¿Vivir? Nuestros criados pueden hacerlo por nosotros.
—De Axel, de Villiers de L’Isle Adam, Fabulista del Siglo de la Máquina.
Los devaki dicen que las cataratas de fuego son el espectáculo más hermoso del mundo. Es una pared de luz creada por la excitación y la descarga de los átomos de oxígeno en la atmósfera. (Los devaki, naturalmente, no saben esto. Creen que el fuego pálido y fantasmal se debe a los espíritus de sus antepasados. A veces silban a las frías luces, esperando acercarlas). En algunas noches del invierno profundo las cataratas de fuego flotan en el cielo como una luminosa cortina verde y rosa. Tienen una belleza delicada, casi de otro mundo. Pero hay bellezas y bellezas. Los devaki tienen dos palabras para describir la belleza: shona, que emplean para describir las puestas de sol y las montañas y los árboles cubiertos de nieve, y halla, que tiene un significado completamente distinto. En esencia, una cosa (o suceso) es halla si está en armonía con la naturaleza, más exactamente, si «ve la intención del alma-mundo». Así, para los devaki es halla no matar a mamuts enfermos, igual que es halla morir en el momento adecuado. Casi cualquier cosa puede ser halla. Una lanza, si está equilibrada y bien hecha, es también halla. Los devaki han llegado a llamar halla a muchas cosas que en principio no parecen poseer belleza de ningún tipo. Siendo humanos, a veces confunden la intención del alma-mundo con sus deseos más básicos. Aunque el cadáver devorado de una foca es la más fea visión que existe, he oído a Yuri declararla halla. ¿No alimenta una sola foca a toda la familia Manwelina durante tres días? Y, ¿no es la intención del alma-mundo que los devaki se nutran y sobrevivan? Así, una foca destripada es halla, y diez focas tendidas sobre los trineos de los cazadores en su regreso son hallahalla, porque en realidad nada es más hermoso para los devaki que la visión de carne fresca. La noche de nuestra afortunada caza descargamos nuestros trineos cerca de las hogueras de la entrada, y toda la cueva se vació de mujeres, hombres y niños, que tocaron las focas y gritaron: «¡Losna halla! ¡Li pela Nunki losna-nu hallahalla!».
Sólo una mujer vieja llamada Lorelei advirtió las cataratas de fuego titilando al norte.
—Loshisha shona —dijo, mirando a las luces, que esa noche eran como una evanescente túnica escarlata—. Lo morisha wi shona gelstei.
Mientras repartíamos las hermosas focas, Yuri se me acercó.
—Debo encontrar a alguien que lleve una ofrenda de carne al Viejo de la Cueva.
Escruté la cueva, con el colmillo de lava casi perdido entre las sombras. Me sentía confuso, porque creía que los devaki no hacían ofrendas a ídolos o a formaciones naturales de roca que hubieran adquirido accidentalmente la forma de un viejo.
—No comprendo —dije.
Se frotó la frente con los dedos ensangrentados.
—Hay uno de los devaki que vive solo en una cámara dentro de la cueva. Es tu casi-tío abuelo, y debo pedirte, ya que mataste a la primera foca y es tu privilegio, que le hagas el honor.
—¿Por qué vive solo?
—Vive solo —respondió Yuri— porque cometió un gran crimen hace mucho tiempo, y nadie desea vivir con él. Es el otro «Viejo de la Cueva».
—¿Mató a alguien? —pregunté.
—No, es peor que eso. Vivió cuando debía de haber muerto. Cuando le llegó la hora de hacer el gran viaje, su padre se llenó del espíritu del volcán y le salvó de la muerte-por-el-hielo. Y, ¿no se dice que muchos tratan de morir demasiado tarde pero pocos demasiado pronto? ¿No estamos obligados a morir en el momento adecuado? Bien, este hombre no murió en el momento adecuado. Nació siendo un marasika sin piernas, y cuando la matrona trató de aliviarlo, su padre la golpeó y robó a su hijo de vuelta a la vida.
La historia de Yuri parecía dolorosamente familiar. Traté de ignorar los gritos de toda la gente feliz que pateaba la nieve y se congregaba en torno a la carne.
—¿Cuál es el nombre de ese hombre? —pregunté.
Se cubrió los ojos con sus manos plagadas de cicatrices.
—Su nombre es Shanidar, hijo de Goshevan. Goshevan, que mató a mi abuelo, Lokni, por intentar impedir su crimen. Goshevan vino a vivir con los devaki, pero cuando su hijo nació sin piernas, robó a Shanidar y lo llevó por los hielos orientales hasta la Ciudad Irreal, donde los hombres-sombra le hicieron piernas nuevas. Y, cuando Shanidar creció para convertirse en hombre, regresó y dijo: «Soy Shanidar, y he venido a vivir con mi gente». Pero todos sabían que era demasiado tarde para que viviera, y por eso mi padre, Nuri, le dijo que podía pasar el resto de sus días en la cámara al fondo de la cueva.
Entramos en la cueva y él señaló una larga grieta oscura en su pared, tras las cabañas de la familia Sharailina. Supuse que era un respiradero lateral que conducía a la cámara de Shanidar.
—Ahora es un viejo que no puede cazar su propia carne —dijo Yuri, parpadeando con su ojo único—. Y, ¿quién puede reprochárselo? Ese pobre hombre llamado Shanidar está un poco loco por el infierno de la muerte-viviente.
Asentí, como si todo tuviera sentido.
—Hay que llevarle carne a Shanidar para que no cometa el doble crimen de morir demasiado pronto.
Asentí, indicando que así era.
—Shanidar escuchará ansioso la historia de vuestro viaje por los hielos del sur, porque él mismo hizo un largo viaje.
Asentí, muy despacio.
—¿No hay nadie más que le lleve la comida? —pregunté. No quería ver a aquel viejo que había conocido los talleres de los talladores (y otras cosas) de la Ciudad.
Yuri suspiró.
—El honor cae normalmente sobre Choclo. Pero esta noche debo pedírtelo a ti: ¿quieres llevar a Shanidar su porción de esta hermosa carne?
Traté de mirar a través del conducto hacia la cámara de Shanidar, pero no vi nada más que negrura.
—Sí —dije—, llevaré a Shanidar su carne.
Apilé algunos trozos de carne y los envolví en una piel. Escalé el conducto lateral de la cueva, y tropecé con los bloques de piedra que se proyectaban del negro suelo empinado. Las paredes eran frías y se cerraban a mi alrededor. Mi cabeza chocó contra una hoja de roca y solté una maldición. Por delante y por encima de mí había un leve brillo amarillo, como una llama fría iluminando una distante ventana. En alguna parte goteaba agua; el plip-plop era demasiado fuerte, y estaba muy cerca. Olí la roca mojada, y un aroma dulzón y enfermante que hizo que me atragantara. De las paredes de roca que me rodeaban reverberó un gemido que estaba lleno de ironía y pena, pesar y dolor a la vez. Ocasionalmente, el gemido se convertía en un agudo aullido y luego se suavizaba a un gorgoteo. Ascendí hacia aquel quejido demente y lastimero, temiendo lo que encontraría. Me extrañaba que el fabuloso Shanidar estuviera vivo todavía. Debía ser muy viejo, pensé, muy viejo.
Pero ¿qué puede comprender un joven de la vejez? ¿Cómo comprender los dolores y miedos, la nostalgia hacia los días de juventud? Aunque yo había estado entre muchos hombres viejos (Soli y el atemporal Guardián del Tiempo me vinieron inmediatamente a la cabeza), su vejez había sido transmutada por las artes de la civilización; eran almas viejas devueltas a carne joven y vital, hombres que habían saboreado poco de la decrepitud o la indefensión. Y yo, también, era un hombre civilizado…, no sentía ningún deseo de conocer la lenta muerte de los miembros temblorosos, la gangrena y los súbitos lapsos de memoria.
Nunca antes había visto a un hombre tan viejo.
Estaba sentado, con las piernas cruzadas, en medio de una cámara de piedra tan pequeña que dos hombres habrían tenido problemas para tenderse en ella. Ante él ardía una pequeña hoguera que enviaba nubes de humo hacia una rendija en el techo. Pude verle claramente, con sus frágiles dedos huesudos tendidos hacia el fuego, mientras me observaba aproximarme.
—Mallory Matafocas —dijo. Me sonrió amablemente, pero no tenía dientes—. Ni luria, ni luria. Yo soy Shanidar.
—Ni luria —respondí, y dejé caer la carne en una roca junto al fuego—. ¿Cómo sabías mi nombre?
—Choclo, mi pequeño casi-nieto, me visita a menudo, ¿sabes? Ayer por la mañana, antes de la caza, me dijo que habían venido hombres a través del hielo. Eso me contó. Naturalmente, le gusta oír relatos de la Ciudad Irreal, aunque no me cree cuando le digo que los hombres-sombra construyen barcos que navegan entre las estrellas. ¿Quién podría creer una cosa así, hmmm? Sin embargo, es cierto. Lo he visto con mis ojos.
Se tocó cuidadosamente las sienes y volvió a sonreír. La piel alrededor de sus ojos era pesada y abotagada, y le caía tanto que parecía soñoliento. Los ojos en sí eran de un azul indeterminado y lechoso, llenos de cataratas… No creo que pudiera haber apreciado las líneas plateadas de una naveluz con aquellos ojos, aunque tal vez aún eran sensibles a los ritmos de luz y oscuridad. Era un hombre muy, muy viejo, cuya gastada mandíbula inferior se reunía con la superior sin la interferencia de los dientes. El efecto de esta mutilación cortaba su cara de tal manera que su barbilla casi tocaba su nariz. Era algo feo. Advertí que la piel de sus mejillas colgaba de los huesos de su cara en hojas blancas, sueltas y arrugadas; su piel era delgada y delicada, y entretejida con una maraña de capilares rotos. No me gustaba mirarle, pero la pura grandeza de su fealdad me hacía observarle pese a todo.
Vio de inmediato (si «ver» es la palabra adecuada), detectó mi horror y mi fascinación.
—Los hombres-sombra de la Ciudad Irreal atrapan sus espíritus dentro de carne joven, ¿sabes?, ¿sabes?, y por eso sus ánimas son muy viejas cuando hacen su viaje al otro lado del día. ¿Me trajiste carne? Lo siento: demasiado viejo, ya sabes. Se dice que hay una isla desierta al otro lado donde los espíritus aúllan de rabia porque son tan viejos, viejos, viejos, viejos, viejos, que han engañado a su iluminación. Es carne de foca, ¿verdad? No serán redimidos por el tiempo, naturalmente que lo sabes…, escucha, debo interrumpirme a menudo porque temo que si no lo hago entonces olvidaré algo importante…, no serán redimidos, así que deambularán por su isla sin vida atrapados en el eterno momento-entonces. La pena…, ése es el auténtico infierno. Debemos envejecer, y debemos morir en el momento adecuado. Ésa es la clave, ¿lo sabías? La carne de foca está llena de vida, ¿hmmm? ¿Quieres ser tan amable de cortarme un trozo de morro?
Hice lo que me pedía, y él se metió el trozo de grasa en la boca, No me gustaba que hablara de la Ciudad Irreal, y por eso repetí el escéptico (y sabio) dicho de los devaki:
—Tuve el sueño de que los hombres-sombra viven en una ciudad bajo la bruma plateada del amanecer, irreal, irreal. Tuve una pesadilla y cuando me desperté la ciudad había desaparecido, irreal, irreal.
Comió otro trozo de morro mientras miraba en mi dirección con sus ojos nublados.
—Está buena —dijo—. ¿Quieres cortarme más carne? Corta los trozos pequeños, tengo que tragarlos enteros. Es buena carne…, ¿sabías que la carne de la Ciudad Irreal crece en estanques? Lo he visto con mis ojos. Pero esta carne sabe mejor…, ten cuidado, ya sabes, corta los trozos más pequeños o me ahogaré. —Se rio—. Y ésa sería una forma indigna de marcharse, ya sabes, ahogarse con la garganta llena de carne de foca. Naturalmente, hay algunos que te dirán que debería haberme ido hace mucho tiempo, cuando nací sin piernas. Pero mi padre tuvo un sueño y me llevó a la Ciudad Irreal, que he visto con mis propios ojos. Mi padre, a quien yo amaba, tuvo un sueño.
Mientras farfullaba sobre el sueño de su padre de escapar a la pesadilla de la civilización, yo corté trocitos de carne de foca y observé la cámara. Me sorprendí al ver que las paredes ajadas y agrietadas estaban cubiertas de pinturas. No sabía cómo había podido adquirir los pigmentos verde, rosa y magenta para colorear sus pinturas. En una pared, los tonos plateados, rojos y púrpura fluían juntos en una brillante fusión de colores. Tuve la impresión de que había intentado captar una visión de su Ciudad Irreal. Era un trabajo hermoso, aunque poco elegante. Las pinturas de la otra pared eran bastante diferentes: estaban llenas de ocre, verde oscuro y rojizo. La luz de la cámara era pobre, pero vi que Shanidar había salpicado manchones rojos por todas partes, al parecer al azar. Podrían haber sido cualquier cosa: los ojos de un depredador asomando tras una cortina moteada de vegetación, o gigantes rojas expandiéndose y convirtiéndose en novas, o manchas de sangre. Las manchas (realmente, todo el resto de las pinturas), eran muy perturbadoras. Él debió darse cuenta de lo que yo estaba mirando, porque me preguntó:
—¿Ves mis glorias? ¿Ves? ¿Ves?
Vi que aquel viejo no era ni completamente civilizado ni salvaje. Pensé que sus pinturas eran espejos de los terrores del mundo primitivo y las (para él) maravillas de la civilización. Aquí, en una oscura grieta del suelo, vivía aparte de los otros hombres, un paria que no tenía hogar (yo no consideraba que esta cámara apestosa, con sus pieles empapadas de orina y las pilas cónicas de mierda amontonada, fuera un hogar). Sentí lástima por él, pero, mientras conversamos, comprendí que él sentía poca lástima por sí mismo.
—¡Cómo me gusta el sabor de la carne de foca! —exclamó—. Era mejor, ¿sabes?, cuando tenía dientes para liberar los jugos, pero sigue siendo muy buena. Mallory Matafocas…, se dice que Nunki es tu doffel y le mataste, ¿es cierto?
—Yuri cree que la foca es mi doffel.
—Se dice que es un hombre sabio.
—Mi abuelo me dijo que Ayeye, el talo, es mi doffel.
—¿Y quién fue tu abuelo?
Recité mi falso linaje.
—Cuando yo era niño, no tuve ningún abuelo que nombrara mi doffel —me confió—. Así que tuve que descubrirlo por mi cuenta. ¿Podrías cortarme más carne, hmmm? Corta los trozos pequeños, ya sabes. Así liberarás más jugo. ¡Ah, qué bueno! Qué sabor…, me encanta el sabor de Nunki, ¿a quién no?
—¿Quieres un poco más de morro?
—Cuando era joven, crucé los hielos desde la Ciudad Irreal…, sí, el morro está bueno, ¿hmmm? Crucé los hielos. ¿Por qué recuerdo cada grieta y tormenta de nieve de ese viaje y no puedo recordar el nacimiento del joven Choclo, que sucedió hace sólo trece inviernos? ¿O son doce? Pero recuerdo a mi doffel. —Sonrió y me miró, expectante.
—¿Y cuál es tu doffel, entonces?
Le corté un trozo de carne y se la di. Se la metió en la boca y la tragó.
—He vivido mucho. No hay nada como el sabor de la carne de foca, ¿verdad? He vivido solo y apartado, pero he vivido una vida rica, ningún hombre es más rico. A veces un hombre debe vivir aparte de sus hermanos, fuera de la cueva de su familia. Entonces es una vida dura, ya sabes, pero rica y hermosa, porque vivir aparte es como ser una montaña sobre colinas, como ser un dios entre hombres. ¡Las glorias! En la cima de la montaña hay soledad y terror, pero también hay glorias. ¡La caída es terrible, pero la vista, oh, la gloriosa vista! Y, si sabes esto, ¿por qué escuchas a un viejo? Porque eres amable… Mallory el Amable te llamaré. Será nuestro secreto, ¿sabes? ¿Quieres cortarme un poco más de esta deliciosa carne de foca? Es deliciosa, ¿verdad?, esta carne de Nunki que es mi doffel también. ¿Te lo dijo Yuri? Cuando era más joven, maté una vez una foca sólo para ver si podía. Yuri pensó que tendría miedo, pero la maté igualmente.
Le corté tajadas de carne, mientras me preguntaba cómo podía escapar de aquel sitio sin ofenderle. No quería reconocer que la foca fuera mi doffel. Odiaba que pudiera haber una correspondencia de ningún tipo entre nosotros. No quería compartir la infamia de haber matado a nuestro doffel mutuo, ni deseaba la solitaria igualdad de hombres que deben permanecer apartados de otros hombres. Lo que quería, simplemente, era descubrir el secreto de la vida para poder vivirla más completamente en compañía de otros hombres y mujeres.
El Viejo de la Cueva comía mientras esperaba mi respuesta. Se metía la carne en la boca sin dientes y la tragaba sin masticar. Consumió tanta carne que pensé que su viejo vientre arrugado estallaría. Mientras le observaba, su piel adquirió un feo tono amarillento, como si su bilis le estuviera envenenando. Empezó a toser. Su estómago rugió, y se pedorreó tan fuerte que incluso Bardo se habría impresionado.
—Es demasiado, ¿sabes? Oh, el dolor, corta como hielo a través de mis entrañas. —Se inclinó hacia delante, apoyándose en manos y rodillas, jadeando, tratando de ponerse en pie—. Un hombre no debería comer su carne como un perro. Ayúdame.
Le ayudé a incorporarse. Odié tocarle; odié la fragilidad de sus finos huesos, como de pájaro, el obsceno contacto de la joroba entre sus hombros allá donde la espina dorsal se había resquebrajado y doblado con la edad. Abrió los labios para darme las gracias, y no pude dejar de mirarle la boca. Era un horror. La lengua estaba hinchada y ennegrecida, y sus encías sangraban, cubiertas de llagas. El hedor no se parecía a nada que yo hubiera olido antes. Se tambaleó hasta el final de la cámara, donde vomitó con cuidado sobre las pilas de excrementos. Cuando regresó junto al fuego, su piel parecía blanca, casi translúcida, como el hielo de un glaciar. Cogió mi brazo con sus frías manos marchitas.
—La carne de Nunki es buena, pero está dura, ¿sabes? Oh, creo que sonríes porque aún tienes todos tus dientes. Son fuertes, ¿no, hmmm? ¿Serías tan amable de masticar mi carne por mí con tus fuertes dientes?
Yo no quería hacerlo. Estaba lleno de carne; la idea de masticar más carne me ponía enfermo.
—Choclo a veces me mastica la carne, ¿sabes? Es un muchacho muy amable.
Yo no podía soportar verle meterse en la boca un trozo de carne mojado con mi saliva.
—No puedo —dije.
—Por favor, Mallory, tengo hambre.
Maldije en silencio y mordí un pedazo de carne. Lo mastiqué a conciencia. Mientras me escupía sobre la mano la masa marrón rojiza, él dijo:
—¿Sabes? Yo solía masticarle la carne a mi padre cuando era viejo. —Me cogió de la mano los trozos de carne y los engulló—. Está buena, muy buena, Pero no tienes que masticarla tanto. Si no tienes cuidado, le quitarás todo el jugo, y la carne está mejor cuando es jugosa, ¿hmmm?
Palpó la carne que yo le había traído, y se cubrió las manos de grasa de foca. Se frotó la cara y luego regresó a sus exploraciones.
—¿Qué es esto? —exclamó—. Bajo las costillas…, ¡parece hígado!
—Sí, te he traído un poco de hígado —le dije—. Pensé que te gustaría.
—Pero no puedo comer hígado, ¿no lo sabes?
—¿Es demasiado bueno?
—Es demasiado bueno y por eso no puedo comerlo. Yuri dice que el hígado debe reservarse para los cazadores y las mujeres preñadas. Y a veces para los niños. Necesitan su riqueza más que yo, ¿sabes?
—Es sólo un poco de hígado. ¿Te negaría Yuri que lo probaras siquiera?
—Escucha, me negaría más que eso, por supuesto. Antes de que vinieras, no había comido mucho durante doce días. Cuando los tiempos son duros, ya sabes…, bueno, soy viejo, y los niños deben comer, ¿hmmm?
Yo conocía esta cruel costumbre de los alaloi, y sin pensarlo dije:
—Los niños deben comer, de acuerdo, pero está mal que la familia de un hombre le haga pasar hambre.
En realidad, no pensaba que fuera malo que los viejos murieran para que los jóvenes pudieran vivir. Pero los alaloi tenían que vivir tan pegados a la vida (y a la muerte) que aquello, pensé, era de algún modo maligno.
—El mal, hmmm… ¿quieres cortarme un trozo de hígado, por favor? —Contempló el fuego durante largo rato, tironeándose de la piel floja de la garganta. Dedos de luz anaranjada juguetearon sobre su cara grasienta. Con su cuello flaco y su boca hundida y sin dientes abriéndose y cerrándose en anticipación a su postre, parecía un sonriente pájaro infernal—. ¿Qué es el mal, hmmm? ¿Qué es el bien? ¿Lo sabes tú?
Se dio la vuelta y se tendió en una pila de despojos putrefactos y viejos huesos. Gruñó, se giró hacia mí, y alzó un trozo de carne de algún órgano inidentificable.
—Éste es el estómago de Ayeye, el talo que vuela en el cielo… ¿Sabías que Yuri me odia porque una vez liberé a un joven talo de una de sus trampas?… El talo vuela sobre las montañas; y es malo comer a Ayeye, pero Yuri quería al talo para la iniciación de Liam, no para comerlo. Pero yo liberé al pájaro de todas formas porque sentí lástima por él, ¿sabes? Claro que lo habría liberado aunque Yuri hubiera tenido hambre y quisiera comérselo, porque está mal comer… ¿Ves el estómago de este talo que Choclo me ha traído, que mi hambriento pueblo ha comido?
—Lo veo —dije—. Apártalo, apesta.
Metió su pálido dedo torcido a través de la abertura inferior del estómago. Como alguien que se pone un guante, él se colocó el brillante músculo en la mano hasta que el dedo emergió por la abertura superior. Encogió el dedo.
—¿Crees que la muerte es mala? —preguntó—. ¿Sabes? Somos gusanos en la panza de Dios, y por eso sólo percibimos dos de los atributos de Dios, ¿hmmm? Como un gusano —y una vez más retorció el dedo dentro del vientre del pájaro—, una parte de nosotros mira a través de la garganta y la boca de Dios hacia la luz, y lo llamamos bien (¿sabías que el doffel de Yuri es el talo?), miramos a la luz de la vida y la llamamos bien, mientras nuestra otra parte se arrastra hacia las entrañas de Dios, a la oscuridad, la mierda y el mal. ¿Sabes? La mayor parte de la gente, atrapada como está en el estómago de Dios, tiende a ver sólo esos dos atributos, pero hay muchos más por encima de nuestra comprensión. ¿Quieres por favor cortarme otro trozo de hígado?
Obedecí.
—Intenta comerlo despacio —le dije—. O lo echarás a perder, y eso estaría mal.
—Gracias. Está bueno, ¿hmmm? Es bueno para un viejo comer el tierno hígado de la foca, pero no tan bueno para Nunki, ¿hmmm? Si Nunki pudiera hablar, ¿no diría que está mal que tenga que marcharse al otro lado mientras es aún tan joven y tan lleno de vida? Pero ¿qué puede saber un animal? ¿Qué sabe un hombre? Escucha, al pequeño Choclo le gusta hablar conmigo…, ¿te canto la canción que le enseñé?… Habla de lo que ve, ¿sabes?, y dijo que Mallory Matafocas mira a su hermana Katharine como Liam la mira. Y eso no está bien, dice, está mal, pero ¿qué puede saber él? Cree que distingue el bien del mal, por supuesto, pero no le dije que algunos hombres, hombres que están apartados en lo alto de las montañas, algunos hombres pueden imaginar lo que es dejar la panza y ver todo el cuerpo de Dios. Yo mismo lo he visto una o dos veces. Es una cosa poderosa, ¿sabes?, con un pico dorado y alas plateadas que se extienden por todo el universo hasta que las puntas tocan los extremos más lejanos. Oí su grito una o dos veces siendo niño, por eso puedo decirte la cosa más profunda que sé: la naturaleza de Dios está más allá del bien o del mal.
Sonreí mientras cortaba trocitos gelatinosos de hígado. Recordé que los alaloi creían que Dios es un talo tan grande que puede devorar el mundo tan fácilmente como un somorgujo se traga una mora; creen que Dios y el universo son uno. Mastiqué rápidamente y escupí en la mano una bola púrpura de hígado. Como dudaba que ningún hombre pudiera conocer la auténtica naturaleza de Dios, fuera un talo o una bola de luz o un sistema definitivo para descubrir las estructuras infinitas del multipliegue (como creen algunos pilotos), como dudaba de muchas cosas, dije:
—Tal vez tu visión del talo fue sólo un sueño. A veces los sueños pueden parecer reales. Pero la mayoría de los sueños son falsos, ¿no?
Me quitó el hígado de la mano y lo devoró.
—Los hombres de los hielos del sur tenéis extraños sueños, ¿hmmm? Sueños falsos también, ya veo. ¿Sabes? Eres un hombre amable, pero a veces tus palabras cortan como el viento. Te diré la cosa más simple que sé, ¿hmmm? Un hombre hambriento no está más seguro de la existencia de la comida caliente de lo que yo lo estoy de Dios.
Así pasé la mayor parte de la noche, alimentándole como un animal alimenta a su cría. Hablamos de muchas cosas, pero sobre todo (en especial Shanidar) hablamos del bien y del mal. Me sorprendí de que hablara tan libremente conmigo, pero los alaloi son filósofos naturales y les encanta conversar. Creo que también era demasiado consciente de su propia mortalidad; debía ansiar desesperadamente compañía de cualquier tipo, incluso la mía. Sin embargo, me sorprendía el hecho de que yo pareciera gustarle, porque él no me gustaba a mí. Sentí lástima por él, sobre todo cuando extendió la mano para agarrar la mía y dijo:
—Una noche, hace años, soñé que tenía un hijo, pero ninguna de las mujeres devaki quiso casarse con un hombre que no había muerto en el momento adecuado, ¿sabes? ¿Sabes? Tuve un sueño una noche… Escucha, las luces del cielo son los ojos de Dios vigilándonos. Las luces del cielo de medianoche son estrellas, y en el resplandor de la luz de los ojos de Dios viven hombres, aunque nadie me cree… Escucha, hay algo que quiero pedirte, ¿hmmm? Cuando me llegue el momento de marcharme…, evidentemente no ha llegado el momento todavía, porque el hígado yace tranquilamente en mi vientre…, cuando llegue el momento, antes de que yo… Escucha, no dejes que Yuri sepa que me trajiste el hígado de foca, porque pensaría que lo estoy robando de las bocas de las madres, y si eso fuera cierto sería realmente malo, ¿hmmm?… Cuando llegue el momento de que Dios devore mi carne, ¿quieres sacarme de la cueva para que pueda sentarme bajo la noche? Quiero sentir la luz de las estrellas una vez más antes de hacer el gran viaje.
Prometí hacer lo que me pedía, y él me apretó la mano. Me dio las gracias por haberle traído comida suficiente para que pudiera acostarse y no permanecer despierto pensando en su hambre. Se palpó el vientre, sonriendo. Me alegré de acabar con mi repugnante tarea y sonreí también. Sonreímos los dos. Debería haber sido un buen momento, con los dos sonriendo, pero fue un momento de horror. Me sentí presa de un repentino e inexplicable pánico. Las paredes de la cámara llenas de vívidos colores, los fieros leños chasqueando y esparciendo cenizas, los pútridos olores de sangre y respiración, la sonrisa demasiado familiar de Shanidar…, todas aquellas sensaciones me llenaron de un profundo temor hacia mi propia existencia. La cruda desesperanza de la vida me aterrorizaba. Shanidar me sonreía desde el otro lado del fuego, y pareció como si su cabeza flotara sobre un mar de llamas anaranjadas. Yo sólo podía ver su cabeza, hundida en la carne y los pliegues del tiempo. Advertí que todos los hombres llegarían a tener aquellos ojos si vivieran lo suficiente. Me sentí sacudido con el temor, el conocimiento puro, la completa certeza de que la forma de la cara sonriente de Shanidar era la forma de mi propia cara. Ninguna habilidad o fuerza podría mantenerme apartado de este destino si el tictac de mi reloj interno se detenía como el suyo se había detenido. Ahora yo era joven, pero pronto, muy pronto según la medida del tiempo universal, sería viejo. Mi temor fue tan grande que sentí la abrumadora urgencia de gritar pidiendo ayuda. No había escape, pensé, y mi estómago se retorció y empecé a sudar. A pesar de las artes de los talladores y los céticos…, podían hacer que la carne volviera a la juventud unas pocas veces, tal vez muchas veces incluso, pero no podían hacer nada para prevenir la mutabilidad de la propia esencia y el alma de cada uno. No había manera de que pudiera conservarme joven, no había forma de impedir que cambiara por dentro, donde importaba. Mi destino era cambiar, como lo es el de todo el mundo. Shanidar sonrió, y no tenía dientes, y advertí que toda mi vida hasta este momento había sido falsa. Miré las sólidas paredes de roca llenas de pinturas, y me apreté la dolorida rodilla, y todo a la vez, las rocas y la sangre y los huesos, parecieron completamente irreales.
Como si pudiera oír mis pensamientos, Shanidar volvió la cabeza en mi dirección y de pronto dejó de sonreír.
—¿Sabes? Incluso hombres amables como tú y como yo deben envejecer, ¿hmmm? Por eso debemos marcharnos en el momento adecuado. De otro modo, no hay paz eterna.
Habló sobre la paz y la iluminación que esperan al otro lado del día, y habló sobre su amor por su pueblo, que casi le había rechazado por completo. Debo admitir que le presté poca atención. Quería volver a la cueva principal, encontrar a Soli y los otros, hacerles comprender que nuestra búsqueda del secreto de la vida era estúpida y sin sentido. No había ningún secreto; sólo existía la aplastante atadura al ser y, finalmente, cuando llegara el momento de dejar de ser, la nada.
Me levanté bruscamente, casi ignorando al Viejo de la Cueva.
—Hay una cosa que debo decirte antes de que te marches, ¿hmmm? —dijo—. Olvidé decírtelo antes, pero deberías saberlo. Las alas de Dios tocan el extremo lejano del universo, ¿te lo he dicho ya? Sus alas son plateadas y tocan, pero sus ojos están cerrados porque duerme. Escucha, un día Dios despertará, y entonces podremos verle como realmente es. Casi puedo oír su grito, el batir de sus alas. Pero, hasta entonces, bien y mal no existen, porque sólo Dios puede ver realmente lo que es bueno y lo que no. Y esto es lo que quería decirte: hombres como tú y como yo, hombres amables que matan a sus propios doffels, debemos hacer lo que hacemos porque para nosotros todas las cosas están permitidas. Pero siempre hay un precio, ¿hmmm? —Pasó su tembloroso dedo por sus encías—. Y el precio hay que pagarlo.
Bajé el respiradero de piedra con toda la rapidez que pude. Quería buscar a Katharine, acariciarle el pelo, preguntarle qué había visto; quería hacer que me dijera cómo sería yo cuando hubiera envejecido. Mientras bajaba el oscuro pasadizo, el Viejo de la Cueva empezó a cantar una canción lastimera, y traté de no escucharlo.