CAPÍTULO 17
Agathange

Mucho de la muerte depende del estado de la mente.

—Maurice Gabriel-Thomas, Programador de los Siglos del Enjambre.

¿Quién puede saber lo que es ser dios? ¿Quién puede decir cuál de las razas alteradas del hombre (los hombres-elfo de Anya y los hoshi, los habitantes de Nueva Arhat y todos los demás) ha conseguido la santidad, y cuáles son las mujeres y hombres de vida extremadamente larga que llevan cuerpos extraños y a veces hermosos? ¿Cuánta sabiduría debe adquirir una raza antes de merecer la divinidad? ¿Cuánto conocimiento, cuánto poder, cuánta inmortalidad final? ¿Son los reyes-dioses del conjunto de las Eriades (los que construyeron un mundo anillo alrededor de Prímula Luz), son los ordenadores humanos, simplemente hombres listos o algo más profundo? No lo sé. Sé poco del arte de la escatología, de sus ordenadas clasificaciones e interminables debates. Kolenya Mor argumenta que lo que realmente importa no es el estatus de la raza, sino su dirección. ¿Se dirigen los agathanianos hacia dios, por ejemplo, o han alcanzado un callejón sin salida evolutivo? Para mí, que fui como cadáver al misterioso planeta llamado Agathange, sólo había un criterio sobre el que juzgar la cuestión de la divinidad agathaniana, y era éste: ¿Cuánto sabían del gran secreto? ¿Poseían —ellos que nadaban a través de las aguas cálidas y eternamente azules de Agathange— el secreto de la vida y una respuesta a la muerte?

He dicho antes que Neverness es la ciudad más hermosa de todos los planetas, pero Nevada, aunque hermoso a su propia frígida manera, no es el más hermoso de los planetas. El planeta más hermoso es Agathange. Visto desde el espacio profundo, es una brillante joya azul y blanca que flota en un cuenco diamantino de ámbar negro. (Debería mencionar que tuve mi primer atisbo de todo el planeta sólo después de mi resurrección y marcha. A mi llegada, naturalmente, no vi nada porque estaba muerto). Las estrellas que rodean Agathange resplandecen; al mirar hacia arriba desde las luminosas olas, el cielo es brillante. Sólo en las noches nubosas el mar está oscuro, e incluso entonces es la oscuridad del mercurio y el cobalto en vez de la de la obsidiana o la tinta negra. El mar (el único océano que cubre todo el planeta, a excepción de unas cuantas islas diminutas) es cálido y pacífico. Rebosa de peces y otra vida marina. Bancos de taopeces y konani a millones nadan a través de las chispeantes aguas de los bajíos, mientras, en las profundidades del auténtico océano, los ranita cazan a otros peces que no tienen nombre. Peces voladores, borrachos tal vez con el puro deleite de correr a través de los nudos y huecos tropicales, surcan la superficie en tal profusión que, durante kilómetros, el mar tiembla a menudo con una alfombra de plata arqueada. Creo que fue esta sobreabundancia de vida lo que hizo que los primeros agathanianos alteraran sus cuerpos humanos a formas marinas, para escapar a las profundidades insondables y llenar el océano con sus hijos mutables y divinos.

—En realidad, los agathanianos son hombres-dioses, no dioses —me dijo más tarde Kolenya Mor—. No buscan la inmortalidad personal; no desean escapar de la prisión de la materia, como hicieron los ieldra, ni pretenden remodelar el universo a su gusto.

Me contó que habían venido a Agathange con la primera oleada del Enjambre. Las historia más común sobre su origen (y la que resulta ser cierta), es ésta: Hace mucho, al final del tercer interludio del Holocausto, un grupo de ecólogos huyó de la Vieja Tierra en una de las primeras naves profundas. Con ellos llevaban los cigotos conservados en krydda de narvales, delfines, ballenas y otros mamíferos marinos extintos. Cuando descubrieron un mundo de fecundos océanos y aire dulce y puro, aceleraron los cigotos y cuidaron a los bebés ballena durante el período de terror infantil hacia tiburones y otros depredadores. Cuando las ballenas crecieron (y cómo) y absorbieron los océanos de canciones conservados dentro del ordenador de la nave, los ecólogos las liberaron en el lecho azul del mar. Vieron lo felices que eran los animales, y celebraron una fiesta, bebieron barriles de vino viejo de siglos y fumaron un alga marina que habían descubierto y a la que llamaron toalache. Días después, volvieron a recuperar el juicio. Se sintieron envidiosos y tristes, porque nunca podrían conocer la alegría de las ballenas a las que habían salvado. El maestro ecólogo dijo que el hombre, con sus dedos de mono y su deseo de poseer trozos de tierra y otras cosas, casi había destruido la Tierra. El hombre era una desafortunada especie terrestre defectuosa por su forma y por su naturaleza. Ah, pero ¿y si esa forma y esa naturaleza fueran cambiadas? Y, así, los ecólogos fumaron su toalache, y tuvieron visiones de la vida como debería ser, y criaron a sus hijos para que tuvieran narices puntiagudas y aletas y colas. Llamaron Agathange a su mundo acuático, que significa «lugar donde todas las cosas se mueven hacia el bien definitivo». Allí, durante miles de años, los agathanianos alteraron y criaron a sus hijos, aunque los escatólogos no saben decir si para el bien definitivo o para crear una abominación evolutiva.

Buscando tal vez su bien definitivo (o quizá simplemente porque me había dado la vida y me amaba), mi madre decidió llevar a Agathange mi cuerpo arruinado y conservado en krydda. Conocía en detalle la historia de Shanidar. Una vez, los hombres-dioses le habían devuelto a la vida…, ¿podrían hacer menos por un piloto de nuestra famosa Orden? Encontró pasaje en una nave profunda que viajaba más allá del Conjunto Púrpura. Entregó mi cadáver a un grupo de agathanianos (en realidad, eran una familia) que se llamaban a sí mismos la Horda de Restauradores. Entonces la invitaron a marcharse de Agathange, para que esperara en uno de los pequeños hoteles que orbitan el planeta, mientras los Restauradores obraban sus milagros… o fracasaban en su empeño.

Esperó largo tiempo. La concienzuda reparación de mi cerebro duró casi dos años. (Hablo de años de Neverness, por supuesto. En Agathange sólo hay una estación —primavera eterna—, y las muchas hordas miden el tiempo en términos de su grado de avance hacia la consciencia planetaria definitiva. Pero me estoy adelantando a mi historia). Durante la mayor parte del primer año yací suspendido bajo el brillante mar mientras Balusilustalu y otros restauraban partes de mi cerebro con prótesis temporales. Estos burdos biochips implantados corticalmente sólo pretendían que mi corazón, miembros y pulmones se movieran de nuevo; los diminutos ordenadores eran demasiado toscos para ayudarme a ganar mis funciones de lenguaje, ni pude recordar grandes porciones de mi vida. Mi primer pensamiento después de despertar entre una horda de mil cuerpos negros, brillantes y resbaladizos fue que había llegado al otro lado del día, y que los doffels de todas las focas que había matado habían venido a preguntarme por qué estaba loco.

Es un axioma, un descubrimiento de los antiguos scrytas, que cualquier civilización hecha por dioses parecerá a los humanos como algo incomprensible y maravilloso. ¿Cómo, entonces, puedo describir el milagro de los agathanianos, cuando aún no comprendo todos los detalles ni las complejidades de su fabulosa tecnología? Hablaré de lo que sé: El océano estaba lleno de organismos creados, muchos de los cuales eran un tercio ordenador, un tercio robot y un tercio ser vivo. La mayoría de estas diminutas herramientas eran de tamaño microscópico. Había bacterias programadas de todos los tamaños y formas, eubacterias, cocos esféricos y espiroquetas con sus colas como látigos. Flotaban entre el fitoplancton artificial; el agua estaba llena de flagelos, células individuales y algas coloniales, diatomeas con su hermosa simetría, pequeñas joyas del mar que tejían fibras de silicio o carbono o lo que hubieran sido diseñadas para manufacturar. Los agathanianos se preocupaban principalmente de la manipulación de proteínas. El océano entero era un caldo de cultivo para hacer, reordenar y unir trozos de ADN de las bacterias. Pero los agathanianos, siendo dioses, habían desentrañado más de los misterios del ADN de lo que los unidores de nuestra Ciudad podrían jamás. Habían creado formas completamente nuevas de ADN. Y el ADN era transcrito en los trillones de células de los organismos creados por las aguas de Agathange, y su información era leída y copiada a ARN. Y el ARN instruía a las máquinas moleculares naturales de la célula, los ribosomas, para construir proteínas: nuevas enzimas, hormonas, proteínas musculares, hemoglobina, circuitos neurológicos que introducir en los minúsculos cerebros-ordenador de las nuevas bacterias, proteínas de todas las formas y funciones concebibles, una variedad de proteínas potencialmente infinita.

—La variedad de la vida es infinita —me diría un día Balusilustalu—. Pero ¿qué saben los seres humanos de la vida? ¡Tan poco, tan poco, ja, ja! En Agathange, incluso algunas bacterias…, ah, pero ¿son bacterias o son ordenadores, lo sabes?…, incluso las bacterias piramidales son inteligentes. Hay infinitas posibilidades.

Igual que en otros mundos, el océano estaba lleno de copépodos, salpas, gusanos anélidos, esponjas y medusas, y con calamares, golondrinas, tiburones y otros peces mayores en la cadena alimentaria. Pero en el agua había también otras cosas, animales de forma extraña que parecían máquinas cortadoras o aplastadoras, y había máquinas que parecían animales. Los agathanianos creaban estas cosas, o más bien debería decir que diseñaban enzimas ensambladoras para crearlas (las llamaré ensambladoras porque realmente eran máquinas con aspecto de enzimas). Los ribosomas de las bacterias programadas creaban ensambladoras diseñadas para tareas específicas. Las ensambladoras surcaban el agua, construyendo grandes moléculas atrapando y uniendo fragmentos de carbono o silicio, átomos de oro, cobre, sodio y cualquier elemento disuelto en el cálido y salado caldo del océano. Moléculas lipoides, hormonas, clorofila y nuevos brotes de ADN…, las ensambladoras los soldaban a organismos que eran medio plantas medio animales. Las ensambladoras unían átomos de carbono capa tras capa, y así las ninfas del mar tejían sus cadenas de fibras diamantinas, creando sus hermosos y brillantes nidos. Las ensambladoras unían átomo con átomo, pegándolos como canicas con cola. Los agathanianos podían (y lo hacían) unir átomos en cualquier disposición permitida por la ley natural. Enlazaban conductores moleculares con fuentes de voltaje dentro de tejidos vivos y formaban campos eléctricos directamente en nuevos modos. Si hubieran querido, habrían construido una ciudad bajo las aguas; creo que podrían haber construido una ballena tan grande como una nave profunda; quizá podrían haber insertado circuitos dentro de los nervios y músculos de una ballena para crear una naveluz viviente que navegara por las frías corrientes del espacio. No había nada que no pudieran fabricar, desmontar y recrear molécula a molécula, neurona a neurona, incluyendo a un hombre.

Y, así, Balusilustalu y mi horda de agathanianos alteraron mi cuerpo para que respirara aire y agua. De algún modo se abrieron camino a mi cerebro y consiguieron mantener mi corteza libre de fitoplancton y gusanos del mar y otra basura. Para mi comodidad, alzaron una isla del lecho del mar. Hicieron que los árboles crecieran y maduraran y se cargaran de frutas, todo en cuestión de unos pocos días. Otras cosas no sucedieron tan rápidamente. Por dentro yo cambiaba lentamente, día a día, una célula cada vez. Al final de mi primer año en Agathange, pasaba la mitad del tiempo en el agua y la mitad en tierra. Recorría mi pequeña isla, preguntándome quién era y por qué estaba solo. Recogía jugosas frutas de los árboles; sabían a manzanas de las nieves. Pero eran más alimenticias que las manzanas de las nieves. La Horda de Restauradores había diseñado un solo alimento que me nutría mejor que los peces que nadaban en la laguna de la isla. Sin embargo, pronto me cansé de la fruta. Empecé a desear peces plateados, a ansiar carne, cualquier cosa que se retorciera, nadara o se moviera. Anhelaba coger una rama de árbol y darle forma de tridente, para alancear algún grueso pez alado, abrirlo con mis largas uñas y tragar la sabrosa carne. Pero tenía prohibido hacerlo así. Balusilustalu había declarado que yo debía entrar en el agua sólo durante aquellos momentos semiconscientes en que mi cerebro estaba abierto.

—No comprendes el mar, y no sabes lo que te está permitido comer, y no sabes lo que puede comerte a ti —me dijo ella un día, después de que restaurara la percepción del color azul a mi corteza visual. (Llamo «ella» a Balusilustalu, aunque no era enteramente femenina. Pero, como cualquier agathaniano, era mucho más femenina que masculina). Estaba tendida en la playa de mi isla, riéndose de mí con tanta fuerza que su largo torso se agitaba, y los anillos de hermosa grasa ondulaban bajo su brillante piel. Tenía garras en sus aletas; las usaba para dibujar figuras de animales en la arena mojada de la playa. Para ser agathaniana, su cuello era muy largo y sinuoso, tan grácil como una ondulante serpiente marina. Debería mencionar que los hombres-dioses (las mujeres-diosas) no eran todas iguales. Algunas tomaban la apariencia de vacas marinas, mientras otras eran como delfines, nutrias o incluso ballenas. Criaban a sus hijos con un millar de formas diferentes; un ecólogo de la Ciudad podría jurar que no eran de una sola especie. Pero, pese a todas las diferencias, compartían un rasgo común: sus ojos eran humanos. Balusilustalu tenía grandes ojos castaños, ojos inteligentes, ojos llenos de ironía y humor. Me miró con aquellos ojos mientras me hablaba en su sofisticado lenguaje de ladridos, gruñidos y chasquidos. Yo comprendía claramente su idioma. Más tarde, después de que me quitaran del cerebro los biochips trasplantados, todo parecería un galimatías.

Pero ella entendía toda mi charla humana.

—La carne es carne —dije, sin recordar que yo era un hombre de la Ciudad—. Un hombre debe cazar carne para vivir.

—Eres un hombre estúpido, ja, ja, no un tiburón…, come la fruta de los árboles; los árboles son para ti.

Parecía despreciarme del mismo modo que un nuevo aspirante se siente superior a un novicio. ¿Esperaba que me pasara la vida subiéndome a los árboles como si fuera un mono? En ningún otro asunto era su desdén más obvio que cuando yo intentaba comprender la sociedad agathaniana.

—Aunque tu cerebro estuviera entero —me decía—, no podrías oír al mar hablándote. ¡Eres un hombre matemático que busca la inmortalidad, ja, ja! ¿Qué puedes saber del alma-mundo? Espera, espera, debemos esperar hasta que recuerdes, y luego esperar un poco más para ver si comprendes las cosas simples.

Al cabo de una temporada, después de que hubiera recuperado el uso completo de mis músculos, empecé a recordar. Fragmentos enteros de mi historia personal venían a mí, apareciendo tenues e insustanciales por un instante, como espuma marina, y luego se agitaban y se desvanecían en las olas rompientes de la memoria. Era una sensación extraña e inquietante. Como un niño en la noche, a veces me despertaba del mar sin saber qué era o cómo había llegado aquí. Flotaba arriba y abajo sobre las olas oscuras, subiendo y bajando, contemplando las estrellas. Tuve sueños. A veces creía ser Mallory Ringess, un inocente novicio que aprendía el álgebra de Boole; era maestro, cazador, aprendiz, «Pequeño Amigo», padre e hijo, y a veces, durante aquellos momentos lúcidos en que abría los ojos a los oscuros éxtasis bajo las olas deslizantes, era un piloto y era un pez (era un piloto-pez) que venía a aprender los secretos del mar sin edad.

Un día, cuando pensaba que había recordado todos los hechos de mi vida excepto los momentos en que había matado por primera vez y había sido muerto, y todos los momentos intermedios, un día en que el cielo estaba lleno de nubes blancas y el mar silencioso y tranquilo, Balusilustalu empujó mi flotante cuerpo con la nariz y dijo:

—Ahora reharemos adecuadamente tu cerebro; cuando acabemos, sabrás que tienes un cerebro.

Me guió a las aguas más profundas, donde esperaba el resto de la Horda. Los agathanianos me envolvieron. Unas lenguas lamieron mi piel. Se produjo un aleteo por debajo de mí y a mi lado. Espuma salada me entró en la boca. Durante un momento, Pakupakupaku y Tsatsalutsa y muchos otros me alzaron fuera del agua en sus espaldas. Mi pequeña isla onduló en la distancia, una mancha de oro y verde contra el chispeante mar azul. Hubo silbidos y ladridos y sonidos de succión. De todo nuestro alrededor vinieron ladridos de respuesta y trinos; el mar se llenó súbitamente con formas suaves, negras y brillantes. Conté seiscientos treinta miembros de la Horda antes de que me dieran una zambullida y tuviera que dejar de contar. (Más tarde supe que hay mil agathanianos en una Horda, y a veces diez mil hordas surcaban el océano). Balusilustalu (o quizá fuera Mumu, o Siseleka) dejó escapar una serie de agudos chirridos y chasquidos. Pensé que estaba hablando a los delfines y ballenas, y pronto el agua onduló con formas enormes.

—Estamos llamando a los dioses de las profundidades para que sean testigos de tu renacimiento —dijo Balusilustalu. Me maravilló que los agathanianos hubieran manipulado sus lenguas y órganos fonadores para que pudieran articular no sólo sus propios lenguajes, sino también el lenguaje de las ballenas y sus canciones.

Todo el tiempo se tocaban mutuamente y ladraban; la información pasaba de nariz a nariz y de garganta a oído. Los contactos se volvieron de pronto más traviesos, más íntimos, más urgentes. Allí, en las ondulantes aguas, algunos de los miembros de la multitud se tendieron contra otros, y abrieron sus hendiduras a caricias más profundas, y empezó el apareamiento. Sobre mí, por debajo y a todo mi alrededor, muchos se apareaban con gusto y abandono, y luego lo hicieron muchos más…, observé y escuché fascinado mientras el agua se llenaba de ladridos y gemidos. Al principio no comprendí lo que estaba pasando. Pensé que los dioses se habían vuelto locos con su sexo. Pero pronto fui consciente de un conocimiento en mi interior. Una parte del milagro me fue revelado, aunque no sé si por telepatía o por la información almacenada en los biochips de mi cerebro. La voz divina me susurró mientras flotaba bajo el agua, escuchando, y esto es lo que sé: que cuando un miembro adulto de una horda está dispuesto a aparearse, ella, la Primera Madre, crea un huevo en sus ovarios. Encuentra una compañera, y entonces se produce el apareamiento. (Todos los agathanianos tienen miembros, grandes y con puntas rojas y triangulares mayores que la de Bardo, pero no tienen testículos, pues no los necesitan). La Primera Madre introduce su miembro en la hendidura de la Segunda Madre. El óvulo es colocado en un órgano peculiarmente formado llamado la bakula. En la bakula, el óvulo es parcialmente fertilizado. La Segunda Madre inyecta el óvulo con filamentos cuidadosamente diseñados de plasma germinal, de la misma manera que un virus infecta a una célula anfitriona con su ADN. Entonces pasa el óvulo de su miembro a una tercera compañera, donde ocurre el mismo proceso de nuevo, y así muchas, muchas veces. Finalmente, cuando el óvulo ha pasado de bakula en bakula (los agathanianos a veces se refieren a esta fábrica de proteínas en forma de rosco como el «órgano del cambio»), cuando todas las otras madres han contribuido a la herencia del óvulo y la fertilización queda completa, la Ultima Madre acepta el cigoto en su vientre, donde crece el feto. Así, cada agathaniana es hija de toda la multitud.

—Pero hoy no estamos haciendo hijas —me dijo Balusilustalu mientras observaba a la Horda pasando su plasma de una a otra bajo el mar—. ¡Estamos haciendo otra cosa, jo, jo!

Es difícil describir lo que hacían. En cierta forma, la semilla dentro de las bakulas dentro de las agathanianas era como una bacteria, como un «neurófago», ya que estaba diseñada para consumir y reemplazar neuronas muertas y disociadas. En otro sentido, era muy parecida a un virus de información. Cada madre de la Horda tejía cadenas de ADN alterado, pequeñas cadenas asociadas, dentro del virus de información. Las madres recorrían el agua, tocándose por dentro, regodeándose en el éxtasis, y pasaban el virus de bakula en bakula. Y, así, la impulsiva Décima Madre añadía cadenas de asociación según su inspiración, mientras que la más sabia Quingentésima Madre borraba cadenas y añadía otras más. Cuando el virus estuvo casi terminado, Balusilustalu lo tomó en su bakula, donde hizo los cambios finales.

—Ahora lo pondremos en tu cerebro —dijo—. Te invito a aceptar el regalo de mis hermanas.

Debo admitir que no quería aceptar ningún regalo. A pesar de que no estaba completo, era lo bastante consciente como para tener mucho miedo. No estoy seguro de cómo abrieron mi cerebro. Creo que usaron desensambladores para separar suavemente los colágenos de mi cuero cabelludo, para disolver el hueso de mi cráneo. Sentí como si todo mi cuerpo estuviera siendo abierto y separado tejido a tejido, capa a capa, célula a célula. El agua era roja y pegajosa por la sangre. Partes de mí flotaron en el cálido mar salado, desplegándose, deshaciéndose lentamente. Quitaron uno de los biochips de mi cerebro. Cuando me introdujeron el virus, grité. No hubo dolor, pero grité, porque temía que el virus me destruyera en vez de curarme. El grito debió correr por el agua densa hasta el círculo donde esperaban las ballenas de cabeza chata. Oí una serie de borboteantes gruñidos, que interpreté como una risa. Y entonces Balusilustalu habló sin mover la boca, y oí su voz en mi interior.

»Los dioses de las profundidades se preguntan por qué los simios siempre gritan cuando nacen. Ja, ja, porque son estúpidos, les digo.

»No, me estoy muriendo, me estáis matando.

»Te estamos restaurando a lo que pudiste ser.

»Para vivir, muero. El virus me matará, lo sé.

»¡Eres demasiado simple, jo, jo! Lo que hemos hecho para ti no es realmente un virus.

»¿Qué es?

»Somos dioses, ¿no? Ja, ja. Hemos hecho esta semilla en nuestros cuerpos para restaurarte. Puedes llamarlo la semilla divina.

»Los virus infectan, esta jerarquía de ADN, la programación más primitiva, matando las células superiores…, los ecólogos me enseñaron esto cuando era un novicio.

»¡Qué estupidez! La semilla divina buscará células cerebrales muertas; muchas partes de tu cerebro han muerto.

»Lástima, lástima, como diría Bardo.

»La semilla divina es inteligente, en cierto modo. Introduce cadenas asociativas en las neuronas muertas, revitalizándolas durante poco tiempo. La semilla divina tomará la programación del ADN.

»Estoy siendo ocupado, lástima.

»Escucha, Hombre, éste es el arte de Agathange. Las cadenas asociativas se reproducen a sí mismas un millar de veces. Replicación y vida, Hombre estúpido. Las nuevas cadenas se organizan, agrupándose como gusanos marinos, formando miles de interconexiones. Y, cuando crece, la neurona arde y muere. Y la nueva semilla divina nace, miles de semillas divinas.

»Los aspirantes mueren; ¿por qué no me dejáis en paz?

»Cuando los millones de semillas divinas hayan emigrado a través de tu cerebro, quitaremos el resto de los biochips. Los biochips son imposiblemente torpes. Son buenos para que puedas mover las piernas o articular tu estúpida lengua, pero son inútiles para recordar matemáticas y otros recuerdos que han sido inscritos.

»¿Inscritos?

»El cerebro es como un holograma; el todo está inscrito dentro de la parte.

»No.

»Deja que me explique.

»No, no, estoy muriendo y tengo miedo.

Floté en el agua durante mucho tiempo, meciéndome arriba y abajo con las ondulaciones de la suave corriente. Me alimentaron de algún modo. Sentía en la boca el sabor a sangre y agua, piel de foca y orina. (Los agathanianos daban poca importancia a sus excreciones, como un bebé en un baño de agua caliente. Pero el océano era muy grande, así que las nubes de orina naranja y oscura se disipaban rápidamente). Los largos días se convirtieron gradualmente en largas noches, y las noches se hicieron días, y los ritmos de la luz y la oscuridad se perdieron en los ritmos más profundos del mar. Y, siempre, el sonido de la Horda ladrando y gimiendo y hablando, y el parloteo de los delfines mientras charlaban entre sí, y el gran sonido de las ballenas fundiéndose con el rugido negro y largo del mar…, todos estos sonidos me rodeaban, golpeando mi piel en interminables ondas de sonido. Lo sentía en los huesos. Lo sentía como si lo tragara, como si el sonido del mar me nutriera y me mantuviese. Oscuros ritmos redoblaron en mi sangre, y de nuevo hubo sonido en mi cerebro. La Horda se deslizaba por el agua, pasando la canción y la sustancia de la vida creada adelante y atrás, adelante y atrás, mientras se acariciaban y cantaban y se vaciaban unas dentro de otras. Otra vez abrieron mi cerebro, y otra vez tocaron mis profundidades con su virus, con su semilla divina. Y otra vez, muchas veces. Los agathanianos cantaron sobre la estupidez de los seres humanos, y también sobre la inteligencia humana. Cantaron sobre el alma-mundo y sobre la luz y la oscuridad. Mientras el virus hacía su trabajo, yo flotaba en un océano de sonido en expansión. La canción de la Horda se hizo gradualmente más clara, y recordé que una vez había asesinado a una foca. Entonces se produjo un agudo chirrido, como el grito de angustia de un shakuhachi. Recordé haber asesinado a un hombre llamado Liam, y viví de nuevo el momento de mi muerte. El sonido de la muerte, los sonidos de la vida: las olas rompían sobre mi cabeza, y una gaviota golpeó el aire con sus alas y gritó en la playa distante, y recordé cosas que deberían haber permanecido olvidadas; recordé aprender a contar cuando niño; recordé elegantes teoremas y cómo afilar un cuchillo de pedernal; recordé que Leopold Soli era mi padre; quizá por un instante recordé todos los sucesos de mi vida. Recordé cosas que nunca había conocido. Nuevas y extrañas memorias vinieron a mí. Supe que esos recuerdos eran el trabajo del virus en mi interior. Escuché la canción del mar, la canción de la Horda de Restauradores y todas las otras multitudes. La canción de la vida.

»¿Por qué?

»¡Porque es divertido! ¡Y también te restauramos porque eres Mallory Ringess, el piloto que nunca morirá, ja, ja! Te damos nuestras memorias porque debes saber.

»No quiero saber nada.

»¡Jo, jo, escucha, Hombre, y te lo contaremos todo! ¿Oyes a las ballenas susurrando el secreto? Sabemos que sabes, Hombre. El secreto de la vida es sólo puro goce, y el goce está en todas partes. Fuimos hechos para el goce. Está en el lamer de la marea nocturna y en las rocas de la playa y en la sal y en el aire y en el agua que respiramos y dentro, muy dentro de la sangre. Y en las cambiantes arenas del océano y en los nerviosos peces de plata y en los atrayentes verdes de las golondrinas y en las profundidades púrpuras en la concha de la ostra y en los arrecifes rosados e incluso en la mierda del suelo del océano, ¡goce, goce, goce!

»No, la vida es dolor, lo sé. Hay un poema; recuerdo un verso: “Nacemos con el dolor de nuestra madre y morimos con el dolor propio”.

»La vida no perecerá. Te damos estas memorias para que la vida no perezca.

»Recuerdo la canción de la Horda de Restauradores.

»Todas las hordas son restauradoras. Eso es lo que somos; eso es lo que hacemos.

»No quiero ser restaurado así.

»Es una gran canción, ¿verdad? ¿Oyes la canción?

»Tengo miedo.

»¡Ja, ja!

La canción de Agathange es una gran canción, pero no es una canción que quieran escuchar la mayoría de los seres humanos. Naturalmente, algunas partes, dada la herencia humana de esa misteriosa raza, son comprensibles. Los humanos y los hombres-dioses (o incluso la mayoría de los dioses, creo) comparten el conocimiento de que la materia y la consciencia son inseparables. El conocimiento es viejo; hace siglos, los mecánicos descubrieron que era imposible describir la conducta de las partículas subatómicas sin considerar los efectos de la consciencia en los objetos que estaban estudiando, igual que es imposible explicar la desastrosa termodinámica y el envenenamiento de la Tierra mientras se ignoran las acciones criminales y conscientes de miles de millones de seres humanos. (Esto fue, por supuesto, antes de que la mayoría de los mecánicos renunciaran a su tonta idea de buscar una partícula definitiva. Es un hecho increíble que los antiguos hubieran «descubierto», descrito y catalogado treinta mil trescientas ocho partículas discretas…, leptones, gluones, fotinos, hadrones, gravitones, quones, quarks, quiffs invertidos y otras invenciones de sus ecuaciones, antes de que abandonaran su inútil búsqueda). Así, los agathanianos contemplan la unidad de consciencia y materia, y han llevado su creencia hasta el final lógico. Las diez mil hordas de restauradores trataban de despertar su planeta entero a una consciencia superior. La canción habla de la gran restauración: Los primeros ecólogos no habían confiado su minúscula consciencia. ¿Había salvado la consciencia del hombre a la Vieja Tierra? No, ni sería salvado Agathange, porque el hombre era el hombre, y, algún día (aunque tomaran la forma de focas y salieran al mar), las armonías naturales serían rotas. Sólo creando una consciencia muy superior a la propia, un alma-mundo, podrían cantar una canción de goce total que, después de todo, es lo que buscaban hacer.

Cuando mi cerebro sanó lo suficiente como para que pudiera comprender las más antiguas armonías del mar, Balusilustalu me permitió cazar los peces de la laguna de mi isla. Pasé largas tardes recordando, y alanceando peces de la arena y shohi y colas de plata. Dormí en la playa y me quemé mi clara piel alaloi bajo el brillante resplandor rosado del sol. A menudo nadaba con la corriente, donde las ballenas se acariciaban y tragaban grandes bocanadas de krill. El agua se agitaba roja, llena de pequeños crustáceos, con los chorros de las ballenas corcovadas y las sei y los aletas azules, el aroma de la sal marina y la espuma…, recordaba el mar como si hubiera vivido en él durante un millón de años. Pero aún tenía miedo a los tiburones y depredadores que nadaban bajo las olas, y también a cosas menos tangibles. A menudo nadaba como un cachorrillo rodeado por la seguridad de la Horda. Y, cuando abrían mi cerebro, los pensamientos tranquilizadores de Balusilustalu y los demás me barrían:

»No tengas miedo de perderte. Está la parte y está el todo, y ambas cosas existen a la vez.

»¡Soy un hombre! Nunca podría ser miembro de la Horda.

»Y los hombres y mujeres de la Vieja Tierra casi tuvieron éxito al crear una consciencia planetaria. Diez mil millones de hombres y mujeres y niños…, cada uno como una neurona en un cerebro. Y todas sus caricias, charlas y copulaciones, todas sus luchas y canciones…, todas las estancias de intercomunicación, igual que las sinapsis intercomunicadas de una neurona. ¡Ja!

»¿Por qué fracasamos?

»¿Por qué arranca un niño las alas a una mosca?

»No quiero ser parte de un cerebro planetario.

»Ja, ja, pero él quiere que seas una parte… del todo. Al menos durante una temporada.

»No, no.

»Y por eso fracasaron nuestros antepasados. La consciencia naciente de la Madre Tierra fue dañada por su juvenil descuido. En cierto modo, nunca nació. Las partes nunca fueron verdaderamente conscientes del todo.

»Tenían miedo, creo.

»¡Ja, ja, eran estúpidas! ¿Es un pez consciente del mar, o sólo de las aguas inmediatas en las que nada? ¿Qué sabe una sola neurona de tu cerebro de matemáticas, música o amor? Nunca podemos ser completamente conscientes de la entera dimensionalidad del todo, pero podemos saber algunas de las cosas que hace.

»Y las diez mil hordas…, ¿qué hacéis entonces?

»¡Cosas milagrosas! Somos dioses, ¿no, jo, jo? Somos el cerebro de Agathange, y cuando lloramos hay lluvia, y cuando suspiramos el viento sopla. Cuando el coral muere en el lugar adecuado, su esqueleto forma los arrecifes del mar. Creamos nuevas especies cuando hay necesidad, a veces sólo porque es divertido. Y las otras cosas, las cosas superiores, las ecologías y armonías…, temblamos por contarte esas cosas, estamos a punto de decírtelo, queremos contártelo, tenemos que hacerlo, pero…

»¿Pero?

»¡Pero eres demasiado estúpido, ja, ja! Igual que los agathanianos individuales, Balusilustalu, Mumu y Pakupakupaku son demasiado estúpidos. Pero al menos somos conscientes del todo; el todo es nosotros, y es consciente de nosotros.

»¿Y las ballenas?

»Lo mismo que tu corteza es a las partes primitivas de tu cerebro, así son las ballenas a las hordas. Podrías decir que las ballenas son el alma de Agathange. ¡Pero eso sería una simplificación, ja, ja!

»Hay tantas jerarquías y capas de inteligencia…, temería perderme.

»¡Estúpido, estúpido! El holograma está conservado; todo está conservado.

»Tengo miedo.

Mi mayor temor no era que la consciencia planetaria me absorbiera. ¿Podía un hombre con pelo y dedos y un cerebro matemático ser absorbido por una horda de hombres-foca? Y, aunque pudieran cambiar mi carne y alterar mi cerebro a su capricho (y tengo que admitir que podían), ¿por qué querrían hacerlo? ¿Qué valor poseía Mallory Ringess, un simple piloto de una Orden arcaica, para una raza de dioses? No, mi mayor temor, lo que temía por encima de todas las cosas, era perder mi esencia bajo el virus que me habían introducido. Cuanto más nadaba entre la Horda y más «sanaba» mi cerebro, más temeroso me volvía.

Mientras pasaban los días, advertí gradualmente que los agathanianos tenían gran poder sobre la materia y la consciencia. (Y, para completar el quincunce semimístico de los mecánicos, también sobre la energía, el espaciotiempo y la información. Especialmente sobre la información). Advertí que, dondequiera que nadase la Horda, nunca llovía, ni el viento soplaba demasiado fuerte, ni las olas eran demasiado grandes. Incluso los tiburones, de algún modo, eran mantenidos a raya. Aquellos grandes, flexibles y hermosos asesinos se comían sólo a unos pocos de los agathanianos más viejos, aquellos que estaban dispuestos a «continuar», como lo expresaban. Los tiburones dejaban a los cachorros (los hijos) en paz. Nunca comprendí cómo Mumu y Siseleka podían nadar justo al lado de un gran tiburón blanco y tocar imprudentemente aleta con aleta. Para mí era un misterio por qué querían hacer algo así, a menos que fuera para impresionarme con su amor a la naturaleza y, más importante, con el amor de la naturaleza hacia ellos. Sólo una vez dudé de su poder. Sólo una vez la naturaleza pareció tan por encima de su control como lo está el sol respecto a un pez rueda.

Un día, una manada de orcas, con sus dientes cónicos y espaciados y sus sombrías sonrisas, apareció como surgida de ninguna parte. En un momento, Siseleka y otros siete miembros de la Horda fueron despedazados y devorados. La sangre era tan espesa en el agua que incluso los tiburones se volvieron locos. Entonces se produjo una carnicería. De algún modo, los tiburones murieron mientras mordían el agua. Durante esta confusión, una de las orcas se abrió paso hasta el centro de la Horda. Se tragó siete niños como si fueran ostras. Cuando quedó saciada (pensé que tenía que estarlo), pasó su gran cola bajo una cría, arrancándola del agua por encima de las espaldas de sus madres y haciéndola caer en las mandíbulas al acecho de otra orca. Tres veces se repitió este truco, y cada vez una criatura indefensa desapareció en el vientre de una sonriente bestia negra y blanca. Entonces, tan rápidamente como habían venido, las orcas se marcharon, y las aguas rojas se apaciguaron.

Los gemidos, chirridos, aullidos, silbidos y chillidos de la Horda continuaron durante largo rato. Unas cuantas madres me metieron bajo el agua y me envolvieron con capas de cuerpos de focas que se agitaban y temblaban a mí alrededor. Cuando pareció que las orcas habían devorado su parte, la canción de las Hordas regresó al mar. Quizá los agathanianos hacían inventario de sus pérdidas o estaban tranquilizándose mutuamente. Tal vez estaban ocupados con sus «cosas superiores». Tantos peligros, dentro y fuera, me aterraban. Sólo quería regresar a mi isla, esconderme entre las ramas de un árbol. Pero, poco después, los cánticos se calmaron y alcanzaron una armonía; los gritos y alaridos se convirtieron en palabras, y las palabras en pensamientos.

»¡El precio, el precio, siempre hay un precio, ja, ja!

»¡Pero sois dioses! Cuando lloráis hay lluvia, eso dijisteis.

»Seguimos siendo humanos por dentro, y cuando hay sangre lloramos.

»Dijisteis que las ballenas son los dioses superiores. No comprendo…, ¿están locas?

»Oh, las deudas, los pecados de nuestros padres. La consciencia de Agathange no está conseguida del todo, no es perfecta aún. El precio.

»Habladme de las orcas.

»Escucha la música de las olas.

»¿Está loco parte de vuestro cerebro planetario?

»Escucha el rumor de las nubes.

»Contadme.

»Escucha el sonido de tu propio corazón.

»¡No!

»El precio, los defectos. El universo es defectuoso.

»¿Es mi cerebro defectuoso? Habladme del virus…, ¿qué hará?

»¡El universo es perfecto también, y tu cerebro es perfecto o lo será pronto, jo, jo! Y no debes llamarlo virus. Semilla divina es perfecto. La semilla divina es sólo para ti. La mente de las hordas te ha rodeado y ha modelado tu cerebro. Nuestra mente es un ordenador, como los ordenadores akáshicos de tu Orden o las neurológicas de tu nave. ¡Sólo que mucho más poderosa y profunda, jo, jo! Somos dioses, ¿no? Tu cerebro es como un holograma perfecto. Y, en un holograma, ¿no está conservada en cada parte la información sobre el todo? Y en nuestras bakulas, que escuchan el ordenador de nuestra mente, creamos la semilla divina. La semilla divina “lee” el holograma de tu cerebro. ¡Lo despliega, estás siendo desplegado, ja, ja! La semilla divina sabe el orden exacto en que deben ser colocadas tus neuronas. La semilla divina “ve” las conexiones que deben hacerse a las neuronas vivientes.

»¿Y mis recuerdos?

»La memoria es un fenómeno no local. La memoria puede crearse pero no destruirse. Cada parte de tu cerebro contiene todos tus recuerdos. La semilla divina conserva la memoria.

»¿Y mi esencia?

»¡Ja, ja!, eres Mallory Ringess, ¿no?

»¿Está conservado mi sentido del yo? ¿Seguiré siendo yo? ¿Cómo lo sabré?

»¿Cuál es el sonido del sol naciente?

»Creo que me estoy ahogando.

»¡Ahogándote en un mar de información, jo, jo! ¡Información, información por todas partes! Información en la concha en espiral del molusco, y en la canción de las hordas: información; información pasando bajo el mar, pasando de los auténticos virus informativos a las madres, y de madre a virus; y el virus infecta a las nutrias y los pulpos, los peces rueda y las diatomeas. Esto es lo que es realmente un virus informativo: mantiene a nuestro ADN informado de los cambios de las otras especies. Y nos informa, e informamos a la vida del mar, pasando la información, siempre pasando, de criatura en criatura y de planta en planta, bajo el mar por todas las aguas de Agathange. Deja que te abramos al mar de información.

»¡No!

»No tengas miedo. Todo será restaurado.

»Tengo miedo a morir.

»La información es como el agua, y te mueres de sed.

Hubo un momento de silencio, difícil de recordar, imposible de olvidar por completo. Me abrieron, y las oleadas de consciencia barrieron. Creo que me convertí en parte de Agathange, una parte de la mente viviente del planeta. Oí cosas; sentí el planeta moviéndose bajo mi cuerpo. La información pasó de mí al mar, mientras cada criatura viva y planta me informaba de su existencia. Mi consciencia se insertó en cada almeja, en cada ballena o estrella de mar…, estoy seguro. Fui una langosta palpando con las pinzas el fondo marino en busca de trozos de alimento; fui las algas verdiazules flotando con las corrientes, empapado de luz, y fui una diatomea y un gusano flecha y un kerfer rebanando los suaves tejidos de una medusa. Fui una gran ballena corcovada que cantaba el éxtasis de su cópula y gemía el goce de dar a luz. Fui muchas cosas y una sola cosa, envolví el mundo en mis tentáculos, en mis aletas, en mis brazos. Y siempre la información pasaba, de planta a animal, de devorado a devorador, de virus a bacteria, de madre a hija. Había una brillante pauta en esta información, una visión tan clara como el diamante, pero ahora sólo quedan recuerdos de esa visión; como la luz de las estrellas desvaneciéndose a través de aguas azules, los recuerdos son tenues y sombríos. Fui yo mismo una vez más, una célula diminuta con una diminuta consciencia humana, y fui un vasto ser consciente de la información que fluía a través del universo. Supe cosas. Para mí, como hombre, el conocimiento fue increíblemente complejo. Pero como Agathange el planeta, cuando contemplé las estrellas, fui consciente de la belleza y la sencillez. En formas que aún no comprendo, esta consciencia me cambió y nunca ha dejado de cambiarme, y temo que nunca lo hará.

Cuando desperté estaba tendido en la playa, con los talones hundidos en la arena mojada al borde del agua. Había arena en mi boca, arena en mi pelo, orejas y ojos. Moví mis labios agrietados y pegajosos para hablar, y mis dientes chocaron con partículas de arena. Una gaviota chilló. Las olas eran blancas y espumosas por toda la orilla. El sol rosáceo se ponía lentamente en el cielo occidental, y me pregunté cuánto tiempo había estado tendido allí. Tenía la piel caliente, quemada y roja como una fruta de sangre. Me llevé las manos a la cabeza y pasé los dedos por mi cuero cabelludo, buscando alguna fisura, corte o cicatriz que demostrara que mi cerebro había sido abierto. Pero sólo encontré unos cuantos pedazos de algas que se desmoronaron pegadas a mi pelo (a mi pelo negro y rojo). Cerré los ojos, entonces. Miré hacia dentro, al interior de mi cerebro; busqué recuerdos que pudieran parecer irreales. Comprobé mis poderes matemáticos. Propuse axiomas arbitrarios y creé una lógica, e inventé algunos pequeños teoremas. Hice otras cosas. Durante largo rato pensé profundamente, meditando sobre el problema de identidad al que me había enfrentado dentro de la Entidad. ¿Cómo podía saber si mi auténtico yo había cambiado? Y, si había cambiado sutilmente, de forma que nunca lo sabría, si de algún modo era diferente o estaba disminuido, ¿importaría?

Sí, importaría. Mis ojos se movieron bajo los párpados cerrados, y pensé en las últimas palabras que me dijo Katharine, y de repente importó más que nada en el universo. Mi gran temor era que el virus agathaniano me robara mi libre albedrío. Había sucedido antes, a otros hombres. En cierto modo, la tecnología fundamental era vieja. Era sabido que los guerreros poetas de Qallar y los despreciables alienígenas scutari practicaban el bárbaro arte del trasplante cerebral. Llaman a su arte «mimo-replicación», y es algo horrible. Pequeños virus replicadores (en realidad son ordenadores) invaden el cerebro de sus víctimas. Los virus establecen primero colonias en emplazamientos críticos a través de la corteza. Uno a uno, se apoderan de los programas de la víctima, de todos los hábitos humanos, creencias, emociones, pensamientos y funciones mentales. El cerebro de la víctima ejecuta entonces el programa de su nuevo amo. Al final, cuando el virus ha hecho su trabajo y todo el cerebro queda rehecho, el hombre no es más que una máquina.

Lo que hay en tu interior no es un auténtico virus informativo ni un virus replicador. Te lo hemos dicho, es semilla divina. El holograma está conservado.

Me tumbé en la playa, escuchando los ritmos internos. La verdad es que me sentía igual que siempre…, quizás un poco más complejo, más furioso, más sombrío, y demasiado lleno del mundo, pero…, yo mismo. Me levanté y miré más allá de los rompientes, al lugar donde se reunía la Horda de Restauradores. Oí en mi sangre la Canción de Agathange. Aunque seguía siendo el hombre orgulloso, vano y asesino que había sido siempre, sabía que ahora era algo más. Había una nueva verdad, una pasión en mi interior…, podía sentirlo arder en alguna parte tras mis ojos. Casi supe lo que era. Algo (y no sólo la Canción de Agathange), me había sido añadido. Miré al mar, y escuché el rumor entretejido de las olas, y supe que los agathanianos habían dejado algo sin decir, algo sin explicar.

Nadé más allá de la laguna, dejé atrás los arrecifes de coral y entré en las aguas más profundas. Delfines sibilantes corrían ante mí, y una corcovada rompió la superficie y aterrizó sobre su espalda con una salpicadura gigantesca. Encontré a Balusilustalu nadando con la Horda. Me golpeó suavemente el estómago cuando yo le hablé en el idioma de los Mundos Civilizados. Una vez más le pregunté por las orcas, y una vez más me respondió en acertijos. Me dio a entender que el tema era tabú, algo de lo que no podía ni quería hablar. (Es curioso que para todo el mundo —incluso los hombres-dioses— haya cosas que no se pueden discutir. Los devaki, por ejemplo, casi nunca revelan sus sueños nocturnos, mientras que muchos ejemplares rehúsan mencionar el sexo o la sexualidad. E incluso los pilotos no podemos hablar de las cosas de las que no podemos hablar).

Una última vez abrieron mi cerebro, pero no lo hicieron físicamente. Me abrieron con sus pensamientos, y con su amor. Con su necesidad.

»Estás restaurado, y es hora de que te marches.

»Ahora hay algo dentro de mí. Algo que no puedo articular del todo, que ni siquiera puedo pensar. La clave…, háblame de las orcas.

»Siente la libertad de las olas en tu interior.

»¿Por qué no puede un dios dar a un hombre una simple respuesta?

»¡Eres un hombre estúpido, ja, ja!

»No me lo habéis contado todo.

»Te hemos dicho el secreto de la vida.

»No hay secreto.

»¡Estúpido, estúpido, jo, jo!

»¿Por qué me restaurasteis?

»Porque fue divertido.

»¿Por qué?

»¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Porque eres Mallory Ringess, el piloto que ha estado dentro de Kalinda, y porque ella ha estado dentro de ti.

»¿Kalinda?

»La llamáis la Entidad de Estado Sólido, pero su nombre es Kalinda. Y Kalinda conoce el secreto.

»¿El secreto de la vida?

»Conoce el secreto del Vild. Podrías decir que es el secreto de la vida en esta galaxia.

»No comprendo.

»Las hordas cantan a la vida de Agathange y al océano, y a veces incluso cantamos al sol, pero no podemos impedir que las estrellas del Vild estallen.

»Nadie puede.

»¡Tú puedes, ja, ja!

»No, me temo que no. Sólo soy un hombre estúpido.

»¡Jo, jo, eres algo más!

»¿Qué soy?

»Algún día lo sabrás.

»¿Qué?

»¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? Eres Mallory Ringess, el hombre cuyo cerebro ha sido hecho tan grande como el mar de Agathange. ¿No te sientes ampliado? Igual que el mar se hincha con el viento y la lluvia, así crecerás con las tormentas de tu vida. Hay posibilidades, Hombre Piloto, y se desplegarán, una a una. Algún día, cuando hayas sido ampliado aún más, le preguntarás a Kalinda por qué crece el Vild. Nosotros mismos se lo preguntaríamos, pero Kalinda nos odia, y hay jerarquías. Los dioses menores deben inclinarse ante los más grandes.

»Nunca regresaré a la Entidad.

»Algún día regresarás, porque tu destino es regresar y porque te pedimos que regreses.

»¿Porqué?

»Porque las estrellas están muriendo y tenemos miedo.

A menudo pienso que el miedo es lo peor que hay. Las Hordas de Agathange me dijeron adiós entonces. Nadaron hasta la parte más rápida de la corriente. Una a una, las grandes ballenas aspiraron grandes bocanadas de aire y se sumergieron. Los delfines sonrieron y silbaron adiós y las siguieron. Y luego las ballenas grises y las ballenas sei, y las cabezas arqueadas y las azules y las demás desaparecieron en el mar. No vi orcas aquel día, y nunca averigüé sus oscuros secretos. A mi alrededor, de horizonte a horizonte, el agua era azul, vacía y silenciosa. En la distancia, las arenas brillantes de mi pequeña isla destellaban. Avancé en el agua y me sacudí el pelo mojado de los ojos, y presté más atención. No era la arena la que resplandecía al sol; era el casco de la nave de mi madre. De algún modo, las Hordas la habían informado de mi restauración y enviaron una nave a recogerla. Me esperaba para llevarme a casa. Mientras iniciaba el largo camino hasta la orilla, oí las oleadas de consciencia rugir y girar dentro de mí, y nunca me sentí más asustado ni más solo.