¿Qué es un guerrero sin una guerra, un poeta sin un poema?
—Dicho de los guerreros poetas.
Más tarde, ese mismo día, traté de encontrar a mi madre. Pero su casita en el Sector de los Pilotos estaba vacía. Acudí a sus amigos, Helena Charbo y Kolenya Mor, entre otros, pero ninguno parecía saber dónde estaba. Y ninguno pareció dispuesto a admitir que había un complot para derrocar al Guardián del Tiempo, y mucho menos para rehacer la Orden. Obviamente, Bardo había estado prestando demasiada atención a los chismorreos, me dijo Kolenya. Y, según Burgos Harsha, que se tiraba nerviosamente de sus hirsutas cejas mientras hablaba con él, no había ninguna conjura.
—Es cierto que muchos pilotos no son felices —dijo—. Pero ¿quién complotaría contra el Guardián del Tiempo? ¿Quién (y debería añadir que hay pilotos y profesionales que podrían estar dispuestos a hacer campaña en favor de ciertos cambios, pero cambios dentro de la estructura de los cánones, desde luego, legalmente, legalmente), quién sería tan estúpido?
Cuando pasaron los días y mi madre siguió sin regresar a su casa, empecé a preocuparme. Li Tosh juró haber visto a mi madre en compañía de un guerrero poeta, una noche, cerca del Verde Merripen, en el Sector Extremo. Esto probaba que estaba viva, dijo, y que no debería preocuparme. Tal vez mi madre había tomado finalmente un amante. Pero me preocupé; enfermé de preocupación. No creía que hubiera tomado amante alguno. Entonces, ¿por qué frecuentaba a un guerrero poeta? ¿Para qué se arriesga la gente razonable a contactar con los guerreros poetas, sino para hacer que asesinen a sus enemigos? ¿Y quién era su principal enemigo, sino Soli? Había robado el ADN de Soli para hacerme, y esto era un gran crimen. Soli incluso podría exigir al Guardián del Tiempo que la decapitaran, si deseara venganza, si reconociera que yo era hijo suyo. Yo sabía que Soli nunca admitiría esto ante nadie, ni siquiera ante sí mismo. Pero ¿podía estar segura mi madre? No, no podía estarlo, y por eso tejía sus planes y se escondía en el Sector Extremo y se unía a asesinos…, todo sin molestarse en revelármelo. Obviamente, no confiaba en mí.
Si he dado la impresión de que toda nuestra Orden estaba repleta de conjuras e intrigas, no era así. Siempre estaba la búsqueda. Aún se hacían grandes descubrimientos; para unos pocos, todavía era una época de inspiración y riesgo. Dos años antes, mientras yo cazaba vientres de seda en el bosque de Kweitkel, un equipo de cinco pilotos se había propuesto penetrar el Dios de Silicio. Sólo uno de ellos, Anastasia de La Nave, había regresado para hablar de los espacios salvajes más impenetrables aún que los de la Entidad. Otro piloto, el fabuloso Kiyoshi, había encontrado un planeta que parecía ser el hogar ancestral de los ieldra. Grandes hechos, grandes inspiraciones. Un programador, trabajando con un unidor y un historiador (¡y vaya tríada profana debieron ser!), había seguido el rastro de los senderos evolutivos y había hecho un modelo del ADN de los primeros hombres. Maestros unidores trabajaban decodificando este ADN modelado, esperando descubrir el secreto de los antiguos dioses. Y, por supuesto, debo mencionar al fabulista que creo un escenario en donde la Vieja Tierra no era destruida. Esto condujo a Sensim Wen, el semántico, a reinterpretar el significado de un poema tonal fravashi, lo que a su vez inspiró a un holista a proponer un modelo distinto para la progresión del Enjambre. Un fantasista, que estudió el nuevo modelo, se retiró a su cubil y recreó un holograma de lo que llamó «La galaxia como podría haber sido». Finalmente, un piloto estudió el holograma y se internó cerca del borde interior del Brazo de Orión, donde esperaba encontrar la Vieja Tierra. Todo en vano, naturalmente. Pero fue un intento valiente, aunque un poco ridículo y extraño.
Igual de extraño, a su modo, fue el recuerdo (la revelación), del Maestro Thomas Rane, el rememorador. Como esta revelación prendió una amarga discusión entre los escatólogos y resultaría importante en la crisis que siguió a mi retomo a la ciudad, registro aquí sus famosas palabras como él las registró en la oscura espiral de memoria racial de su pasado distante.
Me llamo Kelkemesh, y mis brazos son jóvenes y marrones como el café. Llevo la piel del lobo que maté cuando me convertí en hombre. La piel está mojada. Estoy en un saliente en una montaña. Ha llovido, y hay brumas en los verdes valles de abajo, un arco iris en el cielo. La quietud es muy real. Y en el cielo, en el borde mismo del arco iris, hay un agujero. Hay un agujero en el cielo, y es tan negro como el ojo de mi padre. Del agujero surge una luz plateada, y luego luz blanca; pronto todo el cielo es una bola de luz. La luz cae sobre mí como la lluvia. Cuando abro la boca para gritar, la luz se mete en mi garganta. Mi espina dorsal tintinea. La luz corre por mi espalda hasta mis riñones. Mis testículos arden; mis testículos son fuego; mis testículos se llenan de las ardientes gotas de luz. Es el dios Shamesh dentro de mí, y su imagen arde en mi carne. Shamesh es el sol; Shamesh es la luz del mundo; Shamesh habla y su voz es la mía: «Eres la memoria del Hombre, y el secreto de la inmortalidad está en tu interior. Vivirás hasta que las estrellas caigan del cielo y el último hombre muera. Ésa es mi bendición y mi maldición». Y, entonces, la luz desaparece. En el cielo, el arco iris se desvanece; el cielo es una cáscara azul sin agujeros.
Bajo la montaña hacia las cabañas de mi padre, Urmesh, el chamán. Cuando le digo que estoy lleno de luz divina, él se tira de los blancos cabellos y me mira lleno de ira y celos. Me dice que he sido mordido por un demonio; los dioses no tocan a los hombres con su luz. Prepara una punta de lanza ardiente para expulsar a los demonios de mis testículos. Convoca a mis hermanos para que me sujeten. Pero yo estoy lleno de fuego y de luz, y me alzo y mato a mis hermanos y mato a Urmesh, que ya no es mi padre. Shamesh el dios es mi padre. Cojo mi cuchillo ensangrentado y me envuelvo en mi piel de lobo y bajo a los valles para vivir entre los pueblos del mundo.
Se discutió que el recuerdo del gran rememorador era un recuerdo falso. Tal vez. O tal vez había revivido las vidas (y muertes) de sus antepasados. Yo mismo creía que había recreado los mitos primarios de los ieldra y los había codificado como un recuerdo. Pero ¿quién podía saberlo? Durante aquellos días caóticos y conflictivos, ¿quién sabía cuáles de nosotros eran auténticos videntes, y cuáles estaban simplemente engañándose a sí mismos?
Poco después de esto, en un día de pasta fangosa, la clase de nieve que sólo cae en la primavera del medio invierno, el Guardián del Tiempo me llamó a su torre. Aunque la naturaleza de la vida es el cambio, había unas pocas cosas en mi vida que no parecían cambiar nunca. Aquel hombre sin edad, inmutable, me sentó en la silla familiar junto a las ventanas de cristal. Los cuadrados tallados rojos y negros de la silla estaban tan duros como siempre. Los relojes sonaban; la habitación estaba llena de los rítmicos latidos, pulsantes y susurrantes, de los relojes. Uno de ellos (un reloj incrustado en una caja de cristal cuyas piezas visibles estaban hechas de madera) repicaba. El Guardián del Tiempo, que caminaba de un lado a otro ante las ventanas curvadas, me dirigió una mirada sombría, como si el reloj repicara por mí.
—Bien, Mallory, has estado excepcionalmente cauto hoy.
Dio la vuelta a mi silla para poder mirar mi perfil. Inhalé el aroma a café de su aliento.
—No, no vuelvas la cara —me dijo cuando alcé la cabeza para examinar la telaraña de líneas en las comisuras de sus ojos—. Asume la actitud adecuada…, tengo preguntas que hacerte.
—Y yo te preguntaría si tengo algún motivo para adoptar cautela.
—Ja, ¿el joven piloto me interroga?
—Ya no soy tan joven, Guardián del Tiempo.
—Hace poco, menos de cuatro años, fanfarroneabas sentado en esa silla de que ibas a penetrar los espacios de la Entidad. Y ahora…
—Cuatro años… pueden ser mucho tiempo.
—¡No me interrumpas! Y ahora estás sentado aquí, casi igual de joven y dos veces más alocado. ¡Conjuras! Sé que algunos pilotos conjuran contra mí. Tu madre…, me han dicho que ha hablado con guerreros poetas. No trates de negarlo. Lo que quiero saber, lo que necesito saber, es: ¿eres hijo de tu madre o piloto del Guardián del Tiempo? —Recorrió con sus uñas la caja de metal de uno de los relojes. Resonó un «ping» de cromo—. Dime, Mallory, ¿dónde está tu insidiosa madre, esa zorra replicadora?
—No lo sé —dije—. Y no la llames así, no importa lo que creas que ha hecho.
—Sé lo que ha hecho tu madre —gruñó—. Y sé quién es tu padre.
—No tengo padre.
—Soli es tu padre.
—No.
—Eres hijo de Soli…, debería haberlo visto hace años, ¿eh? ¿Quién habría pensado que tu madre sería tan osada de robarle su maldito plasma? Bien, sé lo que ha hecho tu madre, y estoy razonablemente seguro de que planea matar a Soli, y posiblemente también a mí…, ¡tu maldita madre!
Agarré los curvados brazos de la silla, brillantes y gastados por las manos de un millar de sudorosos pilotos antes que yo. Me esforcé por no decir nada, por mantener las manos engarfiadas a la silla.
—Ella me ha traicionado, pero tú no me traicionarías, ¿verdad, Mallory?
—¿Crees entonces que soy un traidor?
—¿He dicho que fueras un traidor? No, no eres ningún traidor, espero. Pero ¿qué hay de tus amigos?
—Bardo me ha dado su palabra de que no…
—¡Bardo! —rugió—. ¡Ese tubo de grasa, esa mula desobediente! Aunque ignorara su conducta adúltera, su cobarde charla ya ha contagiado a sus amigos. Estoy pensando en los pilotos más jóvenes: Jonathan Ede y Richardess y Delora wi Towt. Y los pilotos más viejos, Neith y Nona, y Cristoble. Y mis profesionales. Y mis académicos, como Burgos Harsha, y cien más. Se habla de que dejarán la ciudad para siempre. ¡Cisma! ¡Hablan de cisma, la ruina de la Orden!
—Se habla de cambio —admití.
—Demasiado cambio es muerte. —Se acercó a la ventana. Apretó la frente contra el cristal helado, suspiró—. ¿Crees que estoy sordo a lo que se dice? Que la Orden se ha estancado durante mil años; que la profesión y los profesionales se han quedado rígidos en su forma de pensar; que necesitamos nuevos sueños, nuevos problemas, nuevos modos de hacer las cosas. ¿De veras los necesitamos? ¿Qué piensas?
Pensaba en lo que muchos de mi Orden pensaban: que los pilotos caían demasiado a menudo contra sus compañeros pilotos por celos o rivalidad, que profesión disputaba con profesión, escuelas distintas luchaban entre sí por imponer su interpretación del propósito de la Orden sobre todas las demás. La visión original y unificadora de una humanidad compartiendo el espacio y descubriendo su lugar y propósito en el universo se había disuelto en un centenar de filosofías, nociones y conceptos diferentes.
—Pero ¿no es ése entonces el destino de todas las religiones y órdenes? ¿Al final, división y muerte?
—Quieres decir división y guerra. Si dejara que mis pilotos fueran por sus caminos separados, al final habría guerra…, una guerra grande, sucia y sangrienta.
Sonreí, porque pensé que el Guardián del Tiempo estaba siendo demasiado dramático. Cité a los historiadores:
—La guerra es un arte muerto, tan muerto como la Vieja Tierra —dije—. Hay límites, ¿no? ¿Las lecciones de la historia? No creo que nadie en nuestra Orden quisiera reinventar la guerra.
—¿Y qué hay de la guerra entre Cihele Mayor y Mio Luz?
—Eso fue una escaramuza —dije yo—. No una guerra real.
—¡No una guerra real! Ja, ¿qué sabes tú de guerra? Los tychistas lanzaron bombas de fusión sobre los deterministas. ¿Cuántos murieron? ¿Treinta millones?
Sacudí la cabeza, tratando de recordar mis lecciones de historia.
—No lo sé. Treinta y tantos. —Y luego, un momento después, llegó el recuerdo—: Treinta millones cuatrocientos cincuenta y cuatro mil…, aproximadamente.
—¿Y llamas a eso una «escaramuza»? Bien, la llames como la llames, ¿por qué crees que esa escaramuza no se convirtió en una «guerra real»? ¡Restricción, infiernos! ¿Qué crees que mantiene en paz a los Mundos Civilizados? La guerra es ruinosamente cara…, ésa es la razón más importante. Aunque Cihele Mayor y Mio Luz estén conectadas por un simple pasillo, los incompetentes pilotos tychistas con sus repugnantes bombas de fusión, los pocos que sobrevivieron al multipliegue, necesitaron treinta años para alcanzar Mio Luz. Nuestro aspirante más novato podría hacer el viaje en treinta días.
—El tiempo es mutable —dije, burlándome de uno de sus famosos dichos. Pero mi sonrisa se esfumó mientras aceptaba su razonamiento. Si viajar a través del multipliegue se hacía fácil, ¿la guerra se haría fácil también? Y, ¿quién podría viajar con más facilidad y elegancia que un piloto de nuestra Orden? ¿Qué podría ser más desastroso que una guerra entre las diferentes facciones de nuestra Orden?—. Pero, aunque la guerra fuera fácil —objeté—, sería demasiado terrible, y nadie iría a la guerra contra nadie, creo. Además, escaramuza o guerra, los habitantes de Cihele Mayor y Mio Luz estaban locos. La mayoría de las personas y planetas aman la paz.
Insospechadamente, se me acercó y se plantó ante mi silla. Frunció el ceño.
—Mallory, Mallory, has sido golpeado, tallado, sacudido, odiado, amado, y te han enseñado la verdad, pero sigues siendo ingenuo. —Se apartó el pelo blanco de la frente y suspiró—. ¡Ingenuo, digo! ¿Cuál es la esencia de la historia? ¿El deseo de paz? ¡Ja! La guerra es el precio de nuestra búsqueda de poder; la guerra ha sido la maldición del hombre durante veinte mil años. Está en la naturaleza de las cosas que nadie pueda encontrar la paz, pero cualquiera puede hacer que todos los demás se enfrenten a la guerra. ¿Por qué crees que fue destruida la Tierra? ¿Te cuento una parábola de la historia de la Tierra?
Me rebullí en mi silla, tratando de acomodarme.
—Cuéntamela —dije, porque no tenía otra elección.
Sonrió y se aclaró la garganta.
—Erase una vez —empezó—, en que todos los hombres vivían en tribus, y el aire era limpio, y había comida para todos, y la paz era la ley de la Tierra. Pero entonces una tribu, porque se amaban a sí mismos más que a su planeta madre, se volvieron sordos a esta ley. Así, cayeron en la locura. Se volvieron demasiado grandes y demasiado poderosos. Descubrieron que era más fácil robar su pan a los otros que hornearlo ellos mismos. Ansiaron un imperio, una vida de comodidades. Enviaron sus ejércitos hacia el oeste contra las cuatro tribus más cercanas, que amaban mucho la paz. Pero no pudieron tener paz. La primera tribu se enfrentó a ellos lanza contra lanza, pero eran demasiado pocos, y la tribu loca los exterminó hasta el último hombre. Las mujeres, naturalmente, fueron violadas y se las esclavizó, junto con sus hijos, para que trabajaran en los campos de trigo. La segunda tribu, viendo lo que le había pasado a la primera tribu, bajó sus lanzas, por el momento, y besó los pies de la tribu del rey loco. Suplicaron por sus vidas. Si el rey les permitía conservar a sus mujeres e hijos, serían buenos guerreros y harían lo que el rey ordenara. Así, la segunda tribu fue absorbida, y la tribu loca se hizo aún más grande. La tercera tribu, que amaban su libertad tanto como amaban sus vidas, huyó al desierto del sur, donde la vida era dura y apenas había comida y agua suficiente para todos. La cuarta tribu no quería ni ser exterminada, ni ser absorbida, ni huir. Amaban apasionadamente su tierra. Y, así, su rey, que era un hombre visionario, ordenó a sus guerreros que hicieran sus lanzas más largas que las de los guerreros de la tribu loca. Cuando se produjo la batalla, el número superior de la tribu loca fue contrarrestado por las lanzas más largas de la cuarta tribu. De este modo, ninguna de las dos tribus pudo vencer. Entonces, el rey visionario, que había empezado a disfrutar del gusto de la guerra, advirtió que en la siguiente batalla la tribu loca volvería con lanzas más largas. «¡Debemos tener más guerreros!», exclamó el rey visionario. Y volvió la mirada aún más hacia el oeste, y sus ejércitos esclavizaron a las tribus occidentales, e hicieron lanzas aún más largas. Y, así, la cuarta tribu se volvió tan loca como la tribu loca. De esta manera, como una enfermedad, el hábito de la guerra se extendió hasta las tribus más lejanas de la Tierra. Las tribus se convirtieron en imperios que destruyeron los imperios más cercanos, y lamentaban no poder hacer la guerra a los imperios más lejanos porque las distancias eran demasiado grandes para que sus ejércitos las cruzaran. Por fin, un rey, el más listo de todos, colocó cohetes a la base de las lanzas de sus hombres y bombas de fusión en sus puntas. Cuando todos los reyes de todos los imperios de la Tierra hicieron lo mismo, el rey listo advirtió que la guerra era obsoleta e imposible. Si cualquiera de ellos lanzaba sus lanzas contra otro, dijo, aseguraría su propia destrucción, pues contra la lluvia de lanzas equipadas con bombas de fusión incluso los escudos mejores y más costosos eran inútiles. Y así hubo paz en la Tierra…, hasta que el bufón de la corte del rey listo le recordó que había olvidado una cosa.
Hizo una pausa en su ferviente discurso para secarse el sudor de la frente. Me miró expectante, para ver si le iba a preguntar qué era lo que había olvidado el rey listo. Aunque no quería oír las palabras de un bufón alegórico, pregunté:
—¿Y qué había olvidado el rey listo?
El Guardián del Tiempo hizo una mueca.
—Había olvidado que él y toda la gente de su imperio y todos los imperios del mundo estaban locos.
Contuve la respiración.
—¿Y entonces? —pregunté.
—Ya sabes el final de la parábola —dijo él en voz baja—. Ya lo sabes.
Diligentemente, reflexioné durante un rato. A excepción del tictac de los relojes y nuestras respiraciones sincopadas, la habitación estaba en silencio. En el exterior nevaba copiosamente. Yo tenía frío, pero el Guardián del Tiempo sudaba. Gotitas de sudor resbalaban por sus planas mejillas hasta la dura línea de su barbilla. No pude dejar de sonreír.
—Guardián del Tiempo —dije—, parece que tú también has olvidado una cosa.
—¿Eh?
—La tercera tribu, la que huyó al desierto donde la vida era dura…, ¿qué fue de esa tribu?
Él se rio entonces, una risa profunda e intensa, llena de ironía y tristeza. Permanecí sentado en la silla retorciendo los brazos. Era una de las pocas ocasiones en que lo oía reír.
—Nosotros somos la tercera tribu —dijo—. Y el densospacio es el desierto. Todos los pueblos de los Mundos Civilizados han huido de la guerra; todos somos hibakusha. Y hay paz en la galaxia, una paz frágil y relativa, pero siempre hay nuevas tribus que esperan caer en la locura. ¿Por qué crees que debemos tiranizar a los caídos? Porque no podemos permitir que esas tribus crezcan. Nuestra Orden y la Orden de los Guerreros Poetas…, durante tres mil años hemos mantenido la paz.
—¡Los guerreros poetas! —exclamé—. Son asesinos.
—Exactamente. Pocos saben esto, pero los guerreros poetas fueron fundados exactamente para exterminar a las tribus locas y a los reyes locos. El terror era su herramienta, y lo empleaban bien. Ningún rey podía pensar en hacer la guerra contra su vecino sin temer que un guerrero poeta lo asesinara.
—Hablas en pasado, Guardián del Tiempo.
—En efecto. Porque los guerreros poetas llevan mil años en decadencia. Ahora ya no están preocupados con conservar la paz. En el proceso de educar a sus asesinos (y les llevó siglos), desarrollaron una religión para ayudarles a enfrentarse a sus inevitables muertes. Y a menudo se trató de muertes suicidas, porque los reyes, locos o no, son difíciles de matar, ¿sabes? Esta religión se ha convertido en su razón de existir. Ahora buscan discípulos, no paz.
Otra vez, como un tiburón, rodeó mi silla. Empezó a desvariar. Sólo nuestra Orden, dijo, podía conservar la paz. Pero si nuestra Orden se escindía en dos, no habría ningún orden. (La expresión es mía, no del Guardián del Tiempo. Él despreciaba los juegos de palabras casi tanto como a quienes los hacían). Finalmente, nuestro más precioso conocimiento sería diseminado como perlas bajo los pies de un harijano.
Pensé largo rato en sus palabras. Como no estaba de acuerdo con su elitismo fundamental, y como sentía una contradicción en sus creencias, dije:
—Pero no podemos conservar eternamente nuestros secretos. La información es como un virus. Se expande.
—Los virus pueden ser puestos en cuarentena —replicó. Y, más ominosamente, añadió—: Los virus pueden ser exterminados también.
—Pero el propósito de la Orden es descubrir el conocimiento —dije yo.
Su voz se hizo baja y fea como el gruñido de un lobo.
—El conocimiento debe ser buscado y usado ampliamente, ¿eh? No dilapidado como un piloto alocado que entrega discos de la Ciudad a la palma extendida de una puta.
Como me dolía la espalda y estaba cansado, empecé a buscar una nueva postura en la silla. El Guardián del Tiempo me atrapó volviéndome hacia él.
—¡No te muevas ahora! —ladró—. Permanece en la actitud adecuada.
De pronto no quise permanecer en la actitud adecuada. Estaba cansado de que me mirara sin yo poder mirarle a él. Me levanté, volví la cabeza, y le cogí desprevenido. La expresión de su cara me sorprendió. Sus ojos estaban abiertos como platos y sus labios fijos en una sonrisa tímida, como si fuera un niño que mira las cataratas de fuego por primera vez. Estaba mirando dentro de sí mismo, recordando, quizás incluso rememorando. Al principio, no sé cómo supe esto. Sus ojos eran negras lagunas, tan ciegos como los de cualquier scryta. Miraba muchos lugares a la vez, examinando posibilidades futuras y soñando sueños privados. Esta expresión de admisión, de triste inocencia y embeleso, sólo duró un momento. Luego, como el vaho en un día de invierno, desapareció, reemplazado por duras arrugas verticales de desafío y antiguo pesar. Sus ojos brillaron con luces oscuras y sus labios se fruncieron cuando tronó:
—¡Siéntate! ¡Contente y siéntate, maldición!
No me senté. Aparté la silla con el pie.
—Estoy cansado de estar sentado —dije.
Le miré. No podía imaginar qué había ocasionado su lapso contemplativo. Entonces advertí (y fue una de las comprensiones más aplastantes de mi vida) en una sensación súbita que no se trataba de un mero lapso. Era un hombre dividido, un buscador torturado por una eterna guerra interna entre sus sueños y su amarga experiencia, esto lo sabía desde siempre. Pero de repente supe más. Sentí los detalles diminutos en él: la tensión de los pequeños músculos sobre los ojos; sus arcaicos hábitos de discurso; sus rudas filosofías; su agrio olor; y mil cosas más. De algún modo, me hallaba procesando esta rica corriente de información. Estaba seguro de que leía en él. Mientras la mayoría de los hombres (y Soli, mi hosco padre, es uno de ellos) pasan sus momentos vacilando entre la luz y la oscuridad, como un niño asustado que es sacudido de un lado para otro en una pista de hielo por dos de sus compañeros de clase, el Guardián del Tiempo vivía dentro de realidades simultáneamente en conflicto. Era realmente un hombre que vivía en la cima de una montaña interior y petrificada por encima de los otros hombres. Para él, el bien y el mal no existían. O, más bien, existían no como opuestos, sino como sabores diferentes de la realidad, como miel y café negro y ácido que deben ser probados, tragados, y si es posible saboreados en cualquier momento. En la terminología de la Entidad, era un hombre múltiplex, parte héroe, parte pícaro, hereje, tychista, determinista, ateo y creyente…, todas esas cosas y una miríada de otras más a la vez. Si el rostro que mostraba a la Orden y a los embajadores de los Mundos Civilizados era la cara singular y firme de un tirano justo, era el rostro que escogía llevar. Y más aún, era la persona que elegía ser. Me resultó aplastante advertir que tenía este poder de elección. Siempre había pensado en él como un hombre completamente dividido por la realidad de tener que morir y la misma muerte. Ahora vi que no era así. Como todos los grandes hombres, tenía una visión. Para eso vivía. Era esta visión, la parte diminuta que atisbé, lo que me aterrorizó.
—Bien, joven Mallory, ¿qué estás mirando? ¿Qué ves?
—¿Qué debería ver? ¿Soy un cético acaso para leer tus programas como leería los poemas en tu libro?
—Yo mismo me he preguntado a menudo qué eres, en qué podrías convertirte.
Me froté la nariz.
—Veo un hombre aparentemente desgarrado por contradicciones. Pero hay una unidad fundamental, ¿no? No concederías a los extremos el más simple de nuestros secretos, y recelabas y recelas de los secretos de los ieldra. Veo…
—¡Ningún hombre me ha hablado jamás así! ¡Ninguno!
—Veo esta pasión tuya por proteger, al mismo tiempo…
—¡Silencio! No puedo permitir que mis pilotos, ni nadie, me lean. Ves demasiado.
—Veo lo que veo.
—Es peligroso ver demasiado —dijo—. Los scrytas lo saben bien. ¿Cómo reza su dicho? ¿«Los ojos, antes cegados por la luz, están ahora verdaderamente ciegos»?
Mientras decía esto, sus ojos eran piedras ardientes, y entonces inclinó la cabeza y se frotó las nevadas sienes. Yo siempre había supuesto que sentía hacia mí el afecto de un abuelo, pero ahora vi que los requerimientos de su visión privada ahogarían siempre su amabilidad. Cuando sirvió a su propósito rescatarme de mi propia impetuosidad, me había dado un libro de poemas y me había salvado la vida. Si mi muerte sirviera a sus sueños o planes…, bueno, como había dicho, los virus pueden ser exterminados.
—¿Por qué me mandaste llamar?
—¿Por qué tienes que interrogarme, maldición? —Apretó los puños, y los músculos de su cuello se tensaron. Era como si se estuviera fortaleciendo para enfrentarse a una agónica decisión que no quería tomar. Pensé que, ya que tenía poca compasión por sí mismo, finalmente haría la elección más dura. Debía temer que la compasión hacia otro pudiera debilitarle y carcomer la acerada cobertura de su ser como el óxido devora lentamente el mecanismo interior de un reloj.
—¿Por qué estoy aquí? —repetí.
Caminó hasta la ventana y arañó el cristal con las uñas como si fuera un oso excavando en el hielo. Las uñas dejaron su brusca y clara marca en la escarcha blanca. Permaneció en silencio durante un momento, y luego las palabras brotaron de repente.
—Sería la mayor de las catástrofes que uno de mis pilotos resolviera la Hipótesis del Continuo sólo para que el secreto se extendiera como un virus. Caer de cualquier estrella instantáneamente a cualquier otra…, comprende, sólo mis pilotos deben tener ese conocimiento.
—La Hipótesis puede ser indemostrable —dije yo.
—Sería mejor si así fuera.
—En cualquier caso, yo no la he demostrado. El Tycho y Dov Danladi, Soli también…, se han esforzado toda la vida por demostrar el Gran Teorema. ¿Quién soy yo para demostrarlo?
—¡Ja, has cambiado! —se burló—. ¿Quién eres tú? Eso me gustaría saber. ¿Qué te han hecho los malditos dioses? A todos nos gustaría saberlo, ¿eh? Regresas de Agathange como un fantasma, y de pronto, al parecer, has ganado modestia…, y otras cosas.
—¿Qué quieres decir?
—Lo sabes, Mallory, lo sabes. Hace diez días, tu Bardo estropeó parte del Monumento del Tycho, ¿no es así? Cuéntame, ¿qué sucedió ese día?
—Bardo se embriagó y rompió uno de los cristales.
—Mis novicios dicen que entraste en tempolento…, ¿es eso cierto?
—¿Cómo podría ser cierto? ¿Cómo es posible entrar en tempolento sin la ayuda de un ordenador?
Golpeó con el puño el alféizar de la ventana.
—¿Por qué tienes que contestar a una pregunta con otra pregunta, maldición? —rugió—. Dime, ¿entraste en tempolento?
—Algunos dicen que lo hice —admití—. Pero la verdad es que detuve el tiempo.
—¿Que detuviste el tiempo? ¡Ja, no lo creía posible! Pero eres un hombre sincero, ¿no? No le mentirías a tu Lord Horólogo. ¿Por qué, Mallory, por qué estás tan pagado con esta noción sagrada de la verdad?
—No lo sé.
—¡Paparruchas! Hay verdad y verdad. La verdad es tan mutable como el tiempo.
—No lo creo.
Se frotó los ojos y me miró.
—Has de prometerme una cosa, joven Mallory. Si alguna vez descubrieras la prueba del Gran Teorema, no debes informar a los céticos, ni a los akáshicos, ni a los cantores, ni a tus compañeros pilotos. No debes decírselo a nadie excepto a mí.
Me quedé inmóvil mientras pensaba a gran velocidad. Si alguna vez resolvía la Hipótesis y se la confiaba al Guardián del Tiempo, el conocimiento desaparecería como la luz por un agujero negro.
—He jurado buscar la verdad —dije.
—Has jurado buscar la verdad, no diseminarla y esparcirla por todas partes como la orina de un viejo.
—Hace cuatro años, ante ti, en el Salón de los Pilotos, hice el voto de buscar la sabiduría y la verdad aunque la búsqueda llevara a la ruina y a la muerte.
—¡Ruina y muerte! ¿La muerte de quién, maldición? ¿Es sabio dejar que la verdad arruine a la Orden?
—Toda mi vida he soñado con demostrar el Gran Teorema.
—Sueños, ¿qué son los sueños? ¿Por qué eres tan condenadamente terco? ¿Por qué? ¿Por qué lo eres? ¿La muerte de quién? ¿La muerte de quién será?
—Toda mi vida, hasta hoy, he soñado con una Orden, un universo entero, donde la sabiduría y la verdad sean una.
—Nobles palabras; palabras ingenuas… ¡Qué cansado estoy de las palabras! —Había una tensión casi insoportable en su voz, en cada una de sus aceradas palabras—. Dame tu promesa.
—No puedo.
—Bien.
Pronunció esta última palabra dolorosamente, lamentándolo, como si no pudiera soportar que sus labios formaran el sonido, que colgó en el aire como el bajo resonar de una campana. Me miró durante un rato. Y en sus ojos había amor y odio, y otra pasión que identifiqué con la voluntad, o la voluntad hacia el destino, su destino y tal vez un destino universal que debía saber que era el destino más terrible y solitario de todos. Entonces frunció el ceño y me hizo un gesto con las manos. Me despidió mientras miraba por la ventana. Antes de dejar su torre por lo que pensaba sería la última vez, miré también a los novicios que pasaban patinando, ajenos al juicio que acababa de tener lugar sobre sus cabezas salpicadas de nieve.