapa de las manos. Hay otras pruebas peores que los guerreros poetas deben soportar mientras crecen. Hay alteraciones de cuerpos y cerebros, el sutil moldeo del alma de un hombre. Nadie, ni siquiera los escatólogos, sabe mucho de estas pruebas. No obstante, dos cosas parecen seguras: que cada momento de la vida de un guerrero poeta pretende guiarle suavemente a su muerte, y que, del millón original, sólo un centenar aproximadamente sobrevive para llevar los anillos de Qallar.

Dawud sonrió y me miró fijamente, como si pudiera leer mis programas más profundos. Era un hombre que sonreía con demasiada frecuencia, pero debo admitir que tenía una sonrisa hermosa e intensa. En cierto modo, era la persona más intensa que jamás había conocido.

—El cético que fundó la Orden de los Guerreros Poetas —dijo— no vivió felizmente para siempre jamás. ¿Qué es la felicidad, después de todo? El cético, tras mucho trabajo duro, decodificó finalmente su programa de muerte, o debería decir su programa de miedo a la muerte. Lo purgó de su cerebro, de sus mismas neuronas. ¡Y escucha! Hay muchos poemas escritos sobre esto…, el cético descubrió que es el miedo a la muerte lo que nos esclaviza. Se podría decir que es el miedo a la muerte lo que nos hace tambalear a ciegas por nuestras tareas cotidianas como si no fuéramos más que robots sonámbulos programados para alimentarse, beber y copular. El miedo es la droga que nos hace dormir. Pero, cuando el miedo desaparece…, no, Piloto, no te marches todavía; cuando el miedo se extingue, es como sumergirse en una laguna de agua fría. Despertar es maravilloso. Ver claramente, saborear la intensidad de cada instante de la vida… esto es lo que enseñan los guerreros poetas; por esto vivimos; por esto morimos.

Entonces hice un movimiento para marcharme. No quería escuchar a un asesino hablarme de cómo tenía que vivir la vida. Pero Dawud alzó su mano grande y cuadrada y dijo:

—Por favor, no te vayas. Hay mucho del poeta dentro de mí que habla al guerrero que hay en ti. Y dentro de ti…, ¡qué secretos! Dime, Piloto, porque he llegado tan lejos para saberlo: ¿qué se siente al morir?

—¿Qué puedo decirte que no sepas ya? —le pregunté—. ¿He muerto? Algunos dicen que sí, pero ¿qué es la muerte, entonces? Ahora vivo, y eso es lo que cuenta… Estoy cansado de pensar en la vida y en la muerte, harto de preocuparme sobre el significado o la falta de significado. Tú, con tu necesidad de abrazar tu propia muerte, de vivir (o morir) intensamente, no importa el dolor que te produzcas a ti mismo o a los demás…, tú crees que el dolor puede despertar a un hombre a la intensidad, pero hay un infierno cuando se está demasiado despierto, cuando se es demasiado consciente, ¿no?

—El que sostiene la llama debe soportar la quemadura —dijo él simplemente, citando a sus maestros.

Me froté las sienes y contemplé el borde de la alfombra contra el suelo brillante.

—Dame la oscuridad, entonces —dije.

—¿Cómo es volver a vivir?

Como sus preguntas me irritaban, porque de repente me sentía contrariado y travieso como un joven aspirante, dije:

—Para vivir, muero.

—Te gusta burlarte de la gente, ¿no? Por favor, no te burles de mí; no tendría sentido. Me gustaría saber de los agathanianos, de sus designios, de sus programas, de ti.

—¿No es el arte de Agathange similar al arte de los guerreros poetas?

—Es similar, pero no el mismo.

—Los poetas, cuando reprogramáis a vuestras víctimas…

—No son «víctimas», Piloto. Son conversos al Camino del Guerrero.

—Pero se dice que les robáis su voluntad.

Echó hacia atrás el borde de su capa, dejando al descubierto sus musculosos brazos.

—Esta cuestión de la voluntad es sutil y traicionera, y no la resolveremos aquí. Hombres mejores que nosotros han esclavizado sus mentes interrogándose acerca del libre albedrío. Digamos que un ser vivo es libre, relativamente libre, cuanto mayor es su independencia de su entorno. Cuanto más depende de otros sistemas vivientes, más necesario es que sus actividades sean formadas por su entorno. La independencia aumenta con la complejidad; cuanto mayor es la complejidad, mayor es la cantidad de voluntad libre. Un virus, por ejemplo, debe hacer aquello para lo que está programado. Un hombre es más complejo.

—Entonces implicas que los hombres poseen libre albedrío —dije.

—Los hombres son robots y ovejas.

—No puedo creer eso.

Algunos hombres poseen libre albedrío, en algún momento —dijo él mientras sonreía.

Metí la mano en el bolsillo de la pernera de mi kamelaika y saqué una de las cuchillas de mis patines. La sostuve en la mano.

—Creo que tengo libertad para dejar caer esto o no, como desee.

—El libre albedrío es ilusorio.

No la dejaré caer —dije, y volví a guardarla en el bolsillo—. Una elección libre, hecha libremente.

—Pero no tan libre después de todo, Piloto. ¿Por qué decidiste no dejarla caer? ¿Porque este hermoso suelo de madera está tan cuidadosamente pulido? No querrías rayar este lindo suelo, ¿verdad? Tienes respeto por las cosas bien hechas…, lo sé. Pero ¿de dónde viene este respeto? ¿Quién lo programó en ti? Tú no puedes decírmelo, pero yo sí puedo decírtelo: fue tu madre, hace años, cuando eras un niño. Ella te enseñó el significado de la belleza en las formas silenciosas en que ella apreciaba la belleza, con el lenguaje mudo de sus ojos y sus manos. Tu madre ama las cosas hermosas, aunque no sepa de su amor, aunque lo niegue si se lo preguntases.

Volví a sacar el patín y le apunté con él.

—Me temo que he de preguntarte por qué sabes tanto de mi madre.

—Tu madre es una mujer compleja, a veces confusa, pero la he ayudado a ver las cosas más simplemente.

—Cuéntame.

—Tu madre vino a mí libremente. Me pidió mi ayuda por su propia y libre voluntad. Es así con todos los que ayudamos.

—Entonces, la has ayudado a perderse. Los poetas…

—Los poetas reemplazamos programas inútiles por otros nuevos. Para ayudarles a dirigir sus…

—¡Mi madre no es un robot, maldición!

Él retrocedió un paso y sonrió. Aunque debía saber que yo temblaba de ganas de matarle, parecía bastante relajado.

—El metaprograma de tu madre ha sido reescrito —dijo, casi indiferente—. Su programa maestro, su programa definidor…, es así con todos los conversos, religiosos o no.

—Cuéntame entonces cómo es ese nuevo programa.

—¿Me dirás el código de tu nuevo programa, Mallory Ringess? ¿El programa que los agathanianos escribieron en su virus?

—¿Para eso has venido?

—El programa, Mallory, el metaprograma…, cuéntame. ¿Qué te hace funcionar? ¿Qué te dirige?

Apreté la hoja, y los filos cortaron las callosidades de mi palma.

—Si lo supiera, si lo supiera… ¿Cómo puedo decirte lo que no sé, maldición?

—Todos deberíamos conocer el código de nuestros programas —dijo él—. De lo contrario, nunca podremos ser libres.

Tras decir esto, se volvió hacia el cuadro y dejó escapar un suspiro.

—Los fravashi son muy claros con sus pinturas vivientes. Este cuadro es hermoso…, siempre me gusta ver las colonias de bacterias moviéndose por la pintura. Los programas son tan elegantes y controlados, aunque impredecibles.

Como si el fresco hubiera estado escuchando sus palabras (o quizá Dawud las había coordinado con exquisita precisión), justo entonces, en el centro de la pintura, un grupo de estrellas adquirió prominencia. La estrella más brillante era la Gloria del Poeta; orbitando aquella infernal binaria azul había una pequeña mancha ocre que representaba al planeta Qallar. Mientras la perspectiva cambiaba y se ampliaba, el planeta creció al tamaño de una manzana de las nieves. Dawud me miró, sonrió, y luego metió la mano entre los pliegues de su capa. Sacó un cuchillo; era una cosa brillante y de doble filo, asesina. Lo sostuvo ante mí.

—¿Es mi libre albedrío? —me preguntó—. ¿Puedo soltar este cuchillo o no, como quiera?

Fui súbitamente consciente del fuerte olor de aceite de kana, del ritmo tremendamente lento de mi respiración. Cerró los dedos en torno al cuchillo. Se movió con mucha rapidez. Equilibrado y fluido, entró en el estado tempolento de los guerreros poetas. Mi propio sentido del tiempo empezó a dilatarse y a refrenarse, o de lo contrario nunca habría podido seguir sus movimientos. Él sostenía el cuchillo entre su pulgar y su índice. Lanzó el brazo hacia delante. El cuchillo atravesó la clara membrana exterior del cuadro y se introdujo en el corazón de la esfera roja que era Qallar. Allí tembló. Una densa sopa de pintura roja y anaranjada borboteó de la herida, tiñendo el cuchillo de óxido líquido. El borboteo remitió y se redujo a un fluido pulsante antes de detenerse. Como lava que se endureciera rápidamente, la pintura había cubierto por completo el mango del cuchillo. Parecía un volcán surgido de la superficie del cuadro.

—Mira la pintura, Piloto.

Contemplé la profanación, horrorizado. Mientras miraba, advertí algo peculiar: la pintura se curaba a sí misma. Dawud, fueran cuales fueran sus intenciones, no había logrado destruirla. Se produjo una repentina erupción de escarlata y naranja mientras los colores se reorganizaban, revelando la pauta de diseños más sorprendente. Yo había visto el fresco muchas veces antes, pero nunca había contemplado el drama que se representaba ante nosotros. De la superficie en movimiento de Qallar se soltó una masa roja de pintura y empezó a recorrer toda la longitud del cuadro. Mientras avanzaba, brillaba, se dividía y crecía. La masa (cada vez más empezó a parecerse a un feto de veinte días) atravesó una laguna negra de pintura viviente hasta que alcanzó una pequeña estrella amarilla que reconocí como Darrein Luz. Entonces aparecieron muchas estrellas, y por un momento la masa roja desapareció en una lluvia de luz. De repente, en los espacios más allá de Darrein Luz, entre las estrellas blancas, lunas rojas y redondas empezaron a fundirse. Había muchas de ellas. Las lunas se convirtieron en una nebulosa que yo conocía bien. Habían formado las estrellas de la Entidad de Estado Sólido. Las lunas empezaron a latir, y rojos chorros de luz se proyectaron de sus superficies, tocándose unos a otros, uniendo luna a luna en una telaraña de filamentos rojos. Advertí, naturalmente, que las lunas querían representar los cerebros (el cerebro) de la Entidad. Pero no pude comprender por qué y cómo el fresco fravashi podía dar a entender (si una pintura podía realmente hacer algo así) que había alguna conexión entre el planeta de los guerreros poetas y los misteriosos orígenes de la Entidad. Tal vez el cuchillo de Dawud había embrollado permanentemente las pautas del cuadro; tal vez no había ninguna conexión.

—Los programas, Piloto. ¿Qué controla los programas?

Entonces me abalancé hacia él, esperando agarrarle, sujetarle hasta que los robots vinieran para llevárselo. Pero, mientras yo contemplaba la pintura, él había sacado un dardo de su capa. Lo agarré y traté de tumbarlo, pero él introdujo el dardo en mi cuello. La punta de la aguja debía estar untada de alguna droga, porque casi instantáneamente mis músculos empezaron a envararse y no pude moverme. Se zafó de mis manos y se apartó. Me quedé allí, paralizado, petrificado. Ni siquiera podía parpadear.

Sonrió, extendió una mano, tocó mi párpado y presionó un ojo, comprobando. Sus dedos eran duros, hábiles y amables.

—Es una droga elegante —dijo—. Corregirá tus bioprogramas…, durante un tiempo. Tus músculos escucharán a tu cerebro, pero no controlarás sus señales. ¿Puedes controlar los latidos de tu corazón? No, y durante unas pocas horas no tendrás control sobre ti mismo. ¿Dónde está ahora el libre albedrío, Piloto? ¿Quién programa al programador? ¿Puedes decírmelo? No, no puedes mover la lengua, aunque puedas sentirla contra tus dientes. Ahora, Piloto, debo regresar con tu madre. Adiós.

Me dejó allí, en silencio, maldiciendo libremente mi falta de libertad. No pude dejar de mirar la pintura. Los colores eran hermosos y no dejaban de moverse.