Si puedes mirar las semillas del tiempo,
y decir qué grano crecerá y cuál no,
dímelo entonces a mí, que no suplico ni temo
tus favores ni tu odio.
—De Macbeth, de El Shakespeare, Fabulista del Siglo de las Exploraciones.
Y, así, vivimos pacíficamente entre los devaki, aunque a menudo fue una paz incómoda. El tiempo pasó rápidamente. Las tormentas de la primavera del medio invierno terminaron, y los días claros y secos del falso invierno dieron comienzo. Cuando el hielo del mar se resquebrajó y se fundió, cazamos salmones plateados y bacalaos migratorios en las aguas junto a la playa. Cazamos shagshay en tierra. Condujimos a una pequeña manada de ellos hacia un acantilado, y después de aquello ya no hubo más hambre. Nuestra vida se asentó, los días estaban tan llenos de comida y sol y calor que presté poca atención a las hoscas miradas que Liam me dirigía cada vez que nuestros caminos se cruzaban, en la cueva o en el bosque. Traté de no preocuparme; traté de ignorar la sensación de perdición inminente que me atenazaba cada vez que miraba a Katharine. Veía hincharse su vientre día a día, y pensé en la semilla que crecía en su interior. Me pregunté mil veces de quién sería el niño que llevaba. Mil veces ansié que llegara el día en que pudiéramos regresar a la Ciudad, entregar al niño al maestro unidor y decir: «Dime si soy el padre». No era yo el único preocupado por la paternidad. Liam, y no pocos de los hombres devaki, debían preguntarse quién era el padre del niño. Pero su intriga era diferente a la mía. Ellos tenían pocos conocimientos de genética, y no se preocupaban mucho de quiénes eran los padres genéticos de sus hijos. Los devaki compartían tantos cromosomas que consideraban a todos los niños de la tribu como sus casi-hijos e hijas. Reconocían que sólo un hombre podía ser el padre de sangre de un niño, pero lo que realmente les importaba era el matrimonio. Lo que todos querían saber era quién se casaría con Katharine cuando llegara el momento y se convertiría así en el padre de su hijo recién nacido. Todos pensaban que sería Liam. Muchas veces, durante aquellos largos días, Yuri visitó a Soli para disponer un matrimonio entre las dos familias.
—No es bueno que un niño no tenga padre —dijo un día, después de una buena caza—. ¿Has visto cómo se ríen juntos Katharine y Liam? ¿Y quién puede reprochárselo? Katharine es una mujer hermosa y mi hijo es un hombre hermoso, y tendrán muchos hijos hermosos si se casan.
Y Soli dijo, como hacía siempre:
—Sí, matrimonio. Bueno, quizás; esperemos a ver.
Esta charla preocupaba tanto a Soli que evitaba los vacilantes acercamientos de Yuri cada vez que podía. Pasaba muchas noches con la radio, tratando de recordar cómo funcionaba. A menudo, observaba dormir a Katharine; meditaba ceñudo sus solemnes pensamientos. Una noche, mi madre le sorprendió mirándola, y malinterpretó por completo su expresión. Yo estaba sentado junto a la hoguera cuando ella se acercó a Soli y le dijo:
—Katharine debería abortar. Eso es lo que estás pensando. Eso es lo que pensamos todos. ¿Quién sabe quién es el padre? Debería purgarse. Hay medios, medios alaloi. La raíz de acónito…, es un abortivo natural.
Soli permaneció callado y no se movió. No miró a mi madre.
—Márchate —susurró—. Márchate.
Creo que habría sido mejor para mi madre si él le hubiera escupido encima. Por encima de todo, odiaba ser despreciada. (En este asunto, era exactamente igual que Soli). No puedo describir cómo se contorsionó su cara cuando él le dijo aquello. Normalmente, ella hacía una religión del autocontrol, pero esa noche su cara traicionó su vergüenza, ira, miedo, y otras oscuras emociones que no soy capaz de nombrar. Sus ojos empezaron a retorcerse.
—El Lord Piloto piensa que es santo —le dijo misteriosamente a Soli—. Pero no puedes saberlo. Nunca lo has sabido.
Incluso hoy creo que podríamos haber evitado el desastre si hubiéramos tenido la previsión de marcharnos cuando descubrimos que la radio estaba muerta, o si alguno de nosotros se hubiera contenido. (Aunque Katharine ciertamente estaría en desacuerdo conmigo: lo que sucedió había sucedido siempre; como diría, las semillas del desastre habían sido plantadas antes de que naciéramos cada uno de nosotros, quizás antes de que nacieran las estrellas). ¿Cómo es que tenemos una habilidad casi infinita de engañarnos a nosotros mismos, de ver la verdad ante nuestros ojos y proclamar que es falsa? ¿Por qué me engañé pensando que los devaki eran un pueblo amable y misericordioso, un pueblo que amaba la paz y la armonía por encima de todo lo demás? O, más bien, ¿por qué pensé que eran sólo eso (pues eran realmente amables, y su misericordia me sorprendería un día hasta hacerme llorar)? ¿Por qué pensaba en ellos tan simplemente? ¿Por qué no los vi como realmente eran?
Creer que nuestros sentimientos y forma de pensar deben ser compartidos universalmente por los demás es el más común de los errores, cometido por alienígenas y humanos por igual. A pesar de mis experiencias dentro de la Entidad (o quizás a causa de ellas), cometí este error. Una vez, había entrado en la realidad y el espaciolor de la alienígena Jasmine Orange. Cuánto más simple habría sido comprender a un pueblo primitivo con el que había vivido durante casi medio año. Yo creía comprenderlos. Vivía como un alaloi, y pensaba que mi concepción de la vida alaloi debía ser similar a la suya. ¿Percibían la belleza como yo lo hacía? Cuando cazaban a través del bosque amaban, igual que yo, el crujir de la superficie de algodón bajo sus esquíes, el aire frío, el ladrido de los perros y, por todas partes, los árboles helados llenos de blanco y verde agitándose al viento, los somorgujos de las nieves cantando. Ciertamente, vivían más cerca de la vida que la gente civilizada; en muchos aspectos eran más felices, estaban más vivos, eran de algún modo más plenamente humanos (yo, también, encontré una especie de felicidad en las montañas, a pesar de los pequeños males de los piojos y la suciedad y el té de sangre. Todavía me sorprende cómo pude acostumbrarme a esas cosas). Había momentos en el bosque, o en la playa junto al frío océano, en que me sentía vivo por primera vez en la vida. Qué irónico, pensaba, que hubiera venido a la isla en busca del secreto de la vida en los tejidos de hombres y mujeres sólo para encontrarlo en las olas salvajes, en los gritos de los eiders y gansos de la nieve, en todas las cosas salvajes del mundo. ¡Qué remota, qué insignificante parecía la misión de búsqueda! ¿Qué era el conocimiento de un dios inserto en los cromosomas de un hombre comparado con la sabiduría infinitamente superior del mundo? Descubrí dentro de mí un profundo deseo de vivir la vida tan completamente como pudiera. Sentía gozo en la mayor parte de las cosas que hacía, al encender una hoguera y ver fundirse los copos de nieve, al comer y copular, incluso al cazar animales. Llegué a creer que los devaki compartían este gozo; pensaba que para lo único que vivían era para el gozo puro. Armonía, paz, gozo…, ésos eran los elementos de la vida vivida naturalmente en un mundo natural.
Pero hay más que gozo en la vida. Los devaki lo sabían. En mis huesos y en mi corazón yo lo sabía también, aunque conocimiento y aceptación son dos cosas diferentes. Ésta era la esencia de mi arrogancia, de mi corta visión, de mi error: había olvidado que la naturaleza no estaba sólo llena de gozo, sino que era también trágica y violenta. No comprendía cómo los devaki podían aceptar (podían incluso amar y abrazar) la violencia y las tragedias de la vida. Subestimé su amor a la armonía, la auténtica comprensión de la intención del alma-mundo que llaman halla. Creía que, en los bosques de las Mil Islas, la paz y el olvido eran la esencia de las relaciones de una persona con otras. En verdad, no sabía nada de la naturaleza a veces terrible del halla.
Siempre he pensado que la tragedia suprema de la vida es que debe terminar en la muerte. Incluso para aquéllos que mueren demasiado tarde, la muerte debe venir un día. Aunque es desagradable hacerlo, debo relatar aquí la muerte de Shanidar, porque fue este hecho, y los que siguieron, los que me llevaron a descubrir lo que harían los devaki por conservar su relación halla con el mundo.
El principio del invierno es normalmente una época de días frescos y brillantes y noches frías y erizadas. Nieva aproximadamente cada tres días; el liviano polvo cae suavemente y se amontona en dunas blandas y brillantes. Pero, a veces, una vez cada diez años, el viento llega de repente, con dientes. Las mañanas amanecen con un frío azul, y el aire es tan áspero y seco que no nieva. Cuando llevábamos viviendo unos doscientos días con los devaki, el clima se volvió muy frío, y todo el mundo dijo que sería un invierno largo, de diez años. Los devaki estaban felices porque había una gran cosecha de nueces baldo, que almacenaban en barriles de cuero. Había salmón plateado congelado y marisco; había shagshay ahumado y huevos de eider y vientre de seda asado, comida en abundancia. Los viejos que habían pasado hambre durante el invierno anterior estaban felices, todos excepto Shanidar, cuyo cuerpo cansado no podía retener ya más alimento. El día cincuenta y tres empezó a quejarse de un dolor ardiente en el vientre. Durante los días que siguieron, visité su cámara y traté de alimentarle con huevos pasados por agua, pero no sirvió de nada. Su carne enflaqueció; su vieja piel amarilla se tensó en torno a los huesos. Pasaron los días y yo me maravillé de que continuara vivo. A menudo, Shanidar bromeaba con que algunos hombres podían nutrirse del mismo aire. En otras ocasiones, jadeaba en busca de aire y no podía hablar. Me pregunté qué le sostenía, qué fuego interior le mantenía viviendo más allá de su tiempo.
El final no vino con rapidez. El día ochenta y dos empezó a vomitar sangre. Durante dos días no bebió agua y, cuando amaneció el tercer día, quedó claro que sería el último para él. Me llamó para que lo sacara de la cámara y lo llevara a la parte delantera de la cueva. Hice lo que me pedía; incluso envuelto en densas pieles, era tan liviano como un niño; tanto, que pensé que la mayor parte de él ya se había marchado al otro lado. Mientras lo colocaba ante los fuegos, sólo sus ojos se movieron, quizá tratando de abarcar las altas nubes del cielo.
—Mallory Matafocas es amable —dijo, y tosió.
Arrojé unos cuantos leños al fuego.
—¿Tienes frío?
—¿Sabes? No puedo sentir mi cuerpo; ¿cómo puedo saber si tengo frío, hmmm?
Y, de inmediato:
—Escucha, sí, tengo frío…, mucho frío. Siento como si me hubiera caído por un agujero al mar.
Avivé la hoguera hasta que rugió. Lenguas anaranjadas de fuego fluctuaron hacia fuera, lamiendo la roca de la entrada de la cueva y fundiendo un círculo de nieve de un metro y medio de ancho alrededor de la hoguera. El calor me quemaba en la cara. Con la espalda apoyada en la cálida roca, nos sentamos en el largo escalón nevado que conducía al bosque de abajo.
—Eso está mejor, es bueno estar calentito… Escucha, ¿cuánto falta para que las estrellas iluminen el cielo?
—No mucho —mentí.
Nos quedamos allí sentados durante la tarde agonizantemente larga, hablando del embarazo de Katharine y otras preocupaciones de la tribu. A Shanidar le encantaba hablar, a pesar de que estaba tan débil y enfermo que su respiración se entrecortaba. Tenía que hacer largas pausas entre sus palabras. Los devaki iban y venían. Cuando pasaban junto a nosotros, daban un amplio rodeo. Las mujeres especialmente, inclinadas bajo grandes bloques de nieve para beber, nos miraban con recelo, como si fuéramos lobos que intentaran robarles a sus niños. A menudo, durante los días pasados, habían susurrado y sacudido la cabeza ante mis visitas a Shanidar, quizá preguntándose por qué escogía yo estar con un hombre que no había muerto en el momento adecuado. Mientras alimentaba el fuego y observaba los labios arrugados de Shanidar esforzarse para dar forma a sus palabras, me pregunté lo mismo.
Anocheció por fin, y las estrellas salieron, diez mil brillantes partículas de hielo contra la negra piel de la noche.
—Losas shona —dijo Shanidar, esforzándose por mirarlas con sus ojos medio ciegos. Tosió durante un rato antes de jadear—: ¡Cómo me gustan esas luces! ¿Podrías echar un poco más de leña al fuego?, hace frío, ¿hmmm? Escucha, creo que este invierno profundo será pronto muerte fría. Todavía es invierno, ¿no?…, y ya hace tanto frío. Escucha, Mallory, mis pestañas se están congelando con mi respiración. ¿Quieres quitarme el hielo de los ojos?
Le sequé los ojos, y un arrebato de tos sacudió todo su cuerpo. Cuando terminó, permaneció en silencio e inmóvil. Pensé que había muerto, pero no, me agarró la mano de repente, manteniéndome allí mientras se aferraba a la vida como un alpinista caído se aferra a las rocas de una montaña.
—Duele —dijo—. Las luces del cielo son estrellas, ya sabes. Hidrógeno ardiendo que se convierte en luz…, mi padre me lo enseñó cuando era niño.
Durante un momento, me sorprendió que usara la palabra «hidrógeno». Naturalmente, no me sorprendió que conociera la palabra (recordé que había viajado a las estrellas en su juventud), sino porque me había pronunciado la palabra como si yo también la conociera.
—¿Idorógeno? —dije, fingiendo aturdimiento—. Usas palabras extrañas, Viejo.
Él se agarró al borde de mis pieles.
—Has engañado a los otros, pero no me has engañado a mí, Hombre de la Ciudad. Cuando era más joven… —Tosió durante un rato—. ¿Sabes?…, recuerdo lo que era tener músculos fuertes como los que tú tienes… Cuando era un joven que no tenía piernas, fui al tallador llamado Rainer, y él me dio piernas nuevas, en su taller del Sector Extremo de la Ciudad Irreal. ¿Sabes? Conozco a un hombre de la Ciudad cuando veo a uno.
Después de muchas evasivas y mentiras por mi parte, después de mirar alrededor para asegurarme de que no había nadie cerca, admití finalmente que era en efecto un hombre de la Ciudad.
—Pero ¿cómo lo supiste?
—Puedes llevar pieles de shagshay de verdad y puedes aprender El Lenguaje y puedes cambiar tu cuerpo… ¿Sabes? Yo tenía un cuerpo hermoso y fuerte, aunque no tuviera piernas… Escucha, puedes cambiarlo todo menos la forma de pensar, ¿hmmm? No puedes cambiar los caminos de tus pensamientos…, de lo contrario yo no sería un paria entre mi propio pueblo.
Me preguntó por qué habíamos venido a los devaki, y yo se lo dije. No sé por qué confié en él. La noche se ensombrecía a nuestro alrededor, fría y sin fin, como el espacio, y repetí el mensaje de los ieldra:
—El secreto de la inmortalidad del hombre se encuentra en nuestro pasado y en nuestro futuro. Si buscamos, descubriremos el secreto de la vida y nos salvaremos.
Le conté mi viaje a la Entidad. Aunque ya no creía en ello, le dije que el secreto de secretos podía encontrarse en el ADN más antiguo de los seres humanos. Le conté todas estas cosas mientras el fuego ardía y las estrellas lanzaban auroras de tenue luz a nuestros ojos.
—¿Eres un piloto, entonces? Escucha, soy un hombre ignorante…, ¿sabes? Mi padre me enseñó lo mejor que pudo… Eres piloto, y podrías pensar que todas las cosas que te he dicho este último año son tonterías, ¿hmmm? Pero no, ¿sabes?, no son tonterías.
Su tos había sido reemplazada por un silbido líquido. Cada palabra que lograba hacer pasar a través de su garganta lo hacía entrecortadamente.
—Escucha, los devaki tienen su propio conocimiento, así que debes comprender que todo lo que te dije sobre matar a tu doffel y apartarte de los otros hombres…, ¿y recuerdas lo que te dije sobre el bien y el mal, hmmm?…, todo lo que te he contado es verdad.
—He escuchado todo lo que me has dicho —le dije sinceramente.
—Entonces, escucha la súplica de un viejo. No te fíes del mensaje de los dioses. Cuando nací sin piernas en esta cueva… Escucha, ésta es la historia más triste que conozco… Como nací siendo un marasika sin piernas, me dejaron en la nieve en el invierno profundo para que muriera congelado. Mi padre me llevó helado a los talladores de la Ciudad, pero ellos no pudieron hacer nada para ayudarme. Así, mi pobre padre, Goshevan, hijo de Jaharawal, cuyo padre fue Pesheval Kulpak de Mundo Verano, mi padre me llevó a Agathange. Allí, ¿lo sabías, Piloto?, allí los hombres son como dioses. Me devolvieron a la vida para que pudiera regresar a la cueva de mi nacimiento…, qué amable por su parte, ¿hmmm? Me hicieron volver a vivir, y podrían haberme dado fácilmente piernas nuevas, pero no lo hicieron. ¿Por qué? Escucha, ésta es la verdad: los dioses son tramposos y, cuando rehacen a un hombre, siempre dejan algo sin hacer. Para humillarle. Así que no creas el mensaje de tus ieldra sobre el secreto de la vida, porque esos dioses, obviamente, han dejado sin decir lo más simple de todo, que es esto: el secreto de la vida es más vida.
Trató de alzar su cuerpo hacia la abertura de la cueva. Volví la cabeza y escuché agudos ladridos y chillidos de risa infantil.
—Escucha, ¿oyes los sonidos de Jonath y Aida jugando con los cachorros? El secreto de la vida es engendrar hijos…, mi padre me lo dijo cuando yo era niño, pero no le creí.
Pensé en padres e hijos, y le escuché ahogarse en busca de palabras.
—Si alguna vez tienes un hijo, debes ser amable con él, Mallory.
Me froté la nariz.
—No sabes la regla de nuestra Orden, pero te la diré: los pilotos no pueden casarse —dije, y pensé en Katharine engordando día a día con el hijo de alguien—. Nunca tendré un hijo.
—Oh, es muy malo marcharse al otro lado sin hijos e hijas, debería haber creído a mi padre. —Shanidar tosió y gimió; trató de decir algo, pero no le comprendí.
—¿Duele? —pregunté.
Se frotó débilmente el brazo.
—¿Sabes? Cuando los devaki mueren, nunca sienten miedo, porque tienen hijos e hijas para rezar por sus espíritus. —Alzó los ojos al cielo y habló en voz tan baja que tuve que esforzarme por oírlo—. Pero tengo miedo, Piloto. Oh, duele, aquí en el brazo y en la garganta… —Tosió con fuerza una vez y se agarró el pecho—. Como hielo, oh, escucha… —y empezó a gemir y murmurar. Creo que dijo algo como: «Shona los halla; halla los shona», y entonces cerró los ojos y boqueó en busca de aire. Poco después (la verdad es que pasó largo rato), su respiración pareció detenerse. Coloqué un pedazo de su túnica bajo su nariz para ver si la respiración movía los sedosos pelos blancos. Pero la piel permaneció quieta, porque ya no respiraba. Debí haberle buscado el pulso en la garganta, pero no quise tocarle. Tenía miedo de que estuviera muerto.
Me levanté y me arrebujé en mis pieles. El aire era tan frío que pensé que se me iban a congelar los ojos. Le observé durante largo rato, hasta que la piel de su cara vieja y arrugada empezó a endurecerse como mármol. Y entonces, por ninguna razón, pues lo que él había sido había desaparecido, tragado como un rayo de luz en un agujero negro, alcé la cabeza a la noche y recé por su espíritu:
—Shanidar, mi alasharia la shantih devaki.
Su boca y sus labios estaban congelados, convertidos en una máscara rígida; su cara parecía a la vez demasiado familiar y completamente extraña. No podía mirarle, así que lo cubrí con su piel. Me volví y fui a buscar a Yuri.
Nunca antes había visto a un ser humano muerto.
Atravesé corriendo la cueva, tropezando en el suelo irregular y lleno de agujeros. Las hogueras ardían levemente, y las chozas eran globos de luz tenue perdidos en la oscuridad. Llegué al diente de lava en medio de la cueva. Era el Viejo de la Cueva, sonriendo con su oscura sonrisa en las negras profundidades de la cueva. Por ninguna razón en concreto, golpeé la cara de la escultura de roca. El golpe resonó en el aire. Golpeé de nuevo al Viejo de la Cueva, mientras pensaba en Shanidar. Me pregunté si todo el mundo se sentía igual que yo después de ver a un ser humano muerto por primera vez: estaba aterrado de tener que morir, y a la vez me sentía extasiado porque aún estaba vivo. Más tarde vendrían los llantos y la melancolía, pero en ese momento me alegré de que fuera él quien estuviera muerto y no yo. Me sentía intensamente vivo, posiblemente porque en ningún momento de mi vida había saboreado tan intensamente la vida misma. Golpeó la escultura, y la mano me dolió. Pensé que el secreto de la vida debía ser sentirse intensamente vivo.
Desperté a Yuri en su cueva y le dije que su casi-primo había muerto. Mientras él despertaba al resto de la familia (pues ningún hecho entre los devaki es más importante que una muerte), fui a ver a Soli y los demás. Nos reunimos en la zona abierta tras las chozas Manwelina. Wicent y Yuri tendieron el cadáver de Shanidar sobre una piel de newl, y Liam y Seif construyeron seis pequeñas estacas de madera aromática de pela a su alrededor y encendieron las hogueras. La cálida luz bañó la piel desnuda de Shanidar, que Anala y Liluye frotaron de la cabeza a los pies con aceite caliente de foca. (Los devaki creen que un hombre, o una mujer, deben hacer desnudos el viaje al otro lado, como vienen al mundo. Pero ya que debe pasar por el mar congelado, su cuerpo debe estar convenientemente engrasado contra el frío). Las vetas rojas de luz que se desprendían del cuerpo blanco de Shanidar eran a la vez fantasmales y hermosas. Mientras las mujeres lo cubrían con dalias azules de las nieves y amapolas árticas, me cubrí los ojos con la mano. El dulce aroma de las flores cortadas picaba en mi nariz. Luego, Yuri, que era el casi-primo más cercano de Shanidar, cogió un cuchillo de pedernal y le cortó al cadáver la oreja derecha. Alguien la envolvió con musgo velludo.
—Conservamos la oreja de Shanidar, y él siempre oirá las plegarias de nuestra tribu —dijo Yuri—. Yo, Yuri, hijo de Nuri, rezaré por el espíritu de Shanidar porque no tenía hijos o hijas que rezaran por él. Y mi hijo Liam y sus hijos rezarán por Shanidar, mi alasharia la shantih devaki. Aunque es fácil reprocharle el esperar tanto tiempo para marcharse, no debemos reprochárselo porque un hombre debe marchar libre de reproches.
Cuando las hogueras de la mañana casi se habían apagado y la mayoría de nuestras gargantas estaban irritadas de rezar y gemir (la mayor parte de los hombres eran capaces de llorar a voluntad, mientras que las mujeres permanecían sombrías y con los ojos secos), envolvimos a Shanidar en la piel de newl y lo llevamos al cementerio sobre la cueva. El terreno estaba congelado, era duro como la piedra y estaba cubierto de nieve, así que construimos una pirámide de peñascos de granito sobre su cadáver. Los peñascos eran pesados; los músculos de nuestros estómagos se esforzaron y nuestros bíceps se hincharon, pero pronto, bajo los contemplativos ojos de las estrellas, terminamos nuestro trabajo. Yuri pronunció otro réquiem, y los devaki bostezaron y regresaron a sus camas. Mi madre y los demás de mi familia, incluso Bardo, me dejaron también allí.
Me quedé solo junto a la tumba. El viento soplaba entre los negros troncos de los árboles, llenándome de pensamientos fríos y turbios. Me quedé allí toda la noche, hasta que la negrura empezó a suavizarse. Pensé que era trágico que Shanidar muriera sin haber dejado ninguna partícula de sí mismo para que creciera y saboreara el licor agridulce de la vida. ¡Cómo le compadecía, me compadecía a mí mismo, compadecía a todo aquél que tuviera que morir sin hijos y solo! Shanidar tenía razón: ser un eslabón en la cadena eterna y sin romper de la vida…, ése era el secreto de la vida. No había nada más, ninguna otra inmortalidad, ningún significado más profundo. Me aparté del viento y me golpeé la cara helada, devolviéndola a la vida. De repente, engendrar hijos parecía la cosa más importante del universo. Un hijo, pensé; ¿podía haber algo mejor que tener un hijo?
Corrí de regreso a la cueva en busca de Katharine. Me arrastré a través del túnel de nuestra choza, me acerqué a su cama y le cubrí la boca con la mano. La desperté. Le susurré al oído; le dije que hiciera lo que le decía. Katharine se vistió en silencio, y en silencio nos arrastramos hacia fuera. La conduje al bosque, hasta el arroyo que corría a través de las montañas bajo la cueva. Durante la noche se habían congregado algunas nubes; hacía un poco más de calor, pero la humedad lo dejaba todo frío y resbaladizo. El bosque estaba sumergido en el gris del crepúsculo, y nevaba. El aire estaba salpicado de parches de luz y oscuridad. Apenas podía ver mis botas deslizarse contra las rocas redondeadas de la orilla del arroyo. Por fin, me detuve y me dirigí a Katharine. Mis palabras casi se perdieron con el gorgoteo del arroyo bajo el hielo, pero al menos aquí nadie podría escuchar lo que dijéramos.
La cogí por el brazo y la miré.
—Le dijiste a Soli que no sabías quién podía ser el padre de tu hijo. ¿Es cierto?
—¿Dije eso? No creo haber dicho…, deberías escrutar tu memoria, Mallory; ¿cuáles fueron mis palabras exactas?
No recordaba sus palabras exactas, aunque recordé que hay que escuchar con exactitud todo lo que dice un scryta. Traté de leer la verdad en su cara, pero no podía ver la forma de su boca. Estaba oscuro y sus labios quedaban ocultos por el borde de su capucha. Tenía las manos sobre el vientre. No podía esconder ya su forma. Al contrario de algunas mujeres, que llevaban sus bebés bajos, como si tuvieran una pelota bajo las pieles, el vientre de Katharine era largo y ovoide como una fruta de sangre.
—¿Quién es entonces el padre? —pregunté—. ¿Lo sabes?
—El padre es… quien es; es quien será. La madre… el padre.
Yo estaba desesperado por saber si era el padre. No podía soportar la idea de que pudiera serlo Liam. ¿Cómo sería el niño? ¿Tendría el pelo rubio y gruesos arcos superciliares? ¿Sería medio alaloi, medio humano? ¿O (ya que Mehtar había esculpido nuestra carne, pero no nuestros genes) sería completamente humano, completamente la fusión de mi semilla y la de Katharine, completamente mío para poder llamarlo «hijo»? Cogí en las mías su enguantada mano.
—¿Es hijo nuestro, Katharine?
—¿Es posible que yo no lo sepa?
—Pero eres una scryta; los scrytas saben estas cosas, ¿no? ¿Qué es lo primero que aprende un scryta?… A «pensar como ADN», ¿no es eso?
—Eres piloto, deberías saberlo —se burló ella. Su risa fluyó de ella en una clara corriente—. Mallory, Mallory, dulce Mallory.
—Escúchame. Es humillante para un niño que lo llamen bastardo.
(Debería mencionar que, aunque en muchos planetas la palabra «bastardo» significa simplemente haber nacido fuera del matrimonio, yo uso la palabra en su sentido más amplio, para identificar a aquellos desgraciados que no saben quiénes son sus padres o abuelos. ¿Qué importa si sus padres están casados o no? Lo que importa es conocer la dote genética, la herencia de los cromosomas, el rastreo de las habilidades —y responsabilidades— propias a través de generaciones).
Creo que ella me sonrió entonces.
—El niño no será un bastardo. Te lo prometo.
Como yo me consideraba a mí mismo un bastardo, creí que esto quería decir que yo no era el padre del niño. Me sentí decepcionado, y la cabeza pareció pesarme de pronto como una piedra. A mi lado, el arroyo corría sombríamente a través de una blanca tubería de hielo. En algunas partes, la tubería se había roto y caído. Observé a través de las capas de hielo las rápidas aguas negras de debajo.
—Si yo no soy el padre, entonces, ¿quién es?
—¿Te he dicho que no eras el padre de…?
—No juegues conmigo, Katharine.
—No estoy jugando; es sólo que, si te lo dijera, oh, las posibilidades, el… el dolor… ¿ves?
El viento sé alzó y ella se apretó la capucha alrededor del rostro y se cruzó de brazos. Empezó a tiritar, así que la rodeé con mis brazos y toqué su cabeza con la mía. Comprendí una cosa sobre los scrytas: no juegan por el amor del juego; juegan para distraerse a sí mismos y a los otros de las terribles verdades que han visto.
—¿Quién es el padre? —le susurré al oído—. Dímelo.
—Si te lo dijera, te mataría, ¿no lo ves?
—Entonces, ¿es hijo de Liam?
Ella empezó a hablar, pero su voz se quebró, revelando un núcleo de miedo interior. Sus ojos azules estaban helados de terror. Fui consciente de este núcleo sólo durante un instante. Entonces la formación scryta se hizo cargo y sus ojos se cerraron, y su cara permaneció tan lisa y blanca como una túnica scryta. Katharine se rio durante un instante mientras se acariciaba el vientre.
—Es tu hijo, Mallory. Nuestro hijo. Será un niño hermoso; es hermoso, compasivo…, un soñador como su padre.
¡Un hijo! Katharine me había dicho que tendría un hijo, y como había dicho, la noticia me había matado; me moría de orgullo y felicidad. Me sentía tan feliz que eché la cabeza hacia atrás y grité:
—¡Mi hijo! ¡Un puñetero hijo!
Katharine se quedó completamente quieta, mirando el bosque gris del amanecer. Le presté poca atención. Escuché el viento soplar a través de los árboles, transportando desde las montañas el aullido de un lobo. Era un sonido largo y bajo, lleno de soledad y ansia. El viento soplaba sobre los riscos nevados y los blancos valles, y se me ocurrió una idea absurda: el aullido del lobo era la otra-alma de Shanidar llamándome, susurrándome que debía ser amable con mi hijo. El lobo aulló durante largo rato. Entonces Katharine empezó a llorar, y recordé que el doffel de Shanidar era la foca, no el lobo. Presté atención al aullido y reconocí el sonido por lo que realmente era: sólo un arrebato de aire a través de la garganta de una bestia fría y solitaria. Abracé a Katharine y ella sollozó en mis brazos. Acaricié con los dedos sus mejillas húmedas. La besé en los párpados. Le pregunté por qué estaba tan triste, pero ella no pudo decirme qué le pasaba.
—Un hijo —dijo, y su voz era ruda y ardiente. Fue todo lo que pudo decir—. Un hijo, un niño hermoso, ¿ves?
* * *
Para contar la ruina de nuestra expedición, para hacer una reseña adecuada de los planes y asesinatos que condujeron a la gran crisis de nuestra Orden y la guerra que siguió, debo relatar aquí sucesos de los que no fui testigo directamente. Hay quien dudaría de un conocimiento de segunda mano (estoy pensando en los epistemólogos), pero yo estoy seguro de que el testimonio de Justine de aquellos días es una aproximación muy cercana a la verdad. Después de todo, ¿qué es la verdad? Por supuesto, no puedo ofrecer ningún conocimiento, pues en los asuntos de nuestra raza no puede existir ningún conocimiento intelectual seguro. Si lo que aquí digo parece a veces ilógico, a veces manchado de caos y un toque de locura, es porque la vida humana es así.
Dos días después del entierro de Shanidar, el día ochenta y cinco del invierno, todos los hombres y la mayoría de los muchachos de la cueva salieron temprano a cazar shagshay en uno de los valles occidentales de Kweitkel. Era un día frío; amaneció con frío azul, y se volvió más frío durante el día. El aire era como una máscara de acero que cubriese la isla. Hacía tanto frío que los árboles chasqueaban y tronaban, esparciendo astillas al aire azul. A causa del frío, todas las mujeres y niños se quedaron en la cueva, reunidos en torno a las hogueras cada vez que podían. Todo el mundo tenía frío, un frío miserable y tembloroso, excepto mi madre. Mi madre ardía de fiebre. Pero no estaba enferma. O, más bien, no estaba enferma de ninguna enfermedad; estaba enferma de celos y odio porque, dos días antes, nos había seguido a Katharine y a mí al arroyo. Era una buena espía. Se había escondido tras un árbol yu, y me oyó gritar de alegría. El conocimiento de mi paternidad la había herido y, durante dos días, se lo guardó para sí, y su odio se inflamó y supuró.
Cuando no pudo soportar más el fuego, la tarde de la caza, encontró a Katharine sola en nuestra choza. Hubo una pelea, palabras venenosas por parte de mi madre y el enfurecedor (para mi madre) casi-silencio de Katharine. Nunca sabré todo lo que se dijo, pero Justine y las otras mujeres oyeron cosas malas, cosas terribles. Mi madre llamó bruja a Katharine.
—¿Qué has hecho? —acusó mi madre—. Has embrujado a mi hijo. Con tus modos secretos. Lo has atrapado con simpatía y sexo.
Eran palabras serias, y por eso Anala, Sanya y Muliya irrumpieron en la choza. Justine estaba fuera, ayudando a parir a una de las perras, y cuando oyó la conmoción corrió a reunirse con las otras dentro. En el tenso espacio redondo, las cuatro mujeres rodearon a mi madre y Katharine, manteniéndolas separadas.
—¿Por qué has llamado bruja a Katharine? —le preguntó Anala a mi madre.
Al sonido de la palabra «bruja», la bizca Muliya murmuró una rápida oración. Sus gruesos brazos se agitaron mientras frotaba ceniza sobre sus párpados para que la otra-alma de la bruja tuviera dificultad para verla. (He olvidado mencionar que Muliya era una mujer extremadamente fea. Como Justine me recordó, tenía la nariz rota, y parecía un buey almizclero. Es curioso que las mujeres sean a menudo más sensibles a la belleza de una mujer —o a su falta de belleza— que los hombres).
Sanya frotó nerviosamente sus huesudas manos mientras paseaba la mirada entre Anala y Muliya. Era una mujer pequeña e inteligente con la cara estrecha, como un zorro. Se lamió los dedos saltones y amarillos.
—Todos nos hemos preguntado por qué Mallory actúa de forma tan extraña —dijo—. Pero ¿brujería? ¿Por qué querría Katharine embrujarle? —Sonrió a Katharine porque la apreciaba. Claramente, no creía que pudiera ser una bruja.
—A algunas mujeres les gusta la forma de los brazos de sus hermanos —dijo Muliya—. Y les gusta aún más el contacto de sus lanzas. Todo el mundo sabe que Katharine y Mallory estuvieron juntos aplastando nieve.
Mi madre se quedó anonadada con lo que había sucedido.
—Hablé a la ligera —dijo— porque estaba furiosa. Naturalmente, Katharine no es ninguna bruja.
En este momento Justine se colocó entre Muliya y la tranquila y silenciosa Katharine.
—He hecho té de sangre contigo durante casi un año —le dijo Muliya a mi madre—. ¿Cuándo has hablado a la ligera? Llamaste bruja a Katharine, te oímos.
Anala se encontraba en el centro de la choza, mirando a las otras mujeres. Se echó hacia atrás el pelo, que era gris como el acero. Era la más alta de todas las mujeres, la más fuerte y posiblemente la más inteligente. Miró a mi madre.
—La has llamado bruja, y ésa es la peor palabra que una mujer puede dirigir a otra. Si es una bruja, ¿dónde está el instrumento de su brujería?
Entonces empezó una discusión sobre las muchas formas en que una mujer podía embrujar a un hombre (o, más raramente, a otra mujer). Los ojos de Muliya se cruzaron cuando dijo:
—Es bien sabido que la tribu Patwin pasó hambre porque una mujer embrujó a su casi-hermano y le sorbió su semilla. Es malo embrujar a un hombre.
—Pero ¿quién no ha pensado en hacerlo? —señaló Sanya, y se rio nerviosamente.
Muliya habló de una mujer Oluran maldita con un marido brutal que la golpeaba cada vez que regresaba sin carne de la caza. Un día, a finales de la primavera del medio invierno, la mujer (se llamaba Galya) hizo un muñeco con palos y pieles, y lo lanzó a un charco de nieve fundida. Al día siguiente, su desdichado marido pisó una capa de hielo demasiado delgada y cayó al mar, donde se ahogó.
—¿Y qué hay de Takeko de la tribu Nodin? Todo el mundo sabe que alimentaba a su amante con la semilla púrpura del moho araglo, y que despertaba la furia de su amante con sus astutas palabras de bruja. ¿Y no fue entonces su amante y mató a su marido?
Anala pareció enfurecerse al oír esto. Cortó con su rascador una capa callosa de la palma de su mano. Sostuvo la media luna amarillenta de piel entre los dedos.
—¿Cómo puede una mujer capturar el alma de un hombre? —dijo—. Debe tener una parte de él, de forma que su otra-alma pueda ver la otra-alma del hombre a través de esta parte…, ¿no es bien sabido? Si Katharine fuera una bruja, habría reunido mechones de pelo o recortes de uñas y cosas para ejecutar su brujería. ¿Dónde están las artes? ¿Quién las ha visto?
—Una bruja escondería esas cosas, ¿no? —dijo astutamente Muliya. Pareció mirar a través de las piernas de Katharine el lecho tras ella. Aunque sus ojos eran bizcos y débiles, eran ojos alaloi, y no pasaban muchas cosas por alto, especialmente en lo referido a la forma y textura de la nieve, para la que los alaloi tienen cien palabras—. ¿Por qué hay soreesh, polvo de nieve fresco, bajo la cama de Katharine?
Sanya se encogió de hombros y sacudió la cabeza.
—Quizás uno de los perros se meó en la capa dura y abrió un agujero con orina.
—¿Quién dejaría a un perro mear en su cama? —preguntó Muliya—. No, creo que debemos ver qué hay enterrado debajo.
Ni mi madre ni Justine querían que Muliya excavara bajo la cama, así que trataron de distraerla con argumentos y negativas y, cuando eso no funcionó, le pidieron que saliera de la cueva.
—Si Katharine es una bruja —dijo Justine—, y, por supuesto, estoy segura de que no lo es, pero si lo fuera, podemos descubrir la brujería nosotras solas, y, ya que es mi hija, ¿no tendría que ser yo quien la castigara?
Anala sacudió su hermosa cabeza.
—Sería demasiado pedir a ninguna madre.
Muliya se acercó a la cama, y mi madre la detuvo. Hubo otra pelea. Mientras Katharine se sentaba en la cama a mirar, mi madre y Justine trataron de sacar a las mujeres devaki de la choza. Justine empujó a Muliya, y ésta tropezó y cayó a través de la pared de la choza. Se produjo un crujido y una nube de nieve. Otras mujeres devaki estaban esperando fuera. Levantaron a Muliya. Destruyeron a patadas el resto de la choza. La demolieron, aplastaron los bloques de hielo bajo sus pies, y rodearon la cama de Katharine. Irisha, Liluye y seis más sujetaron a mi madre y Justine.
—La madre de la bruja siempre protege a la hija —dijo Anala—. Es un día triste, pero Muliya tiene razón. Debemos ver qué hay bajo la cama. —Se agachó y, como un perro excavando en busca de un hueso, empezó a remover la nieve con su rascador. Montoncitos de nieve volaron tras ella, cubriendo las botas de piel de las otras mujeres, que estiraban el cuello, ansiosas de ver lo que podría encontrar. Se produjo un oscuro «chink», como de piedra contra obsidiana—. Aquí está —dijo Anala, y sacó una esfera krydda cubierta de nieve.
—¿Qué es eso? —preguntó Sanya—. ¡Es tan hermoso!
—Parece una concha, pero nunca he visto una concha tan hermosa ni tan redonda —dijo Muliya, después de que Anala limpiara los gránulos de nieve húmeda. Se volvió hacia mi madre—. ¿Hay muchas conchas como ésta en las playas de las Islas del Sur?
Mi madre se debatió para soltarse de Marya, Lusa y Liluye.
—Hay muchas conchas así —mintió.
Anala consiguió abrir una de las esferas. La volcó, dejando que su contenido blanquiazul cayera en su mano abierta. Se llevó el pegajoso amasijo a la nariz y olisqueó.
—Semilla de hombre —anunció, y todas las mujeres pusieron mala cara.
Muliya hundió los dedos en la palma extendida de Anala. Se lamió los labios y se atragantó.
—Semilla de hombre…, pero está endulzada con un jugo que nunca había probado antes. Brujería, y aquí está: Katharine mezcla la semilla de Mallory con el jugo de extrañas plantas para embrujarle.
Lo que habían descubierto era serio. Sanya se acercó a Muliya.
—Siempre me ha gustado Katharine —dijo—. Siempre sonríe, incluso cuando las cosas son malas. ¿Es tan terrible haber embrujado a Mallory? ¡Qué salvaje es! Si alguna vez un hombre necesita ser domado, seguro que es él. —Y entonces formuló la pregunta que estaba en las lenguas de todas las demás mujeres—: ¿Debemos enviarla a los hielos del mar?
—Deberíamos cortarle los dedos —dijo Muliya—. Así no podría hacer más brujerías.
Justine se quedó muy quieta, preguntándose cómo podía librarse de Liluye y las demás. Tenía miedo por Katharine, pero conservaba la mente lo bastante despejada como para advertir que sería mejor para su hija perder los dedos que la vida. Como me dijo más tarde, siempre se puede hacer que los dedos vuelvan a crecer.
Mientras las mujeres discutían sobre el destino de Katharine, Muliya siguió excavando bajo la cama.
—¡Mirad esto! —exclamó, al descubrir otras dos esferas krydda más—. ¡Y esto! ¡Y mirad, cuatro más, y aquí, más conchas de éstas!
De repente, todas las mujeres guardaron silencio. Abrieron una a una las esferas krydda, descubriendo lo que había dentro de ellas.
—Mirad, un rizo de pelo —dijo Irisha—. ¿Quién tiene el pelo tan amarillo? ¿Liam? ¿Seif?
Muliya vació una esfera tras otra.
—¡Más semilla de hombre! —exclamó—. ¡Y, en ésta, semilla que huele a raíz de maraña! —Algunas mujeres se rieron, porque era bien sabido que la amarga raíz de maraña hace que la semilla de un hombre apeste—. Y, en esta concha, la semilla es fina y acuosa como la de un niño. ¡Tantas! ¡No sabía que se hubiera acostado con tantos!
Por fin, vació las esferas que contenían los recortes de uñas y el dedo amputado de Jinje. Las mujeres gimieron y se miraron unas a otras; se tocaron la cara para animarse, y Anala se enderezó y señaló el dedo gangrenado de Jinje caído en la nieve aplastada.
—Esto es muy malo, muy, muy malo. Nunca había visto nada tan malo.
Hablaron durante un rato, y concordaron en que el pie de Jinje se había gangrenado por la brujería de Katharine.
—Pero ¿por qué querría Katharine maldecir a Jinje? —quiso saber Sanya—. Embrujar a Mallory es comprensible, pero mutilar a Jinje es maligno.
Las mujeres estuvieron de acuerdo en que Katharine era una bruja de la peor especie, una satinka maligna que causaba daño a los inocentes sólo por deporte y placer. Y, cuando Sanya se preguntó cómo una satinka podía parecer tan simpática y amable, Anala dijo:
—Ése es su arte. —Entonces se volvió hacia Muliya—. Katharine es una satinka, y por eso este año ha sido tan malo y hambriento. Debemos condenarla por ser una satinka, o de lo contrario los devaki no tendrán más halla. Y por eso debemos preparar la cama de la satinka.
Durante un momento Justine se sintió confusa. No podía suponer por qué Anala querría preparar la cama de Katharine. Entonces miró a mi madre, que casi estaba llorando porque conocía demasiado bien las costumbres devaki. De repente, Justine sintió mucho miedo. De hecho, estaba aterrada. Empezó a gritarle a Anala. Se lo contó todo, le dijo que habíamos venido de la Ciudad para descubrir el secreto de la vida, Pero ninguna la creyó. Para muchos devaki, la Ciudad era sólo un mito. E incluso para los pocos que pudieran estar dispuestos a admitir que había gente extraña de cara débil viviendo en la Ciudad Irreal, la habilidad escultora de Mehtar los había engañado demasiado bien. Como indicó Muliya:
—Mirad a Katharine y Justine. ¿No son devaki como nosotras somos devaki?
—No debes inventar cuentos para salvar a tu hija —le dijo Anala a Justine—. Nadie puede reprochar a una madre que ame a su hija, pero ni siquiera una madre puede permitir que una satinka viva.
Tras decir esto, ella y las otras agarraron a Justine, mi madre y Katharine, y empezaron a arrastrarlas hacia el fondo de la cueva. Allí, donde el suelo se alzaba para reunirse con el oscuro techo, el aire apestaba a aceite y humo, y hacía demasiado calor. Las piedras de la hoguera (debía haber veinte o más) estaban llenas de grasa de foca y ardían brillantes. Las paredes rebullían llenas de sombras, y dedos amarillos de luz envolvían las negras estalactitas que colgaban del suelo al techo. En el mismo fondo de la cueva, las mujeres habían hecho un lecho de nieve apretada. Ataron a Katharine a esta fría cama como si fuera un perro. La abrieron de brazos y de piernas, y la ataron a cuatro estacas con cuerdas de cuero.
—La madre de la satinka debe ser testigo de la ceremonia —le dijo Anala a Justine.
—¡No! —gritó Justine. Se soltó un brazo y golpeó a Liluye en la cara—. ¡Moira! —Llamó a mi madre—. ¡Moira!
Pero Marya y otras dos mujeres sujetaban con fuerza a mi madre, inmovilizándola como un animal en una trampa.
—Una bruja —dijo Anala— no puede hacer su trabajo sin sus dedos. —Se agachó y agarró la muñeca de Katharine—. Sacrificaremos los dedos primero.
Durante todo este tiempo, Katharine permaneció preternaturalmente tranquila. Sus ojos estaban completamente abiertos; parecía estar mirando los dibujos y espirales del techo de roca. Pero Justine no creía que estuviera mirando al techo. Estaba contemplando su vida, revisando estos últimos momentos que quizás había visto tantas veces antes. ¿Cómo es posible que pudiera haber aceptado su destino de una forma tan voluntaria? ¿Había visto realmente su propia muerte? ¿O había visto tan sólo posibilidades, variaciones sobre el tema fatal en donde Anala decidía respetarle la vida, o donde era salvada por la suerte o la casualidad? ¡Qué infierno debe ser prever el modo y momento de la propia muerte! Otros pueden engañarse haciéndose creer que son inmortales. O, al menos, durante cada instante de sus vidas, pueden esperar la dulzura de los instantes por venir. Nunca saben; nunca ven. Pero un scryta sabe y ve demasiado. Todo lo que tiene ante el infinito es su entrenamiento y su valor. Katharine tenía valor, mucho valor, pero al final le falló (¿o fue su visión la que le falló?). Miró a Anala como si la viera por primera vez. Se debatió contra las correas. Empezó a gritar.
—¡No, no, no puedo ver…, por favor!
Anala empezó a cortar los dedos de Katharine con su rascador de cuero. Katharine se debatió, gritó y apretó el puño con fuerza.
—Este pedernal es demasiado blando —le dijo Anala a Muliya—. Tráeme el cuchillo de las focas, por favor.
Cuando, Muliya regresó con el afilado cuchillo, Anala le dio las gracias amablemente y empezó a cortar los dedos de Katharine. En un tiempo sorprendentemente corto (pues los devaki son rápidos y precisos en cortar carne), cercenó los dedos de una mano y se puso a trabajar en la otra.
Cuando acabó, se levantó y miró el cuerpo inmóvil de Katharine.
—Se ha desmayado por el dolor —dijo—. ¿Quién puede reprochárselo? —Miró a Justine—. Es sabido que una satinka no puede marcharse al otro lado con una criatura en sus entrañas, pues entonces también la criatura nacería satinka. —Se dirigió hacia Sanya y Muliya—. Cogeremos al niño mientras ella duerme.
Tras decir esto, cortó las pieles de Katharine y le abrió el vientre. Cuando el feto fue arrancado de la bolsa y cortaron su cordón umbilical, Katharine abrió súbitamente los ojos. Anala le tendió el sangrante feto a Sanya.
—Encárgate de esto —dijo, y la otra mujer hizo lo que le decía.
—¡No! —gritó Katharine, y empezó a llamar a su madre. Cambió a la lengua de la Ciudad, pidiendo a Justine que salvara al bebé.
—¿Ves? —le dijo Anala a Justine, que se había dislocado un hombro en su pugna con las otras mujeres—. Habla en la lengua satinka…, su brujería está demostrada.
—¡No es una bruja! —gritó Justine—. ¡Es una scryta!
—Extrañas palabras —dijo Anala—. La madre de la satinka ha sido tocada también con extrañas palabras. Y por eso debemos arrancar la lengua de la satinka. —Cogió su cuchillo—. Pero primero debemos quitarle los ojos para que la satinka no pueda vernos desde el otro lado y echar sus maldiciones.
Con la misma rapidez con la que habría abierto una cáscara de nuez, metió la punta del cuchillo en el ojo de Katharine y retorció la mano con un movimiento envolvente. El ojo salió limpiamente, y se lo dio a Muliya. De algún modo, Katharine mantuvo su silencio, incluso cuando Anala le sacó también el otro ojo, Fue sólo cuando Anala pidió a Muliya y Liluye que le sujetaran la mandíbula cuando cobró vida y gritó, inexplicablemente:
—¡Mallory, no lo mates!
Todo esto me lo contó Justine más tarde, después de que sucediera. Pero fui capaz de verificar al menos una parte de la historia con mis propios ojos. Fue mi suerte (y la de Bardo) matar al primer shagshay a primeras horas de ese día. Fue mi destino ser el primero en regresar a la cueva. No creo que nadie, excepto Katharine, esperara que regresáramos tan pronto. Pero nuestros trineos estaban cargados de carne, así que dirigimos a los perros hacia la cueva mientras Anala llevaba a cabo dentro su carnicería, Recuerdo esto claramente: hacía tanto frío que la masa de humeante carne roja de shagshay se había congelado durante el camino. Era frío profundo; el cielo mismo parecía congelado como un gran océano azul. Y, como el agua, el aire transportaba los sonidos, amplificando el susurro del viento hasta convertirlo en un chillido. Oí sonidos en la cueva. En la distancia, pensé que eran solamente los ladridos de los cachorros llamando a sus madres. Nos acercamos más, y advertí que los gritos pertenecían a un ser humano. El pánico se apoderó de mí. Sentí un súbito, terrible presentimiento. Agarré mi ensangrentada lanza y corrí hacia la cueva.
Varias mujeres (no recuerdo sus rostros) trataron de impedirme que llegara al fondo. Las aparté del camino (una de ellas, tal vez la amable Mentina, me arañó la mejilla con su rascador de cuero. Todavía tengo la cicatriz). Bardo jadeaba y resoplaba tras de mí. Juntos nos abrimos paso a través de las mujeres, para encontrar a Anala intentando abrir la boca de Katharine. Había sangre en sus labios. Había sangre por todas partes, sangre manando del vientre abierto de Katharine y de sus nudillos cercenados, sangre abriendo agujeros ardientes en el lecho de nieve que la rodeaba, charcos de sangre que llenaban los agujeros donde habían estado sus ojos. Mi madre empezó a contar entre jadeos toda la increíble historia. Quité a golpes a Anala de encima de Katharine, y a Muliya y Liluye también. Bardo liberó a Justine, amenazando a las mujeres con su lanza. Gruñó y amenazó y empujó; apuntó con su lanza a las mujeres. La mayoría de ellas había cogido cuchillos, rascadores u otras herramientas y nos miraban. Nadie parecía saber qué hacer.
Me agaché para escuchar las palabras que Katharine trataba de decir. Pero no pude oír nada porque la voz de Bardo resonaba:
—Espero que no nos ataquen —dijo—, porque no creo que pudiera matarlas.
—¡Cállate! —dije. Y entonces, tan bajo que sólo Katharine pudo oírme, susurré—: Ni yo. Apenas podría matar a una maldita foca.
Los labios de Katharine se movían.
—Oh, pero podrías —murmuró—. Es tan fácil…, pero no debes matarlo, ¿ves?
—¿Qué dices? —Su cara estaba angustiada; traté de no mirar las rojas lagunas de sus cuencas.
—Tú eliges —susurró—. Siempre hay posibilidad… —Estaba sumida en su universo de scryta, libre del tiempo por acción del cuchillo cegador de Anala. Tal vez veía las cosas claras por primera vez.
—No te comprendo.
—Lo has matado, pero no debes matarlo, porque es tu… ¡Oh, Mallory, deja de ser tan loco!
—Katharine, no puedo…
—Al final escogemos nuestros futuros, ¿no ves?
—No, no…
—Sí —dijo ella. Y entonces el tiempo desapareció, y fue de nuevo una muchacha joven repitiendo sus votos finales de scryta—: Da; sé compasivo; contente porque… —y aquí las palabras se ahogaron, como si alguien le hubiera dejado caer una piedra sobre el vientre—, porque nunca morirás.
Jadeó durante un rato, y entonces sus labios dejaron de moverse, y su pecho y sus piernas y los latidos de la sangre…, todo en ella quedó en silencio e inmóvil. Se quedó mirando el cielo a través del negro techo de piedra, ciega en la eternidad, como esperan estarlo todos los scrytas.
Ése fue el principio de la pesadilla. Me levanté. Había sangre en mis labios y en mis ojos. Cogí de la nieve ensangrentada el cuchillo de Anala. Hubiera debido dirigir mis pensamientos hacia el cuerpo de Katharine…, de haberlo hecho así, mi vida, y la suya, podrían haber sido muy distintas. Pero no pensé en ella; no pensé en absoluto porque estaba tan lleno de furia como cualquier bestia. Corrí hacia las chozas Manwelina, buscando a Anala. Se me había ocurrido una locura: si la agarraba por la nuca y la sacudía como un talo sacude a una musaraña, podría hacerla unir las piezas del cuerpo de Katharine. La encontré saliendo de la choza de Yuri. Agarraba su lanza de cazar mamuts, y decidí que no serviría de nada sacudirla. Después de todo, no era una talladora; nada, pensé, podría devolverme a Katharine o redimirla de la muerte. No, no sacudiría a Anala; le sacaría los ojos para que pudiera ver el mal de lo que había hecho.
Sucedieron cosas confusas. Alguien me cortó la oreja con su cuchillo. Anala me embistió con la lanza de su marido, que desvié con el antebrazo. Alguien me clavó el cuchillo en el brazo. Justine hundió su codo en la cara de Muliya, mientras Bardo rugía como un oso. Una mujer tropezó y cayó contra la choza de Anala. La nieve crujió. A la luz de las chispeantes hogueras, partículas de nieve poblaron el aire. Anala estaba aterrorizada: pude ver el miedo en su cara ancha y amarilla. Y entonces dejé caer mi brazo y solté el cuchillo a la nieve. No podía clavarlo en los ojos de Anala, como no podría hacerlo en el ojo de una foca. Estaba a punto de volverme hacia Katharine cuando Bardo gritó:
—¡Cuidado con Liam!
Recordé que el trineo de Liam nos seguía de cerca. Cuando me volví, él corría hacia mí. Su forma era oscura y sin rasgos contra el brillante círculo de la boca de la cueva. Blandía su cuchillo de matar focas. Debió pensar que yo iba a matar a su madre…, ahora me doy cuenta. Obviamente, no me había visto soltar el cuchillo. Empujó el cuchillo hacia mi vientre, y yo le agarré el brazo. Nos dimos patadas en las piernas, y de repente caímos al suelo y rodamos por la nieve. Él trató de apuñalarme en la garganta, pero yo alcé un brazo y el cuchillo me atravesó el antebrazo. El dolor me enfureció. Estaba lleno de ira y de dolor, así que empleé el otro brazo en una presa que el Guardián del Tiempo me había enseñado. Le agarré por la garganta.
—¡Seductor de hermanas! —me gritó Liam al oído.
Fue un momento. Su vida latió contra las yemas de mis dedos. Fue un momento de fuerza aplastante, un momento de elección. Tal vez debería de haberlo soltado; tal vez podríamos habernos marchado en paz del territorio devala. Pero yo estaba lleno de furia, y apreté, y le aplasté la garganta hasta que la cara se le puso roja de sangre y los ojos se le salieron de las órbitas. Lo maté. La verdad es que fue fácil, más fácil que matar a un shagshay o una foca.
—¡Por Dios, está muerto! —aulló Bardo mientras me ayudaba a incorporarme—. Deprisa, tenemos que marcharnos antes de que llegue Yuri.
—No —murmuré—, está Katharine…, su cuerpo. Tenemos que llevarla a casa.
—Es demasiado tarde, Pequeño Amigo.
—No, nunca es demasiado tarde.
—¡No! —gritó Anala. Estaba arrodillada junto a Liam, palpándole la garganta, sollozando.
—Oh, lástima. ¡Por Dios, es una lástima, pero tenemos que apresurarnos!
Fuimos a buscar el cadáver de Katharine, pero había desaparecido. Las mujeres debían de haberlo arrastrado fuera de la cueva. Tendría que haberlo buscado; tendría que haber agarrado a Anala por los pelos y obligarla a decirme dónde estaba, pero mi madre se me acercó.
—Bardo tiene razón —dijo—. O nos marchamos ahora, o no nos marcharemos nunca.
No estoy seguro de cómo conseguimos abrirnos camino hasta nuestra destruida choza. Recuerdo haberme arrastrado a cuatro patas como un loco, recogiendo las esferas krydda sin abrir mientras mi madre y Justine empaquetaban nuestras pieles de dormir y otras cosas. De algún modo, conseguimos meterlo todo en nuestros trineos. Creo que las mujeres devaki podrían habernos detenido si hubieran querido. Pero estaban aturdidas, y creo que ni siquiera querían mirarnos. Mientras bajábamos por la colina sonó un alarido en la cueva, el alarido de una madre rezando por el espíritu de un hijo que se había marchado demasiado pronto. Era el sonido más lastimero del universo. Tan penetrante era, tan insistente y aturdidor, que nuestros perros alzaron la cabeza y aullaron y gimieron. Huimos hacia las frías montañas, y los perros no dejaron de gemir durante muchos kilómetros.