CAPÍTULO 12
La pequeña muerte

¡Qué extraordinario que las ondas del continuo espaciotiempo ondulen de tal forma que puedan controlar su propio ondular! ¡Esa energía capturada y dominada debería conducir a concentraciones mayores de energía en vez de a perderse gradualmente en la muerte calorífica y la calma universal! ¡Qué misterioso que la consciencia guíe a una mayor consciencia, y que la vida engendre vida más grande y más compleja!

—De Réquiem por el Homo Sapiens, de Horthy Hosthoh.

Cuando regresé a la cueva principal, los devaki y mi «familia» celebraban un festín de carne de foca. Obsesionado como me hallaba con pensamientos de deterioro y muerte, no estaba preparado para la alegría, la alegría de ciento veinte personas felices atiborrándose de su hermosa carne. Era un festín de carne, una celebración de amor y vida con poca tregua o pausa. Todo el mundo, excepto los bebés aún no destetados y los niños pequeños, se atracaba de filetes asados y grasa de foca. (Al principio, naturalmente, muchos estaban tan hambrientos y llenos de impaciencia que comieron la carne cruda). La cueva estaba llena con el olor de la carne asada y la feliz charla de los niños mientras se chupaban los dedos de hígado asado en grasa fundida. Yuri y el resto de los Manwelina compartieron alegremente la comida con las familias Yelenalina y Reinalina. Sus cazadores habían regresado de su caza de shagshay con los trineos vacíos, pero Yuri anunció que llenarían sus vientres de todas formas, porque sabía que en la próxima caza la suerte podía ir en otra dirección. Incluso los Sharailina, que poseían el estatus más bajo de todas las familias debido a un desgraciado y desabrido accidente sucedido hacía años, incluso los bajos Sharailina comieron de la rica carne. Alrededor de las chozas, el suelo de la cueva se cubrió de huesos rotos; los cuerpos hinchados y distendidos de los que habían comido demasiado (casi todos) estaban tendidos delante de las hogueras. Había gruñidos, eructos y gemidos. Para mi sorpresa, muchos de los devaki contaban chistes obscenos y se acariciaban abiertamente. Recorrí la cueva, y vi a una mujer núbil Yelenalina (creo que se llamaba Pualani) riendo y susurrando algo al oído del joven Choclo. Se acariciaron mutuamente y desaparecieron en una de las chozas Yelenalina. Alrededor de las hogueras, a la suave y fluctuante luz, parecía que los hombres y las mujeres se apareaban y acariciaban, desapareciendo en silencio en las zonas más oscuras de la cueva. Encontré a Bardo con los brazos por encima de dos hermosas muchachas Senwelina, mientras cantaba sentado entre ellas. Me acerqué más a las cabañas llenas de jadeos de pasión, y él me hizo un guiño y me llamó.

—¡Dos no es demasiado para uno, pero es demasiado poco para dos hombres como nosotros! Pero cuando Bardo está contento, Bardo está dispuesto a compartir. ¿Dónde has estado? Pareces blanco como vómito de pájaro.

—¿Dónde está Katharine? —le pregunté.

—Olvida a Katharine —dijo él, tironeándose de la barba—. ¿Por qué te preocupa dónde esté?

No creo que fuera un buen momento para decirle que Katharine y yo éramos amantes, aunque por el aspecto de sus astutos ojos castaños creo que debía haber imaginado la verdad mucho antes de que partiéramos de Neverness.

—¿La has visto? —pregunté.

Se lamió los labios, ignorando mi pregunta. Mordisqueó el cuello de la muchacha más joven, la de la nariz pequeña y la hermosa risa aguda.

—Se llama Nadia, hija de Jense. Me dice que siente curiosidad por saber si la lanza de Mallory Matafocas es lo suficientemente larga y recta como para atravesar su aklia.

Nadia volvió a reírse, y pareció decepcionada cuando sacudí la cabeza.

—Tengo que encontrar a Katharine —dije.

—Ah, lástima. —Bardo se liberó de las dos muchachas, se levantó y me llevó aparte—. ¿Qué te pasa?

Empecé a contarle mi visita a Shanidar, pero en vez de ello me mordí el labio. Todo lo que pude decir fue:

—Esta expedición, la búsqueda…, todo, todo carece de sentido.

—Claro que sí. Y por eso debes vivir mientras puedas. La vida es aburrida y sin sentido, pero cuando estallas dentro de una mujer, por un momento tu aburrimiento muere y…, ¿te aburro?…, y sientes que podrías morir de placer, o de cualquier otra cosa, y te importaría un comino. Cuando mueres la pequeña muerte y ella grita y te araña la espalda porque se está muriendo también…, bueno, ¿hay algo mejor que eso?

Traté de decirle que el problema era mucho más complicado de lo que pensaba. Pero él se quedó allí plantado, apretándome el hombro y sacudiendo la cabeza.

—¡Con lo he tratado de educarte! ¡Todo en vano, todo en vano! —dijo, y en voz baja añadió—: Pero gracias, Pequeño Amigo, por traerme a este lugar paradisíaco.

Cuando le advertí de los peligros de copular con mujeres jóvenes y fértiles, él se tironeó de la barba, pensativo. Siempre había temido ser padre. Era un miedo extraño, irracional: se había medio convencido de que, si su semilla germinaba alguna vez dentro de una mujer, entonces, de algún modo, habría completado su propósito en la vida y por tanto quedaría obsoleto y listo para la muerte.

—Es una lástima que no pueda entrenar mi esperma para que muera en el momento en que sale de mi cuerpo —dijo—. Pero si yo…, ah, es decir, si una de estas mujeres velludas se quedara embarazada, ¿quién sabría quién es el padre?

Suspiró, se lamió el bigote y volvió con las muchachas. Para hombres como Bardo, me temo, la lujuria siempre conquistará el miedo.

Recorrí la cueva buscando a Katharine, pero no la encontré. Nadie pudo decirme dónde estaba. Regresé a nuestra choza, y casi sorprendí a Soli y Justine en medio de su juego amoroso. En silencio, regresé a las chozas de los Manwelina. Vi a mi madre y a Anala sentadas juntas. Frotaban pieles de foca, charlando y riendo. Oí a Anala fanfarronear sobre la virilidad de su hijo Liam. Sería un buen marido para cualquier mujer joven, dijo. Recordé que en mi vagabundeo en la oscuridad tampoco había visto a Liam. De la suave, redonda y brillante choza tras ellas procedía un rítmico jadeo y súbitos gemidos privados. Apreté los dientes y me apoyé contra la fría pared de hielo, preguntándome por qué esta contagiosa pasión comunal no había formado parte de la memoria de Rainer.

Lo que sucedió durante esa noche y los dos días siguientes no fue exactamente una orgía. Por lo que pude ver, los devaki practicaban el sexo en parejas y tan privadamente como fuera posible. Con una excepción (discutiré los pecadillos y hazañas de Bardo en breve), no había grupos de tres o más, ni voyeurismo ni perversiones ebrias. Parecía que los devaki sabían poco de las artes fracasadas de la civilización. Pero estaban muy familiarizados con la promiscuidad, o, debería decir, practicaban un gustoso emparejamiento que era libre y salvaje dentro de un rígido sistema de reglas y tabúes. (Ningún hombre o mujer, por ejemplo, podía acostarse con la pareja de otro, y el sexo entre familiares era una abominación). Los jóvenes y solteros «compartían la explosión del volcán» a menudo y con muchos compañeros diferentes. Especialmente cuando habían comido grandes montones de carne y se les calentaba la sangre, se buscaban en la oscuridad de la cueva y se emparejaban furiosamente, y lo celebraban, y encontraban a otro con quien compartir su fuego. Yuri me dijo que hacían esto porque eros era el don de los devaki al dios Kweitkel y debía ser practicado con energía y pasión hasta que los vientres de las mujeres (o de las niñas que así se convertían en mujeres) estuvieran llenos de nueva vida.

—No esperes demasiado a levantar tu lanza —me advirtió a eso de medianoche, cuando me encontró sentado con los perros junto a los fuegos de la entrada—. Pronto los aklias de las mujeres jóvenes estarán agotados, y te habrás perdido la diversión. —Arrojó leña al fuego y suspiró cuando éste empezó a crepitar y chisporrotear—. Tal vez estés pensando en lo que te costó matar a tu doffel y, ¿quién puede reprochártelo? Pero no es bueno que el hombre piense demasiado. —Se señaló la frente con un dedo por encima de la cuenca del ojo y advirtió—: Creo que hay demasiadas distracciones, demasiadas voces dentro de ti. Debes acallar la tormenta de palabras de tu cabeza y, ¿qué mejor manera que perderte en una mujer? ¿No has visto cómo las muchachas Sharailina, Mentina y Lilith te miran?

¡Qué mejor manera, realmente! ¡Cómo envidié la pureza e inocencia de Yuri! No sabía nada de los contagios o las enfermedades que habían arruinado a muchos de los Mundos Civilizados. Ignoraba el contacto de los replicadores que creaban genotoxinas para robarle a un hombre su esencia y su alma. Quise desesperadamente perderme en una mujer, perderme en algo, cualquier cosa que ahogara la vieja voz temblona de Shanidar, que extinguiera su imagen que ardía en mi interior. Pero yo era un hombre civilizado, a pesar de mi cuerpo primitivo. Temía tocar íntimamente a aquellas mujeres sucias y plagadas de piojos. ¿Cómo podía explicarle esto a Yuri? ¿Cómo explicar que yo, que buscaba el secreto de la vida, temía a la vida?

Había una mujer Yelenalina, sin embargo, que parecía diferente a las demás. Se llamaba Kamalia, y era hermosa. Su pelo parecía menos lleno de grasa que el de sus primas y casi-hermanas; sus dientes eran blancos y no tan gastados. Después de que Yuri se fuera a la cama con Anala, se sentó conmigo junto al fuego. Me sonrió tímidamente, cubriéndose con la mano los sonrosados labios. Empezó a tirar de mis pieles, y yo encontré su denso olor casi agradable, incluso intoxicante. El fuego me calentaba la cara, y el aire estaba lleno de dulce humo y de la risa de Kamalia. De repente me sentí cansado de buscar, cansado de pensar, cansado de todo menos del contacto de las astutas manos de Kamalia. Mordisqueé su cuello (¡los devaki no practican el bárbaro arte de besarse, gracias a Dios!), y encontramos una choza vacía donde practicar el sexo. Copulamos hasta el agotamiento, y dormimos, y al despertar copulamos un poco más. Morí la pequeña muerte. Me sentía salvaje, puro e invulnerable. Copulé cuatro veces con ella durante el día que siguió, tratando de escapar del aburrimiento y del miedo a vivir. Copulé con ella, y fue algo bueno. Pero no fue suficiente, y busqué a su hermana menor, Pilaria, y copulé con ella también, y ella gritó y me arañó la espalda, y fue muy bueno, pero no lo suficiente para tranquilizarme. Tenía tanta hambre que comí más carne y me encontré en la cabaña de Arwe, donde induje a la tímida Tasarla al juego sexual. Más tarde, ese mismo día, (no me importaba qué día era), copulé con Mentina, que tarareó una pequeña tonada mientras masajeaba mi pecho y se mecía de un lado para otro ante mí, adelante y atrás, frotando y canturreando. Cuando Bardo se enteró de mi búsqueda privada por encontrar el olvido, difundió el rumor de que yo también era un gran cazador de mujeres y muy habilidoso con mi lanza, que era larga y gruesa, aunque no tan larga y gruesa como la suya propia (pero claro, en eso, ¿quién podía vencerle?). Copulé con mujeres cuyos nombres he olvidado o nunca llegué a aprender. Cada una era hermosa a su modo, incluso las bizcas Mentina y Lilith, con su olor a pescado y sus dientes saltones. Obtuve gran placer de ellas, pero no el suficiente, nunca el suficiente para silenciar el ruido dentro de mi cabeza.

En la tercera noche de esta orgía, temprano, durante un raro momento de sueño, Kamalia y yo fuimos despertados por los gritos y chillidos que resonaban en la choza situada junto a la nuestra. Escuché una larga y bárbara ronda de gemidos y risas y eructos, una obscena sinfonía de gritos irreprimidos de deleite.

—¡Diez! —exclamó una voz, y reconocí el profundo, tono de Bardo resonando bajo una cascada de agudas risas femeninas.

—¡Once! —oí más tarde—. ¡Doce y trece! —oí poco después, y suaves gemidos, las voces de mujeres diferentes—. ¡Catorce! —gritó Bardo, y advertí que estaba (estúpidamente) llevando la cuenta de sus cópulas. Cuando alcanzó el número «diecinueve», hacia el amanecer, temí que fuera a cambiar al lenguaje civilizado, porque, como he dicho, los alaloi no tienen números para cantidades superiores a veinte. (Pensé que sería ridículo que exclamara hela, o «muchos», después de cada mujer que fornicara). Kamalia y yo compartimos un trozo de carne de foca mientras esperábamos a que violara a su mujer número veinte.

En cambio, se produjo un largo silencio, roto cuando exclamó:

—Por Dios, ¿qué truco es éste? ¿Qué veneno? ¡No quiere bajar! —Me llamó por mi nombre, y noté pánico y desesperación en su voz. Le sonreí a Kamalia, me vestí rápidamente y entré en la cabaña de Bardo.

—¡Mallory —jadeó—, míralo, no quiere bajar!

Recorrió el centro de la choza, intranquilo, completamente desnudo. En uno de los lechos de nieve, dos mujeres medio cubiertas con pieles le observaban. Alzaron las manos, riendo y señalando su miembro enorme y rígido, que sobresalía bajo su vientre redondo como el pico de una tetera.

¡Bardo wos Tuwalanka! —dijo una de las mujeres, mientras extendía los brazos—. ¡Tuwalanka! —(Era cierto, Bardo tenía en efecto la «lanza» de un mamut. De hecho, su miembro era tan grande que cuando era más joven solía temer que la sangre necesaria para excitarlo tuviera que ser desviada de su cerebro, privándolo de oxígeno y dañando así el más precioso de sus órganos).

Les dije a las mujeres que se vistieran y las eché de la choza.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—No lo sé —respondió él. Agarró la vara de su miembro, poniéndolo en horizontal—. No se ablanda. Ah, no sé…, debe ser veneno, esto no me había pasado nunca antes.

—Simplemente te has sobreexcitado.

—No, no, Pequeño Amigo.

—Seis o siete mujeres en tres días han drogado tu cuerpo de sexo y adrenalina. —En realidad, también yo me sentía insaciable y prepotente…, ¿quién no, con tal sucesión de mujeres jóvenes ansiosas por excitar tu lanza?

—Once mujeres, y no creo que sea nada de eso. Siento las hormonas revolviéndose dentro. ¡Es veneno, por Dios!

Examiné su miembro a distancia. Advertí algo curioso. En la parte inferior de la vara, los pequeños y redondos tatuajes multicolores que marcaban su «lanza de mamut» no parecían estar colocados al azar. Los puntos rojos se retorcían entre los verdes y los azules, formando una pauta familiar. Me acerqué y me puse en cuclillas, mirando el feo parche de piel justo bajo el bulbo. Recordé los versos y los lenguajes muertos del libro de poemas del Guardián del Tiempo, y la pauta quedó clara: los puntos rojos formaban el antiguo pictograma japonés de la palabra «venganza». Mehtar, aquel astuto puntillista, había tatuado el miembro de Bardo con lo que obviamente creía que era un mensaje indescifrable. De modo que Mehtar recordaba a Bardo, después de todo. El taimado tallador se había vengado de Bardo por empujarlo en el hielo el día en que conocimos a Soli en el bar de los maestros pilotos. Probablemente había implantado hormonas de tiempo en la carne de Bardo, afligiéndole con una interminable tumescencia. Era algo cruel, un chiste desagradable. Era cruel, traicionero y preocupante, pero también, por alguna razón que no pude comprender del todo, jocosamente divertido.

—¿Qué ves? —me preguntó.

—No sé.

—No me mientas, Pequeño Amigo.

—Te pondrás bien.

—¡Mallory!

—No es nada, de verdad —le tranquilicé, y empecé a reírme.

—¡Dímelo, por Dios!

Me reí durante un rato, mientras su cara enrojecía y su miembro se endurecía aún más. Me reí hasta que se me saltaron las lágrimas; me reí tanto que empecé a hipar y a toser.

—Oh, eres cruel —dijo—. Eres un hombre despiadado.

Me calmé y le expliqué lo que pensaba que había hecho Mehtar.

—He oído hablar de esas cosas —dijo él—. ¡Ha alterado mi química, por Dios! ¡Me matan los venenos de las gónadas! ¿Venganza, dices? ¡Cuando regresemos a la Ciudad le enseñaré lo que es venganza! ¡Le cortaré el miembro y se lo clavaré en el cartel de su tienda, por Dios que lo haré!

—¡Shhh, baja la voz!

—¡Nadie puede oírme!

Pero obviamente alguien lo había hecho. O bien eso, o las dos mujeres habían difundido la noticia de su turgente estado por toda la cueva. Yuri y su hermano Wicent entraron en la choza y miraron a Bardo, asombrados.

—Oímos tus gritos —dijo Yuri. Nunca olvidaré la expresión indefensa de la cara de Bardo mientras Yuri examinaba su miembro y palpaba libremente su vara con sus grasientos dedos—. Quien te inició fue muy cuidadoso —dijo Yuri—. Un gran chamán hizo estas cicatrices, pero tenía una gran lanza con la que trabajar. Ciertamente, Bardo tiene una lanza de mamut; Seratha y Orna no exageraban.

Bardo se separó de él y empezó a ponerse sus pieles. Tenía la cara roja como una granada.

—Las mujeres sienten curiosidad por ver una lanza así —dijo Yuri—. ¿Y quién podría reprochárselo? —Se inclinó hacia Bardo, y habló con voz baja y confidencial—. Son demasiado curiosas, creo. No querremos que las mujeres casadas entren en tu cabaña para comprobar la grandeza de tu lanza, ¿no? Eso causaría revuelo. Debes satisfacer su curiosidad ahora, mientras están hartas de sexo y de lanzas de hombres. Lo que es visto y conocido a menudo crea menos deseo que lo oculto. Sal de la cabaña; Anala y Liluye esperan.

Bardo le miró y no se movió.

—Rápido, antes de que se te arrugue como un gusano.

Bardo me miró, mientras un despliegue de emociones cruzaba su rostro. Quien no lo conociera podría pensar que era demasiado modesto para descubrirse a las miradas de las mujeres. Pero no era un hombre modesto. Tenía miedo, pensé, de que Soli y nuestras mujeres vieran su miembro engordado y fueran así testigos de la humillante venganza de Mehtar. Sin embargo, parecía poco probable que nadie excepto yo, y posiblemente mi madre, hubiera estudiado japonés antiguo. Le hice un gesto tranquilizador con la cabeza. Debió comprenderme de algún modo, porque se encogió de hombros y dijo:

—Espero que no se desmayen al ver esto.

Salió de la choza. Con una piel de shagshay colocada a guisa de capa sobre sus enormes hombros, caminó casi desnudo entre las brillantes chozas, deteniéndose para posar y pavonearse delante del Viejo de la Cueva. Las mujeres devaki (debía haber unas cincuenta) le rodearon. (Tendría que añadir que también los hombres sentían curiosidad. Se asomaban tras los hombros de las mujeres, claramente envidiosos). Unas cuantas de las mujeres más fascinadas, Anala y la nerviosa Liluye entre ellas, señalaron y abrieron la boca y forcejearon unas con otras para agarrar su miembro, como para verificar palpablemente su tamaño. Un mar de brazos serpentinos se extendió ante él, tocando, acariciando. No obstante, la mayoría de las mujeres gimieron y sacudieron tristemente la cabeza y se retiraron. Bardo las ignoró. Desfiló haciendo movimientos obscenos con las caderas mientras anunciaba:

—¡Tuwa el mamut no tiene una lanza más grande! ¡Observad!

Y entonces recitó un poemita que era uno de sus favoritos:

La corta y delgada

tiene poco jugo;

es la larga y gruesa

la que hace el truco.

Muliya, que era la regordeta y bizca madre de Mentina, se rio y preguntó:

—¿Se acuesta una mujer con una bestia?

Anala se sacudió el pelo gris.

—Se supone que tienes que encender fuego dentro de una mujer, no matarla con tu lanza —dijo. Y todo el mundo, Bardo incluido, se echó a reír.

—Ah, hace frío —se quejó mi amigo, mientras desfilaba con las manos en las caderas.

—Tanto frío que tienes la lanza congelada —gritó alguien.

Esto pareció recordarle a Bardo lo serio de su situación,

—Ah, sí…, congelada. Lástima. —Me hizo un guiño, tembló, y regresó a la choza para vestirse.

Los hombres y mujeres bromearon durante un rato y volvieron a comer y dormir. Yuri me cogió por el brazo.

—Bardo es un hombre extraño —dijo—. Todos vosotros, los hombres de los hielos del sur, los hijos de Senwe, sois extraños. Valientes y fuertes, pero extraños.

No dije nada porque me preocupaba que los obscenos ademanes de Bardo, y tal vez mis propias estúpidas inhibiciones, le hubieran hecho sospechar de nuestros orígenes civilizados. Pero él siguió hablando, y quedó claro que Bardo y yo no éramos los únicos a los que consideraba extraños.

—Soli también es un hombre extraño. Nunca he visto a nadie con tan poca alegría de vivir. Ama a Justine como el sol ama al mundo, pero cuando descubre que ella no puede reflejar todo su esplendor, se vuelve frío como una estrella. Olvida que un amor así es el desesperanzado intento del alma por escapar a su propia soledad. Extraño. Y tú, Mallory, el más extraño de todos…, has matado a tu propio doffel. ¿Qué extrañeza saldrá de todo esto? —Me miró con su profundo ojo único, claramente preocupado—. No lo sé. No lo sé.

Miré por encima de su hombro las chozas de los Manwelina. Mientras él hablaba, Liam salió de la choza más cercana. Se peinó el largo pelo rubio y se dirigió al lugar donde estaba la carne, cogió un hacha y cortó un gran trozo de carne de foca. Momentos más tarde, Katharine salió de espaldas de la entrada en forma de túnel de la choza. Se puso en pie y le sonrió de una manera que me hizo querer aplastar piedras con los dientes. Comenzó a caminar hacia las hogueras de la entrada. Me escondí a la sombra del Viejo de la Cueva para que no pudiera verme. Miré rápidamente a Yuri.

—Yo tampoco lo sé —dije—. No lo sé.

* * *

Seguí a Katharine hasta nuestra choza. No quería que pensara que era un espía, así que esperé un rato fuera antes de entrar. Tan silenciosamente como pude, me arrastré a través del oscuro y helado túnel. Cuando llegué a la cámara principal, la hoguera estaba encendida y el interior bañado en un mar de luz dorada. Soli había salido, probablemente a dar de comer a los perros o a esquiar por el bosque, cosa que le gustaba hacer al amanecer. No sé dónde podía encontrarse Justine. Pegué el vientre a la nieve y observé. Katharine estaba arrodillada sobre su lecho de nieve, contemplando las blancas paredes curvas como si buscara defectos. Alzó la piel tendida sobre el borde de la cama, dejando al descubierto la nieve densa y desnuda. Empezó a cavar. El silencio era tan grande que pude oír su profunda respiración por encima del ruido que hacían sus dedos al apartar terrones de nieve. En poco tiempo había excavado un agujero de tal vez cinco centímetros de profundidad. Echó la cabeza hacia atrás (a pesar de mis celos, no pude dejar de pensar en lo hermosa que era), y miró una vez más a su alrededor antes de meter la mano en su cripta secreta. Una a una, sacó cinco esferas krydda, cada una de un verde translúcido y ligeramente más pequeñas que un huevo de somorgujo de las nieves. Abrió con cuidado la primera esfera, sacó un rizo de pelo rubio del bolsillo interior de sus pieles, lo convirtió en una bolita dorada y lo metió en la esfera. Ejecutó un procedimiento similar con las otras esferas, almacenando en ella recortes de uñas, un diente de un niño y, sorprendentemente, el dedo chico del pie de Jinje, amputado y ennegrecido, pues la carne se le había gangrenado después de que el pie se descongelara. No pude ver con claridad lo último que hizo, porque estaba agachada dándome la espalda. Se metió la mano bajo las pieles y sacó algo. Supuse que era un supositorio vaginal, lleno sin duda del semen de Liam. Creo que lo vació en la última esfera. Cuando terminó esta tarea privada, volvió a guardar las esferas y cerró el agujero bajo su cama.

Yo estaba tan furioso que olvidé que se suponía que no estaba espiándola. Me levanté.

—Espero que tengas ya muestras suficientes —dije.

Dio un brinco; todo su cuerpo se contrajo como lo hacía a veces de noche, cuando yacía junto a mí en ese estado flotante de la consciencia antes del sueño.

—Oh. No sabía que estabas… —Tapó su tarea con la piel y se sentó sobre la cama. Se metió las manos bajo los brazos cruzados, para calentarlas.

Quise coger sus frías manos entre las mías, dejar que el sonrojo y el calor fluyeran en ellas. Pero estaba furioso.

—¿Cuántas muestras tienes? —pregunté.

—No estoy segura.

—Has tenido tres días para merodear por la cueva. ¿Cuánto tiempo más crees que necesitarás?

Originalmente, habíamos planeado tomar al menos veinte muestras de células plasmáticas y tejidos de los devaki, cinco de cada una de las cuatro familias. Según el maestro imprimátur, eso debería contener una expresión suficiente de los cromosomas de la tribu.

—No estoy segura —repitió Katharine.

—¿Por qué no contamos las muestras, entonces?

—¿Por qué estás siempre tan obsesionado con los números?

—Soy matemático.

Ella se frotó las manos desnudas y sopló sobre ellas. El aire estaba cargado con su respiración.

—Lo que quieres preguntar es con cuántos hombres he estado…, no los suficientes, ¿ves? —Y, entonces, aquel enfurecedor dicho de los scrytas—: Lo que sucederá ha sucedido; lo que ha sido será. —Flexionó los dedos entrelazados—. No soy Bardo; no he contado mis…

—¿Cuántos? —pregunté.

Me miró directamente.

—Sería cruel por mi parte decírtelo.

—¿Cuántos hombres? ¿Siete? ¿Ocho? La orgía bárbara ha durado tres días.

—Menos de los que podrías pensar. No me gustan tanto los hombres como a Bardo y a ti las mujeres.

Crucé el espacio que nos separaba y le agarré las manos.

—¿Dos? ¿Tres? No he podido encontrarte durante días. ¿Cuántos?

Ella sonrió tristemente mientras yo sujetaba sus manos.

—Sólo ha habido un hombre, ¿no lo ves?

Lo vi. De inmediato las odiosas imágenes de Liam y ella desnudos juntos se desencadenaron en mi mente. Traté de pensar en otras cosas, pero no pude. Mi hermosa Katharine tendida bajo él, apretándole los glúteos con las manos…, esta imagen me quemaba. Era una imagen obscena, como los lujuriosos y pintorescos frescos que se agitan bajo la pálida piel de las prostitutas del Sector Extremo. Apreté los dientes.

—¿Has pasado todo el tiempo con Liam? —pregunté—. ¿Por qué?

—Es mejor que no te lo diga. Sería cruel por mi parte decir…

Era estúpido insistir en que me lo dijera, pero ese día fui estúpido, así que repetí:

—¿Por qué?

Ella se zafó de mí.

—Liam…, es diferente a los demás hombres, diferente a los hombres civilizados.

—Los hombres son hombres —respondí, frotándome la nariz. Pensé furiosamente—. ¿Diferente cómo?

—Cuando estoy…, cuando está…, cuando estamos juntos, no piensa en enfermedades o en los otros hombres con los que he estado, o en las consecuencias de…, no está pensando siempre, ¿no lo ves? ¿Sabes cómo es estar con alguien que existe en ese momento solamente contigo? ¿Solamente para ti?

—No —confesé—, ¿cómo es?

—Éxtasis —dijo.

Guardé silencio y la miré a los ojos.

—Éxtasis —repetí. Estaba tan enfermo de celos que las venas del cuello me dolieron.

Éxtasis. Cerré los ojos y pude ver demasiado claramente el éxtasis de Katharine. La vi con los ojos fuertemente cerrados, la cabeza echada hacia atrás, perdida en el placer. Perversamente, mis celos empezaron a cambiar a deseo incluso mientras mi furia daba paso al rápido atropello de la lujuria. Sentí presión por todo el cuerpo, la pesadez de la sangre redoblada. A pesar de la excitación de los tres últimos días, o tal vez a causa de eso mismo, sentí ansias de copular con ella; me moría por copular con ella. Me encontré susurrándole disculpas al oído mientras mi mano se perdía en la seda cruda de su pelo. Bárbaramente, besé su cuello. Y, mientras tanto, (incluso mientras le quitaba las pieles), ella me miró con los ojos a la vez abiertos y ciegos. Asintió súbitamente, como si hubiera visto una imagen vívida y clara de sí misma. Apretó las palmas contra mis mejillas.

—¡Es… tan… peligroso! —dijo lentamente. Pero a mí no me importaba el peligro; temblaba con la necesidad de actuar y hacer, y por eso me quité las pieles y empecé a acariciarla—. No ves… —murmuró ella—, no…

Se tendió de espaldas contra la cama, y como una puta del Sector Extremo, pasó los brazos por encima de su cabeza y abrió los muslos para revelar la oscura mata de pelo entre sus piernas. Los tendones se tensaron bajo su piel. Olía a sexo.

—Mallory —dijo, y apoyé mis rodillas sobre las suyas, y no me importó oír sonidos ante la choza; no me importó en absoluto.

¿Cómo puedo explicar este misterioso impulso que nos abrumaba cada vez que estábamos solos? Solíamos bromear con que, aunque a menudo no nos gustábamos el uno al otro, las células de su cuerpo amaban las células del mío. Me gusta pensar que fue amor lo que nos impulsó aquel día en la choza. Fornicamos rápidamente, como animales, y fue una cópula sin gracia, pero llena de éxtasis. Contrariamente a la mayoría de las mujeres, Katharine era rápida y fácil de excitar. Sin embargo, una vez su sangre se calentaba, le gustaba extender su placer durante horas, saboreando cada momento uno a uno. Esto me molestaba con frecuencia porque yo siempre ansiaba finalizar, llegar a ese momento cegador en que nuestro éxtasis llegaba a un clímax y moríamos juntos la pequeña muerte. Yo ansiaba llegar al éxtasis, y sólo teníamos unos pocos instantes, así que nos frotamos furiosamente, al compás, empujando y jadeando y sudando. Sus tobillos se clavaron en mis piernas mientras me urgía a continuar y continuar. Debí de apartar las viejas pieles que cubrían el suelo, porque sentí mis dedos desnudos clavarse en la nieve. Me moría por acabar, y me moví más y más rápido, gimiendo como una bestia.

—No, espera —dijo ella, y abrí los ojos, y ella abrió los suyos, mirándose a sí misma a través de mí, en su interior cristalino y luminoso donde podía ver su propio placer como un voyeur contempla a una pareja copulando a través de una rendija en una pared de hielo. Pero yo me moría y no podía pensar en esperar; no podía pensar en nada. Jadeé al sentirme caliente y vivo en su interior, mientras ardientes gotas de vida me abandonaron entre espasmos. Jadeamos juntos demasiado fuerte y durante demasiado tiempo, pero no me importó.

Después, ella permaneció tendida inmóvil durante largo rato, aferrada a mi nuca, abriendo y cerrando los dedos. Parecía a la vez triste y divertida; su cara estaba llena de resignación y ansiedad, pero también de felicidad.

—Oh, Mallory —dijo—, pobre Mallory. —Me pregunté si lo que habíamos hecho había sucedido contra su voluntad, pero entonces recordé que era una scryta que negaba su voluntad individual—. Todo es tan intenso para ti, ¿verdad?

Cuando se llevó las manos a los ojos y se estremeció con lágrimas y risa a la vez, advertí que nunca podría comprenderla.

Se separó de mí y se puso en pie para vestirse. Se volvió hacia mí y me susurró su susurro de scryta;

—Cómo amé el recuerdo del último tú; cómo lo haré siempre.

Entonces huyó de la choza, dejándome para que renovara las llamas de la hoguera, que habían ardido demasiado y eran de un amarillo pálido y tenue.