Si amo el mar y a todo lo que con el mar tiene que ver, y más lo amo cuando furiosamente me contradice; si ese placer en buscar que impulsa las velas hacia lo desconocido está dentro de mí; si el deleite de un farero está en mi deleite; si alguna vez mi júbilo gritó: «¡La costa ha desaparecido, ahora la última cadena ha caído; el infinito ruge a mi alrededor, distantes brillan el espacio y el tiempo, alégrate, viejo corazón!». Oh, ¿cómo no podría ansiar la eternidad y el anillo nupcial de anillos, el anillo de la repetición?
Nunca he encontrado a la mujer de quien quisiera hijos, a menos que sea esta mujer que amo: pues te amo, oh, eternidad.
¡Pues te amo, oh, eternidad!
—Quinta meditación de muerte de los guerreros poetas.
En algún lugar a lo largo del arroyo bajo la cueva, nos detuvimos para soltar carne de shagshay de los trineos, a fin de aliviar nuestra carga. Llevé a mi madre al bosque, a través de los árboles yu que chispeaban con la nieve. Hice que me lo contara todo. Al principio me mintió, diciendo que no tenía idea de por qué las devaki habían pensado que Katharine era una bruja. Pero luego se enojó y dijo:
—¿Acaso no era Katharine una bruja? ¿Qué es una scryta, sino una bruja? ¿Por qué otra razón se acostaría mi hijo con una scryta? ¿Por qué habrías de ser tan descuidado? Copular como una bestia y divertirte…, ¿cómo te sientes? ¡Hombres! Vosotros os divertís, y luego nosotras debemos tener los niños. Pero Katharine quería a la criatura, ¿no? Tu hijo. Sí, lo sé, el niño era tuyo. Tu semilla. Oí a Katharine decírtelo. Tu prima y…, y la hija de Soli, Katharine. Ella lo sabía. Era una scryta y vio la verdad. ¡Voluntariamente, te tomó voluntariamente! ¡Esa bruja! Y por eso fui y la llamé bruja. ¿Puedes reprochármelo? Debería de haber abortado. Cuando tuvo la oportunidad.
Estuve a punto de golpearla por segunda vez en mi vida. Yo sudaba y tenía calor a pesar del amargo frío. Apenas podía mirarla.
—Entonces, la has matado —dije.
—¿Quién la ha matado? ¿Fui yo quien quiso esta expedición? ¿Fui yo quien se acostó con ella? ¿Acaso fue mi semilla? Las cosas que dices…, mi hijo puede ser cruel cuando olvida pensar antes de hablar.
Atravesamos en silencio la nieve de vuelta a los trineos. Sentí entumecidos los dedos de mi brazo herido cuando agarré las barras. Seguimos el arroyo a través de las colinas. Nos dirigimos hacia el este, alejándonos de Kweitkel, donde los muchos arroyuelos y riachuelos de la montaña fluían para convertir nuestro arroyo en un pequeño río. Alzándose sobre un recodo del río había una colina pelada que los devaki llaman Pústula (la colina es visible desde la cueva, pero a causa de su peculiar desnudez, cuando la luz es pobre o difusa, parece una depresión en vez de una prominencia. De ahí su feo nombre). El río atravesaba los bosques bajo Pústula, un brillante camino blanco y helado abriéndose paso entre los árboles. Junto a la orilla izquierda del río encontramos a Soli alanceando peces a través de un agujero en el hielo. Cuando doblamos el recodo, los perros empezaron a ladrarnos. Soli se enderezó súbitamente y nos miró. Tenía ojos agudos; dejó caer su lanza, cogió del trineo la lanza que empleaba para cazar shagshay y corrió para reunirse con nosotros.
—¿Dónde está Katharine? —gritó. Corrió por la orilla del río de un trineo a otro. Golpeó la orilla con la base de su lanza—. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Katharine?
Justine se le acercó y empezó a susurrarle furiosamente al oído. Su rostro se endureció, dejó de respirar. Entonces Justine le contó entre sollozos la historia de la muerte de Katharine. No le contó toda la verdad. No quería que supiera que mi madre había llamado bruja a Katharine, y por eso le dijo que Anala había espiado a Katharine y la había sorprendido con sus muestras.
—Nuestra hija está muerta —gimió—. ¡Oh, Leopold, está muerta!
—¿Por qué querría Anala espiar a Katharine? —preguntó él.
Mi madre apoyó la mentira.
—A Anala nunca le gustó Katharine —dijo—. Eramos amigas, y lo sé. No le gustaba que Yuri hablara y dijera que Liam debería casarse con Katharine. Hace unos pocos días la oí mencionar que tal vez Katharine había embrujado a Liam. Le dije que eso era una tontería. Pensé que me creyó.
Me senté en el lecho de mi trineo escuchando esta mentira. Me había quitado las pieles para que Bardo pudiera vendar mis heridas, que sangraban profunda y dolorosamente. ¡Cómo odiaba las mentiras y a los mentirosos! ¿Hay algo más infeccioso y ruinoso que la desinformación, las palabras retorcidas de la falsedad? Miré a Bardo, pero él parecía más preocupado por mis heridas que por la profundidad y el veneno de las mentiras de mi madre. Envolvió las gasas de mi brazo con pieles de newl. Hizo un nudo y tensó las pieles. Yo sentía frío y entumecimiento, y temblaba como un cachorrillo desnudo. Quise desvelar la mentira de mi madre, pero temía que Soli pudiera matarla si lo hacía.
—¡Tonterías! —dijo Soli. Miró a mi madre—. ¿No era Katharine una scryta? ¿No debería de haber visto si Anala la espiaba? ¿Por qué iba a ser tan estúpida?
—¿Quién conoce los modos de una scryta? —dijo mi madre mientras se retorcía las manos.
—¿Por qué? ¿Por qué?
—Tal vez quería morir. Parecía saberlo todo sobre su muerte.
Soli agachó la cabeza y exhaló una nube de vapor.
—¿Por qué se hizo scryta? —dijo, hablando a las rocas de la orilla del río—. Y, si vio su muerte, ¿por qué no la previno? ¿Por qué? No, no, nunca debí dejar que se convirtiera en scryta. —Dijo la palabra como si fuera la más repugnante que conociera. Miró al río mientras apretaba el asta de su lanza. Entonces nos preguntó por qué no habíamos rescatado el cadáver de Katharine—. Ha sido un descuido. Sí, muy descuidado, ¿no, Piloto?
Yo jadeaba por el dolor de mi vendaje.
—No… hubo… tiempo —farfullé.
—Deberías de haberla salvado —acusó Soli.
—¿Salvado? Estaba muerta.
—Si hubieras rescatado el cadáver —me susurró Soli—, podríamos haberla congelado en el río y la habríamos llevado a los criólogos. Ellos podrían haberla curado. Pero dices que no hubo tiempo. ¿No lo hubo? Sí, sí hubo tiempo. Hubo una oportunidad…, ella hubiera podido ser salvada. Pero no pensaste en Katharine, tuviste que dejarte llevar por tu pequeño arrebato de furia, por tu venganza, tu estúpido asesinato…, y dices que no hubo tiempo.
La verdad es que no se me había ocurrido salvarla así. ¿Por qué no se me había ocurrido? ¿Qué le pasaba a mi forma de pensar? ¿Por qué Soli veía más rápidamente que yo las posibilidades, por qué era más rápido en aferrar la oportunidad? ¿Podría haber salvado a Katharine? Ni siquiera hoy lo sé.
—Era demasiado tarde —dije—. Hacía calor en el fondo de la cueva. Su cerebro habría permanecido muerto demasiado tiempo. ¿Querrías que los criólogos te restauraran a una hija babeante?
—Era una muchacha tan hermosa —dijo él, mientras recorría la orilla del río—. Incluso cuando me babeaba encima, siendo un bebé, incluso cuando me escupía a la cara pasteles de arroz. Oh, hace tanto tiempo, demasiado…, era tan hermosa e inocente. —(Debo admitir que pronunció esta palabra como si fuera la más hermosa del universo)—. Tan inocente antes de convertirse en scryta.
Justine empezó a llorar, y entonces, increíblemente, Soli la rodeó con sus brazos y apoyó la cabeza contra su pelo negro y sollozó como un niño. Contemplé en silencio esta increíble escena. El gran Lord Piloto lloraba como un novicio, y me di la vuelta, me puse las pieles y me acerqué al río, donde el hielo era claro y azul. El viento me cortó hasta la piel. Yo estaba aturdido por el frío, pero la imagen de Katharine viva y entera era más helada que el viento. Me pregunté si podría haber sido salvada y resucitada como Shanidar había sido salvado una vez. Pero ¿salvada para qué? Ningún criólogo de la Ciudad, o del universo, tenía la habilidad para resucitar células cerebrales muertas y disociadas. Era imposible. Claramente, Katharine lo sabía. De algún modo, había creído en lo justo de su muerte. Al contrario que Shanidar (¡y cómo quise creer esto!), había muerto en el momento adecuado.
Cuando regresé a los trineos, Soli y Justine estaban apoyados contra el tronco gris de un árbol yu, abrazados. Su pena había contagiado a Bardo, que lloraba también. Grandes lágrimas rodaban por sus mejillas hasta su barba, que estaba congelada con gotitas de hielo. Me miró con ojos húmedos y enrojecidos; me di cuenta que estaba furioso conmigo.
—¡Katharine está muerta! —gritó—. ¡Y mírate! ¡Con los ojos tan secos como un pájaro muerto! ¿Qué te pasa? ¿Qué clase de hombre eres? ¡Ella está muerta, y tú ni siquiera puedes llorar como un hombre!
¿Cómo podía decirle la verdad? Yo amaba a Katharine, y ahora una parte de mí estaba muerta; llorar por ella sería llorar por mí, lo cual habría sido una cobardía, una vergüenza.
Soli y Justine se separaron y se dirigieron hacia mí. La piel de sus mejillas estaba encendida, pero sus ojos estaban tan claros, secos y sobrios como deben estar los ojos de un piloto.
—¿Y qué hay del niño? —me preguntó—. ¿Qué le sucedió a mi nieto?
Sentía tanto frío que no comprendí inmediatamente su pregunta.
—¿Murió cuando lo arrancaron de Katharine? ¿Lo mataron?
—Naturalmente que está muerto —dije yo—. No, es más que eso…, nunca vivió realmente. ¿Cómo podría vivir, nacido más de treinta días demasiado pronto? Y no nacido. ¡La abrieron como a una foca, Soli, como a una maldita foca!
—¿Estás seguro?
Yo no estaba seguro de nada excepto de mi necesidad de encender una hoguera y mirar a las llamas, para escapar al frío hielo de los ojos de Soli.
—Está muerto —repetí—. Tiene que estar muerto.
Hablamos durante un rato; todos menos Soli estuvieron de acuerdo en que el niño no podía haber sobrevivido. Bardo siguió mirando el bosque, obviamente temeroso de que los devaki nos siguieran tras descubrir el cadáver de Liam. Todos lo temíamos.
—Tenemos que darnos prisa —dijo Bardo—. Ah, hay tan poco tiempo, y hay tanto que recorrer.
La luz se desvanecía rápidamente entre las montañas; las sombras se estiraban largas, grises y delgadas a través de la blanca nieve. Como el mar antes de una tormenta en el falso invierno, los árboles eran verde oscuro y se agitaban al viento. El cielo se ensombrecía, cargado de púrpura y azul oscuro. Esperábamos que los devaki no nos persiguieran. Tal vez no lo harían. Decidimos seguir el río hasta el mar. Allí, tras internarnos en el mar helado en la costa este de la isla, doblaríamos hacia el sur, rodeando la isla hasta que llegáramos a nuestro punto de encuentro. Entonces esperaríamos los cinco días hasta que la nave nos llevara de regreso a la Ciudad.
Comenzamos nuestra retirada a través de los bosques. Bardo y yo íbamos en el trineo guía, seguidos por mi madre. Soli y Justine, que parecían necesitar intimidad, se turnaban en la dirección del último trineo. Cayó la noche, e hizo mucho frío. Los perros tiraban de sus arneses, jadeando en el duro aire, y atravesamos el camino iluminado de estrellas. Fue un viaje extraño, aquel trayecto nocturno a través del bosque de pesadilla. Excepto por los latigazos y los gemidos de los perros y los ocasionales trinos de un somorgujo de las nieves (y el rugido eterno del río), las montañas permanecían silenciosas y desiertas. El aire que fluía del valle traía el aroma a madera, pino y otros olores que no pude reconocer. Durante la mitad de la noche, la luz de las estrellas era tan débil que sólo iluminaba la blanca capa de nieve y las gotas heladas que colgaban de los árboles; éstos estaban sumidos en la oscuridad y eran casi invisibles. Por delante y por detrás nuestro, los perros y los trineos sobresalían del sendero como perlas grises en un collar de plata. A través del bosque, el sendero se retorcía y giraba y parecía temblar, y flotábamos sobre la sedosa nieve guiados por el deslizar sin fricción de los patines y por nuestras sensaciones privadas de miedo y fatalidad. El bosque giraba bajo la noche estrellada, y el paisaje empezó a brillar. En el horizonte oriental apareció Pelablinka, una gran llaga de luz ardiendo sobre los cónicos árboles yu. Aunque hace tiempo que la supernova había estallado, su radiación aún era intensa. Casi pude distinguir el rojo de la fruta yu y sus agujas verdiazules. Contemplé Pelablinka, la más reciente de las estrellas en explosión del Vild, y me pregunté cuánto tiempo pasaría antes de que el cielo se llenara tanto de Pelablinkas que ya nunca volviera a ser de noche. ¿Cuánto antes de que la luz, el gamma y el alfa de las supernovas, bañara los Mundos Civilizados en un brillo de muerte? ¿Cuánto antes de que los seres humanos tuvieran que abandonar sus planetas y huir de la luz, escapar a través de la negra tristeza del espacio hacia los brazos más lejanos de la galaxia? ¿Cuánto antes de que las estrellas y los sueños de los seres humanos y un trillón de otros seres vivos murieran todos? ¿Cuánto antes de que yo muriera? Nunca, me había dicho Katharine, nunca morirás. Pero Katharine estaba muerta, y yo moría por dentro, moría lentamente mientras huía a través de los brillantes árboles del bosque. En el lecho de mi trineo, a salvo bajo las pieles, estaban las esferas krydda que habíamos podido salvar, llenas de vida, posiblemente llenas de los secretos de la vida. Pero Katharine estaba muerta, y la luz de Pelablinka me lastimaba los ojos, y las esferas krydda no significaban nada para mí, nada en absoluto.
De este modo, con cada uno de nosotros solo y silencioso con nuestros pensamientos separados, seguimos el río hasta el lugar donde se ensanchaba y se enderezaba a unos pocos kilómetros del mar. Entramos en un matorral de abetos de Yarkona. Lo recuerdo bien. A cada lado del sendero, los árboles eran densos y estaban muy juntos, dos muros de agujas grises que casi se nos clavaban en las pieles mientras guiábamos los trineos. El poco viento que hacía nos soplaba en la espalda, urgiéndonos a continuar. El brillante nimbo de Pelablinka estaba alto en el cielo; todo el bosque parecía hecho de acero plateado. Cuando nos acercábamos al borde del matorral, el viento murió del todo, y el silencio se hizo tan grande que pude distinguir los jadeos individuales de los perros. Tusa olisqueaba el aire, alzando las patas, chapoteando a través de la nieve en polvo. De repente, el viento cambió; sopló en nuestras caras desde el este, desde el borde del matorral donde los árboles nos esperaban como rectos y silenciosos dioses negros. Tusa alzó la cabeza y ladró. De inmediato Rufo y el resto de los perros dejó escapar un coro de aullidos y ladridos. Se produjo un destello difuso de negro contra gris. Una lanza (era lo suficientemente gruesa como para ser una lanza de cazar mamuts) brotó del bosque y atravesó el costado de Sanuye. Tan poderoso fue su empuje que clavó al perro en la nieve. Al instante se produjo una confusión de arneses enmarañados y furiosos perros aullando. Más lanzas volaron desde el matorral. Uno de los perros de mi madre fue alcanzado, y lanzó un alarido como una vieja.
—¡Ni luria-mu! —gritaron entre los matorrales delante de nosotros, y allí, escabullándose de árbol en árbol como lobos, aparecieron hombres con esquíes que nos cortaron el paso. Sus pieles ondulaban a la luz de las estrellas, y todos llevaban lanzas en la mano. Los hombres devaki, Yuri, Wicent, Haidar y Wemilo, y sus casi-hermanos, Arani, Jaywe, Yukio y Santayana, permanecían hombro con hombro y lanza con lanza. Seif, que temblaba como un loco, se adelantó.
—Li luria, Mallory-mi —dijo—. ¡Has matado a mi hermano y vengo a matarte, bienvenido!
Algunos nos arrojaron sus lanzas. Bardo, que se encontraba a mi lado, dejó escapar una maldición. Hizo una pirueta como un bailarín sobre hielo para evitar un socavón insospechado.
—¡Vigila tu costado, Pequeño Amigo! —gritó, y trató de agarrar una lanza en el aire. Se colocó ante mí. Nunca sabré si lo hizo por accidente o por casualidad. Manoteó al aire como un oso pescando en un arroyo, pero estaba oscuro y nunca había sido bueno cogiendo cosas al vuelo, ni siquiera de niño, y falló. La lanza se clavó en él. De inmediato se desplomó sobre mí.
—¡Por… Dios! —gimió. La fuerza de su golpe me arrancó del trineo y me derribó sobre la nieve. Bardo se quedó de pie frente a los devaki, con una roja lanza de yu asomando de su pecho. Tosí y me quité la nieve de los ojos, y vi que la punta de la lanza partía sus pieles exactamente en el centro de su espalda. La lanza le había atravesado, pero no estaba muerto, ni mucho menos. Tosía y maldecía, agitaba el puño ante Seif, se tambaleaba, pateaba la nieve como un shagshay macho herido. Y entonces llegó la sangre, y el dolor, y Bardo gritó y se retorció en agonía, y se derrumbó junto a mí en la nieve.
—Pequeño Amigo —jadeó—, no me dejes morir.
En un momento tuve mi lanza en la mano, y Soli, incluso mi madre y Justine, todos sacamos nuestras lanzas de sus vainas. No había espacio para hacer girar los trineos, ni tiempo, así que nos arrodillamos tras el lecho de mi trineo, junto a Bardo, mientras observábamos cómo Yuri se deslizaba junto a Seif y ponía la mano sobre la lanza de su hijo.
—¡Ti Mallory! —me llamó—. Es una mala noche, ¿por qué dejaste que Bardo cogiera tu lanza por ti?
Seif liberó la lanza de la mano de su padre.
—¡Bienvenido, Mallory! —gritó—. ¡Has matado a mi hermano, y yo he matado a tu primo aunque quería matarte a ti! ¡Bienvenido, bienvenido! —Alzó la lanza—. ¡Y ahora te mataré a ti!
—No —dijo Yuri—. Bardo ha muerto, y ahora Liam tendrá un amigo con quien cazar al otro lado. —Algunos de los devaki, Haidar y Wemilo, lloraban; siempre habían apreciado a Bardo, y éste a ellos.
—Lo mataré ahora —dijo Seif. Su rostro se crispó en una mueca mientras su brazo temblaba.
—No —dijo Yuri—, estoy cansado de matar.
—Mató a mi hermano.
—Y tú has matado a su primo.
—¡Mi hermano!
—Aun así, no debes matarlo.
—Tengo que matarlo ahora.
—No.
—Por favor.
—No, todos seríamos responsables si lo mataras.
Me incliné sobre Bardo mientras escuchaba a los hombres que habían matado a mi supuesto primo, mi hermano en espíritu, mi amigo. Traté de hacer que su corazón volviera a latir, traté de insuflarle vida en sus labios. Pero mis frenéticos esfuerzos fueron en vano, porque en su corazón no quedaba sangre que bombear.
—¡Mallory! —me gritó Seif, y los labios de Bardo estaban fríos, y como yo me moría por dentro y seguía sin conocer nada de compasión ni contención, arranqué la lanza del pecho de Bardo, me puse en pie y se la arrojé a Seif. Pero fue un pobre tiro a ciegas, y él lo esquivó fácilmente—. Bardo era un hombre amable, y lamento haber matado a tu primo —gritó—. Pero tu alma es dura como el hielo, ¿y quién lo sentirá cuando te mate?
Mientras decía esto, tuve una repentina idea. Me agaché y agarré a Bardo por el cuello.
—¡Madre, ayúdame! —dije—. Al río, rápido, antes de que su cerebro… —Empecé a arrastrarlo por la nieve—. Justine…, Soli, lo congelaremos y lo llevaremos con nosotros. Los criólogos lo salvarán. Los criólogos. ¡Ayudadme, pesa mucho!
—¡Suéltalo! —siseó mi madre. Siempre era la estratega, siempre pensando, siempre planeando—. ¡Agáchate! Si nos ponemos al descubierto, nos alcanzarán fácilmente.
Pero yo no pensaba entonces en las lanzas de los devaki. La verdad era que nos habían atrapado, y podrían habernos matado en cualquier momento. Tiré de Bardo; Justine y Soli debieron llegar a una conclusión similar, porque lo agarraron cada uno por un brazo y me ayudaron. Entonces mi madre tiró su lanza a la nieve, ladeó la cabeza y preguntó:
—¿Por qué es mi hijo tan alocado?
Lo arrastramos a través del matorral y luego sobre los peñascos de hielo hasta la orilla del río, que rugía como sangre negra a través de un tubo de hielo. Lo arrastramos hasta el centro del río, donde el hielo era más delgado. El aire estaba lleno con nuestra respiración rápida y humeante; Justine y mi madre jadeaban y resoplaban, saltando como pajarillos. Soli se susurró a sí mismo (pensé que era una especie de disculpa) que era un estúpido por no haber previsto que los devaki nos alcanzarían con sus esquíes. Corrió de regreso al trineo y regresó con las hachas, y todos nos pusimos a golpear y cortar el hielo tan rápida y furiosamente que trocitos brillantes volaron en cascada a nuestro alrededor. Sentimos crujidos y chasquidos, y luego el agua al correr cuando rompimos el hielo. Abrimos un agujero casi del tamaño del aklia de una foca. Agarrándolo cada uno por una parte del cuerpo, un brazo o una pierna o lo que tuviéramos a mano, lo bajamos al agujero y lo sumergimos en el agua helada. El agua (estaba bastante más que congelada), me lastimó las manos. El frío era tan agudo e intenso que me entumeció los dedos hasta el hueso. Apenas podía asir a Bardo por sus rizados pelos.
—¡Aguantad! —dije—. ¡Aguantad!
Lo sostuvimos cuanto pudimos, y luego tiramos de él y lo colocamos sobre el hielo. Hubo un sonido chapoteante y viscoso cuando el peso de su cuerpo aplastó el agua de sus pieles. Corrí a secarme las manos y volví a ponerme los guantes; de no haberlo hecho, mis dedos se habrían congelado de inmediato, igual que el cuerpo de Bardo estaba congelado ahora. En un momento sus pieles se pusieron rígidas, envolviéndolo en un brillante caparazón de hielo. Yacía de espaldas, con los ojos abiertos. Traté de cerrarlos, pero eran duros como el mármol. Vi que uno de sus brazos se había solidificado en una extraña postura; sus dedos estaban apretados como si blandiera el puño a las estrellas. Advertí que sus pieles se abultaban debajo de su vientre, como si un trozo de madera a la deriva se le hubiera metido en los pantalones para alojarse allí. Recordé que aún sufría de su priapismo nocturno, y me eché a reír. Fue un sonido brusco, que hizo que los demás me miraran. Debieron pensar que estaba loco. Pero era mejor reír que llorar, y, ¿no era irónico que Bardo hubiera muerto como había vivido, no era gracioso? Yo no sabía si los criólogos de la Ciudad podrían devolverlo a la vida, pero, si no podían, al menos se iría a la tumba de forma adecuada.
Durante todo el tiempo los devaki nos observaron desde la orilla del río. Nuestros «ritos funerarios» debieron parecerles incomprensibles. Después de que liberáramos a Bardo del hielo (sus pieles se habían congelado rápidamente en la fría y resbaladiza superficie), lo llevamos de regreso a los trineos. Seif golpeó un árbol con su lanza.
—¿Veis? Es como he dicho: la brujería satinka ha tocado todo lo que hacen —exclamó—. Deberíamos matarlos a todos.
Bajo las lanzas devaki, colocamos a Bardo sobre el lecho del trineo gruía. Lo cubrí, y luego me volví para liberar a Sanuye de su arnés. Fue un mal momento, toda una serie de momentos malos e inseguros.
Yuri golpeó el asta de su lanza. Sus ojos se clavaron en el cuerpo de Bardo.
—No alancearemos a nadie —dijo. Miró a Seif y al velludo Wicent, que se encontraban junto a él—. Ningún hombre de los Manwelina alanceará a ningún hombre o mujer de los Senwelina. Liam descansa en paz, y no hay necesidad de matar a Mallory aunque haya matado a su propio doffel y haya dado tiernos hígados a un viejo que vivió mucho tiempo después de su tiempo. No alzarás tu lanza contra él aunque él haya alzado su lanza contra Liam, y haya hecho que los animales se marchen, y se haya acostado con su propia hermana, que era una satinka y por tanto tenía que morir. No alancearás a Mallory aunque haya matado a tu hermano. No somos cazadores de hombres; es malo serlo.
Silbamos a los perros, y los trineos avanzaron poco a poco mientras los devaki se apartaban para dejarnos pasar. Nos movimos muy despacio. El sendero cortaba una hondonada llena de piedras lisas y cristales de hielo grandes como cuchillos. Tuvimos que levantar parcialmente los trineos y cargarlos por toda la hondonada. Al hacerlo, pisamos los copos, que crujieron y restallaron y llenaron el aire con sonidos duros y quebradizos. Los devaki nos siguieron, susurrando entre sí; sus palabras estridentes atravesaron el bosque junto con el rumor de las agujas de pino y otros sonidos. Yo estaba tan lleno de pena que daba tumbos por las piedras resbaladizas, poco consciente de adónde iba. Como lamentaba lo que había sucedido, como mi garganta y mis ojos se congelaban de frío, como me estaba muriendo, tuve la súbita necesidad de explicarme a mí mismo, de pedir disculpas, de responder por mis crímenes. Les diría la verdad sobre mí mismo, la verdad sobre todos los hombres y mujeres: que dentro de cada uno de nosotros vive una bestia asesina sin control. Fue este deseo de hacer las cosas bien lo que me arruinó. Salí de la hondonada y me volví hacía Yuri y Seif.
—Liam era un asesino… —empecé a decir, pero fue todo lo que pude hacer. Quería decirles que Liam era un asesino, como yo era un asesino y todos los hombres son asesinos porque la vida vive de vida, y que él me habría matado para poder vivir. Todos somos asesinos porque así está hecho el mundo. Pero todos somos hermanos también, y hermanas y padres y madres e hijos, y les habría dicho esto y otras cuantas cosas simples—. Liam era un asesino —dije, y Seif debió estar esperando algo así, porque alzó la mano por detrás de su cabeza y luego la descargó hacia delante. Una piedra negra corrió hacia mí. Si hubiera sido una lanza, podría haberla desviado. Al contrario de Bardo, mis manos siempre han sido rápidas para seguir los movimientos de mis ojos. Pero no era una lanza, porque Seif obedecía al pie de la letra la orden de su padre de que no me alanceara. Era una pesada piedra negra, casi invisible contra el velo negro del bosque, aunque mi mente hubiera estado alerta y despejada de otras imágenes oscuras, lo cual no era el caso. No vi la piedra. Me golpeó la sien…, he reconstruido este hecho a partir de la historia que Soli me contó más tarde. Todo está registrado; todo ha sido y será siempre registrado, eso dicen los scrytas. Se produjo un borrón ante mis ojos, como una nube negra descendiendo, y la piedra me golpeó la cabeza y empujó parte de mi cráneo contra mi cerebro. Hubo una luz intensa, un universo de estrellas en explosión. Y entonces me derrumbé contra la nieve como un animal, y todo quedó silencioso, oscuro y frío.
* * *
Lo que sigue es un resumen de nuestra retirada a través del mar hasta nuestro punto de encuentro y nuestro regreso a la Ciudad. Durante gran parte de este tiempo fui tenuemente consciente de las voces y las acciones de Soli y los demás que me rodeaban; sin embargo, con la misma frecuencia, estuve comatoso o entrando y saliendo de ese infernal estado de la consciencia en que todos los sonidos del mundo parecen a la vez demasiado fuertes, monótonos y confusos. Mucho de lo que voy a relatar lo recompuse bastante después. Pero fui consciente del hecho crucial (la revelación, en realidad), y todavía me quema en la memoria.
Cuando Yuri vio lo que había hecho su hijo, se quedó atónito y avergonzado. Cruzó la hondonada y apoyó la mano sobre el hombro de mi madre mientras ésta trataba de reanimarme. Echó un vistazo a mi cabeza y anunció:
—Mallory se marchará ahora, y no puedo hacer nada ya que es su hora de morir. —Inclinó la cabeza hacia Soli—. ¿Quieres enterrar a tu hijo junto a la tumba de Katharine? Es desafortunado lo que ha sucedido entre nosotros, y no quiero más mala suerte.
—No, no está muerto todavía —dijo Soli—. Nosotros mismos lo enterraremos cuando muera.
Mi madre y Justine me colocaron en el segundo trineo y me arroparon con las pieles.
—Es terrible perder a un hijo —dijo Yuri.
—Sí, debe ser terrible perder un hijo —replicó Soli, hablando con precisión—. Lo lamentamos por Liam.
—Y perder a una hija también, incluso a una satinka…, es terrible. Sangro por ti. —Tras decir esto, Yuri cogió su cuchillo y se dio un tajo en la mejilla, hasta la mandíbula. Y entonces, porque era realmente un hombre generoso de corazón que no podía soportar ninguna culpa permanente de nadie, dijo—: Debéis marcharos ahora, quizás a Urasalia o Kelkel, y es bueno que os vayáis. Pero, si necesitas visitar algún día la tumba de tu hija, serás bienvenido.
—¿Y mi nieto? —preguntó Soli—. ¿Vivió mi nieto? ¿Qué hay de la criatura?
Yuri se llevó la mano a la cara para detener la sangre.
—¿Y quién es el padre del niño sino Liam o uno de los casi-hermanos de Liam? ¿No es el niño hijo de uno de los hijos de Manwe? —Y alzó la mano ensangrentada para que Soli la viera, y su voz fluctuó de forma extraña. No creo que nunca llegara a sospechar que el niño era mío—. ¿No es el niño mi nieto también? Su sangre es mi sangre, y será enterrado cerca de la cueva de sus antepasados.
Después de esto, nos internamos en el mar. Construyeron una choza con bloques de hielo cortado. Durante el resto de la noche y parte de la mañana siguiente permanecí sumido en los delirios, mientras mi madre me cuidaba como lo había hecho cuando era niño y estaba enfermo con fiebre. Mi herida la ponía frenética.
—¿Para qué sirven los talladores —le preguntó a Justine más de una vez—, sino para quitar la presión sanguínea del cerebro?
Mientras pasaba el día y yo no mejoraba, se desesperó.
—¿Qué deberíamos hacer? El cráneo está roto. Estoy segura. ¡Oh, Justine, creo que se está muriendo! Pero ¿qué puedo hacer? ¿Quitar la presión del cerebro? Podría abrirle agujeros. En la cabeza, a través del cráneo, agujeros. O podría esperar. Pero es tan duro esperar.
Soli escuchaba mientras asaba peces sobre la hoguera. Se levantó y se agachó junto a mí, mientras contemplaba a mi madre envolverme la cabeza con piel de lobo. No vi la expresión de su cara (debía de estar furioso por la pérdida de Katharine), pero recuerdo el chisporroteo de la grasa, el olor grasiento del pescado, el sufrimiento de su voz cuando dijo:
—Sí, Katharine ha muerto, y pronto lo hará también Mallory. No hay nada que podamos hacer. Probablemente no sobrevivirá a la noche.
—El Lord Piloto abandona la esperanza demasiado fácilmente —dijo mi madre, mientras me daba agua de un pellejo.
—Pero no hay esperanza, ¿la hay?
—Siempre hay esperanza.
—No, no siempre —dijo Soli, y se cubrió los ojos con la mano—. Deberíamos dejar morir a tu hijo en paz. Abrirle agujeros en la cabeza sería una locura, ¿no?
—No dejaré morir a mi hijo.
—No puedes salvarle. —Y, entonces, las palabras burlonas—: Es su destino. ¿Quieres apartarle de su destino?
—Si él muere, yo moriré.
—Los pilotos mueren. Mallory sabía estas cosas. Sí, sabía que su suerte no duraría eternamente. La suerte de nadie dura tanto tiempo.
—¿El Lord Piloto es un scryta, entonces?
—No pronuncies esa palabra.
—Mi hijo se está muriendo. ¿Y el Lord Piloto se preocupa por las palabras que empleo?
—¿Por qué me hablas? Sí, sería mejor si no volvieras a decir una palabra nunca más. —Cerró el puño y se apretó tanto la nariz que sangró; eso me dijo Justine años más tarde.
Mi madre salió al trineo y regresó con una bolsa de pedernales. Vació la bolsa en su mano y eligió las piedras con el dedo. Los pedernales marrones y de fino grano entrechocaron unos contra otros.
—Lo he decidido —dijo—. Haremos un taladro. Abriremos un agujero y dejaremos salir la sangre. ¿Me ayudarás, Justine?
Justine estaba sacudiendo el hielo de nuestras pieles y trabajaba con los dientes la piel interior para mantenerla flexible. Se echó hacia atrás el pelo y alzó la cabeza.
—Naturalmente que te ayudaré, si crees que realmente debemos abrir la cabeza del pobre Mallory; es una cosa muy peligrosa, y no estoy segura de que lo que hagamos sirva de algo, pero haré lo que tenga que hacer, aunque tengo miedo por él. Y, ¿qué haremos para impedir el dolor cuando sienta el taladro y…?, oh, Moira, ¿tenemos realmente que abrirle la cabeza?
—No —dijo Soli, y dirigió a Justine una brusca mirada, desaprobando claramente su apoyo al plan de su hermana. Estaba furioso y su piel estaba pálida; la sangre corría por su cara—. Lo mejor que podemos hacer es esperar que muera. Entonces podemos abrir un agujero en el hielo, y así tendremos mucho menos peso para los perros. Sí, debemos tirarlo por un agujero, y a su gordo amigo también.
—¡Leopold, no sabes lo que estás diciendo! —exclamó Justine.
—El Lord Piloto cree que sabe —escupió mi madre—. Cree en lo que dice con sus crueles palabras. Pero no sabe nada.
—No me hables.
—El Lord Piloto debería saber que…
—Por favor, no hables.
—Mi hijo está muriendo —dijo mi madre, y su voz se convirtió en un gorgoteo de furia.
—Déjalo morir.
Yo oía estos sonidos borbotear sobre mí: el alto soprano de Justine mientras tomaba partido junto a mi madre contra Soli, y el acero de la voz profunda de Soli, que resonaba como una campana a punto de romperse. La discusión continuó durante un rato; recuerdo que hubo algo en el sonido de las palabras de Soli y en la angustiada súplica de mi madre que me hizo prestar atención. Y entonces, después de un instante de silencio, mi madre exhaló un suspiro y pronunció las peores palabras que he oído en mi vida:
—¡Es tu hijo! ¡Mallory es tu hijo!
—¡Mi hijo!
—Es nuestro hijo.
—¡Mi hijo!
—Dejarle morir… sería como matar una parte de ti mismo.
—¡No tengo ningún hijo!
—Sí, tienes un hijo. Nuestro hijo.
Y entonces pronunció más palabras que no quise oír, revelando una herencia que yo quería negar amargamente. Hacía mucho tiempo, le dijo (y yo no quise saber esto; estaba casi muerto, pero supe que no quería saber esto, aunque una parte de mí lo había sabido siempre, al menos desde que vi a Soli por primera vez en el bar de los maestros pilotos), le dijo que, el día anterior a su partida al corazón de la galaxia, mi madre decidió que nunca regresaría. Toda la vida había sentido celos de Justine y envidia de las cosas que su hermosa hermana poseía. Incluyendo a Soli, especialmente a Leopold Tisander Soli. No le amaba. No creo que mi madre pudiera haber amado a un hombre como una esposa ama a un marido. Pero sabía que era el piloto más brillante desde el Tycho…, incluso ella admitió siempre eso. Le envidiaba su brillantez y deseaba sus cromosomas, que pensaba que eran la fuente de su brillantez. Ya que deseaba un hijo propio, un hijo brillante como la niña pequeña de Justine, ¿por qué no emparejar los hermosos cromosomas de Soli con los suyos? (Porque es un crimen, madre, pensé. Casi el peor crimen imaginable). El robo de las células de Soli fue fácil: un rápido y al parecer fortuito arañazo de sus afiladas uñas en el dorso de su mano desnuda un día en el Hofgarten…, así fue como empezó todo. Se escarbó con cuidado bajo las uñas, y llevó los pocos cientos de células epidérmicas a un unidor renegado, que dividió el ADN en sus cromosomas haploides y modeló un juego de gametos. Cuando Soli no regresó de su viaje y pareció que nunca regresaría, ella usó los gametos para fertilizar uno de sus óvulos e hizo que se lo implantaran en el vientre. Como resultado de esta despreciable replicación fui concebido yo, y doscientos ochenta días más tarde nací. Eso le dijo mi madre a Soli mientras yo movía los labios, escuchando su historia, esforzándome por negar lo que temía era verdad.
Durante un rato, la choza permaneció en silencio. Quizá me hundí en coma; quizá los centros auditivos de mi cerebro se volvieron sordos. Me perdí mucho de lo que Soli le dijo a mi madre, pero recuerdo que gritó:
—¡… no es mi hijo! ¡Y, cuando sea enterrado en Resa, no será enterrado como hijo mío!
—Lo es —dijo mi madre—. Tu hijo.
—Estás mintiendo.
—Tu hijo. Nuestro hijo.
—No.
—Quise tener tu hijo. ¿Qué hay de malo?
—Es un bastardo. No es mi hijo.
—Te lo demostraré, entonces.
—No, no.
—Tu hijo —dijo ella, y mientras Justine se aferraba al codo de Soli y miraba con asombro, mi madre apartó la piel de lobo de mi cabeza—. Acércate y mira. Tiene el pelo del Lord Piloto. —Suavemente, apartó los pelos de mi cabeza, en la parte opuesta a mi herida—. Un pelo tan negro y denso. Pero salpicado con manojos rojos. Como los del Lord Piloto. Como el pelo de todos los varones Soli, padres e hijos. Le he estado arrancando los pelos rojos de entre los negros. Porque no quería que lo supieras. Pero ahora debes saberlo. ¡Ven aquí, pues, y mira el pelo de tu hijo!
Recordé a mi madre arrancándome los pelos supuestamente «grises» de la cabeza en la cueva devaki cuando me buscaba piojos, y el acertijo de mi herencia dejó de ser un acertijo. Había arrancado pelos rojos, no grises. Pelos rojos, los pelos del linaje Soli que a veces no aparecen hasta poco después de llegar a la edad adulta. Durante nuestra expedición, quizá debido a las impresiones del hambre y el frío, debí empezar a producir pelos rojos. No era un bastardo, entonces. Era algo mucho peor. Era (y hasta hoy he tenido dificultad para formar la palabra incluso en los accesos más privados de mi mente), un hijo replicado. Había sido llamado a la vida a partir del ADN de Soli, de sus preciosos cromosomas, de la misma materia de su esencia. Pero había sido mi madre quien me había llamado, no él. Ella había usado la información del interior de él para hacerme, y por lo tanto era una replicadora, y, ¿quién podría reprocharle a Soli que me odiara?
—¡Mira estos pelos rojos! —dijo mi madre mientras me pasaba los dedos por los cabellos—. ¿Quién sino tu hijo? ¿Quién podría tener este pelo, negro y rojo?
—Sólo es sangre —dijo Soli—. Su pelo está manchado de sangre, ¿verdad?
—Mira más de cerca, entonces. ¿Ves? No es sangre. Puedes verlo, ¿no? Eres su padre.
—No —susurró él.
—Debes ayudarle.
—No.
—Morirá si tú…
—¡No! —gritó él, y apartó de un tirón el brazo de Justine. Entonces tuvo que comprender que, si yo era realmente su hijo, entonces Katharine era mi hermana—. Lo sabías —le dijo a mi madre—. Todo este tiempo, desde la Ciudad, Katharine y Mallory…, ¡juntos! ¿Y tú lo sabías?
—¡Oh, no! —dijo Justine.
—No le eches la culpa a mi hijo —dijo mi madre—. Échasela a Katharine. Era una scryta. Sabía que Mallory era su hermano. Y concibió a su hijo de todas formas.
—¿Qué? —aulló Soli.
—El niño. Era hijo de Mallory, no de Liam.
—¡No!
Sí, Soli, quise decir. Soy tu hijo, y Katharine era mi hermana, y su hijo era mi hijo, tu nieto, y la cadena de crimen y horror sigue y sigue. Pero no podía hablar; no podía moverme. Sólo podía escuchar.
—Katharine le embrujó —dijo mi madre. Estaba muy furiosa, y las palabras brotaron como veneno—. Sabía que Mallory era su hermano. ¿Quién sino esa bruja scryta se aparearía con su propio hermano?
—¿Por qué? —preguntó Soli.
—Le pregunté a Katharine por qué, pero no quiso decírmelo.
—¿Se lo preguntaste?
—Tu hija era una bruja. Una maldita bruja.
—¿La acusaste de ser una bruja? Entonces la mataste, ¿verdad? Sí, la mataste.
—Merecía morir.
Soli se quedó inmóvil durante un momento, y había locura en sus ojos. Y entonces se sumergió en uno de sus raros y terribles arrebatos de ira, y apartó a mi madre de mí. Trató de matarla (o, más bien, de ejecutarla, cómo sostendría más tarde). Trató de estrangularla, mientras ella le destrozaba la cara con las uñas y casi le aplastaba los testículos con la rodilla.
—¡Sucia replicadora! —gritó Soli—. ¡Lo sabías!
Traté de levantarme, pero, como en una pesadilla, no pude moverme.
El horror se desarrolló entonces, crimen sobre crimen. Justine vino en socorro de su hermana. Apartó los dedos de Soli de la garganta de mi madre. Soli golpeó, lleno de furia. No creo que supiera lo que hacía. Una, dos, tres, veces, golpeó, aplastando los pómulos de mi madre, rompiendo los dientes y la mandíbula de Justine. Mi madre se derrumbó sobre la nieve, agitándose. Justine gimió y boqueó y escupió trozos sanguinolentos de dientes.
—¡Oh, Soli! —lloró, y la sangre manó por sus labios, pero Soli estaba loco, y trató de matar a su hermosa esposa. Le rompió el brazo, le rompió la nariz, y, lo peor de todo, rompió el puro y firme amor que ella siempre había sentido por él. El enloquecido Lord Piloto, cuyo rostro parecía un cadáver de shagshay después de un festín, miró a Justine, y su furia desapareció lentamente. Señaló a mi madre.
—¡Deberías de haberme dejado matarla! —rugió—. ¡Esta sucia replicadora!
Se acercó a mi cama y cubrió mi cabeza con las pieles, escondiendo mi pelo y la mayor parte de mi cara.
—No es hijo mío —dijo.
Cuando Soli volvió a sus cabales, se avergonzó de lo que había hecho. Trató de disculparse ante Justine, trató de ayudarla. Pero ella no quiso su ayuda.
—No, no, déjame en paz. —La sangre manaba por su nariz, y le costaba mucho trabajo respirar. Sin embargo, consiguió hacerse entender—. Te lo dije hace treinta años, nunca jamás, y lo siento por ti, lo siento por nosotros, lo siento de verdad, pero ¿cómo puedo ahora confiar en ti? Porque, si puedes hacer esto, puedes hacer cualquier cosa, ¿y qué haré yo ahora? —Se cubrió la cara con las manos y gritó—: ¡Oh, Leopold, duele, duele, duele, duele!
—Aún eres mi esposa —dijo él.
—¡No, no!
—Hemos sido amigos durante más de cien años.
El presuntuoso tono de su voz hizo que Justine se enojara (y mi tía rara vez sufría de esa fea emoción).
—Creía que éramos amigos, pero estaba equivocada.
Soli contempló la pared de la choza. Entonces cerró el puño y empujó hacia afuera uno de los bloques de nieve, y el viento entró. Observó a través de esta ventana recién hecha el trineo de Bardo, donde su corpachón yacía atado bajo las pieles. Durante largo rato había mantenido su silencio referido a la creciente amistad entre Justine y Bardo, pero ahora enfermó de celos.
—Sí, ahora tienes nuevos amigos —dijo—. Amigos muertos.
Es triste contar lo que sucedió a continuación. La furia de Soli le había abandonado, pero la locura había empeorado. No advirtió la gravedad de las heridas de Justine y de mi madre. Acusó a su esposa (equivocadamente) de adulterio. Justine lloraba cubriéndose la cara con las manos, y él interpretó este gesto como una admisión de culpabilidad. Le dijo que nunca podría perdonarla. Ya que el rompevientos llegaría dentro de cuatro días, era hora de dirigir los trineos hacia el sur para el encuentro, o una tormenta podría hacernos perder la nave. Cuando mi madre empezó a hablar de nuevo sobre hacerme agujeros en la cabeza, y Justine no quiso mirarle, Soli lanzó sus pieles a un trineo, enganchó los perros y susurró:
—Sí, abridlo si queréis, haced lo que queráis, y reuníos con el rompevientos en el punto de encuentro si queréis volver a la Ciudad. ¿Qué importa?
Después de que se marchara, mi madre envolvió la cara de Justine en pieles de newl. Le puso bien el brazo y lo entablilló. Hizo todo esto, mientras sus costillas rotas rozaban y chocaban y le arañaban los pulmones, causándole gran dolor. Esa noche hizo un taladro de pedernal y me abrió un agujero en la cabeza para dejar salir la sangre. Probablemente a causa de este taladro no morí en el hielo. De algún modo (incluso hoy día parece milagroso que mi madre y Justine pudieran hacerlo), de algún modo, a la mañana siguiente me subieron a uno de los trineos. De algún modo, consiguieron dirigir mi trineo y el de Bardo por turnos y conducirlos a través de kilómetros de nieve. Fue un viaje tortuoso, un viaje asesino. Recuerdo que mi madre gritaba con cada irregularidad del terreno; recuerdo el viento y el dolor; recuerdo haber gritado que me dolía la cabeza y que Soli no era mi padre y muchas, muchas otras cosas incomprensibles.
A última hora de la tarde del día siguiente, bajo el brillante haz blanco de Pelablinka, llegamos al punto de la cita. Había una única cúpula de nieve en el cuenco inmenso y blanco del mar. Soli estaba allí, esperando, pero no quiso salir de su pequeña choza ni consintió en hablar con nadie. Mi madre y Justine construyeron otra choza para ellas y para mí. A pesar de que caí en coma profundo, mi madre siguió abriéndome la cabeza.
—Vivirá —seguía diciéndole a Justine—, si podemos llevarle a casa a tiempo.
Esperamos tres días al rompevientos, tres días y noches de viento y dolor. Finalmente, llegó. El viaje de regreso a la Ciudad fue rápido; nuestro retorno a las brillantes torres y las multitudes de profesionales que alineaban los Campos Huecos fue glorioso (al menos fue glorioso hasta que mi madre y Justine salieron del rompevientos y se supo nuestra tragedia). Pero yo estaba ciego a la gloria y casi más allá del dolor. Me llevaron a una oscura sala bajo los Campos, donde los pilotos son devueltos a la juventud. Allí, los talladores trabajaron con mi cráneo. Alguien anunció que, a pesar de los delicados y verdaderamente notables esfuerzos de mi madre por salvarme, la piedra de Seif había aplastado y estropeado partes de mi cerebro. Poco después, alguien más anunció que todos nuestros esfuerzos habían sido inútiles, porque las células devaki rescatadas habían demostrado ser poco diferentes de las de los seres humanos modernos. Los maestros unidores no habían encontrado el mensaje de los ieldra inscrito en su ADN. El secreto de la vida continuaba sin ser descubierto, quizás era imposible de descubrir, velado y oculto, eternamente misterioso. El Lord Cético proclamó que era una lástima que nuestra búsqueda hubiera sido en vano.
—Es una lástima que haya desaparecido tanto cerebro de Mallory que no podamos hacerlo volver. Una lástima que tenga que pagar el precio final a cambio de nada.
Siempre debe haber un momento en que se nos acaba la suerte, cuando el tictac del reloj debe pararse finalmente. Ni los céticos ni los talladores ni los imprimáturs pudieron ayudarme. Conservar un cerebro dañado y defectuoso habría sido un crimen, y para mí habría sido un infierno, la eternidad de una vida sin sonido ni visión, sin amor ni esperanza. Era mucho mejor abrazar el destino en el momento adecuado, y sería mucho más fácil, como caer por una negra escalera de caracol mucho más larga que la que había en la Torre del Guardián del Tiempo, una escalera sin luz, sin fondo. Y así, en una pequeña sala oscura casi a la vista de las Torres Matutinas de Resa, en un día frío y sin nieve en el invierno profundo, volví la mirada hacia dentro, a la oscuridad más profunda, y caí. Hasta hoy no he dejado de caer.
En Neverness morí mi primera muerte.