CAPÍTULO 13
Hambre

Si nos volvemos demasiados, mataremos a todos los mamuts, y tendremos que cazar al vientre de seda y al shagshay para comer. Y, cuando se acaben, tendremos que abrir agujeros en el hielo del mar para alancear a las focas cuando suban a respirar. Cuando las focas se acaben, nos veremos obligados a asesinar a Kikilia, la ballena, que es más sabia que nosotros y tan fuerte como Dios. Cuando todos los animales se acaben, excavaremos raíces y comeremos las larvas de las polillas de las pieles y nos romperemos los dientes mordiendo el liquen de las rocas. Al final, seremos tantos que asesinaremos los bosques para plantar manzanas de las nieves y los hombres ansiarán la tierra, y algunos hombres querrán tener más tierra que los otros. Y, cuando no quede tierra, los hombres más fuertes conseguirán su sustento del trabajo de hombres más débiles, que tendrán que vender a sus mujeres y niños para poder tener algo que comer. Los hombres más fuertes harán la guerra unos contra otros para poder tener aún más tierra. Así, nos convertiremos en cazadores de hombres y seremos condenados al infierno en vida y al infierno al otro lado. Y entonces, como sucedió en la Tierra en los tiempos anteriores al Enjambre, lloverá fuego del cielo, y los devaki dejarán de existir.

—De la Vida de Lokni el Desafortunado, narrada por Yuri el Sabio.

Unos pocos días más tarde se lo confesé todo a Bardo. Como tenía tanto miedo de su propia mortalidad como cualquier otra persona que haya conocido, él fingió aburrimiento y falsa calma cuando le conté mi experiencia en la cámara de Shanidar, mi gran «impresión», como la llamó. Pero sintió más curiosidad al oír los detalles de mi encuentro con Katharine. Tras enterarse de que habíamos sido amantes desde la noche en que recibimos nuestros anillos de piloto, se llenó de consejos.

—Tus celos te deshumanizan, Pequeño Amigo. Deja que se acueste con tantos hombres como necesite…, ¿para qué si no vinimos aquí? El hombre debe amar a las mujeres, naturalmente, pero no debería amar demasiado a una sola mujer. Se envenena al hacerlo.

Nos encontrábamos de pie en el bosquecillo ante la cueva, abriendo agujeros amarillos en la nieve mientras ejecutábamos nuestro «orina después de beber el té de la mañana». El viento soplaba a ráfagas desde el sur. Esto hacía que nuestra tarea fuera difícil y peligrosa, porque, como he dicho, los devaki deben siempre encararse al sur cuando orinan.

—Por Dios —dijo Bardo, mientras se sacudía para secarse—, es cruel la manera en que este viento se mete por los pantalones. ¡Venenos! La verdad es que este veneno de Mehtar es peculiar. Mira esto —dijo, mostrándome su miembro, que estaba flácido y arrugado, aunque seguía siendo muy grande—. ¿Quién ha oído hablar de un veneno semejante? Durante el día cuelga como el badajo de una campana, y no hay nada que yo o esas mujeres velludas podamos hacer para que se levante. Pero de noche…, ah, de noche salpica el aire y, ¿qué otra cosa puede hacer sino buscar a una mujer que lo seque? Deberías alegrarte de que los devaki compartan su sexo tan libremente, amigo mío. ¿Quieres un consejo? Te daré uno: deja que Katharine recoja sus muestras, y luego marchémonos a casa.

Katharine, debería mencionar, no era la única que se las arreglaba para recoger trozos y muestras de carne devaki. Como cabeza de nuestra familia, Soli fue llamado a ayudar a sostener a Jinje cuando Yuri decidió que sus dedos podridos y congelados debían ser amputados. Yo no estuve presente en el acto, así que nunca supe cómo Soli llegó a guardarse uno de los dedos, que entregó a Katharine para que lo almacenara en sus esferas krydda. Y, por supuesto, no se me permitió estar cerca de Marya en el fondo de la cueva cuando dio a luz a su hijo varón. Los hombres, por el hecho de serlo, tenían prohibido ser testigos del más íntimo de los misterios femeninos. Pero mi madre sí estuvo allí, ayudando (no dudo de que se encargara del parto entero), y regresó a nuestra choza con una pequeña sección de la placenta de Marya. Aunque yo había sido el instigador, y había creído anteriormente en esta expedición, encontré difícil que pudiera haber ningún gran secreto escondido al examinar los tejidos de una placenta. Seguro que la Entidad me había engañado. Seguro que todo era un chiste, o tal vez un juego en donde éramos piezas que mover, congeladas, hambrientas o cortadas a trozos a capricho de la diosa o según los impulsos de los dioses mayores. Seguro que no había ningún secreto.

Nuestra vida entre los devaki cayó pronto en la rutina. Después de que termináramos la carne de foca, los hombres se despertaban por las mañanas, preparaban los trineos, y salían a cazar al hielo o esquiaban a través del oscuro bosque. Aunque teníamos mala suerte con los animales, llegué a apreciar aquellos momentos de aire fresco y júbilo fuera de la humeante cueva, lejos de las incursiones nocturnas de Katharine a las chozas de hombres diferentes. En el hielo había paz e intimidad, incluso en la espera de las focas que nunca venían. Y, en los bosques donde solían pastar los shagshay, llegué a amar los agudos silbidos de los cazadores resonando por los riscos; amaba la nieve sedosa bajo mis esquíes; amaba el silencio de los árboles de la mañana, el verdor contra la quietud blanca y, por encima de los árboles y la nieve y el silencio, la ventana azul del cielo de invierno. A menudo pienso en aquellas montañas recortadas tras Kweitkel, pues fue allí donde empecé a ver a los devaki como lo que eran. Ver a Yuri siguiendo a un zorro ártico o preparando sus trampas para los eiders y otros pájaros era apreciar el cuidado con el que atendía cada aspecto y momento de la caza. Los devaki no eran asesinos rabiosos ni carniceros, ni mataban a sus presas sin pensar. Cuando se cazaba una foca, había que pasar agua de los labios del cazador a la boca del animal, o de lo contrario su ánima iría sedienta al otro lado. Había que frotar con hielo los ojos de una gaviota, y así sucesivamente. Había un centenar de rituales que ejecutar, uno para cada animal diferente. Advertí que los devaki no veían a los animales como carne, al menos no mientras permanecieran sus espíritus, a los que había que honrar. Amaban a los animales; no podían concebir la vida o el mundo sin animales; incluso pensaban en sí mismos como animales, o más bien como espíritus que tenían deberes y responsabilidades con los espíritus de cada uno de los animales que cazaban. Estaban íntimamente conectados con el mundo de los animales, y con el mundo en sí mismo, en incontables maneras diferentes.

Una vez, un frío día a finales del invierno profundo, cuando todos estábamos un poco hambrientos, vi que Yuri dejaba escapar a una osa blanca del anillo de lanzas que apuntaban a su pecho. ¿Por qué hizo esto? Porque, como observé, la tercera uña de la zarpa derecha de la osa estaba rota, y todo el mundo sabía (o debería saber) que tales osos eran imakla, animales mágicos a los que no se podía matar. Descubrí que matar no era el propósito real o el fin de la caza. Fue una lección que me costó aprender. Pasé muchos malos momentos odiando tener que matar para vivir. Más que nada odiaba el arrebato de intensa sensación de vivir que me atravesaba como una droga cada vez que alanceaba a un animal inocente y veía el borboteo de su sangre como una bebida que pronto avivaría la mía propia. Los devaki no compartían mi odio, aunque creo que nunca se sentían tan vivos como cuando estaban a punto de matar a su presa. No sostengo haber podido entrar en la mente del cazador, pero creo que al menos entreví una porción de su visión del mundo: Cazar era absorber la miríada de sonidos del viento o el distante olor de los mamuts, ver las pistas en las deposiciones y el rastro de los armiños en la nieve, ver las pautas en los pliegues de hielo y en las ondulaciones del terreno, el cielo y el mundo; cazar era ser parte de esta pauta, al igual que las rocas, los árboles y los pájaros eran pautas también. Nada era tan importante como la percepción de esta pauta, de la belleza que es la intención del alma-mundo. Y nada de lo que el cazador dijera o pensara o hiciera debería perturbar esta belleza, este halla.

—Es mejor ir al otro lado hambriento —dijo Yuri mientras observaba a la osa perderse en su madriguera— que ir trastornado y borracho con la sangre de un imakla cegando nuestras almas.

Esta atención a la interconexión de todos los animales, hechos y cosas de su mundo no era una cuestión de moralidad, sino de supervivencia. Los devaki creen que sólo pueden sobrevivir momento a momento, generación a generación, si prestan atención a lo que el mundo requiere de ellos. Y comportándose, aprendiendo a percibir lo que es halla y lo que no. No quiero decir que todos los devaki comprendieran perfectamente este arte. Siempre había imperfecciones, inseguridades y pequeñas maldades en su vida cotidiana. Alguien, recordé, había matado al talo de Shanidar para comérselo, aunque todos los talos eran imakla. Algunos devaki, aunque conocían las reglas de una conducta impecable, no podían concebir un mundo en el que tuvieran que pasar hambre mientras los talos volaban libres. ¿Cómo podía un mundo así ser halla? Y por eso mataban a los pájaros sagrados, o mataban a osos imakla, o, rara vez, mataban focas u otros animales que resultaban ser sus doffels.

En verdad, los devaki nunca se morían de hambre. El bosque no estaba realmente vacío, aunque era como una cafetería que se ha quedado sin sus platos más atractivos. Cuando teníamos hambre empezábamos a comer aquellas cosas repugnantes que hasta el momento habíamos repudiado. Comíamos (debería decir que los Manwelina y las otras familias comían esta podredumbre, porque los de la Ciudad nos mantuvimos al margen cuanto pudimos), comíamos cosas increíbles. Wicent y su hijo Wemilo rescataron un escondrijo de cabezas de pescado que habían enterrado durante el falso invierno anterior. Los afilados huesos se habían convertido en una masa muerta y blanquigrís, y estaban blandos como carne. Liluye metió los huesos en un cuenco y convirtió la apestosa masa en una pasta con la que hizo pastelitos redondos, dándoles la vuelta una y otra vez entre sus manitas nerviosas. Los horneó en los brillantes carbones de la hoguera, y los hombres los comieron lentamente, como si fueran obligados a comer mierda. Otras comidas eran peores. Los perros eran alimentados con basura rascada de los viejos cueros que apestaban a los sesos putrefactos empleados en el proceso de curtido. Yuri mató a un vientre de seda y, con su único ojo medio cerrado y retorcido, se zampó el viscoso contenido del estómago mientras se lamía los labios e insistía, para beneficio de los niños, que sabía dulce como nueces tostadas. Los niños buscaban a menudo a través de la nieve cualquier cosa que pudieran encontrar. A menudo comían excrementos de musarañas, que masticaban como si fueran moras. El primo de Yuri, Jaywe, un hombre bajo y gracioso cuyo peculiar paladar le había llevado a saborear las escurriduras de los huevos de pájaros, se lamía los labios y sorbía puñados de rebullentes gusanos blancos, y decía que eran más delicados que los embriones de un año de los somorgujos de las nieves. No lo dudé. A partir de entonces el resto de la familia se refirió a él como Jaywe Comegusanos. Yo mismo me aventuré a comer ostras hervidas. Los resbaladizos pegotes de carne estallaban dentro de mi boca; el sabor de los jugos y la sal me recordó instantáneamente mis experiencias dentro de la Entidad. Me maravillé de que el sabor de las ostras reales fuera exactamente igual que el sabor que la Entidad había colocado en mi boca…, tan real y tan malo.

En verdad, los devaki eran (y son) un pueblo listo y lleno de recursos. Son duros y difíciles de matar. Durante nuestra breve estancia en la cueva oí docenas de historias sobre sus recursos y su capacidad de supervivencia. Yuri me dijo una vez que, cuando era niño, su familia inmediata había sido casi exterminada al cruzar los hielos a principios del falso invierno.

—Cuando yo tenía cinco años —me contó Yuri—, mis padres decidieron hacer la peregrinación a Imakel, donde están enterrados los antepasados de mi madre. Pero, una noche, el hielo se abrió inesperadamente, como hace algunas veces. Perdimos uno de nuestros trineos y todos nuestros arpones, pieles, esmeriles, lanzas…, todo. Y perdimos también a la mayoría de nuestros perros. Mi padre sólo tenía su cuchillo, y mi madre (se llamaba Eliora) no tenía más que sus dientes y unas cuantas viejas pieles de foca. No teníamos nada con lo que alancear focas, cazar, o hacer fuego siquiera. Yo tenía miedo, ¿y quién podría reprochármelo? Pero mi padre y mi madre nunca perdieron su valor.

No relataré toda la historia aquí porque es demasiado larga. Pero, en resumen, Nuri, el padre de Yuri, pescó los perros muertos del mar (su pesado trineo se había hundido como una roca), y su familia y él y los perros restantes se los comieron. De algún modo, consiguieron llegar a la isla más cercana, que era tan pequeña y yerma que no tenía nombre. Con su cuchillo, Nuri cortó bloques de hielo y construyó una choza. Como pudieron, Nuri y Eliora hicieron nuevas armas y herramientas con los pobres materiales que encontraron en la isla. Nuri cazaba y Eliora sacaba la piel a los animales que él mataba y confeccionaba las ropas. Comieron liebres de las nieves y musarañas, y gaviotas y chinochas…, todo lo que podían encontrar. Se alimentaron, y alimentaron a sus perros; Yuri creció rápidamente, y una de las perras parió un cachorrillo el siguiente falso invierno. Los dos, marido y mujer, durante el curso de ese invierno y los inviernos que siguieron, recrearon casi de la nada todas las herramientas y artefactos de su cultura. Tardaron tres años en recolectar trozos de madera a la deriva y guardar huesos para reunir los materiales necesarios con los que construir un nuevo trineo. Improvisaron e inventaron nuevas formas de unir cuero y hueso y, cuando terminaron, no regresaron a Kweitkel. Continuaron hasta Imakel, completando su peregrinación. Colocaron flores de hielo en la tumba del abuelo y la abuela de Eliora. Visitaron a la familia de Eliora, y cuando el padre de ésta, Narain, se ofreció a darles un trineo para que regresaran a casa, Nuri señaló su remendada creación y le dijo: «Gracias, pero, como puedes ver, los Manwelina sabemos construir trineos». Y todos se rieron porque su trineo no podría haberlos transportado otro kilómetro, y mucho menos los trescientos que los separaban de Kweitkel.

A menudo yo pensaba que esta habilidad para dar forma a materiales dispersos y convertirlos en cosas útiles se encontraba en el corazón de la cultura alaloi. Dados los requerimientos de su mundo, no había nada que no pudieran hacer. Si una herramienta o una pieza de ropa requería una combinación especial de flexibilidad, fuerza, textura o propiedades aislantes, experimentaban hasta descubrir la combinación adecuada. Su conocimiento de las cosas del mundo era detallado y preciso: extraían lubricantes de la pezuña del shagshay, porque habían descubierto que la grasa en las articulaciones más alejadas del cuerpo se helaba a temperaturas inferiores; hacían las ventanas de sus chozas (cuando deseaban ventanas), de los duros y transparentes intestinos de la foca barbuda; los cuernos del shagshay eran flexibles, y por eso los curvaban para colocarlos en las horquillas de las lanzas que empleaban para capturar peces; y así sucesivamente. Eran genios haciendo cosas, tanto las mujeres como los hombres. Entre otras cosas, las mujeres eran responsables de hacer y cuidar de la más vital de todas las herramientas de su supervivencia: las maravillosas ropas alaloi.

De noche, después de cazar (y esto, también, era parte de nuestra rutina diaria), nos sentábamos en torno a las hogueras, comiendo lo que tuviéramos, charlando y viendo a las mujeres hacer nuestras ropas. Las bocas de las mujeres estaban siempre ocupadas, porque o bien charlaban sobre los sucesos del día o masticaban pieles con sus dientes saltones y gastados. También sus dientes eran herramientas, y los usaban con efectividad, para suavizar las parkas heladas de sus maridos y para convertir pieles nuevas en cuero. A principio de la primavera de medio invierno, con las primeras tormentas del nuevo año rugiendo fuera de la cueva, mi madre y Justine, y Katharine también, se habían acostumbrado ya a este trabajo agotador. También se habían convertido en expertas en coser impermeables pieles de foca y hacer con ellas botas, o kamelaikas a prueba de agua, o a remendar las parkas de shagshay con piel de lobo, una piel que repelía los cristales de hielo condensados por la respiración. Con sus agujas de hueso y sus tendones daban sus precisas puntadas, puntadas que se hinchaban al mojarse e impedían que el frío y la humedad entraran en la ropa. Me alegré de que hubieran improntado esas habilidades, porque un cazador alaloi depende completamente de las mujeres de su familia. Como lo expresó mi madre una noche, mientras me probaba una kamelaika medio hecha:

—¿Dónde estaría Yuri hoy si no fuera por las habilidades de su madre? ¿Si no fuera por las ropas que hizo, las lanzas para capturar peces, las hogueras, si no fuera por su leche, por la propia carne de su carne? ¿Hay algo que una mujer no pueda hacer?

Hubo una parte de nuestra rutina cotidiana que me gustaría poder olvidar. Durante este tiempo duro y frío de hambres y sabañones y pequeñas miserias, empecé a sufrir otra miseria, en algunos aspectos la miseria más miserable de todas. Descubrí que tenía piojos. El pelo de mi cuerpo y de mi cabeza y pubis estaba repleto de diminutos y planos insectos. Era el precio por acostarme con mujeres salvajes y sucias, pensé, y me retorcí y me rasqué hasta hacerme sangre, y me froté todo el cuerpo con barro de cenizas, desde el cuello hasta los tobillos, pero nada sirvió de ayuda hasta que me puse en manos de mi madre para que hiciera conmigo lo que llegaría a convertirse en el despiojamiento de cada noche. Apoyaba la cabeza en su regazo mientras ella pasaba sus dedos por mi pelo, buscando piojos. Tenía ojos agudos, y los detectaba a la tenue luz de las hogueras que iluminaban mi pelo negro. Yo sentía sus afiladas uñas aplastar como tenazas los piojos y, ocasionalmente, arrancar de mi picajoso cuero cabelludo algunos pelos que, decía, eran tan grises como los de Yuri.

No obstante, su labor sirvió de muy poco, porque la cueva y todas las pieles estaban llenas de larvas esperando madurar. Los otros miembros de mi familia se contagiaron también, aunque parecían tener menos piojos y más tolerancia que yo ante aquella pequeña tortura. (Bardo, por alguna razón injusta e inexplicable —él proclamaba ridículamente que los venenos de sus gónadas habían amargado su piel, haciéndole poco atractivo para los reptantes insectos—, permaneció a salvo de los piojos). No era el dolor o el picor lo que me molestaba; era la idea de los piojos clavando sus diminutas bocas en mi piel lo que me hacía temblar y retorcerme. Odiaba la idea de tener insectos bebiendo mi sangre, de una vida viviendo a expensas de otra vida. Pensé en afeitarme el cuerpo con afiladas hojas de pedernal. Pero no lo hice. Recordé que había segmentos enteros de humanidad en Gamina Luz que habían purgado sus sistemas de bacterias y otros parásitos sólo para descubrir que tenían que encerrarse en mundos artificiales si no querían ver contaminados sus cuerpos estériles con el polvo de la civilización. Sin embargo, el aislamiento había debilitado sus sistemas inmunológicos, haciéndoles vulnerables a extrañas enfermedades. ¿Quién sabía qué equilibrios naturales podría yo perturbar si no vivía como lo hacían los alaloi? También había otra razón por la que no me afeité: las hojas de pedernal eran tan afiladas que podría cortarme fácilmente la piel, abriéndola a la infección. Y la infección entre los alaloi, como había demostrado Jinje con sus dedos gangrenados, podía ser muy mala.

De todos los triunfos de la civilización, a veces pienso que el mayor y más sublime es el invento del baño caliente. ¡Cómo ansié el jabón y el agua caliente! ¡Eché de menos la alegría de empapar mis fríos miembros, de dejar que el calor húmedo me meciera y me calentara de la piel a los huesos! ¡Cómo quería estar limpio! Añoraba los sonidos, olores y comodidades de la Ciudad, y me encontraba pensando en ella en todo momento. ¿Por qué la había abandonado? ¿Por qué había venido aquí, a buscar secretos inexistentes, matar focas, alimentar a ancianos desdentados, perturbar la armonía de las familias devaki? ¿Cómo pude haber creído que un hombre civilizado podía vivir como un salvaje? ¿De dónde había adquirido tanta arrogancia?

Una noche, sobre una taza de té, Bardo confesó que también él echaba de menos las comodidades de nuestra ciudad.

—Aconsejaría que nos marcháramos de aquí en cuanto Katharine haya recogido sus muestras —me dijo—. No queremos morirnos de hambre, ¿no? ¿Cuánto puede tardar en copular con unos pocos hombres? Disculpa mi franqueza, Pequeño Amigo, pero no comprendo por qué ha ignorado tantas…, ah, ¿posibilidades?

Naturalmente, él no había tenido el más mínimo pensamiento de marcharse cuando pudo llenar su panza de comida todas las noches, y cada noche llenaba a una o más mujeres con su semilla. Los otros, sin embargo, no estaban tan ansiosos de marcharse como yo habría esperado. Soli recibía a gusto la dureza de nuestra vida primitiva y parecía disfrutar, si aquel hombre amargo era capaz de algún disfrute. Justine encontraba «fascinante», como ella lo expresaba, todo en su nueva existencia, mientras que mi madre confiaba en su poder para vivir directamente de las cosas de la vida. Y en cuanto a Katharine, parecía matar el tiempo, esperar un hecho importante que no podía revelar.

A medida que las tormentas del año nuevo se hicieron más frecuentes, me di cuenta gradualmente de que los devaki no nos habían aceptado por completo. No quiero decir que sospecharan necesariamente de nuestros orígenes civilizados. Pero muchos de ellos, no sólo Yuri, pensaban que éramos extraños, y peor aún. A causa de las tormentas, la caza se volvió más difícil y peligrosa. Nuestra hambre aumentó. A veces había murmullos, discusiones y quejas por la división de la carne. Más de una vez oí a los hombres protestar de que matar mi doffel les había traído mala suerte, no buena. Por la cueva corrió el rumor de que había alimentado a Shanidar con la mitad de un hermoso hígado de un somorgujo de las nieves. (En verdad, desde mi encuentro con el Viejo de la Cueva, le había estado dando pequeños trozos de carne para mantenerlo vivo. Estaba mal por mi parte, lo sé, pero ¿qué otra cosa podía hacer?). Y había otros rumores, charlas malintencionadas que las mujeres difundían entre sí y que gradualmente alcanzaron los oídos de sus maridos. Yo debí haberme dado cuenta de que sucedía algo cuando Piero de los Yelenalina y Olin de los Sharailina empezaron a amenazar con marcharse de Kweitkel y dirigirse a las islas del oeste. Pensé que estaban simplemente hartos de pasar hambre, pero pronto descubrí que tenían otras quejas.

Un anochecer, después de todo un largo y fracasado día de caza, Yuri me llevó aparte.

—Piero se equivoca al echarte la culpa de nuestra hambre. Si Tuwa no estuviera enfermo de boca podrida, tendríamos mucho para comer.

Accedí que así era.

—Sin embargo, es raro que los animales ya no salten a nuestras lanzas, ¿no?

Accedí con él en que era raro.

—Aunque Piero se equivoque al echarte la culpa, no puedo echarle la culpa por echarte la culpa. ¿Puedes tú? Y hay otros que podrían observar tu extraña conducta y echarte la culpa de sus desgracias. Yo mismo no tengo respeto por esa gente, pero ¿cómo puedo reprochárselo?

—¿En qué es extraña mi conducta? —pregunté—. ¿Me echan la culpa por haber matado a la foca, entonces?

Extendió su mano cubierta de cicatrices y sacudió la cabeza.

—No es eso, aunque son pocos los hombres que matan a sus doffels. Es esto: un hombre sabio se encarga de no quedarse a solas con su hermana en su choza, especialmente con una hermana tan hermosa como Katharine. Entonces nadie puede echarle la culpa de abominaciones que traen mala suerte a su pueblo.

Mientras decía esto, se produjo un repentino dolor en mi estómago. Me sentí enfermo; sentí el calor de la culpa colorear mis mejillas, y agradecí que el viento que atravesaba los árboles fuera tan helado y amargo, porque mi cara debía estar ya escarlata por efecto del frío. Me volví hacia Yuri, que estaba apoyado contra un peñasco y exhalaba vaho mientras contemplaba el ancho valle blanco a nuestros pies. Quise decirle que, quienquiera que nos acusara a Katharine y a mí de abominación, era culpable de calumnia. Aún más, quise gritarle al valle que Katharine no era mi hermana. Quise revelar el feo tapiz de mentiras y falsificaciones que nos habían llevado a hacernos pasar por alaloi. Quise hacerlo por dos razones: para poner fin a este alocado viaje, y para que Yuri supiera que yo era un hombre de honor. Pero no dije nada, no hice nada. ¿Cómo podía este tuerto salvaje comprender la complejidad de la conducta civilizada o la esotérica naturaleza de la búsqueda? No dije nada, y Yuri se encogió de hombros.

—También Katharine es una mujer extraña —dijo.

Al décimo día de la primavera del medio invierno, descubrí lo seria que era la calumnia contra mí. Era un día de ráfagas heladas y aire denso y húmedo. La nieve estaba gris y plomiza, y los árboles aparecían grisáceos bajo el cielo gris oscuro. El intermitente viento olía a piel mojada. Los pocos hombres que habían ido a cazar el día anterior (todos eran Sharailina) regresaron a la cueva en el crepúsculo cuando la nieve y las pendientes ensombrecidas y el cielo bajo y oscuro parecían mezclarse en un impenetrable mar de gris. Habían encontrado carne, dijeron. Ouray y su hijo, Vishne, se quitaron la nieve de sus pieles grises mientras entraban en la cueva. Fueron seguidos por Olin el Feo, un hombre ceñudo con una gran cicatriz que le corría desde la frente a la mandíbula. Olin agarraba la cola de un animal medio devorado, y arrastraba el cadáver hacia las chozas Sharailina.

—¡Carne de Sabra! —anunció, y su fea esposa, Jelina, y el resto de su familia salieron de las chozas sonriendo y olisqueando ansiosamente el aire.

Yo me encontraba ante nuestra choza. Alcé la vista de la punta de la lanza que estaba aguzando y vi de inmediato que Olin tenía poca carne que compartir. Me pregunté cómo había encontrado la carroña de lobo cuando empezó a contar el relato de su caza.

Al parecer, el día anterior los hombres Sharailina habían seguido la pista de Totunye, el oso, a través de los bosques hasta el mar. Cuando empezó a nevar, el joven Vishne quiso regresar a la cueva, pero Olin los guió hasta la playa donde, dijo, había oído quebrarse rocas y un trueno distante. Sin embargo, Ouray pensó que los chasquidos eran el sonido de las pesadas ramas de los árboles al romperse y que el rugido se debía simplemente al viento. Cuando salieron del bosque, vieron a un oso blanco despedazando a un lobo contra un montículo de rocas. Atacaron al oso, pero Totunye, con sus largas uñas negras y sus ojos cobardes, vio las cicatrices de la cara de Olin (ésta es la historia que Olin contó), y huyó en la tormenta, porque pudo ver que Olin había sido herido hacía mucho tiempo por otro oso y era, por lo tanto, invulnerable. Y así regresaron con la carne del lobo que, como expresó Ouray mientras miraba a la cara de su hermano, «es más flaca y más dura que la carne de oso, pero no tan costosa de conseguir».

Varios de los Manwelina se habían congregado para escuchar esta historia. Wemilo, el hijo de Wicent, y el siempre burlón Choclo, empezaron a hacer chistes. Seif, que se parecía mucho a su hermano Liam, aunque no era tan grande ni tan apuesto, se cubrió los ojos y se rio de Olin. Entonces Liam salió de su choza y se unió a la diversión.

—¿Estás seguro de que es Sabra, el lobo? —pinchó Liam a Olin. Se lamió los labios rojos y echó hacia atrás su largo pelo rubio—. Yo me aseguraría antes de comerlo, ¿no?

Olin maldijo y arrancó la cola de la base del cadáver del lobo. Se la arrojó a Liam, que se reía y se secaba las lágrimas de los ojos.

—¿No conozco a Sabra cuando veo a Sabra? —gritó.

Liam volvió a lamerse los labios.

—¿No conozco yo a los devaki cuando veo a los devaki? —bromeó, y se rio con más fuerza.

Se refería a la desgraciada abominación que había roto el honor de la familia Sharailina. Una vez, hacía años, en el falso invierno, el bisabuelo de Olin había guardado carne de shagshay para comerla la siguiente primavera de medio invierno. Cuando llegó el momento, su familia y él rescataron lo que pensaban era un muslo de shagshay y se lo comieron. Al día siguiente, Lokni, el bisabuelo de Liam, descubrió que la carne era en realidad parte de un cadáver humano que un oso había desenterrado de una tumba sobre la cueva. Al parecer, el oso había arrastrado los restos humanos hasta la nieve bajo la cueva, donde los devaki almacenaban a veces su carne. Fue un error comprensible, pero incluso después, durante tres generaciones, los hijos de Lokni habían seguido la tradición de ridiculizar los hábitos alimenticios de la familia Sharailina.

Liam se rio y se lamió los labios y se frotó la panza, y alzó la cola que Olin le había tendido. Se la llevó a la boca abierta como si intentara comérsela. Hizo sonido de atragantarse.

—¡Cómo me gusta la cola peluda de Sabra, hay tanta carne! —dijo—. Me hace feliz que estés seguro de que es carne de lobo. Pero debo preguntarte una cosa. —Y aquí se volvió hacia Seif y sacudió la cabeza con fingida tristeza. Volvió a mirar a Olin mientras pasaba el dedo por la piel ajada y gris—. ¿Tiene el lobo el pelaje gris? —preguntó—. Yo sólo he visto lobos blancos; ¿tal vez los Sharailina conocen una clase diferente?

Olin se inclinó sobre el cadáver y le dio una patada.

—El pelaje es blanco —dijo—. Es la falta de luz lo que lo hace parecer gris.

—Es gris como la piel de un perro —se burló Liam.

—No —dijo Ouray, defendiendo a su hermano—, es blanco. Está manchado de gris por la tierra y la sal marina.

Liam, que pensaba que era un hombre gracioso, se puso a cuatro patas, echó hacia atrás su dorada cabeza y dejó escapar una serie de ladridos.

—Es un perro —dijo, mientras se tendía y rodaba imitando burlonamente a un perro rascándose la espalda—. Comes carne de perro.

Contemplé esta ridícula escena mientras hacía girar mi lanza bajo mis piedras de afilar. Advertí lo que debería de haber sido obvio desde el principio: Olin y su hermano habían encontrado el montículo de piedras que Bardo y yo habíamos erigido sobre el cadáver de mi perro guía. El cadáver marchito tendido junto a la choza de Olin era lo que quedaba de Liko.

—¡Carne de perro! —dijo Liam—. ¡Los Sharailina cazan perros!

Olin volvió a protestar, sosteniendo que era un lobo. Se dispuso a cortarlo con su cuchillo, y yo crucé la cueva con toda la rapidez que pude.

—Es un perro —dije. Expliqué cómo el talo había matado a Liko, cómo Bardo y yo lo habíamos enterrado—. No lo cortes…, era valiente y leal, y no está bien comerlo.

Toda la tribu devaki había salido de sus cabañas. Nos rodearon.

—No está bien que las madres pasen tanta hambre que su leche se seque como las gachas al sol —dijo la voluptuosa Sanya, que daba de mamar a su niña recién nacida—. Mallory olvida que la carne es carne; la carne no es valiente ni leal.

Mientras tanto, Liam rodaba sobre su espalda, riéndose entre ladridos.

—Espero que el shagshay salte pronto a vuestras lanzas —le dijo a Olin—. O de lo contrario seremos carne para los hambrientos Sharailina.

Aquello ya fue demasiado para Olin. Agitó en el aire su largo cuchillo de piedra, maldijo y saltó sobre Liam. Las rodillas de Olin aplastaron el viento del pecho de Liam: pude oír el whumph del aire al escapar de los labios de Liam.

—¡Cuidado con el cuchillo! —gritó alguien, y por alguna razón a la que no encontré sentido en ese momento, Olin soltó el cuchillo. Entonces lucharon. Se debatieron y rodaron sobre la dura nieve. Liam se las apañó para atrapar uno de los brazos de Olin entre sus cuerpos. Usó esta momentánea ventaja para atacar los ojos de Olin con sus largas uñas. Yo estaba seguro de que intentaba clavar los dedos en las órbitas, cegarle. Olin había sido malherido por un oso una vez, y me puse enfermo ver a Liam, que parecía un oso, malhiriéndole otra vez.

—¡A los ojos no! —grité, y di un paso adelante, afirmé el pie y golpeé la sien de Liam con el dorso de mi lanza. Liam se apartó de Olin, aturdido, y se llevó la mano en la cabeza. El golpe le había producido un corte. La sangre manaba entre sus dedos abiertos, resbalando por la densa barba dorada.

Me maldijo y escupió a mis piernas.

—¿Qué te pasa que no puedes distinguir el deporte de la guerra? Tus sesos se han reblandecido como la grasa de foca…, pero es lo que pasa con los seduce-hermanas. ¿Te sorbió Katharine los sesos junto con tu semilla?

Creo que entonces intenté matarle. Mientras Olin, Yuri y todas las familias miraban, alcé la lanza hasta más atrás de mi cabeza. Agarré la lanza por el cuero, apenas consciente de que Bardo y Justine y mi temblorosa madre me observaban tras una muralla de sorprendidos devaki.

—¡No! —grité, y frente a mí, mientras apuntaba a la garganta de Liam, vi a Katharine entre dos mujeres Manwelina. Me miraba tranquilamente, como si supiera que no iba a matarlo—. ¡No! —repetí, y empecé a descargar el brazo. Pero se produjo una repentina resistencia; no pude arrojar la lanza, del mismo modo que no podría desenraizar un árbol. De repente sentí otras manos en la lanza, y alguien me la quitó. Me volví, y allí estaba Soli, sosteniendo mi arma como lo haría con un pez muerto. Tenía los labios fuertemente apretados, blancos como el hielo. Contenía la respiración; bajo la piel blanca de su frente latía una gruesa vena.

Yuri se adelantó y le quitó la lanza a Soli. La rompió contra su rodilla. Su ojo destelló sobre mí como la bengala de un cohete.

—Es extraño que olvides que no somos cazadores de hombres —dijo. Entonces se dio la vuelta y se dirigió con el resto de su familia a sus chozas.

Olin se me acercó y se rascó la marcada cara.

—Sólo era un juego —dijo—. ¿Por qué crees que solté mi cuchillo? ¿Crees que Liam me habría cegado a mí, su casi-hermano?

Miró los pedazos de lanza sobre la nieve y se rio nerviosamente.

—Sólo era un juego —repitió mientras se marchaba.

Soli se quedó allí mirándome, erguido y frío como un árbol. Katharine inclinó la cabeza hacia nosotros y entró en nuestra choza. Después de unos momentos, Bardo, Justine y mi madre entraron también. Soli y yo nos quedamos solos en mitad de la cueva cada vez más oscura. Pensé que tal vez nunca se movería ni volvería a hablar.

—¿Por qué, Piloto? —susurró entonces—. ¿Por qué eres tan temerario? Dímelo, por favor. —Hundió con el talón la lanza en la nieve—. ¿Por qué haces lo que haces?

Miré la lanza y me mordí el labio.

—¿Por qué?

—No lo sé —dije sinceramente.

—Eres peligroso, Piloto. Se ha dicho antes. Y, ahora, esta…, esta situación, la expedición, todo lo que hacemos aquí…, todo se ha vuelto demasiado peligroso, ¿no?

—Tal vez.

—Sí, es demasiado peligroso seguir aquí. Esperemos que Katharine tenga ya la mayoría de sus muestras, porque es demasiado arriesgado que siga recolectándolas. Mañana llamaremos por radio a la Ciudad pidiendo una nave. Nos despediremos, y eso será el fin.

—¿Crees que es necesario? —pregunté—. ¿Regresar a la Ciudad como perros apaleados? —No sé por qué dije esto, probablemente sólo para llevarle la contraria. La verdad es que me moría por volver a la Ciudad, por sumergirme en el hermoso pero insensato estudio de las matemáticas.

Soli se enojó mucho después de que yo dijera esto. Pensé que las venas de sus ojos iban a estallar, dejándole ciego.

—Sí, es necesario —susurró. Y luego dijo la palabra prohibida—. Yo lo he decidido. Nos marcharemos mañana.

Se frotó los ojos, se dio la vuelta y me dejó. Me quedé solo, preguntándome por qué era tan temerario, preguntándome por qué hacía las cosas que hacía.