Conserva el arte sobre el artefacto; conserva la memoria sobre todo.
—Dicho de los rememoradores.
Al amanecer del día siguiente, las familias Reinalina, Yelenalina y Sharailina aprestaron sus largos trineos de viaje. Ouray y Julitha de los Sharailina, y sus hijos, Vishne, Namiley y Emily la Menor, ataron las correas y engancharon reluctantes los perros, como si no estuvieran seguros de que conducir en medio de las tormentas de la primavera del medio invierno fuera un acto juicioso. Pero Olin y los cabezas de las otras familias fueron inflexibles en su decisión de marcharse. Citaron el hambre y la escasez de animales como su razón para buscar las islas del oeste. Citaron también otras razones.
—Viajaremos a Sawelsalia —anunció Olin—. Allí los Patwin compartirán filetes de mamut rebosantes de grasa. Allí los hombres no alzan sus lanzas unos contra otros.
—Éste es un mal día para los devaki —dijo Yuri, envuelto en sus gastadas pieles, mientras sacudía tristemente la cabeza—. ¿Por qué crees que nuestros primos lejanos de Sawelsalia tendrán carne para compartir? Quizá no os reciban con filetes de mamut; tal vez no reciban a los devaki con el mismo amor que los devaki reciben a los devaki.
—Tal vez los devaki se han vuelto demasiados para vivir en esta pequeña cueva —replicó Olin—. Y, si las manadas de mamuts de nuestros primos lejanos están enfermos y no hay carne suficiente, comeremos lo que haya hasta que el mar se deshiele. Entonces construiremos barcas y cazaremos a Kikilia cuando suba a respirar. —Se volvió hacia mí—. Adiós, Hombre de los Hielos del Sur. Quizá también tú deberías regresar a tu hogar.
Tras decir esto, dio un leve golpe en la nuca a su hijo Yasha, les silbó a sus perros, y luego su familia y él desaparecieron en el bosque. Poco después, también las otras familias se marcharon.
Yuri reprendió a su nieto, Jonath, para que se apartara de los fuegos en la boca de la cueva.
—Es triste hablar de matar ballenas —dijo—. Es mejor sacrificar los rebaños de mamuts que cazar a Kikilia, que es más sabia que nosotros y fuerte como Dios. Pero la familia de Olin tiene hambre; ¿quién puede reprochárselo?
—No está bien matar ballenas —accedí. Me volví hacia el este, donde los distantes campos nevados brillaban con la sangre del sol naciente, y me sentí lleno de vergüenza y otras emociones.
Yuri entrecerró su único ojo.
—Cielo rojo al amanecer, los viajeros se quejan…, es un mal día para viajar, creo. Debo decirte que hay algunos en mi familia, Liluye, Seif, Jaywe, y por supuesto Liam, que dicen que tu familia y también tú deberíais marcharos. Wicent, la vieja Ilona y yo mismo pensamos que deberíais quedaros, pero los otros… Después de que alzaras la lanza contra Liam, bueno, ¿quién puede reprochárselo?
Miré a Yuri, a la grasa rancia que brillaba sobre su rostro, y me sentí súbitamente harto de él y de sus sermones. Sentí deseos de chocar con él, de empujarle «accidentalmente» a uno de los charcos que el fuego había fundido en la nieve, verle chapotear en aguas heladas y decirle: «¿Quién puede reprochármelo?». No quería oír más palabras de sabiduría de aquellos gruesos labios agrietados y grasientos.
—Soli ha decidido que nos marchemos —dije—. Así que nos marcharemos, mañana o pasado.
—Bien, Soli es un hombre voluntarioso, y si Soli ha decidido que os marchéis, ¿quién puede reprochárselo?
Pero nuestra partida no fue tan simple. A primeras horas de esa misma mañana, Soli sacó la radio de su escondite en el trineo y se marchó al bosque para buscar un lugar íntimo. Trató de llamar por radio a la Ciudad. Fracasó. Lo intentó durante toda la mañana y parte de la tarde, hasta que una feroz tormenta empezó a cubrir los árboles de una capa de hielo y le obligó a regresar a la cueva. Cuando llegó la noche, todos nos reunimos alrededor del fuego en nuestra choza. Soli había colocado sobre las pieles blancas en el centro de la cabaña una brillante caja negra del tamaño del antebrazo de un hombre. La señaló.
—La radio está muerta —nos dijo.
—Eso es imposible —contestó Bardo, mientras jugueteaba con los pelos de su barba. Estaba medio tendido en mi cama, comiendo algunas nueces que había encontrado—. ¿La radio muerta? No, no, no puede ser.
Mi madre y Justine estaban ocupadas al otro lado de la choza, ajustando las pieles para secarlas. La choza era cálida, tan cálida que las curvadas paredes brillaban con una bruma de agua y hielo. Mi madre quitó goterones de agua de la sedosa piel de shagshay. Su fuerte rostro parecía amarillo con la luz. Ladeó la cabeza.
—¿Cómo sabes que la radio está muerta? —preguntó.
—Si estuviera muerta, sería una lástima —añadió Bardo, mientras observaba a Justine sacudir una piel. Para molestia de Soli, le gustaba mirarla cada vez que tenía oportunidad, y peor aún, le gustaba hablar con ella, como un amigo hace con otro—. Pero ¿quién ha oído hablar de una radio muerta? —se metió tranquilamente una nuez en la boca, pero me di cuenta de que estaba nervioso y preocupado.
—Naturalmente que la radio no puede estar muerta —dijo Justine. Miró a Bardo y mostró su hermosa sonrisa—. Vaya una idea, ¿no? ¡Lo mismo podrías imaginar que el sol no saldrá mañana! Es imposible que las cosas mueran, desde luego. El propio Lord Reparador hizo la radio. ¿Cómo podría estar muerta?
Bardo se agarró el estómago y dejó escapar un fuerte gruñido, al que respondió un aullido en el túnel. Como nuestros perros estaban enfermos, los habíamos traído al interior de la choza, resguardándolos de la tormenta.
—Tusa —llamó Bardo—, Lola…, ¿creéis que la radio está muerta? Ladrad tres veces si creéis que está muerta. —Esperó un momento, pero los perros guardaron silencio en sus madrigueras—. ¿Veis? Todo el mundo está de acuerdo en que la radio no puede estar muerta.
—¡Silencio! —siseó Soli, arrodillándose sobre la radio—. Contente, si puedes.
—¿Te has preguntado si la radio no estará solamente enferma? —preguntó Katharine. Había destapado el agujero bajo su cama; apenas podía verla manejar sus muestras. Inclinada como estaba, su cuerpo parecía más lleno que de costumbre, y su pelo le caía en una brillante cortina negra, por los hombros y los pechos, hasta el suelo. Alzó una de las esferas y la vació. El krydda azul helado, del color de sus ojos, se esparció sobre la nieve, fundiéndose en un charco índigo. Olí el fuerte aroma a menta del preservativo, y ella cubrió la masa con puñados de nieve fresca—. Ahora que las familias se han ido, estas muestras son todo… —Mientras contaba sus muestras una a una, le mostró a Justine la más preciosa de todas.
—Si estas muestras son todo lo que tenemos, bueno, estoy segura de que son suficientes —dijo Justine—; tendrán que ser suficientes, porque deben de haber sido difíciles de conseguir, y ya no quedan hombres para recoger muestras, excepto los hombres Manwelina, claro, y ya has…, has estado con la mayoría, ¿no, Katharine?
No quise mirar las esferas, la densa pasta blanca de los hombres devaki. Me dirigí al centro de la choza y cogí la radio.
—Tal vez Katharine tenga razón —le dije a Soli—. Tal vez la radio tan sólo está enferma.
Soli me observó sostener la radio entre mis manos.
—Ah, pero si la radio sólo estuviera enferma —señaló Bardo—, ¿por qué no se cura a sí misma? ¿Lord Piloto? ¿Le has preguntado a la radio si está enferma, Lord Piloto?
—Sí, ésa fue la primera pregunta que hice —contestó Soli—. Pero la radio permanece en silencio; por tanto, está muerta.
—Es este maldito frío —dijo Bardo, jugando con su bigote—. Podría helar las entrañas de cualquier cosa.
—¿Lo has considerado todo? —preguntó mi madre—. ¿Todas las posibilidades?
—¿Qué posibilidades? —preguntó Soli.
Debatimos durante un rato las posibilidades: tal vez el Lord Reparador había olvidado enfocar su radio hacia nuestra señal; tal vez una mancha solar o un pulso de radiación del Vild habían alcanzado por fin Neverness, distorsionando la propagación de las ondas de radio a través de la atmósfera; tal vez la Orden había caído por fin en el cisma y la guerra civil… ¿Y si la Torre del Reparador había sido derribada y todos los maravillosos aparatos de los reparadores destruidos?
A medida que caía la noche, nos fuimos sintiendo cansados y agrios, susceptibles a ideas descabelladas. Creo que habíamos vivido demasiado en aquellas montañas nevadas, que habíamos pasado demasiadas noches en la nieve escuchando soplar al viento y aullar a los lobos. Para mí, al menos, todas las cosas familiares de la Ciudad me parecían muy lejanas. La Ciudad en sí parecía algo fantástico e irreal, un recuerdo de un Mallory anterior, un sueño enterrado. Al contemplar los arpones, las pieles, la hoguera fluctuando roja y anaranjada, era difícil pensar que existiera un mundo diferente. Casi cualquier cosa parecía posible: ¿Y si una nueva raza de alienígenas había llegado a Neverness, matado a todos los humanos y tomado la Ciudad para sí? ¿Y si la Entidad de Estado Sólido o algún otro dios hubiera cambiado las leyes del espaciotiempo de forma que las ondas de radio fueran retenidas o no pudieran existir localmente? ¿Y si la propia Ciudad no existía?
Toda esta charla, obviamente, ponía nervioso a Bardo. Se retorcía el bigote entre los dedos una y otra vez y se frotaba el vientre. En silencio (era su costumbre hacerlo en silencio cuando había mujeres presentes), empezó a pedorrearse. El aire de la choza no tardó en apestar. Justine tosió y agitó la mano bajo su nariz. Bardo resopló y señaló el túnel de entrada donde dormían los perros.
—¡Ese maldito Tusa! —dijo—. Se le dan de comer tripas podridas de foca, y se pedorrea como un cohete. ¡Por Dios, huele hasta aquí!
Apestaba tanto que todo el mundo, excepto Soli (estaba enfrascado con la caja de la radio, ajeno al pequeño problema de Bardo), respiraba por la boca. Mi madre arrugó la nariz y se cubrió la cara con el borde de sus pieles. Miró a Bardo.
—Los hombres son bestias hediondas —dijo.
Bardo frunció el ceño, en silencio, mientras mi madre ladeaba la cabeza y le miraba con desdén. Al cabo de un momento el desprecio se convirtió en odio, tanto hacia Bardo como hacia sí misma. Mi madre tenía una lengua tan cruel como un cuchillo de doble hoja, y era una crueldad que funcionaba en dos direcciones: si alguien la ofendía, era cruel con él y se odiaba por serlo, y entonces le odiaba por instigar estas crueldades gemelas.
—Ah, sé en lo que estás pensando —le dijo Bardo—. Pero han sido Tusa o Lola, no yo.
Disgustada, mi madre empezó a ponerse las pieles. Se volvió hacia Soli.
—Si la radio está muerta, entonces la mataron. Los instrumentos hechos por los reparadores no mueren de muerte natural —dijo. Y salió de la choza en busca de una bocanada de aire fresco. (O tal vez se fue a la choza de Anala a beber té y chismorrear, una actividad a la que se había aficionado mucho durante nuestra breve estancia en la cueva).
Soli rascaba la caja de la radio con una hoja de pedernal.
—Debe de haber una forma de abrir la radio, para averiguar por qué está muerta —dijo.
—¿Abrir la radio, Lord Piloto? —preguntó Bardo, mientras se frotaba las enrojecidas mejillas—. Seguro que estás bromeando.
Lo mismo hubiera dado que Soli hubiera sugerido abrir a Bardo para determinar por qué su tripa producía tanto gas.
Pero Soli no bromeaba. Se enfrascó en abrir la radio. Alrededor de la medianoche, descubrió que pedernales calentados aplicados al denso sellador parecido a laca hacían que el plástico se retirara en capas finas como cristales de hielo. Por fin dejó la caja desnuda, pero la radio seguía sin abrirse. La observó durante largo rato antes de advertir cuatro pequeños puntos redondos en la parte de atrás, negro contra negro más oscuro, un punto en cada una de las esquinas de la caja de la radio. Descubrió que los cuatro puntos redondos eran agujeros rellenos de sellador. Excavó los agujeros, lenta y concienzudamente, con agujas calientes de pedernal. Cuando terminó este trabajo tremendamente aburrido, acercó la radio a la hoguera y anunció que podía ver trocitos de metal bifurcado en los agujeros.
—¿Qué son? —pregunté.
—Es difícil de decir.
—Trabajo de reparadores. Los pilotos no deberían de mezclarse con el trabajo de los reparadores.
En sus lechos de nieve, Justine y Katharine trataban de dormir; Bardo estaba tumbado como un oso muerto, roncando ruidosamente.
—Sí, trabajo de reparadores —dijo Soli—. Pero ¿dónde está el reparador para hacer el trabajo? —Sus labios se apretaron mientras introducía una aguja de pedernal en uno de los agujeros. La retorció, y la aguja se rompió. Insertó otra aguja y la retorció en sentido opuesto. Se rompió también.
—Malditos sean los reparadores y sus extrañas artes —dije yo, y él le dio la vuelta a la radio y sacudió los fragmentos de pedernal.
—El pedernal es demasiado frágil —dijo. Cogió una larga tira de madera sacada de su lanza—. La madera no es tan dura como el pedernal, pero no es tan frágil, ¿no?
Tras decir esto, tallando con un trozo de pedernal, introdujo el extremo de la madera hasta que encajó en las bifurcaciones de los cuatro agujeros.
—¿Por qué haces esto? —le pregunté—. Si los reparadores hacen las radios para que sólo las abran los reparadores, ¿cómo esperas abrirla?
—¿Dónde está tu famosa iniciativa? Es un misterio cómo conseguiste penetrar y salir de la Entidad.
—Eso fue diferente.
—Sí, entonces tuviste suerte, pero la suerte aquí no es un factor, ¿verdad?
Introdujo el extremo tallado de madera en uno de los agujeros y lo retorció hacia la derecha, sin resultado. Luego hizo lo mismo hacia la izquierda, pero tampoco consiguió nada.
—Suerte —dijo, y apretó con más fuerza—. ¡Cede! —Retorció los dedos, y momentos después extrajo una espiga de metal tan grande como mi uña.
—¿Qué es eso?
—No lo sé. —Escrutó la espiga de metal a la luz de la hoguera. Me la tendió. Había un fino borde de metal que corría en una espiral continua por toda la longitud de la espiga—. Es obvio que este borde debe funcionar contra otro borde similar dentro de la cosa, o si no la espiga se habría caído.
Mientras los demás dormían, sacó las otras tres espigas, y la radio se abrió.
—¡Ja! —susurré—. Un reparador se volvería loco a la primera ojeada al multipliegue, pero un piloto puede desentrañar los secretos de un reparador tan fácilmente como…
—¡Calla! No hemos desentrañado nada.
Miré el interior de la radio. Había un amasijo de plásticos de diversos colores, protuberancias y metales retorcidos y unidos de formas extrañas e insondables. Vi inmediatamente por qué la radio no se había curado a sí misma: por alguna razón, los reparadores habían ensamblado la radio con componentes inusitados y arcaicos en vez de cultivarla entera como, por ejemplo, hacían con los circuitos y otras partes de una naveluz. La visión de aquellos componentes claramente simples me enervó. Hice suposiciones de cómo funcionaba la radio, aunque lo mismo habría podido tratar de extraer conocimiento esotérico de una rebullente bola de spirali. Advertí que no comprendía más los secretos de la radio de los reparadores que el secreto de los ieldra oculto en las células plasmáticas de los alaloi.
—Es tan bárbara —dije—. ¿Por qué harían los reparadores una radio con componentes tan antiguos?
—Los reparadores tienen sus secretos, como nosotros tenemos los nuestros —dijo Soli—. Un aparato del pasado para nuestro viaje al pasado…, ése sería un chiste típico de ellos, ¿no?
Le miré.
—Sacúdela —dije—. Quizás alguno de los componentes se ha soltado.
—No es probable —contestó él, pero hizo lo que le sugería, sin conseguir nada. Advertí que los componentes hechos por los reparadores no se soltaban.
—¿Por qué crees que está muerta? —pregunté.
—Cuando se mueve este interruptor —dijo él, tocando un trozo de plástico negro en la parte delantera de la radio—, no pasa nada. No hay flujo de electrones. Uno o más de los componentes deben de estar enfermos.
—¿Cuál?
Tocó varios componentes con su índice.
—¿Quién sabe? —dijo.
—Bueno, está muerta, así que no hay nada que podamos hacer.
—Tal vez, tal vez no.
Miré de nuevo las entrañas de la radio. Obviamente, uno o más de los componentes debían de ser los responsables de recibir nuestras voces, otros de codificar la información llevada en las ondas de sonido, otros de modular la información, y otros más de generar y enviar las ondas de radio al cielo, a los satélites que orbitaban el planeta. Pero no tenía ni idea de qué componentes hacían cada cosa.
—No sirve de nada —dije.
—Tal vez.
Con su larga uña, Soli rascó la superficie de un cristal blanco.
—Tal vez esto vibra al contacto de nuestras voces, vibra y produce una vibración correspondiente en una corriente eléctrica. Sí, podría hacer que la resistencia eléctrica variase, podría alterarla. Si pudiéramos seguir el flujo de la corriente, podríamos decir por qué la radio está muerta.
Sacudí la cabeza, porque había un centenar de componentes en el interior de la radio. No creía que pudiéramos seguir el flujo de la corriente o deducir la finalidad de los otros componentes.
—Mi padre me enseñó una vez la teoría de las radios y otras cosas antiguas —dijo Soli—. Quería que conociera la historia de nuestra tecnología.
—Yo creía que Alexandar era cantor, no historiador.
—Sí, era cantor. Y por tanto quería que apreciara los límites de la tecnología, o más bien la fealdad de las teorías prácticas. Él mismo odiaba la tecnología, vieja o nueva. Solía decir que la mejor matemática es la matemática pura, la matemática que no puede ser usada por los mecánicos o los reparadores. Me enseñó hidráulica y termodinámica, la teoría de hacer bombas de fusión. La teoría de partículas y la de los hologramas, y la teoría de mapas, y la teoría de la información, y cien teorías más para manipular cosas, un millar. Mi padre era un hombre frío, duro e implacablemente preciso. Y quería que compartiera su estética, que fuera igual que él. —Cerró los ojos y volvió la cabeza. Le oí gemir—. Pero no lo soy; no lo soy.
Esperé un rato antes de hablar.
—Entonces entiendes de radios.
Soli sacudió la cabeza.
—Sólo la teoría de las radios. Pero todo está olvidado.
Naturalmente, Soli no lo había olvidado todo. Fragmentos y piezas de las enseñanzas de su padre acudieron a él: Las ondas EM estaban hechas de campos magnéticos y eléctricos que vibraban unas a otras en un ángulo adecuado; la información podía ser colocada en la onda EM de varias maneras, modulando por ejemplo la longitud o la frecuencia de la onda; cuando la señal había salido de la radio, podía ser distorsionada por manchas solares, ionización atmosférica y la interferencia de otras fuentes eléctricas. Había un centenar de formas para introducir ruido en la señal de radio. La eliminación del ruido, dijo Soli, era el problema real al transmitir información.
—Pero, si está codificada adecuadamente, la señal puede estar tan libre de error como nosotros queramos. Hay formas de añadir redundancia a la señal, teoremas que demuestran que existe un código casi perfecto, si tenemos la inteligencia de diseñarlo. Sí, ése debe ser el truco, codificar la señal y filtrarla a través del ruido. Descubrir el código.
Miró la radio y apretó los labios.
—¿Y, si no está codificada adecuadamente, la información se destruye? —pregunté.
—No, la información puede ser creada, pero nunca destruida…, si crees a los holistas. En algún nivel, la información existe siempre. El truco está en mantenerla firme de manera coherente, y en transmitirla sin ruido.
Me froté la nariz y luego toqué un componente azul translúcido. Era duro y liso como el cristal.
—Pero ¿qué componentes codifican la información y cuáles filtran el ruido? ¿Te acuerdas?
Cerró el puño y lo apoyó en la sien.
—Desgraciadamente, no.
—Lástima.
—Lástima, sí, pero siempre existe la posibilidad de recuperar los recuerdos.
—¿Una posibilidad?
Despertamos a los otros, y Bardo fue a recoger a mi madre en la choza de Anala. Poco después, mi madre entró en nuestra choza seguida por Bardo, que maldecía porque se había arrastrado por encima de mierda de perro. Soli hizo que todos nos reuniéramos a su alrededor. Tenía la radio en el regazo.
—Es necesaria vuestra ayuda.
Bardo se agitaba adelante y atrás, obviamente triste. Aún le molestaban las erecciones nocturnas de su miembro; las pieles se tensaban sobre su vientre casi como la tela sobre el palo de una tienda. Miró la radio con recelo.
—Lástima, Lord Piloto, lástima —dijo. Y empezó a quitarse mierda de las rodilleras de sus pantalones.
—¿Es todo lo que tienes que decir?
—Ah…, no. Lo que quería decir es: con la radio muerta, no podemos marcharnos de aquí hasta el invierno profundo, ¿no? Y eso es una lástima porque…
—No, curaremos a la radio —dijo Soli—. Busca en tu memoria. Tal vez viste alguna vez a un reparador curar a un robot; tal vez hay algún fragmento de sabiduría infantil que puedas recordar.
—Yo no, Lord Piloto —dijo Bardo—. Yo no.
Entonces se echó a reír, y yo le imité, porque en Mundo Verano, donde él había pasado su infancia, no hay reparadores ni robots. En Mundo Verano los lores y nobles desprecian los mecanismos complicados de todo tipo porque temen el poder de los reparadores y programadores y de todos aquéllos que comprenden lo que ellos no pueden comprender. En Mundo Verano, los hombres hacen el trabajo de las máquinas.
—Recuerdo —dijo Bardo— que, cuando los esclavos de las minas de mi familia no podían más…, no me mires así, Mallory, yo no podía hacer nada al respecto…, los vendíamos a los malditos talladores. Los talladores rapiñaban sus órganos. No vi una máquina en funcionamiento hasta que llegué a Neverness.
Mi madre hizo una mueca ante Bardo y empezó a agitar la cabeza.
—¿Esperas realmente curar la radio? —le dijo a Soli—. ¿Incluso aunque recordemos? ¿Las funciones de cada parte? ¿Cómo podríamos curar siquiera una sola parte? ¿Dónde están las herramientas? ¿Dónde está el conocimiento? Antes de que improntáramos el arte de cortar el pedernal, ¿podríamos haber enderezado una punta de lanza?
—Posiblemente —dijo Soli.
Y mi madre ladeó la cabeza, bizqueó y dijo:
—El Lord Piloto siempre ha sido crítico. Hacia cierta gente que intenta lo imposible.
Los ojos de Soli se redujeron a rendijas azules, pero no dijo nada.
Justine había estado contemplando todo el tiempo el interior de la radio. De repente, sus lisas y bronceadas mejillas se fruncieron en una sonrisa.
—No puedo estar segura —dijo—, ¿cómo puede nadie estar segura de los recuerdos de la infancia? Especialmente recuerdos que parecen ser recuerdos de recuerdos, o incluso recuerdos de lo que alguien nos contó hace mucho, así que no estoy segura de recordar correctamente, pero cuando yo era pequeña…, te acuerdas, Moira, ¿verdad? —le preguntó a mi madre—. Cuando éramos pequeñas, ¿te acuerdas de cómo nuestra madre solía llevarnos al museo del Ruede? ¿No lo recuerdas? Bueno, pues yo sí, y una vez vi una muestra de antiguos aparatos electrónicos. —Tocó cuidadosamente un diminuto círculo de metal dentro de la radio—. Puede que esté equivocada, pero creo que eso se llamaba diodo o triodo, no estoy segura, pero recuerdo que había algo llamado diodos de rectificación que transformaban la onda de la señal de radio. ¿O se llamaban clavijas? La verdad es que no estoy segura.
Mientras hablaba, Soli la miró con intensidad, como un talo observa a una liebre de las nieves.
—Intenta recordar —dijo.
Justine le sonrió y tocó el fino vello del dorso de su mano.
—Pero ¿por qué debería intentar recordar, Leopold, cuando tú has visto exposiciones similares en los museos de la Ciudad? Te interesaban estas cosas al principio de casarnos. ¿No te acuerdas?
La cara de Soli palideció bruscamente. Se frotó los ojos, tosió y suspiró.
—Sí, hay un vago recuerdo —admitió—. Pero fue hace tanto tiempo…
Cerró los ojos, y gimió como si tuviera dolor de cabeza. Contuvo la respiración antes de volver a abrirlos.
—Es cierto —dijo por fin—. Cerca de los Jardines Jacinto hay una sala llena de componentes como éstos. —Se pasó los dedos por los estrechos labios. Era la primera vez que lo veía cohibido—. Pero los nombres y funciones de los componentes…, bueno, el recuerdo ha desaparecido.
—Los rememoradores dicen que la memoria puede ser ocultada, pero nunca destruida —le recordé.
—Sí, eso es lo que dicen los rememoradores.
—Su formación no es muy diferente a la nuestra —dijo Justine—. Algunas de las actitudes son las mismas, eso es lo que me dijo Thomas Rane un día en el Anillo Norte. Dijo: «Justine…», bueno, no voy a deciros todo lo que dijo, pero recuerdo que dijo que todo lo que hemos visto, oído, sentido o pensado está grabado en alguna parte de la memoria, y que cualquiera puede desplegar su memoria si lo intenta, si sabe secuenciar (creo que así lo llamó Thomas) e imaginar, ésas son dos de sus actitudes similares a las nuestras.
Soli miró la radio durante un rato, contemplando el pasado.
—¿Puede pensar un piloto como un rememorador? —preguntó—. ¿Es posible? Sí, tal vez lo sea.
Cerró los ojos mientras asumía la vigésima de las sesenta y cuatro actitudes del halnín, la actitud que los pilotos llaman memoria-asociación. De esta actitud pasó a la imaginación, donde permaneció durante una buena parte de la noche. (Años después, en el hielo del mar, me contó con detalles este extenuante trabajo. En aquel momento, me pregunté si sólo estaba durmiendo, o quizá descansando en la actitud de espera-abierta). Trataba de conjurar imágenes vistas hacía cien años, pero no tenía la habilidad de un rememorador para decodificar las imágenes de la memoria química a la memoria eidética. Puesto que los rememoradores enseñan que el recuerdo de los olores es a menudo la clave a secuencias de memoria mayores, trató de desentrañar los recuerdos rascando y oliendo los arsénicos de galio y el germanio de los componentes de la radio; trató de abrirse paso a través de la memoria-lógica; trató con fuerza de conseguir algo para lo que no había sido entrenado; lo intentó durante toda la noche, intentó todo lo que pudo pensar para desplegar su memoria, lo intentó hasta que quedó tan cansado que apenas pudo mantener erguida la cabeza, pero al final se quedó sentado, agarrando la radio con tanta fuerza que el borde le cortó los dedos y la sangre corrió por sus nudillos. Justine me susurró que hizo aquello porque estaba furioso consigo mismo por fracasar.
Por fin, Soli abrió los ojos. No me gustó la expresión que había en ellos, especialmente cuando empezó a mirarnos a mi madre y a mí.
—La radio está muerta —anunció—. No puede curarse.
—Lástima —dijo Bardo.
—Cuando regresemos a la Ciudad, todos los que han tocado la radio comparecerán ante los akáshicos —dijo Soli—. Moira tiene razón, alguien ha matado la radio, probablemente para arruinar esta expedición dejándonos aquí. Y, quienquiera que haya sido, será desterrado de la Ciudad…, lo juro.
Intercambié una mirada con mi madre. Soli no sería capaz de sospechar que cualquiera de nosotros iba a arriesgar nuestras vidas saboteando nuestra propia expedición, ¿no?
En la oscuridad, antes del amanecer, discutimos quién podría haber matado la radio. Bardo señaló que había muchos (los pilotos mercaderes de Tria, por ejemplo) que no querrían que nuestra Orden poseyera los secretos de los ieldra, fueran cuales fueran esos secretos.
—Y hay alienígenas como los darghinni que se sentirían envidiosos si los seres humanos proclamaran que los ieldra favorecieron a nuestra raza. Y los scutari también, por las mismas razones. Y en los planetas…, ¿cuántas órdenes religiosas asesinarían para asegurar que sus secretos y misterios no fueran reemplazados por un secreto mayor, un misterio más grande? ¿Qué hay de la Puerta del Cielo, Vesper, incluso Larrondissement? ¿Y los mundos artificiales de la Binaria Aud, por Dios? ¿Qué hay de…?
—Sí, tenemos enemigos —dijo Soli—. Pero no les dejamos manejar nuestros asuntos privados, ¿no?
—Ah…, por supuesto que no, Lord Piloto. —Bardo masticó pensativamente su bigote y formuló la pregunta que estaba en la mente de todos—. ¿Qué haremos ahora, Lord Piloto?
Todos miramos a Soli, esperando.
—Sí, ése es el problema —dijo él—, qué hacer ahora, ya que Mallory ha sido incapaz de contenerse. ¿Debemos esperar a la nave, o no?
Debería mencionar aquí que Soli había previsto la posibilidad de perder uno o más de los trineos (y la radio con ellos), a causa de diferentes tipos de desastres. Por eso, había dispuesto que un rompevientos se reuniera con nosotros en nuestro punto de desembarque al sur de la isla si éramos incapaces de llamar por radio a la Ciudad. La fecha para el encuentro era el primer día del invierno profundo, dentro de unos doscientos días.
—No, no deberíamos esperar tanto —dijo Soli—. Ya no somos bien recibidos aquí, ¿no? Tal vez deberíamos marcharnos hoy mismo. Podríamos dirigir nuestros trineos hacia el este, a las Islas Exteriores, y esperar allí durante el deshielo. Entonces, el siguiente invierno, cuando el mar se congele, podremos hacer el resto del viaje de regreso a la Ciudad.
Pero a Bardo no le gustó este plan.
—¿Y si no encontramos nada que comer en las Islas Exteriores? —dijo—. ¿Y si el mar se deshiela pronto, antes del falso invierno? ¿Y si…?
—Ahora somos alaloi, ¿no? —se burló Soli—. Se supone que podemos hacer lo que los alaloi saben hacen mejor…, sobrevivir. Sí, es un buen plan, ¿no? Nos marcharemos en cuanto los trineos estén listos.
—Pero ¿y si nos sorprende una tormenta? —protestó Bardo—. ¿Y si perdemos el camino?
—También somos pilotos —dijo Soli—. Nos guiaremos por las estrellas. No nos perderemos.
Katharine había permanecido en silencio todo el tiempo. Estaba sentada en su lecho, peinándose, contemplando las llamas de la hoguera, prestando poca atención a nuestra discusión. Pero, cuando Soli empezó a reunir sus pieles, se acercó a él y cubrió sus dedos con una mano. Era la primera vez que la veía tocarle.
—Eso no es prudente, padre —dijo—. Viajar al este cuando…
—¿Cuando qué?
—Quiero decir que puede que esté bien para ti y los demás viajar al este y pasar hambre, pero estaría mal para mí y…
—¿Mal? ¿Mal por qué?
Ella hundió los dedos de sus pies en la nieve.
—Porque estoy embarazada, padre —dijo.
El silencio en la choza fue casi absoluto, como el silencio del espacio profundo. Soli miró a Katharine mientras Justine alzaba la cabeza y abría los ojos de par en par. Yo también miré a Katharine.
—¿De quién es el niño? —preguntó Soli por fin.
Yo también ansiaba saber quién era el padre.
—¿Es de Liam? —preguntó Soli.
—¿Quién sabe?
—¿Qué has dicho?
—¿Cómo esperas que sepa de quién es? He estado con muchos hombres, ¿no lo ves?
Soli apretó sus dedos sangrantes con la otra mano.
—Pero se supone que tenías que tomar precauciones, ¿no? —dijo—. Métodos de…, esas cosas que las mujeres hacen cuando…
—No quise quedarme embarazada, padre.
—¡Qué descuido por tu parte! —susurró Soli.
Ella sonrió.
—Lo que ha sucedido, sucederá; lo que será, ha sido —dijo.
—Cháchara de scryta —murmuró Soli—, siempre esta cháchara de scryta.
—Lo siento, padre.
Ella cubrió otra vez la mano de él con la suya. Al cabo de un rato, Soli volvió la cabeza y habló dirigiéndose al techo de la choza.
—Bien, ¿qué importa quién sea el padre? Lo que importa es que regresemos a la Ciudad para que puedas tener al niño en condiciones. ¿Cuándo nacerá?
—Calculando la fecha más probable, debería nacer el decimoséptimo día del invierno profundo.
—Entonces nos quedaremos aquí hasta el día noventa y tres del invierno. Nos reuniremos con el rompevientos el primero del invierno profundo. Mallory pedirá disculpas por sus pequeños crímenes. Haremos las paces y viviremos aquí tan pacíficamente como podamos. —Se volvió hacia la radio, goteando sangre sobre los componentes mientras los tocaba—. Sí, Mallory se disculpará y se contendrá para que podamos vivir aquí en paz.
Más tarde, ese mismo día, fui a ver a Liam y le pedí disculpas por haber alzado mi lanza contra él. Fue difícil, porque no consintió en mirarme a los ojos; me disculpé ante Yuri, me disculpé ante Anala, Wicent, Seif y Liluye, y ante todos los hombres y mujeres de los Manwelina. Finalmente, me disculpé ante Soli, pero no creo que oyera lo que dije. Permaneció sentado en la choza con la radio en el regazo, y susurró;
—Cuando regresemos a la Ciudad, haremos un genotipo. Descubriremos quién es el padre del niño.
Traté de dormir después de eso, pero no pude; permanecí tendido todo el día, escuchando la tormenta aullar en el exterior, preguntándome también si el niño que crecía en el vientre de Katharine sería hijo mío.