El cerebro no es un ordenador; el cerebro es el cerebro.
—Dicho de los akáshicos.
Algunos dicen que Neverness es la auténtica Ciudad Eterna, la ciudad que nunca morirá. Durante tres mil años se ha alzado como un testamento a la habilidad del hombre para perdurar. En sus torres y chapiteles de granito, en sus brillantes cúpulas, en sus calles de fuego, en los ojos de sus pilotos y de los extremos arde la fría llama de nuestra inmortalidad, el alma de la humanidad. No sé si durará treinta mil años más, como profetizan los scrytas, o treinta millones de años. ¿Durarán tanto los planetas? ¿Lo harán las estrellas? Como hijo de la ciudad, siempre he creído que su destino está entretejido con el destino del hombre. Es el nexo topológico de esta brillante galaxia, y es también la Ciudad de la Luz a la que todos los buscadores vienen algún día. Hay secretos enterrados aquí; hay maravillas; hay glorias. Neverness, creo, es eterna como nuestros sueños son eternos; perdurará tanto como la raza que la creó.
Por tanto, es eterna, y es hermosa, y encarna la misma esencia del hombre. Pero no debo entusiasmarme con demasiado fervor o durante demasiado tiempo. Nuestras naturalezas humanas tienen múltiples capas. «Ciertamente, un arroyo contaminado es el hombre», como me dijo una vez la Entidad de Estado Sólido. Y Neverness, la quintaesencia de las ciudades del hombre, es una ciudad estratificada. Está dividida en capas con lo mejor de los matemáticos, imprimáturs y fantasistas, así como con la escoria de autistas, ejemplares y replicadores de Yarkona. Nuevas sectas extrañas cambian continuamente la composición de la Ciudad, anegando las deslizaderas con gente sorprendida (y sorprendente). Es una ciudad hermosa —no puedo decir esto a menudo—, una ciudad de verdad. Pero también es una ciudad contaminada de política, intrigas y complots; a menudo, es una ciudad de súbitos cambios.
Al decimoctavo día del falso invierno del año 2933, regresé a las calles y torres de mi infancia. La ciudad parecía súbitamente cambiada. Había nuevos edificios, naturalmente. En el Zoo había un gran aeródromo púrpura en forma de globo que albergaba la embajada de los nuevos alienígenas alados llamados elidi. (Debería mencionar que había un violento debate en marcha entre los escatólogos y otros profesionales sobre si los diminutos elidi eran verdaderos alienígenas o simplemente una de las razas alteradas y perdidas del hombre. Era una época de violentos debates, como pronto descubrí). El Colegio de Lores, esos arrugados ancianos y ancianas que gobiernan nuestra Orden, había aprobado por fin y erigido la torre que celebraba la fundación de la profesión de los fantasistas. La torre de los fantasistas se alzaba entre los chapiteles de la Ciudad Vieja; era un edificio extraño de curvas pronunciadas y extraños ángulos, un edificio preocupante. Su opalescente fachada parecía capturar y retener, en momentos distintos, todos los colores de la Ciudad. Como las composiciones de los propios fantasistas, cuanto más trataba uno de fijar en la mente una imagen de la torre, más se agitaba y cambiaba. Había también nuevas sectas pululando por las negras resbaladeras. Cerca del Anillo de Rollo en el Sector Extremo vi un neurocantor, con sus biochips implantados corticalmente, cantándose interminables canciones de felicidad eléctrica. Me hizo sentirme incómodo, probablemente porque parecía demasiado feliz. Me acosó, agarrando la manga de mi kamelaika, y proclamó tener una identificación espiritual conmigo, como todos los neurocantores hacían con los pilotos. Después de que le explicara que los pilotos tenemos prohibido entrar en interfase continuada con el ordenador de nuestra nave (o con cualquier otro ordenador), lo repudié, como debe hacer todo piloto. Y estaban también las viejas sectas: Amigos de Dios de Simoom, y antiguos mággidos cantando sus historias sobre lo que llamaban la primera Diáspora, así como los omnipresentes autistas, harijanos, hibakusha y refugiados de las estrellas del Vild. Había demasiados guerreros poetas…, esto lo advertí de inmediato. Por supuesto, un solo guerrero poeta ya es demasiado, pero en la Calle de los Diez Mil Bares, y por el Camino, y en los cafés, pistas de hielo y plazas, durante una larga tarde, conté diez de ellos. ¿Por qué, me pregunté, había en mi ciudad tantos mortíferos guerreros poetas?
Para mí fue una época de muchas preguntas y pocas respuestas. En Agathange, mi madre me había contado el desastroso final de nuestra expedición. Recordé, por mi cuenta, que Soli era mi padre. Y cosas peores. Naturalmente, ninguno de nosotros conocía lo que había sucedido en Neverness durante nuestros dos años de ausencia. Inmediatamente después de regresar, le pedí noticias al Lord Akáshico, y recibí una nueva noticia junto con lo trágico: ¡Bardo estaba vivo! Los criólogos lo habían descongelado, habían curado su corazón roto, y lo habían devuelto a la vida. Estaba en algún lugar del multipliegue, pilotando por primera vez desde que el Guardián del Tiempo hiciera su convocatoria de búsqueda. Pero otros no estaban vivos. Patiné por las estrechas resbaladeras en lo más profundo de la noche, y vi la sonrisa sin dientes de Shanidar sonriéndome desde las sombras. Cada vez que podía, evitaba a los scrytas. El destello de una túnica blanca o una piel blanca en la calle ante mí era suficientes para hacerme entrar tambaleando en extraños bares y cubiles fantasistas. Una vez me encontré el falso cadáver de la muda de un scutari. Sus rojos amasijos de músculos me recordaron demasiadas cosas que había visto entre los devaki. Todo me recordaba la expedición. No podía dejar de pensar en Katharine. Estaba lleno de tristes y descabelladas ideas: regresaría solo con los devaki y rescataría el cadáver de Katharine; la llevaría a Agathange; y, cuando estuviera curada, me casaría con ella, y dejaríamos la Orden, encontraríamos algún planeta hermoso y primitivo y crearíamos una nueva raza propia. En mis momentos más sobrios, admitía que el cadáver de Katharine se habría podrido hacía ya tiempo y habría sido devorado por los osos; no existía. Ella estaba muy alejada de las artes restauradoras de los agathanianos o de cualquier otro dios.
Como la semilla divina de los agathanianos ardía en mi interior, y como estaba lleno de miedo, fui a ver al Lord Akáshico y le pedí que hiciera un modelo de mi cerebro. Pero no pudo ayudarme. (Ni pudieron los céticos, holistas, o imprimáturs cuando acudí a ellos). En sus oscuros aposentos cubiertos de paneles de madera, Nikolos el Anciano jugó con los pliegues de grasa que colgaban de su carita mientras bajaba el yelmo del ordenador akáshico sobre mi cabeza. Cartografió las estructuras basales de mi cerebro, las amígdalas y el cerebelo, el sistema límbico productor del miedo, y los pliegues del lóbulo parietal. Cartografió mi cerebro de la corteza al tallo, y luego modeló las sinapsis de los lóbulos temporales.
—Para empezar, y como sabes, Mallory, el virus ha reemplazado las neuronas por todo el cerebro. Es algo mágico, naturalmente, y no puedo explicarlo. Por ejemplo, en el grupo bajo la cisura de Silvio…, todo es nuevo. Ahí es donde está tu sentido del tiempo…, bueno, realmente está en ninguna parte y en todas partes, pero se origina ahí, ¿comprendes?
—Si comprendiera lo que me han hecho los agathanianos Lord Akáshico, no habría acudido a ti. Mi cerebro, el holograma, yo mismo…, ¿está conservado o cambia? Necesito saberlo.
—¡Vaya milagro! —dijo él. Se encogió de hombros y se tiró del lóbulo de la oreja—. Bien, el holograma está conservado, después de todo. Creo. No, no, no…, no te preocupes y no me molestes con más preguntas. Regresarás aquí cada diezdías, y haremos un nuevo estudio. No, que sea cada cincodías…, éste es un caso raro. ¡La magia de los dioses! Es una lástima que no podamos separarte la cabeza del tronco, preparar un baño nutriente y modelar tu cerebro momento a momento… ¡No, no, sólo estoy bromeando, no me mires así!
Poco después de mi llegada traté de consolar a Soli. Pero él, el jactancioso Lord Piloto de nuestra Orden, mi tío, mi padre, no quiso verme. Yo quería tomar su mano en la mía, estudiar la forma y los contornos de sus largos dedos en busca de una respuesta a un enigma propio. Le haría ir conmigo al imprimátur para un genotipo. Me dije que quería una prueba de que era realmente mi padre, pero en realidad estaba desesperado por hallar cualquier evidencia de que no era su hijo. Durante la mayor parte de una mañana entera esperé en una antesala delante de sus aposentos en lo alto de la Torre Danladi. Por fin, un novicio alto y lleno de granos atravesó las puertas de obsidiana.
—El Lord Piloto está trabajando en un teorema —me dijo—. Puede que hayas oído hablar de él…, se llama la Hipótesis del Continuo. Ha jurado permanecer aislado hasta que lo demuestre.
Me divirtieron los rudos y arrogantes modales del novicio. Soli tenía fama de escoger a novicios arrogantes para servirle.
—¿Cuánto lleva el Lord Piloto enfrascado en su trabajo, entonces?
—Casi dos años.
—Entonces, ¿el Lord Piloto no me verá?
—No verá a nadie.
—¿Ni siquiera a mí?
—¿Y quién eres tú? —preguntó—. Docenas de pilotos, maestros pilotos como tú mismo, han intentado verle, incluso sus amigos, pero quiere estar solo.
Me alegré de que no pareciera saber que yo era hijo de Soli. Sin duda Soli quería mantenerlo en secreto. El novicio empezaba a molestarme, así que me levanté y lo miré de arriba abajo. Se sonrojó, y sus granos se volvieron aún más rojos. Tal vez había oído que yo había asesinado a un hombre; tal vez se sintió intimidado por la sonrisa de mi cara aún salvaje o por la ira de mis ojos, porque de repente recordó sus modales.
—Lo siento, Maestro Mallory —dijo—. Pero el Lord Piloto no querría verte en ningún caso. No ha sido el mismo desde que Justine le dejó, desde vuestra, uh…, expedición. Y eres amigo de Bardo, y Bardo y Justine son, uh…, amigos, y todo el mundo lo sabe también, creo. Has oído el rumor, ¿verdad, Maestro Piloto?
Había oído el rumor. Todo el mundo decía que Justine había abandonado a Soli porque era un hombre cruel y salvaje. Le había roto la mandíbula allá en los hielos cuando se dejó llevar por la ira. Como venganza, o eso decía el rumor, ella se había hecho amiga de Bardo, más aún, había empezado a compartir su cama. Algunos incluso decían que compartía la cabina de la naveluz de Bardo, desnudando sus cerebros el uno al otro, flotando juntos en un arrobamiento desnudo. ¿Podía ser eso cierto? ¿Se habían unido sus esencias separadas dentro de las neurológicas de la Puta Bendita? ¿Habían compartido el mismo cerebro extensional, resuelto los mismos teoremas, visto el multipliegue desde los mismos ojos interiores, pensado los mismos pensamientos? Aunque no había pruebas de esta telepatía prohibida, era el escándalo de la Orden. Muchos de los antiguos amigos de Justine (bravos maestros pilotos como Tomoth de Thorskalle, Lionel Killirand y Pilar Gaprindashavilli) habían hablado contra ella, exigido que el Guardián del Tiempo la castigara o incluso la desterrara de la Ciudad, y desterrara a Bardo también. Otros eran más fieles. Cristoble el Osado había anunciado que, si Justine era desterrada, él y sus amigos dejarían la Orden con ella. Tal vez, dijo, huirían a Tria y se unirían a los pilotos mercaderes; quizás encontrarían un planeta nuevo y fundarían una orden propia.
Naturalmente, este malicioso rumor había llegado rápidamente a oídos del Guardián del Tiempo. Inmediatamente, aquel viejo sombrío le recordó a Bardo su juramento de buscar el secreto de los ieldra, y lo había enviado al multipliegue.
—Pero tu gordo amigo regresará —me dijo el Guardián del Tiempo un día, en lo alto de su torre—. Igual que tú has regresado a mí. ¡Suerte! ¡Es mala suerte que Bardo se vea dominado por sus deseos! Pero ¿no nos pasa eso a todos? ¿Has oído los rumores? Ha habido cambios en la Ciudad desde tu maldita expedición. Algunos de mis pilotos (no mencionaré sus nombres) están hablando de dejar la Orden. ¡Dejarla! Pero no, no la dejarán. —Se acercó a la silla ante la ventana y aferró el curvado respaldar como si no quisiera volver a soltarlo nunca—. Cuando Bardo regrese, hablarás con él. Le explicarás que no es adecuado que uno de mis pilotos se acueste con la esposa del Lord Piloto. Ahora háblame de Agathange. ¡Siéntate! Cuéntame cómo el más valiente de mis pilotos vuelve a mí resucitado en vez de perderse en el agujero negro de la muerte.
Cuando Bardo regresó, trece días más tarde, me enfrenté al más doloroso de los cambios: el cambio de un hombre que, como yo mismo, había vuelto del agujero negro de la muerte. Lo encontré en el Hofgarten, y bebimos skotch y cerveza como hicimos en el bar de los maestros pilotos cuatro años antes. Fue una tarde desgraciada y dolorosa, de palabras furiosas y silencios malentendidos. Como ese día marcó el principio de mi gran cambio, debo registrar sus milagrosos hechos con mayor detalle.
Es curioso que haya mencionado tan poco el Hofgarten, pues en ciertos aspectos es la estructura más importante de la Ciudad. El Hofgarten, un gran domo de cafés y bares, se encuentra en los acantilados que dan al mar. Los cafés están construidos alrededor del borde de una gran pista de hielo, y albergan un magnífico domo de clary, el mayor de su especie, o eso se dice, en cualquiera de los Mundos Civilizados. Cada café (o bar) tiene dos grandes ventanas: una ventana convexa por la que se puede ver a los patinadores mientras dibujan círculos en la pista de hielo, y una ventana cóncava que permite ver la Ciudad Vieja, o el Sector Extremo o (depende de qué segmento del borde ocupe el café), las aguas heladas del Firme. Los cafés están siempre llenos de extremos y alienígenas que vienen a reunirse informalmente con los hombres y mujeres de nuestra Orden (y, a veces, a esquiar sin ninguna elegancia por la pista). Es un lugar festivo donde los haikuistas y deletristas deleitan a la gente con sus bellos entretenimientos, Pero los cafés están también abarrotados de ejemplares que tratan de persuadir a los escatólogos de la lógica de sus estrategias de cría, y con guerreros poetas y demócratas y príncipes mercaderes y muchos otros que conspiran, planean y traman. En el café más cercano al borde de los acantilados encontré a Bardo, encorvado sobre una espumosa jarra de cerveza.
—Alark Mandara me dijo que te encontraría aquí —dije.
—¡Mallory! ¡Sabía que no podrías quedarte muerto! —Saltó de la mesa, apartó de un empujón a un corredor-gusano y me rodeó con sus brazos—. Pequeño Amigo, Pequeño Amigo —dijo, mientras me aporreaba la espalda y las lágrimas corrían por sus ojos—. ¡Estamos vivos! ¡Por Dios que lo estamos!
Acercó la mesa de hierro a la ventana exterior para que pudiéramos tener un poco de intimidad. Nos sentamos en las duras sillas del mismo metal. Le miré, mientras golpeaba con la punta de la bota los triángulos negros y dorados del suelo.
—Por Dios, ¿qué estás mirando?
Bardo, mi grande y fuerte amigo, había cambiado. Ya no parecía un alaloi. Había acudido a un tallador que le había devuelto a su antigua forma…, o casi. Al parecer, se había afeitado la densa barba negra, y flojos pliegues de carne colgaban de sus mejillas. Sin la barba, parecía más joven; también parecía furioso, pálido y delgado, como un gran oso blanco al final del invierno profundo. Demasiado, demasiado delgado.
—Ah, ya ves, es cierto lo que dicen…, Bardo no está bien. ¿No? No, no estoy bien. Bueno. Beberé cerveza y llenaré mi panza con filetes de tritón, y me pondré bien. —Y, tras decir esto, vació su jarra y cogió un gran plato de carne, kafir y pan horneado. Mientras comía a dos carrillos, me miró nerviosamente, como si me ocultara un secreto.
—Te he echado de menos —dije.
El café apestaba a gente; estaba lleno de humo de tabaco y toalache, y había mucho ruido. La mesa estaba cubierta de platos sucios y posos de cerveza de olor amargo. Obviamente, Bardo llevaba allí bastante tiempo, tal vez todo el día, bebiendo y comiendo.
—Has estado dos años fuera —dijo—. Los dos años más duros de mi vida. Pensaba que estabas muerto. ¡Oh, lo que he sufrido por ti y tu maldita búsqueda!
El novicio encargado de servirnos, un muchacho nervioso de ojos castaños y demasiado sensibles, tajo una cafetera y sirvió el aromático líquido en un gran tazón azul. Sorbí el café (era café de Mundo Verano, denso, fuerte y delicioso), y le pedí a Bardo que me contara lo que había sucedido. Mientras se limpiaba los rojos labios de migajas, me miró tristemente y me confesó su mayor temor.
—Como piloto, estoy acabado —dijo, mientras se palpaba la cabeza con los dedos—. La fruta más fina de este cerebro maduro…, la he abierto, la he comido, y he escupido las pepitas. Mis descubrimientos, mis inspiraciones, mis momentos de genialidad, nunca volverán. Es terrible, amigo mío, saber que lo mejor ya ha pasado y que todos los días que quedan de nuestras vidas conducen a la podredumbre y a la descomposición.
Pidió otra cerveza. Mientras la sala se llenaba aún más, Bardo se frotó la frente y me miró.
—Ya no soy yo mismo. Después de tu maldita expedición…, ¿sabes que todos la llaman la Locura de Mallory?…, después de que regresáramos a la Ciudad, cuando los criólogos me descongelaron, cuando los talladores sanaron mi corazón… ¡Bueno, por Dios, esperaron demasiado! Es mi cerebro lo que se pudrió. Demasiadas células cerebrales muertas y corrompidas, lástima. Ya no soy el piloto de antes. Se acabó, Pequeño Amigo. Los teoremas, las asociaciones, la belleza…, todo se fue. He intentado enfrentarme al multipliegue, pero no puedo. Soy demasiado estúpido.
Ordené un vaso de skotch (Bardo había escogido uno de los pocos cafés del Hofgarten que servían skotch), y lo bebí rápidamente. Y luego otro, y otro más. De repente no quise oír su historia, sus lamentos de autoconmiseración. Bebí rápidamente para drogar mis células cerebrales, para hundirlas en la estupidez, pero el skotch parecía hacer poco efecto. Quizá, pensé, había bebido demasiado café.
—A tu mente no le pasa nada —dije—. Con el tiempo, todo volverá. Las matemáticas… Eres un piloto nato.
—¿De veras?
—Soli me dijo una vez que podrías ser el mejor piloto de todos.
—¿Lo hizo? ¿Dijo eso? Bueno, pues se equivoca. Mi brillantez murió junto con las células cerebrales… y otras cosas murieron también.
—¿Qué otras cosas? —le pregunté.
—Otras cosas. —Contempló el dibujo de flores del mantel, sin querer mirarme.
—Cuéntame —dije.
—No, no puedo.
—Cuéntame.
—Te reirás de mí.
—Te prometo que no.
—No, no puedo contártelo.
—Cuéntame.
—Es demasiado embarazoso, Pequeño Amigo, demasiado embarazoso.
—Nunca habías tenido secretos conmigo.
—No sé cómo contártelo.
—Oh, vamos, sólo empieza a hablar.
—No puedo.
—Usa los labios, luego pronuncia las palabras.
—No, no.
Contemplé su regazo a través de los espacios entre las delicadas flores forjadas de la mesa. Sus pantalones de lana colgaban por encima de su vientre.
—¿Te has curado del veneno de Mehtar? Cuéntame.
—Ah, lo has adivinado, ¿no? ¿Pero qué hay que contar? Cuando los criólogos me descongelaron, fui a un nuevo tallador, que devolvió mi cuerpo a su antigua magnificencia. Y me curó del veneno de Mehtar…, ¡me curó demasiado bien, por Dios! Debes saber que ya no sufro las erecciones nocturnas de mi lanza; ya no sufro sus erecciones ni de noche ni de día, ni… ni nunca. Se acabó: la poderosa lanza de Bardo se ablandó como un leño podrido. ¡Oh, lástima, lástima!
Aunque quise reírme, no lo hice. Ni siquiera sonreí.
—A veces —dije—, el remedio es peor que la enfermedad.
—No repitas banalidades.
—Lo siento.
—Oh, claro que sí. Bueno, he buscado a Mehtar, pero parece que ha cerrado su taller y ha huido de la Ciudad. —Dio un largo sorbo a su cerveza—. Me sentí tan aturdido con la pérdida de mis…, de mis poderes, que dejé que el nuevo tallador me rasurara las células de la cara. «Ya nadie lleva barba», me dijo, así que le dejé desnudar mi cara. Y aquí estoy, lampiño como un chiquillo. Tengo un aspecto ridículo, lo sé. Es una cara de la que avergonzarse, y por eso me ves como estoy, sentado todo el día, tragando cerveza.
Como para enfatizar lo doloroso de su historia, acabó con su cerveza y se frotó el desnudo labio superior. Con las mejillas y labios descubiertos por primera vez desde sus años de novicio, me vi forzado a considerar el aspecto más desagradable de su cara: Bardo, mi feo y carismático amigo, no tenía mentón. Peor aún, sus tendencias hacia la pereza y la cobardía habían dado forma a su cara desnuda del mismo modo que el tiempo esculpe una montaña. Sin barba, parecía a la vez infantil y cruel, santo y dañado. Y también infeliz, demasiado infeliz para su propio bien…, o el de la Orden.
Me froté la barba sobre mi gruesa mandíbula, y decidí esperar un poco antes de esculpir mi cuerpo de vuelta a su antigua forma. La verdad es que no me importaba parecer un alaloi.
Bebimos nuestros licores y charlamos sobre nuestros gloriosos años de aspirantes en Resa y de otras cosas no tan gloriosas. Escuché su profunda voz de bajo vibrar por encima del caótico tintineo de cuchillos y platos, el murmullo de voces que nos rodeaba. Me volví para mirar a través de la ventana interior la pista de hielo. Había aspirantes con sus kamelaikas, maestros pilotos, académicos y altos profesionales…, todos ellos patinando y charlando. Bardo señaló a Kolenya Mor mientras ésta intentaba hacer una pirueta doble y acababa cayendo de culo.
—¿Has oído los rumores? —me preguntó—. Ah, estoy seguro de que sí. Justine cometió el error de confiar en Kolenya, y ahora toda la Orden sabe lo nuestro. —Bebió más cerveza—. Creen que saben.
—Entonces, ¿es cierto? ¿Justine y tú? ¿Mi tía Justine? ¿Cómo puede ser? Te sobrepasa en más de cien años.
—El tiempo, ¿qué es el tiempo? Perdóname si hablo poéticamente, pero, después de que una mujer ha llegado a la madurez definitiva, su alma se ha desplegado como una flor de fuego, y ninguna cantidad de tiempo puede extinguir la llama o atenuar los colores. Y el alma de Justine es una flor perfecta, tan hermosa como una puesta de sol violeta, tan atemporal como el sol. Es su alma lo que amo, Pequeño Amigo. Su alma.
—¿La amas? Recuerdo que una vez me dijiste que era un error para un hombre amar demasiado a una mujer.
—¿Lo hice? Qué estupidez, ¿no? Sí, es cierto, la amo. Bardo ha caído…, ¡oh, cómo lo he hecho! La amo profundamente; la amo continuamente; la amo absolutamente; la amo apasionadamente; y la amaría licenciosamente, si pudiera.
—Pero es la esposa de Soli.
—No, no, ya no. Cuando Soli la abandonó, se divorció de ella en espíritu, aunque no por la ley.
El humo del café era denso e irritante; me escocían los ojos, así que los froté lentamente.
—Pero vivimos en una ciudad de leyes, ¿no? Las leyes de la Orden.
Se lamió su desnudo labio superior.
—¿Oigo la voz del Guardián del Tiempo hablando a través de la tuya? ¿O es la voz de mi amigo que me da un sermón sobre la ley?
—Mi voz es mía —dije—. Hablo por mí mismo, como un amigo a un amigo. Escúchame, Bardo: somos pilotos, ¿no? Hemos hecho votos.
—¡Ah, me estás sermoneando sobre la ley, por Dios! Creía que tú, más que nadie, apreciarías la necesidad de dejar atrás la ley.
—¿Por qué? ¿No soy un hombre como cualquier otro?
—Bueno, siempre has sido diferente, desde tu concepción…, naciste fuera de la ley, ¿no? Cuando tu madre replicó a Soli…
—No importa cómo nací; no quiero volver a hablar sobre eso.
—Lo siento, Pequeño Amigo. Pero solamente estaba recalcando la relatividad de la ley. ¿No fuiste tú quien solicitó al Guardián del Tiempo que robáramos el plasma de los pobres devaki?
Tragué mi skotch, y acabé rápidamente con otros dos vasos. Pero estaba tan embriagado de furia que el alcohol no me hizo efecto.
—Está la ley de la Ciudad, y por supuesto hay una ley superior. Ojalá supiera cuál es.
—¡Y, sin embargo robaste a los devaki de sus tejidos, por Dios que lo hiciste!
Solté mi vaso y me llevé las manos a los ojos.
—Una vez creí que podía ver las cosas superiores claramente —dije con voz ronca—, pero sólo veía mis deseos, mi vanidad, mi pasión por lo que suponía era la verdad. Siempre me engañaba a mí mismo haciéndome creer que era un órgano, una parte de una ley superior, una orden superior de cosas. Podía sentirlo, Bardo; a veces casi podía verlo. Pero hay sensaciones falsas y visiones falsas, ¿no? ¿Qué soy, entonces? Un hombre como tú, como cualquier otro, Una vez me coloqué por encima de la ley de los hombres, y ahora Katharine está muerta. Y Liam. Los asesiné con estas manos.
—Bueno, está la Ley de la Supervivencia —dijo él—. Ésa es la mayor de todas las leyes.
Pensé en Agathange, y en otras cosas.
—No, ésa no es la mayor de todas las leyes —dije.
—¿Qué podría ser superior?
—No lo sé.
Más tarde, después de que cenáramos, Justine entró en el café y se encaminó directamente a nuestra mesa. Bardo se levantó rápidamente y le cogió la mano. Parecía a la vez molesto y complacido de tocarla.
—Creía que habíamos acordado no dejarnos ver juntos —dijo.
Ella le dirigió una mirada que él debió comprender inmediatamente, porque asintió con la cabeza y preguntó:
—Oh, ¿qué sucede? ¿Qué ha pasado?
—¿No has oído la noticia? —La voz de Justine era ronca y agitada, como si hubiera estado patinando rápidamente durante todo el día—. ¡Mallory, me alegro tanto de verte!
Nos abrazamos, e incliné mi cabeza hacia ella. Había cambiado desde el regreso de nuestra expedición, dos años antes. Su cuerpo alaloi había desaparecido, igual que su nariz alaloi, su entrecejo, sus dientes y su mandíbula. La habían reesculpido. Con sus labios carnosos y su largo pelo negro, era la misma alta y hermosa tía Justine que siempre había conocido. Si no estaba tan delgada como antes, si sus pechos eran un poco más llenos, sus caderas más anchas, sus muslos un poco demasiado gruesos con voluptuosa grasa…, bueno, pensé, eso complacerá a Bardo infinitamente.
—¡Ha pasado tanto tiempo! —dijo. Me tocó con cuidado la sien, como si no pudiera creer que me había curado. Me llevó aparte y, con tono dulce y bajo, dijo—: Es un milagro. ¡Pobre Katharine! Si hubiéramos pensado en…, oh, lo siento, no debería de haber dicho nada, sé que es doloroso recordar e intento no hacerlo, pero no puedo dejar de recordar, especialmente en momentos como éstos, en los lugares públicos donde los amigos de Soli…, mis amigos también, como me recuerdo a menudo…, todos nos miran a Bardo y a mí como si fuéramos, no sé, replicadores, y perdóname por decirlo, pero la verdad es que quiero que sepas la verdad, Mallory; no importa lo que te digan, debes de saber que Bardo y yo sólo somos amigos, buenos amigos, tal vez incluso los mejores amigos, como siempre quise que Soli y yo lo fuéramos, pero nunca pudimos porque, oh, ya sabes cómo es Soli, ¿no? Claro que lo sabes, especialmente ahora que…, bueno, no hablemos de eso, pero Soli, oh, es tan condenadamente frío, demasiado frío, y es una lástima.
Debo admitir que me molestó oír a Justine maldecir, porque casi nunca lo hacía. Me molestó aún más que hubiera copiado algunas de las muletillas de Bardo.
—Cuéntame esa noticia —le dije.
Ella se sentó en una silla junto a Bardo y, sin invitación, dio un sorbo a su cerveza.
—¿No te has enterado? La Estrella de Merripen ha estallado; es una supernova de segunda clase, es cierto, al menos según tu amigo Li Tosh, que iba de camino a casa cuando la descubrió, pero naturalmente, a esta distancia, incluso una supernova de segunda clase es…
Se detuvo a media frase para mirar a Bardo. Éste fruncía el ceño; obviamente nunca había oído hablar de la Estrella de Merripen. Yo tampoco estaba familiarizado con el nombre.
—¿A qué distancia está? —preguntó Bardo.
—La estrella de Merripen es… bueno, debería decir era, una de las estrellas del Grupo Abelino.
Bardo y yo nos miramos, y sacudí la cabeza. El Grupo Estelar Abelino estaba cerca de Neverness; la distancia de sus cien estrellas a Nevada era de unos treinta años luz.
—¿Cuánto tiempo hace que estalló? —preguntó Bardo—. ¿A qué distancia está la ola?
—Li Tosh estima que a veinticinco años luz.
Mientras hablábamos, fotones y rayos gamma de la estrella muerta fluían por el espacio en una esfera en expansión. En seis segundos, la luz recorrería más de un millón y medio de kilómetros; en unos ochocientos millones de segundos, la primera ola de la esfera empezaría a bañar Nevada (y la ciudad) con una lluvia de luz de radiación dura.
—Ah —dijo Bardo—, aquí está, entonces, el final de todo. Lástima.
Bebió tranquilamente su cerveza. Sin embargo, pude ver que estaba anonadado por la noticia, igual que yo. Aunque llevábamos toda la vida esperando esta noticia, cuando por fin llegó nos cogió desprevenidos.
—¿Cuál es la intensidad? —pregunté—. ¿Cómo será?
Bardo miró a Justine y respondió por ella.
—Oh, bastante malo; será malo, tristemente malo; probablemente, incluso terminal.
La supernova fundiría el hielo de los mares; la luz asaría las plantas y cegaría los pájaros y demás animales. Posiblemente esterilizaría la superficie de Nevada.
Justine dio otro sorbo a la cerveza. Asintió.
—Se habla de abandonar el planeta —dijo.
Discutimos durante un rato el destino de nuestra ciudad, de nuestra estrella, de nuestra galaxia. Finalmente, Bardo (y Justine) se aburrieron de esta discusión. La mayoría de los seres humanos hallan posible concentrarse sólo en los hechos que ocurrirán en el futuro inmediato, y Bardo era sumamente humano. Dado su pesimismo innato, normalmente se contentaba sólo con asegurar su siguiente comida.
—Ahhh —dijo Bardo lentamente; y, en ese momento, la luz asesina de la estrella se acercó otros setecientos cincuenta mil kilómetros—. ¿Por qué preocuparnos con esta supernova, cuando cualquier cosa podría suceder?, quizás otra supernova más cercana, o un terremoto, o un colapso, o…, oh, cualquier cosa podría suceder en veinticinco años, creo, así que, ¿por qué deberíamos pasar cada segundo hablando sobre algo de lo que probablemente no seremos testigos? —Se secó el sudor de la frente—. ¿Dónde está ese maldito novicio? Quiero más cerveza.
Me preocupó el hecho de que algunas de las frases de Bardo sonaran sospechosamente parecidas a las de Justine. Realmente, era una preocupación mucho más inmediata que mi preocupación por la supernova. Supuse que se dieron cuenta de mi preocupación y que no les preocupaba, lo cual era realmente preocupante. Aunque yo no era cético, me pareció que corrían el riesgo de copiar, y quizás ejecutar, el programa de cada uno. Tal era el peligro de compartir la cabina de una naveluz…, si se podían creer las advertencias de los céticos y programadores. Por lo que sabía, dos pilotos no habían compartido nunca el mismo espacio mental al mismo tiempo. Cuando di a entender este peligro y mi preocupación, Justine se alisó los pliegues de la túnica, enderezó la espalda y me dijo:
—No comprendes.
—Ah, no puedes comprender —accedió Bardo.
—No eres un cético.
—Desde luego que no es un cético.
—Es un piloto.
—Tal vez el mejor piloto que ha habido.
—Bueno, ciertamente, es el más afortunado.
—Ah, pero es un piloto que nunca ha sabido lo que es pilotar una nave con un…, ah, un amigo.
—Lástima.
—Sí, es una lástima esta regla que impide que los pilotos viajen juntos.
—En realidad es una regla estúpida, una regla arcaica.
—Las reglas deberían cambiarse para adecuarlas a los tiempos.
—La gente no debería de tener que cambiar para adecuarse a las reglas.
—Se lo diría al Guardián del Tiempo, si accediera a verme.
—Pero él tampoco comprendería.
—No, no comprendería.
—Y, lo que es peor, no querría comprender.
Continuaron de esta forma durante algún tiempo. Aunque sus rostros y cuerpos eran muy distintos, Bardo y Justine parecían demasiado similares. Si no lo hubiera sabido bien, yo podría haber supuesto que eran hermanos, cortados a partir de los mismos cromosomas. Cuando él sonreía, ella sonreía, y sus sonrisas eran iguales. Se reían con los mismos chistes, de la misma manera; parecían anticipar e incluso incitar estos chistes con algún pequeño manierismo o movimiento corporal que yo no podía detectar. Palabra a palabra, pensamiento a pensamiento, sonrisa a sonrisa, uno de ellos originaba una idea o un programa sólo para que el otro lo completara. O, si el programa se interrumpía a la mitad, podía alternarse de uno a otro, de forma que era imposible saber quién pensaba cada cosa. Parecían dos loros de Tria de plumas brillantes que parlotearan palabras huecas. Y, cuando se cansaban de hablar y de mirarse a los ojos, incluso respiraban a la par, inhalando y espirando su aire en silenciosa sincronía.
—¿Cómo podemos decirle a Mallory lo que es compartir los mismos cerebros extensionales?
—Cuando estamos juntos hay, ah…, un aumento.
—De nuestros yoes.
—Cuando estamos juntos fuera de nuestra nave.
—Pero, cuando estamos juntos dentro, bueno, es diferente, hay, ah…
—Hay un aumento de algo más que de nosotros mismos.
—La creación de nuestra esencia.
—Uno más uno igual a…
—Infinito.
—Alef dos, como mínimo.
—¡Por Dios, es una matemática que el Guardián del Tiempo apreciaría!
—Nuestros yoes separados son también infinitos, eso dicen los céticos; pero, cuando estamos solos, oh, podría decirse que somos prisioneros de un infinito menor.
—Entrar en una naveluz juntos, ah, dile a Mallory cómo es.
—Es maravilloso.
—¡Pero aterrador, tan aterrador!
—Es como atravesar un tapiz de un billón de hilos, y el toque de cada hilo es… éxtasis.
—Es indescriptible.
—Es aterrador.
—No puedo decirle cómo es, no puedo.
—Ni yo.
—Es lo mejor que hay. No hay nada mejor.
—Pero hay un precio.
—Naturalmente, tiene que haberlo.
—El precio.
—Siempre hay un precio.
El precio, pensé, sería la muerte del Bardo y la Justine que yo quería, y pronto, si continuaban viajando juntos. No me gustaba esta entidad creada Bardo/Justine. Sus programas íntimos y privados aún funcionaban, pero se superponían nuevos programas, cubriendo sus antiguos yoes como el baño de oro de una copa de Tria. Su tragedia era (y yo esperaba que no se convirtiera en una tragedia) que amaban más el lustre creado de su esencia compartida que el acero de sus auténticos yoes. En realidad, no estaban enamorados el uno del otro; estaban enamorados de la idea de estar enamorados. Y pronto, me temía, muy pronto, sus programas profundos morirían, y no quedaría nada que amar. ¿Tenían derecho a matarse? ¿Tenían derecho, a pesar de sus votos y las reglas de la Orden, a crear algo nuevo fuera de sí mismos?
Por razones propias, yo quería que hablaran sobre esto; pero, antes de que pudiera decir nada, Justine se excusó y salió a contarle a Kolenya Mor la noticia. Después de que se marchara, me incliné sobre la mesa y le pregunté a Bardo:
—¿Qué te pasa?
Bardo se secó el sudor de su abultada frente.
—¿A qué te refieres?
—Cuando Justine nos habló de la supernova, pareciste aliviado.
—¿Aliviado? No, estoy tan asustado que podría vomitar mi cerveza.
—¿De veras?
Miró por encima del hombro a los tres mecánicos sentados en la mesa de al lado, pero ninguno nos prestaba atención.
—Ahhh…, bueno, en realidad, estoy asustado, pero en cierto modo esta supernova es una circunstancia oportuna, ¿no estás de acuerdo? Nos dará una excusa para escapar, si es necesario.
—¿Dejarías la Orden?
—No sería el único. No puedes hacerte a la idea de cuántos pilotos están cansados del Guardián del Tiempo y de los otros vejestorios que gobiernan la Orden. —Hizo un gesto al novicio y señaló su jarra vacía—. Y también estamos cansados de no tener libertad.
Bebí un poco de skotch.
—¿Libertad para compartir tu nave con la esposa de Soli?
—No hables de cosas que no conoces. ¡La amo, Pequeño Amigo, por Dios que la amo!
—Entonces, ella debería solicitarle a Soli el divorcio. Y…
—No se divorciará de ella; es demasiado orgulloso. Igual que su hijo.
—No me llames hijo suyo; nunca vuelvas a decir eso. Nunca, Bardo, nunca.
Apoyé el codo en el frío alféizar de la ventana que daba al mar. No podía mirar a Bardo, así que contemplé a las chirriantes gaviotas bajar en picado para devorar los mariscos que recorrían la playa bajo los acantilados. Frente al Firme, el glaciar que corría entre Waaskel y Attakel rompía bajo el cálido sol del falso invierno. Como cortado por un gran cuchillo, el glaciar se astillaba, lanzando una montaña de hielo al mar. Los crujidos y explosiones de los nacientes icebergs reverberaban en la pared sur de Waaskel con tanta fuerza que sentí vibrar la ventana a través de la lana que cubría mi antebrazo.
La voz de Bardo resonó.
—Has cambiado, amigo mío. Igual que yo, igual que yo.
—Hace mucho tiempo, cuando éramos aspirantes, los horólogos y céticos nos advirtieron que la amistad entre pilotos sería casi tan difícil como el matrimonio —dije—. A causa del tempocruel, decían: las largas ausencias, los cambios.
—Ah, es cierto. Pero no ibas a dejar que el tempocruel, ni nada más, se interpusiera entre nosotros. Eso es lo que me dijiste. Me hiciste tu promesa, Pequeño Amigo.
—Lo sé.
Guardé silencio, pensando en la inherente fragilidad de la amistad. ¿Qué es la amistad, me pregunté, sino un espejo de dos caras que sostenemos ante nosotros, reflejando aquellas imágenes más agradables de contemplar? Y, cuando vemos imágenes empequeñecidas y endurecidas con la escarcha del tiempo, y el espejo empieza a resquebrajarse, ¿dónde está entonces la amistad? Allí estaba yo, sentado como un espejo frío y duro delante de mi angustiado amigo, y él mismo debía verse hosco, sin fe, confundido. Y yo, a través del reflejo de las lagunas de sus ojos…, vi a un salvaje que no me gustó.
No contaré aquí todo lo que hablamos aquella noche. Aunque el sol no se puso hasta medianoche y salió de nuevo unas pocas horas después, fue una noche larga. Permanecimos sentados ante nuestra pequeña mesa, bebiendo copiosamente hasta que el café se vació de gente. Hicimos esfuerzos obligados por bromear, por recordar y reírnos con anécdotas pasadas; hablamos de todas las cosas posibles de las que podrían hablar dos amigos. Y, durante todo el tiempo, Bardo pareció ceñudo, como si me echara la culpa de algo no mencionado. Por fin, cuando ya casi había amanecido y no pudimos seguir bebiendo, se levantó de la mesa y me acusó de matar su fe en su misión como piloto.
—Es culpa tuya —dijo. Golpeó la mesa con el puño con tanta fuerza que la superficie de hierro se curvó como la piel de un tambor—. Soy un derrotado por tu culpa.
—¿Mi culpa?
—¡Tú y tu maldita búsqueda! Querías saber sobre la vida, y fue una lástima. Y yo también. Tu sueño, mi sueño…, me contagiaste tu maldito entusiasmo. Ahhh… ¡Fuimos el alma de la búsqueda, por Dios! Pero la matamos, ¿no? Todo se ha acabado ahora. Tú la mataste; me mataste. Bardo no es el hombre que era, no, no, no, lástima.
Él estaba muy borracho, pero yo estaba tan sobrio como un cético. Tal vez la semilla divina en mi cabeza me hacía inmune a la embriaguez. Me volví para marcharme, pero él me agarró del brazo.
—Vamos a dar unas vueltas por la pista —dijo.
—Estás demasiado borracho.
—No estoy lo suficientemente borracho.
Salimos del café, nos colocamos las cuchillas y patinamos hasta el centro de la gran pista del Hofgarten. A unos pocos metros de distancia, un grupo de aspirantes recién salidos de sus camas practicaban sus piruetas matinales. Extendí la mano para aferrar a Bardo, que se tambaleaba sobre sus patines, agarrándose el vientre embotado de cerveza.
—¡Suéltame! —dijo.
—Escucha, Bardo, aún eres un piloto, aún eres mi amigo, y…
—¿Soy tu amigo?
—¡Escúchame! La búsqueda no ha terminado, no lo hará mientras estemos vivos. Continúa y…
—Por Dios, eres un soñador… ¡lástima!
—Y tienes miedo de…
—¿Tengo miedo? —gritó—. No te he visto en dos años, creía que estabas muerto, y te pasas toda la noche charlando de todo menos de lo importante. Oh, te conozco demasiado bien, Pequeño Amigo. Te gusta aparentar que eres duro como el diamante, pero por dentro estás acojonado. ¡Dime que no! Categóricamente, categóricamente, te abstienes de hablar de Agathange. ¿Crees que no sé lo que te hicieron? Bien, pues lo sé. He visto cómo meditas, siempre mirando hacia dentro, toda la noche, hacia dentro a través de los diamantes azules, a través de tus malditos ojos azules, iguales a los de tu maldito padre. ¡Mírame! ¿De qué tienes miedo? Te lo diré: Tienes miedo de perderte, ¿me equivoco? Oh, te conozco mejor de lo que crees. Tienes miedo de perder tu humanidad. Bien, ¿y quién no, cuéntame, quién? Todo se pierde para todo el mundo, ¿no? Se pudre, célula a célula, poco a poco, hasta que desaparece por entero. De modo que añadieron partes a tu cerebro, ¿y qué? Ojalá los malditos dioses me hubieran hecho un cerebro nuevo. ¡Tu cerebro es tu cerebro! ¿Qué importa si está hecho de silicio o de neuronas o de queso de shagshay? ¡Es tu cerebro, por Dios! Cuando nos hacemos viejos y nuestros ojos se nublan, ¿qué importa si el tallador te hace crecer unos ojos nuevos, o te construye ojos enjoyados para ver hasta el ultravioleta, para ver los nuevos colores? Aún seguiremos viendo, ¿no? Vemos lo que queremos ver…, y con tu cerebro, ah, pensarás lo que quieras pensar. Pensarás tus malditos pensamientos descabellados porque siempre lo harás. Eso no cambiará. ¿Quieres saber a qué tengo realmente miedo? ¡Te tengo miedo a ti, porque eres salvaje como un loco!
Me enfurecí, e hice que me soltara el hombro. Golpeé el hielo con el pie; hubo una lluvia de nieve sobre el hielo.
—No, tienes miedo de ti mismo —dije. Entonces apreté las mandíbulas con fuerza, porque sabía que me estaba acusando a mí, no a él.
—¿Qué clase de hombre eres? ¡Dejé que una lanza me atravesara el corazón por ti, por Dios! ¡Porque conocía tu secreto, sabía que tenías miedo a morir, un miedo espantoso! —La voz de Bardo se apagó, y parpadeó mientras me miraba—. Y porque yo…
—No —dije—. No te creo. Te colocaste ante la lanza por accidente. Eres sólo un borracho cobarde y fláccido.
Lamenté las palabras en el momento en que saltaron de mis labios. Eran palabras terribles, palabras que un amigo nunca debe decir a otro, no importaba que fueran verdad. Especialmente ya que eran verdad. Moví los labios lentamente, buscando otras palabras para negar las palabras que había pronunciado con tanta crueldad. Pero las palabras tardaron en venir, y mientras la cara de Bardo se cargaba de sangre, él pronunció palabras más crueles aún:
—Y tú eres un bastardo —dijo—. Y tu madre es una sucia replicadora. Eres un bastardo salvaje, peligroso y replicado.
Sentí como si me hubiera golpeado la cara con un bloque de hielo. Mis músculos temblaron, pero no pude moverme. Bardo desapareció de mi vista, igual que los otros patinadores con sus pintorescas kamelaikas. Sólo quedó el brillo acerado del hielo lastimando mis ojos con duras y blancas puñaladas de luz. Un océano de voces lejanas me engulló; oí patines chasqueando contra el hielo; sentí el viento flojo y el otro centenar de sonidos de la pista, aunque no podía ver. No sé cuánto tiempo pasé sumergido en mi furia ciega. Cuando los rojos, azules y verdes regresaron súbitamente a mis ojos como las flores aparecen en un campo nevado en el falso invierno, me encontré solo en mitad de la ruidosa pista de hielo. Bardo, mi cobarde amigo, mi más antiguo amigo, se había ido.
* * *
Dejé el Hofgarten decidido a detener a Bardo antes de que encontrara otro bar, antes de que bebiera hasta dormirse y se derrumbara en algún oscuro callejón del Sector Extremo. Patiné hacia la Calle de los Diez Mil Bares. La luz del amanecer se filtraba a través de las hospederías de frágil obsidiana y otros edificios. Las encrucijadas estaban desiertas y, al este, las deslizaderas menores eran lagunas de fuego. De la compuerta de una hospedería emergieron unos pocos fravashi con aspecto cansado y hambriento. Se frotaron las membranas nictitantes de sus ojos y se silbaron mutuamente en un tono tan agudo que sólo pude distinguir una décima parte de sus palabras. Cuando pasaron junto a un grupo de novicios medio dormidos, bajaron el tono de sus silbidos para que sus oraciones pudieran ser sentidas y comprendidas. Los novicios contestaron silbando con notas torpes e inexpertas, dando las gracias a los alienígenas. Éstos palmearon y se rieron mientras se apresuraban a practicar sus técnicas de pensamiento. Con sus túnicas blancas y limpias, cubriéndose los ojos con las manos enguantadas contra el resplandor, parecían inmaculados muñecos que saludaran al amanecer.
En mitad de la calle, brillantes trineos amarillos llenos de comida, lanas y otros productos corrían continuamente de un lado para otro. Los trineos, quemando hidrógeno y oxígeno en estampidos bien espaciados y medidos, expelían vapor de agua. Era este fino rocío de los trineos por toda la Ciudad lo que se aposentaba sobre la fría piedra, se congelaba y cubría los edificios de plata. Recordé que el Maestro Jonath (el historiador que había sido tutor de Bardo y mío en nuestro segundo año en Borja) decía que en la Vieja Tierra, durante el Siglo del Holocausto, en muchas ciudades los trineos iban montados sobre ruedas engrasadas y quemaban hidrocarburos en un motor de acero. Los humos resultantes, sostenía, eran invisibles al ojo e inofensivos. Él, que odiaba las frías brumas que tan a menudo recorren nuestra Ciudad, proponía que acabáramos con nuestras hermosas calles y copiáramos el ejemplo de los antiguos. Lo recordé decir esto, lo recordé tan claramente como recordaba mis tablas de multiplicar. El amable Maestro Jonath, con sus verrugas y su largo pelo negro y rizado, sermoneando pacientemente mientras Bardo y yo nos intercambiábamos puñetazos sobre la fea alfombra gris de su apartamento… ¿Qué truco de la memoria es el que permite ver tan claramente nuestra juventud? ¿Por qué los hechos que sucedieron más tarde en el tiempo (importantes, como la vez en que según Bardo perdí los nervios y casi maté a Marek Kesse), por qué son esos recuerdos tan a menudo borrosos y sombríos?
Sean cuales sean los fallos de mi memoria, siempre recordaré el milagro que sucedió aquella mañana. Patinaba por el Paseo de los Mil Monumentos cuando mi sentido del tiempo empezó a dilatarse. La resbaladera se dividía en dos anchas bandas anaranjadas cuando mi mente empezó a dividir segmentos del tiempo en infinitésimos interminablemente largos. Separando los carriles norte y sur de la calle había un paseo de estatuas, obeliscos y otros testamentos de glorias pasadas y glorias por venir de un kilómetro de largo. Mientras pasaba junto al inmenso memorial hibakusha, que tiene forma de hongo, los novicios cercanos parecieron moverse con exquisita precisión, despacio, despacio, tan despacio como si sus miembros estuvieran sumergidos en las aguas densas y heladas de los Starnbergersee. De repente, se produjo un deslumbrante despliegue de colores. Ante mí, la Vanidad del Tycho cortaba el aire con cuchillos de amatista, diamante y rubí. Las monstruosas gemas (algunas eran altas como un abeto) sobresalían del hielo del Paseo. Se unían unas con otras, rojas con azules, el dorado fundiéndose con el púrpura, en extraños ángulos retorcidos. Para muchos de los peregrinos de nuestra Ciudad, la larga exhibición debe haber parecido un asombroso amasijo de joyas amontonadas descuidadamente, una carísima jungla de colores amontonados al azar. Para un piloto, el monumento tenía un significado diferente. Los gruesos bloques de esmeraldas y graciosos collares de zafiro eran una representación física de las ideoplastias que el Tycho había usado en la formulación de su famosa conjetura. Éste había ordenado que la mejor inspiración de su mente se pusiera de manifiesto, y por eso durante setenta metros del Paseo el primero de los veintitrés lemas necesarios para demostrar la conjetura quedaba capturado en duras columnas de diamante con intención de durar eternamente. (El Tycho había pedido originalmente que los veintitrés lemas fueran colocados uno detrás del otro por toda la longitud del Paseo. Ese plan, sin embargo, resultó ser demasiado grandioso. El coste de importar las joyas casi había arruinado a la Orden, entonces mucho más boyante y más poderosa que ahora). Patinaba junto a los glifos de rubí enroscado que representaban la prueba del teorema del punto-fijo, cuando el momento de tempolento se endureció y el tiempo casi se inmovilizó. Nunca antes había experimentado yo una instantaneidad tan profunda fuera de las neurológicas de mi naveluz. Grabadas en mi retina había imágenes de novicios con la boca abierta detenidos a mitad de su gesto como estatuas blancas. El trueno de los trineos y el clic-clac de los patines de acero aumentó, extendiéndose lenta y profundamente, solidificados en un solo sonido. Con un brazo atrás y el otro delante, la punta de mi patín inmóvil y adelantada, debí de guardar un curioso parecido con el glifo congelado del Tycho. Fue en ese momento, con los somorgujos de la nieve suspendidos graciosamente a mitad de vuelo, con la Ciudad detenida a mi alrededor, cuando encontré a Bardo.
Colgaba de uno de los glifos. Sus grandes manos envolvían un rubí conector; la masa de su cuerpo estaba inclinada hacia delante, estirando sus largos brazos, tirando de sus manos engarfiadas. Su rostro era una máscara congelada. Parecía a la vez aterrorizado y excitado, avergonzado y travieso como un niño desobediente.
¿Cómo puede existir una mente fuera del tiempo? ¿Cómo pueden ser completados los pensamientos y las estrategias diseñadas cuando los neurotransmisores del cerebro están silenciosos e inmóviles como el hielo azul en el invierno profundo? ¿Es posible detener por completo el tiempo? (Katharine creía que la mente crea el tiempo. Creía que los amantes, en su momento de goce, existen juntos en un reino mental atemporal. Una vez me enseñó una especie de pura instantaneidad, pero, de un modo u otro, he estado atrapado en el tiempo la mayor parte de mi vida). ¿Se detiene el tiempo, o solamente se dilata tanto que parece detenerse, un nanosegundo en un año, un infinitésimo en la eternidad? La mayor parte de mi cerebro era aún humano, pensaba, sangre y neuronas, pero partes de mí estaban en fase con el tiempo de un ordenador; la semilla divina en mi interior era eléctrica, y procesaba la información de maneras que yo no comprendía. La ridícula imagen de Bardo balanceándose como un mono de la lanza de rubí se fijó en mi mente, y me pregunté cómo podría rescatarle (a él y a nuestra amistad) del negro ámbar del tiempo. Comprendí, de pronto, lo que intentaba hacer. Allí, sobre el hielo, mientras el momento de instantaneidad se quebraba y el mundo cobraba vida a mi alrededor y se apresuraba de nuevo, supe que Bardo había venido aquí para matarse.
Para mi dilatado sentido del tiempo, lo que sucedió a continuación se desarrolló tan despacio como un gusano marino construyendo su concha: Bardo se balanceaba adelante y atrás, quebrando el cristal con su peso. El chasquido del cristal gravitó durante largo rato en el frío aire de la mañana. Como si estuviera desinflando lentamente un globo, cayó al hielo. Sostenía en sus manos ensangrentadas la afilada punta de rubí. Colocó la lanza en un montón de nieve congelada. La arista afilada e irregular apuntó hacia su pecho. Bardo me miró. Lentamente, tristemente, lentamente…, y una triste comprensión se grabó despacio en los torturados rasgos de su cara. Sus ojos se movieron. Apretó los dientes. Una gota de agua plateada cayó de su mejilla. Pasó sus manos ensangrentadas por sus ropas negras. Sonrió lentamente. Una fina película de saliva se extendió entre sus dientes. La película burbujeó y se expandió. Se llenó de aire. Por fin, mientras yo observaba, reventó. Bardo colocó sus manos rojas en los pliegues de sus ropas, allá donde se unían en el cuello. Abrió las capas. El rojo empapó lo negro. Desnudó su pecho. Vi la piel olivácea cubierta con millares de negros vellos rizados. Se rio. La grave explosión tardó horas en alcanzar mis oídos. Como una montaña de hielo desgajándose lentamente de un glaciar, empezó a tambalearse hacia la afilada lanza de rubí. Claramente, si completaba su trayectoria, la lanza atravesaría la piel de su pecho. La lanza se abriría paso lentamente a través de los tensos músculos. Tal vez rompiera las costillas. Habría un momento de dolor eterno. Sería cruel. La lanza tocaría el gran corazón mientras se detenía entre latidos. Seguiría entrando. Y Bardo gritaría, y habría un mar de sangre, y Bardo tendría infinitamente miedo.
De repente, me moví. El mundo se movió con exquisita lentitud a mí alrededor, mientras yo debí hacerlo con la velocidad y el frenesí de un talo. Soy el frenesí, soy el relámpago, pensé, mientras repetía mentalmente el dicho de los guerreros poetas. E, instantáneamente, conocí el fiero éxtasis de las neuronas eléctricas y los músculos ardiendo y el movimiento acelerado. Como un guerrero poeta en su ansia por la muerte de su siguiente víctima, corrí hacia Bardo, cruzando la larga extensión de hielo que nos separaba en un titilante segundo, una nada congelada de temporreal. Golpeé su axila con mi hombro, arrojándole al hielo. Los dos caímos. La lanza roja no alcanzó su pecho por un centímetro.
Nos quedamos allí tendidos, desorientados, jadeando en busca de aire. Regresé a temporreal con una sacudida mental.
—¡Por Dios, es imposible moverse tan rápido! —exclamó Bardo.
Traté de sentarme, pero los tejidos de mi cuerpo ardían y no me movían.
—Si no lo hubiera hecho, te habrías matado.
Se quedó medio agachado, apoyando los antebrazos en los muslos. Me miró tímidamente.
—Bueno, no lo habría hecho, no de verdad. Bardo es demasiado cobarde para matar a Bardo. Te vi patinando por la resbaladera. Pensé que podías…, oh, bueno, esperaba que me gritaras para que me detuviera.
—Habría sido más simple, es cierto.
—Bien, una vez más me has salvado —dijo—. Como la vez en que le pateaste la cabeza a Marek Kesse cuando me estaba ahogando, ¿te acuerdas?
Me puse en pie con su ayuda, pero mi hombro no funcionaba bien. Sentía fuego en la articulación, como si los huesos se hubieran separado.
—Tengo… un recuerdo de un recuerdo.
Se frotó las manos ensangrentadas y tosió.
—No hay manera de poder no decir lo que dije, ¿verdad, Pequeño Amigo?
—No.
Tras nosotros oímos las voces de los novicios y los fravashi. Nos rodearon, claramente sorprendidos por la profanación de Bardo al gran monumento (y no menos sorprendidos, pensé, de que yo me hubiera movido tan rápido como un guerrero poeta).
—¿Qué estáis mirando? —les gritó Bardo.
Traté de alzar el brazo para apoyarme contra él, pero apenas pude moverlo.
—Tampoco hay manera de que yo pueda no decir mis palabras —le dije—. Pero lo diré de todas formas: no eres un cobarde.
Él miró la lanza de rubí que casi le había empalado. Le dio una patada tan fuerte que la derrumbó y la hizo cliquetear sobre el hielo. Un novicio delgado y pecoso abrió la boca. Al parecer no sabía que, aunque los grandes cristales de la Vanidad del Tycho habían sido ruinosamente caros de fabricar, como joyas que pudieran cortarse y venderse no valían nada. El Tycho, aquel hombre vanidoso y astuto, había pensado en impedir su profanación y robo, y ordenó que las joyas estuvieran impregnadas de varias impurezas y llenas de defectos.
—Claro que soy un cobarde —dijo Bardo—. Pero, cuando éramos más jóvenes, tenías el detalle de no llamarme nunca cobarde. Incluso cuando era un cobarde.
—Lo siento.
Volvió a patear la joya rota y miró de nuevo mi hombro caído.
—Entraste en tempolento, ¿verdad?
—Es peor que eso.
—Sin unirte a tu maldita nave…, ¿refrenaste el tiempo?
—Detuve el tiempo.
—Eso es imposible. Nadie puede detener el tiempo.
—Yo puedo.
—¡Por Dios, es un milagro!
—En mi interior, lo que los agathanianos llaman su semilla divina…, está rehaciendo mis neuronas, y tal vez mis nervios. Incluso ahora, mientras hablo, los cambios…, ¿cómo puedo saber qué otros cambios habrá? Parece que aún soy yo, creo que lo soy, pero…
—Eres tú. ¿No lo sabría yo si Mallory ya no fuera Mallory?
—Lamento lo que dije, Bardo. Soy salvaje e impulsivo, y no tengo contención.
—¡Por Dios, ése es el Mallory que conozco!
Me llevé la mano al hombro herido.
—Y tengo miedo —dije.
—Ah, no hay nada peor que el miedo, ¿verdad?
—Tengo miedo de perderme.
Me rodeó con su brazo y medio me alzó, medio me llevó a la resbaladera.
—Pequeño Amigo —dijo—, nunca podrás perderte. Y nunca podrás perder a tus amigos, al menos no a tus amigos como yo.
Entonces me prometió que nunca dejaría la Orden por elección propia, ni siquiera aunque el cielo se llenara de un millar de supernovas.
—En el fondo de mi alma amo esta Ciudad y a mis amigos casi tanto como amo a Justine. Y por eso te diré lo que voy a decirte. Contén la respiración, Pequeño Amigo, porque tengo una mala noticia para ti.
Así supe que en Neverness, la Ciudad de la Luz, la Última Ciudad, la Ciudad de los Mil Complots, había un complot para rehacer la Orden. Era casi como si la Ciudad hubiera estado esperando mi regreso de Agathange. Desde entonces, un grupo de pilotos y profesionales había estado planeando cambiar las cosas según sus designios. Y el arquitecto del complot, me dijo Bardo, triste, reluctante, el líder de los conspiradores que desharían al Guardián del Tiempo y tal vez todo lo demás, era mi madre, la maestra cantora, Dama Moira Ringess.