CAPÍTULO 10
El aklia

El hombre no puede soportar demasiado poca realidad.

—Dicho de los céticos.

A la mañana siguiente, temprano, me desperté con el coro de toses y esputos, los sonidos de los hombres y mujeres de la familia Reinalina en las cabañas repartidas por toda la cueva mientras expectoraban flemas y aclaraban sus irritadas gargantas. También mi garganta estaba irritada por el aire intensamente frío del viaje del día anterior. (¿Había pasado sólo un día, me pregunté, desde que el talo había matado a Liko? Parecía un año). Vestirse fue doloroso. Mi pierna estaba tan entumecida que apenas pude enderezarla. Aunque tenía mucha hambre, no pude comer las nueces que Justine me ofreció.

—Todas nuestras gargantas están irritadas —dijo, mientras tostaba nueces en el fuego del centro de la choza—. Sé que duele tragarlas, pero no saben mal si las masticas rápido, y necesitarás tus fuerzas si vas a matar realmente una foca, ¿no?

Katharine, que estaba de rodillas, vistiéndose, me miró como si supiera exactamente lo que yo iba a hacer. No dijo nada. Soli estaba sentado junto al fuego, quitando hielo de sus pieles. Me maravillé de lo recto y envarado que podía mantenerse incluso sentado, y esto a pesar del dolor de su espina dorsal recién esculpida. (Por alguna razón, Soli había tardado más tiempo en sanar que los demás. Mehtar tenía la hipótesis de que había un límite a la resistencia de las células rejuvenecidas, y que Soli, que había sido devuelto tres veces a la juventud, se acercaba ya a ese límite). Alzó la cabeza, y por un momento sus ojos recorrieron los objetos y rasgos de la choza: el bloque rectangular de hielo usado para taponar el túnel contra el viento, los ajados morillos del asador sobre las piedras de la hoguera, el largo y serrado cuchillo para la nieve, las raquetas, lanzas, cuencos, tornos y otras herramientas amontonadas contra las pareces curvas, las suaves pieles de dormir sobre el lecho de nieve, todavía cálidas, donde Justine y él habían yacido tan recientemente.

—Sí —dijo—, Mallory cazará la foca.

Le miré y bajé la voz.

—Pasamos medio año planeando la expedición, pero nos olvidamos de una cosa.

Contrajo sus negras cejas y se frotó la barba.

—¿Qué cosa?

—Café —dije, sintiendo el dolor en mi cabeza—. Me muero por saborear un poco de café.

—Tienes hambre —dijo él—. Por eso te duele la cabeza.

—No he dicho que me duela la cabeza.

—No tienes que decir nada. ¿Crees que eres el único al que le apetece un café?

Tosí y miré a Katharine peinarse el largo pelo negro.

—Tal vez este viaje fue una idea estúpida —dije.

—Come algunas nueces —ordenó Soli—. Come; no pienses en el café ni en tu estupidez. Ya tendrás tiempo suficiente para ambas cosas cuando regresemos a Neverness.

Cogí un puñado de nueces y me las metí en la boca. Sabían secas y amargas.

—Tendrás que masticarlas —dijo Justine. Le tendió a Soli un cuenco de nueces tostadas, que él tomó de la siguiente manera: colocó sus grandes manos sobre las suyas y la miró a los ojos mientras ella retiraba las manos lentamente, permitiéndole tomar despacio el peso del cuenco. Con este íntimo gesto, se tocaron con las pieles y se acariciaron con los ojos. Obviamente, a pesar de sus muy distintas motivaciones y sueños, a pesar de años de rencor y negligencia mutua, a pesar de la amargura del tempocruel, se amaban profundamente. Pensé que era un amor renovado por su sensación de aislamiento, por la claridad del hielo congelado y el cielo abierto. Y, ¿cómo no amar a la hermosa Justine, con su interminable optimismo, su celo y la felicidad por estar simplemente viva? Sí, podía ver por qué Soli la amaba, porque todos la amábamos; lo que no podía comprender era por qué ella le amaba a él.

Después de que tragáramos nuestro desayuno, Bardo y mi madre entraron en nuestra choza para beber unos pocos cuencos de té de hierbas. ¡Qué grupito tan extraño éramos, sentados codo con codo en un círculo, encorvados, sorbiendo de nuestros cuencos de hueso, fingiendo ser alaloi! ¡Qué milagro que hubiéramos engañado a los devaki haciéndoles creer que éramos casi-hermanos! En cierto modo, me alegraba de fingir ser hijo de Soli. Todo el mundo le había aceptado como mi padre, mientras que Liam había bromeado sobre la concepción de Bardo.

—No me gusta ese hombre —me dijo mi amigo, mientras se quitaba el sueño de sus grandes ojos castaños (pensé que era una lástima que Mehtar hubiera alterado tan poco la fealdad de su gran frente protuberante o su nariz bulbosa)—. ¿Oíste lo que dijo Liam? Dijo que no deberíamos dejar sola a tu madre mientras salimos de caza, o podría ser violada de nuevo por un oso y parir a otro Bardo. ¡Vaya chiste!

Me alegré de que los devaki no supieran que yo era hijo de mi madre y no de Justine. Si lo hubieran sabido, probablemente habrían bromeado con que Soli había violado a mi madre.

—Si conocieran a mi madre —le susurré a Bardo—, sentirían pena por cualquier oso, o cualquier persona, que intentara violarla.

Por lo que yo sabía, mi madre sólo se había acostado con un hombre una vez en su vida, la noche en que me concibió.

Soli terminó su té y anunció que ya era hora de irnos. Cogió sus lanzas.

—Yuri y su familia estarán esperando. —Frunció el ceño y miró a Katharine—. Dejemos a las mujeres hacer su… trabajo de mujeres.

Creo que Soli no se refería al coser pieles o amamantar a los bebés, el trabajo diario de las mujeres devaki. Claramente, sospechaba que Katharine y yo éramos amantes. Claramente, quería atormentarme con pensamientos donde aparecía ella acostándose con los hombres devaki. Pero no creo que Katharine tuviera mucha oportunidad de «hacer su trabajo» este día. La mayor parte de los hombres saldrían de caza, y no creo que tuviera mucha suerte recolectando el semen de los muchachitos jóvenes.

Mientras nos poníamos nuestras pieles, mi madre miró de mí a Soli y a Katharine, y luego de vuelta a mí. No me gustó la forma en que miró a Katharine. Pensé que era una mirada de envidia, probablemente porque Katharine era capaz de hacer un trabajo que ella no podía.

—Id a cazar vuestras focas —dijo mi madre—. Y, mientras estéis fuera, nosotras las mujeres prepararemos vuestras camas. Para que os acostéis al regresar.

Nos unimos a los otros hombres y niños de la familia Manwelina en la entrada de la cueva. Los diversos equipos de perros mordisqueaban su comida mientras los hombres colocaban los arneses y preparaban los patines de sus trineos. El trabajo era frío y doloroso a la luz rosada del amanecer. Bajo peñascos helados y abetos cubiertos de nieve, Yuri y Wicent, y Liam, Seif, Haidar, Jinje y los otros hombres de los Manwelina tenían los trineos puestos boca abajo contra el cielo todavía oscuro. Ya que el hielo no se adhería directamente al hueso, colocaban una pasta de barro vegetal y tierra pulverizada mezclada con agua y orina sobre los patines, reparando las grietas y hendiduras con una gruesa capa de barro helado. El aire de la mañana era tan frío que la pasta se congelaba inmediatamente al contacto, dificultando la labor de dar forma y suavizar. Era un trabajo frustrante. Esperé oír murmullos y maldiciones, pero los hombres devaki bromeaban y reían, mientras hundían los dedos en la bolsa de barro caliente que llevaban dentro de las pieles, junto a la carne. De forma rápida y precisa, colocaban pegotes de barro sobre el hueso. A tres metros de mí, Liam suavizaba diestramente una grieta con los dedos, y luego se los metía rápidamente en la boca para que no se le congelaran. El aire estaba lleno de vaho y saliva pastosa mientras los hombres se chupaban los dedos y reían y hablaban y escupían. Bardo tenía problemas con su trineo, igual que yo.

—¿No es romántico? —dijo, acercándose a mí—. El aire frío y claro, el grito solitario del coyote, paz, el dulce beso de la naturaleza, serenidad…, y el sabor del asqueroso barro. Gracias, Pequeño Amigo, por traerme a este lugar paradisíaco.

Contemplé a Liam escupir agua tibia. Extendió el líquido que se congelaba rápidamente sobre la capa de barro. En poco tiempo, los patines de su trineo brillaron con capas de hielo. Miré alrededor. Los primos de Yuri, Arani y Bodhi, y sus hijos, Yukio, Jemmu y Jinje, terminaban también de aprestar sus trineos.

Bardo sacudió la cabeza ante Jaywe y Arwe, que eran también primos de Yuri.

—Llevan toda la vida haciendo este apestoso trabajo. ¿Cómo lo soportan? —dijo. Luego se inclinó y escupió agua sobre los patines de su trineo, haciendo lo mismo que veía hacer a los otros, ligando hielo al barro congelado—. Esto es lo que más odio —dijo, mientras cogía su pellejo con agua—. Odio tener que cargar esta bolsa de agua junto a mi vientre. ¿Qué es el hombre…, una máquina calentadora para impedir que el agua se congele? ¡La maldita bebida me amarga, por Dios!

Soli nos vio susurrando y se acercó a nosotros.

—Silencio —dijo—. Silu wanya, manse ri damya —añadió, que puede ser traducido como: los niños se quejan, los hombres se esfuerzan.

Cargamos los trineos y enganchamos a los perros, y Yuri congregó a su familia.

—Mallory ha prometido cazar una foca —dijo—, y por eso Mallory debe decirnos dónde espera Nunki.

Los hombres me miraron, y recordé que entre los alaloi las promesas de conseguir carne no se hacen a la ligera. Un cazador puede prometer una presa sólo cuando percibe que su animal está preparado para «saltar a su lanza». Para hacer esto debe entrar en el estado de auvania, o espera-abierta, una especie de estado de trance en el que siente y se concentra y puede ver a través del negro mar de la muerte el otro lado del día. Tales visiones no son cosa suya; son un regalo del espíritu viviente del animal a matar, de su ánima. Me encaré hacia el cono blanco de Kweitkel y dejé que mis ojos se enfocaran en el infinito. Traté de practicar esta visión, traté de askeer, como dicen los alaloi; lo intenté con demasiada fuerza. Ninguna visión vino a mí. Pero los hombres esperaban, así que fingí que el ánima de la foca había aparecido ante mí.

Lo askaratha li Nunki, mi anaslan, lo moratha wi nunkiyanima —dije; mentí. Y señalé sabiamente hacia el oeste, porque las islas en esa dirección, Takel y Alisalia, parecían montañas doradas de nieve y sentí la urgencia de acercarme a ellas.

Yuri asintió y volvió los ojos hacia el este para saludar al amanecer,

Lura sawel —dijo, y todos repetimos tras él: «Lura sawel», manteniendo todo el rato aquella curiosa postura con que los alaloi reverencian al sol: Como insectos que había visto una vez en el zoo, estábamos de pie con los brazos juntos y alzados al sol, los dedos cerrados y señalando hacia el terreno nevado. Con las cabezas inclinadas, de pie sobre una pierna, la otra doblada hacia atrás. Permanecimos esta ridícula postura durante largo rato porque el gran Manwe, en la décima mañana del mundo, había honrado así a su tío el sol. Luego Yuri subió a su trineo, silbó a los perros, y nos pusimos en marcha.

El día comenzó frío y tranquilo, con las montañas envueltas en un silencio casi total. Los únicos sonidos eran el deslizarse de los trineos y los somorgujos de la nieve trinando mientras se deslizaban y daban vueltas, daban vueltas y se zambullían, buscando su comida. En los lejanos picos las ajadas ramas de los abetos se recortaban claramente, tanto que casi podía distinguir sus agujas. Atravesamos en línea recta la suave pendiente del bosque, hacia el mar. La tierra estaba llena de pliegues y salpicada de cañadas y acantilados de granito. Tuve cuidado con aquellos acantilados porque los talos hacían sus nidos allí, sobre los árboles verde oscuro. Sin embargo, ese día no había ningún talo, aunque las liebres de las nieves y las musarañas estaban muy ocupadas buscando moras. En una ocasión vi a un zorro ártico, y más de una vez vimos huellas de lobos en la nieve. Pero eran huellas viejas; la mayor parte de los lobos, según dijo Yuri, habían abandonado la isla para seguir las manadas de shagshay.

Cuando llegamos al mar tuvimos algunos problemas para cruzar los helados rompientes, aunque muchos menos de los que habíamos hallado el día anterior en la irregular costa meridional. A última hora de la mañana dejamos atrás la jungla helada, y corrimos velozmente sobre la nieve como algodón del Starnbergersee. Aproximadamente a siete kilómetros de la costa hice un ademán a Yuri y nos dispersamos. Digo «aproximadamente» porque el aire era denso como líquido sobre el hielo, y era una gran lente azul que distorsionaba las distancias y hacía parecer cercanas las cosas distantes. Cuatro trineos se deslizaron hacia el norte, en dirección de Alisalia, que ondulaba en el horizonte a varios kilómetros de blanco océano; nueve trineos (los de Yuri y Liam entre ellos) se encaminaron hacia Jalkel y Waasalia. Nos abrimos en abanico sobre un círculo de hielo de unos tres kilómetros de diámetro. Detuve mi trineo en un punto que me pareció conveniente. Suponía que todos los otros cazadores hicieron lo mismo. Solté a Nura, que había sido entrenado para seguir y olfatear las madrigueras de las focas, Al norte, a unos cincuenta metros, Bardo había soltado también a su perro rastreador, aunque no estaba claro quién guiaba a quién. El poderoso Samsa tiraba de Bardo a sacudidas por la nieve, de un lado a otro, introduciendo ocasionalmente su negra nariz en la nieve y levantando una nube de polvo blanco. Al sur se encontraba Soli, y al oeste, sobre el brillante hielo, Yuri y sus hijos habían encontrado al parecer sus agujeros y cortaban bloques de hielo para construir un muro contra el viento.

Los alaloi llaman aklia a la madriguera de la foca. Sujeté a Nura con la correa de cuero mientras el animal escarbaba en la nieve y olisqueaba, buscando su aklia. Parecía feliz de verse libre del trineo; dos veces alzó la pata y orinó sobre la nieve, sólo por diversión. Entonces detectó el olor, dejó escapar un ladrido excitado y tiró de la correa. Empezó a cavar en la nieve. Después de marcar el lugar con un bastón, retiré al decepcionado perro y lo até a una estaca sobre el hielo. Hice lo mismo con mis otros perros, Rufo, Sanuye y Tusa. Las focas son prácticamente ciegas, pero su sentido auditivo es extraordinariamente agudo, y no quería que los ladridos de los perros alertaran a mi foca. Regresé al aklia llevando mi garabato y mi sierra y otros utensilios asesinos.

Las focas, siendo animales terrestres, no pueden respirar agua, como pueden hacer algunos mamíferos alterados que viven en los mares de Agathange y Balaniki y otros mundos acuáticos. Necesitan aire, y por eso cada una de ellas mantiene muchos agujeros en el hielo a lo largo del invierno. Una foca macho (y tal vez una hembra) recorre el agua arriba y abajo mientras la capa de hielo se forma a principios de invierno, rompiendo y volviendo a romper las finas capas heladas mientras el hielo se acumula alrededor del aklia. Visita sus muchos agujeros, subiendo y bajando, abriéndose paso hasta el aire, respira y vuelve a nadar hasta el siguiente agujero. Cuando el invierno llega a sus días más largos y fríos, las paredes de la madriguera tienen casi tres metros de grosor. Mientras la nieve cae y se congela, y se funde y vuelve a congelarse, se forma un puente de nieve sobre el agujero, oscureciéndolo a los ojos del cazador, pero no al sensible olfato de los perros. Bajo el puente de nieve, la foca sube a sentarse en las cornisas heladas a cada lado del agujero. Allí, bajo el arco de nieve comprimida, en la primavera de medio invierno, las hembras dan a luz a sus peludos cachorrillos. Allí las focas se acurrucan y juegan, a salvo del viento y el agua y los dientes de las ballenas asesinas…, pero no de los hombres.

Cogí mi curvado garabato y lo introduje en el puente de hielo, por un agujero que no podía ver. Rotándolo en círculo, palpé el tamaño del agujero y determiné su centro. Entonces alcé el rostro al viento del norte, que me picoteó incluso a través de las capas de grasa. Hacía frío, no tanto como el frío profundo, pero más que el frío azul. Mis ojos lagrimeaban, y sentía un poco entumecidos los dedos de los pies. Pensé que tal vez me aguardaba una larga espera, así que corté bloques de nieve y construí una pared en torno al borde norte del aklia para protegerme del viento. A continuación, introduje mi boya de madera por el centro del agujero hasta que tocó el agua. Cuando la foca subiera a respirar (recé para que fuera un macho, porque temía matar a una hembra preñada), desplazaría una gran cantidad de agua, y la boya subiría. Cuando se hundiera de nuevo, yo sabría que el agua había vuelto a caer a la superficie del océano y que la foca había subido.

Lo luratha lani Nunki —recé, y extendí un pedazo de piel sedosa delante del agujero. Me coloqué sobre ella, esperando que su aislamiento impidiera que los pies se me congelaran como bloques de hielo. Lo último que hice fue colocar mi arpón sobre dos palos ahorquillados que clavé en la superficie de nieve. La cabeza desprendible del arpón, la aguda y barbada cabeza asesina, estaba hecha de hueso de ballena y tenía un ojal en la base. Unida al ojal había una larga cuerda de cuero trenzado. Me pasé el extremo de la cuerda por el brazo y observé la boya. Cuando se alzara cogería mi arpón, y cuando cayera (cuando la foca hubiera subido y la boya caído) clavaría el arpón en el centro del aklia. Haría aquella cosa monstruosa porque, llevado por los celos y por mi orgullo, había prometido hacerlo así.

Y así esperé. No sé exactamente cuánto. ¿Qué es el tiempo sin un reloj para medirlo? ¿Cuánto tiempo permanecí en aquella difícil postura del cazador, los pies juntos, los glúteos apretados, mirando hacia abajo, siempre hacia abajo, contemplando la boya en el agujero de la foca? ¿Cuánto tiempo, pela Nunki? ¿Cuánto tiempo debe esperar un hombre hambriento hasta que se llena su vacío?

—Tres días —había dicho Yuri el día anterior—. Tres días no es mucho tiempo de espera, porque Nunki tiene muchos agujeros. En el último momento su ánima puede estar demasiado asustada para hacer el gran viaje, y por eso hará el viaje más corto a otro agujero.

Observé y esperé, doblado como un anciano lisiado. Permanecí absolutamente inmóvil, mientras los músculos de mis piernas empezaban a endurecerse y a arder; esperé mucho tiempo.

Se dice que la paciencia es la virtud suprema del cazador. Muy bien, me dije, sería paciente. Escuché al viento barrer sobre el hielo; escuché las sacudidas y envites individuales que sacudían a ráfagas y luego morían antes de acumularse y sorprenderme con estallidos aún más fuertes y fríos. Ocasionalmente, el viento moría por completo y se producía el silencio. Estos largos instantes me llenaban de una incómoda e intranquila anticipación. No quería oír el murmullo de mi propio corazón, ni ansiaba oír el explosivo rumor de aire cuando la foca subiera a respirar, cuando viniera, si es que lo hacía. Había muchas cosas que no quería oír. Sabía que los grandes osos blancos cazaban focas y también seres humanos. Según Yuri, a Totunye le gustaba merodear los aklia, tumbarse a esperar antes de aplastar la cabeza del cazador con su zarpa asesina. Es imposible ver a los osos cuando caminan por entre las ventiscas heladas, y casi no hacen ningún ruido. Presté atención al rumor de la piel de oso contra el hielo, esperando. Al norte se produjo un gemido distante. Era el viento otra vez, y se convirtió en un largo aullido, restalló sobre el hielo y empezó a rugir. Esperé mucho tiempo. Tenía mucho frío. Sentí ganas de orinar. Por encima de mí, el brillo amarillento de los campos helados vibraba contra el azul del cielo. Los devaki llaman a este frío tiritar amarillo cromado el parpadeo de hielo, supongo que porque el brillo les hace parpadear. Parpadeé, mientras contemplaba la boya dispuesta en el aklia. Pensé en él dolor de mi vejiga, y en el dolor de los dientes del oso, y en otros dolores. Traté de concentrarme. Imaginé el ánima de la foca susurrando en mis oídos, llamándome, pero sólo era el viento. El viento me cortaba la cara, y esperé, y parpadeé, y…

La boya se elevó.

Cogí el arpón, esperando que cayera. Cuando la boya desapareció en el aklia, alcé con las dos manos el arpón muy por encima de mi cabeza y lo hundí en la nieve. El arpón se deslizó fácilmente a través de la superficie, y entonces se produjo la enfermiza resistencia de los dientes del arpón al clavarse en la foca. Un profundo alarido de angustia resonó bajo la nieve mientras la foca me llamaba.

¡Lo moras li Nunki! —grité, y así la cuerda de cuero atada a la cabeza del arpón. Se produjo un violento tirón que casi me derribó. Hundí los talones en la nieve, me eché hacia atrás y me debatí contra la cuerda mientras la pasaba alrededor de mi espalda.

—¡Mallory moras li Nunki! —oí gritar a Bardo. Y entonces, resonando por el hielo de aklia en aklia, cada vez más débil, el grito—: ¡Mallory moras li Nunki!

—Me eché hacia atrás, intentando sacar a la foca de su agujero. Sentí una puñalada de dolor en mi rodilla herida. Gané unos pocos pasos. Y, entonces, otra vez hacia adelante, mientras la foca me combatía, hacia atrás, y de repente, bajo el puente de nieve, la foca se debatió y me hizo caer. Me deslicé hacia el aklia, rascando la nieve con la cara y el pecho. Si no la soltaba, la foca me haría atravesar el puente de nieve que se desmoronaba y me haría caer al asesino mar. Agarré la cuerda con más fuerza. Traté de dar una voltereta y poner los pies hacia delante, para así hundirlos en la nieve. Pero me enredé las piernas en la cuerda mientras el puente de nieve empezaba a desmoronarse. Quedé enredado.

—¡Suéltala! —resonó una voz. Pero no pude soltarla. Entonces la cuerda se tensó tras de mí. Me volví para ver a Bardo, con los ojos saltones y las gruesas mejillas rojas resoplando, que se debatía contra la cuerda—. ¡Tira, maldición! —gritó.

Encontré mis pies y tiré de la cuerda. Miré el aklia abierto. De debajo de los bloques de nieve que flotaban y se sacudían sobre el mar revuelto emergió una gran foca negra. En su costado, sobre la aleta, la base de la cabeza del arpón asomaba de un agujero sangrante en su piel. Tiré con tanta fuerza que pensé que el arpón se soltaría. Pero aguantó y, centímetro a centímetro, sacamos a la foca del aklia. Me quedé horrorizado, porque el viejo macho estaba todavía vivo. Dejó escapar una tos que pareció un suspiro exhausto, y la brillante sangre de sus arterias brotó de su boca y cayó a la nieve.

¡Morise! —le dije a Bardo—. ¡Mátala!

Pero Bardo sacudió la cabeza y señaló al norte, a Yuri y Liam, que corrían para ayudarnos. Era mi privilegio y mi deber matar a la foca, como cobardemente me recordó Bardo. Yo había prometido hacerlo, pero no pude.

Ti Morí-te —dijo Bardo, y me tendió una maza de piedra—. Rápido, Pequeño Amigo, antes de que empiece a llorar.

Descargué en arco la porra contra la frente de la foca. Se produjo un chasquido de granito contra carne y un soplo de aire, como si la foca expresara su gratitud por ser liberada de su agonía. Y, luego, silencio y tranquilidad. Miré los ojos oscuros y líquidos de la foca, pero la vida había desaparecido.

Yuri y Liam se detuvieron al borde del aklia. Jadeaban en busca de aire. Yuri examinó la foca e inmediatamente rezó por su espíritu.

Pela Nunkiyanima —dijo—, mi alasharia la shantih devaki. —Se volvió hacia mí—. ¡Mírala, Mallory! ¡Nunca he visto un macho así! ¡Es el abuelo de las focas, el bisabuelo de todas las focas! Es un milagro que tú y Bardo solos pudierais sacarla de su agujero.

Soli se nos acercó corriendo, igual que hicieron Wicent y el resto de la familia Manwelina. Rodearon a la foca y tocaron con sus botas su morro y su piel oscura. Liam tiró de su grueso labio inferior y dijo:

—Es una foca de cuatro hombres. Una vez, cuando yo era niño, mi padre y Wicent y Jaywe cazaron una foca de tres hombres, y ésa fue la foca más grande que he visto nunca. —Nos miró a Bardo y a mí con una mezcla de envidia y admiración—. ¿Cómo pueden dos hombres tirar de una foca de cuatro hombres?

Yuri volvió su ojo hacia su hijo.

—Bardo es tan fuerte como dos hombres, creo —explicó simplemente—, y Mallory mató a su doffel, y por eso no debes preguntarte por qué dos hombres pudieron sacar del mar una foca de cuatro hombres. —Pero durante largo rato miró el gran cadáver tendido sobre la nieve, como si fuera él quien se preguntaba cómo habíamos hecho una cosa así.

Yo había matado una foca.

Me metí un puñado de nieve en la boca. Me incliné y abrí la boca de la foca. Su olor era agrio y fuerte. Dejé escapar de mis labios un hilillo de agua fría hasta su boca, dándole de beber para que no sintiera sed en su viaje al otro lado.

Soli llamó mi atención y me hizo un leve movimiento de cabeza. Entre los alaloi, la costumbre más básica es que los cazadores que han capturado a un animal coman inmediatamente sus entrañas. Como yo había matado a la foca, era mi privilegio hacer la carnicería. Pero dudé tanto que casi pude sentir los ojos de Soli taladrándome. Entonces cogí mi cuchillo. Abrí el vientre de la foca, y corté el hígado. Fue un trabajo sangriento, horripilante. Como había prometido, le tendí a Liam el hígado púrpura y humeante. Él lo cortó a tiras, ceñudo, y lo distribuyó entre los otros cazadores.

—Mallory fue afortunado —dijo.

Comí un trozo de hígado. El sabor era intenso, fuerte y bueno. Apenas podía creer que había matado una foca.

—Mallory Matafocas nos ha traído suerte —dijo Yuri—. Bardo el Fuerte y Mallory Matafocas nos han traído suerte. Mañana, creo, habrá muchas focas.

Casi todo el mundo sonreía y parecía feliz. Hubo un hombre, sin embargo, el hijo del primo de Yuri, que no estaba tan feliz. Su nombre era Jinje, y era un hombre fuerte y feo con una pierna lisiada. Se había helado los pies esperando su foca inexistente. Yuri le ayudó a quitarse las botas, y luego le sostuvo mientras metía sus pies feos, peludos, blancos y congelados en el cadáver de la foca para calentarlos. Luego Liam le cortó un trozo de hígado, que tragó como si fuera un perro.

Los hombres cayeron sobre la foca con sus cuchillos, sacando órganos y trozos de carne. Choclo, el hijo más joven de Wicent, abrió el estómago y lo encontró lleno de notocinos, percas del hielo y otros peces. Con su cara lampiña y sus manos pequeñas, era realmente más un muchacho que un hombre, pero era un experto con el cuchillo. En un instante descamó una perca del hielo, la abrió y encontró otro pez aún más pequeño en su estómago. Después de cortarle la cabeza y quitarle las escamas, se lo tragó entero. A mi alrededor, los demás hombres estaban atareados cortando y tragando. La nieve junto a la foca era resbaladiza por la grasa y la sangre esparcida. El hambre de aquellos hombres era algo terrible. Sus vientres crujían y tronaban mientras sus dientes rasgaban grandes trozos de carne. Era sorprendente la cantidad de carne que un solo hombre podía comer. Yo mismo me comí la mayor parte del corazón de la foca, porque es ahí donde los alaloi creen que habita el alma.

Los quince cazadores, con los vientres hinchados y las barbas sucias de sangre helada, debimos comer unos cuarenta kilos de carne. Devorar la carne fresca era un asunto serio, y comimos sin pausa o conversación. Los únicos sonidos eran el batir de nuestras mandíbulas y el chupar de los dedos, y los grasientos eructos de Bardo y Choclo compitiendo para ver quién podía soltar el más fuerte. Como bestias, comimos primero los trozos más apetecibles de carne, y luego nos dedicamos a los bocados menos deseables. Liam, quizás impaciente con el festín de las bestias, arrancó una costilla, que rompió con sus grandes dientes. Sorbió el tuétano como un niño mama leche. Comimos durante largo rato, y nos detuvimos sólo porque se acercaba el ocaso y sería letal ser sorprendidos al descubierto después de oscurecer.

Los hombres de los Manwelina regresaron a sus aklias para construir chozas de nieve para pasar la noche. Después de acercar a nuestros perros y trineos, dimos a los animales un festín de intestinos, grasa y pulmones. Luego Soli y yo nos construimos una choza cerca del aklia. Corté bloques de hielo, que Soli amontonaba unos sobre otros, llenando los resquicios con polvo de hielo. Bardo se llevó las manos a la barriga y eructó mientras nos contemplaba trabajar.

—Oh, mi pobre estómago —se quejó—. ¿Qué te he hecho? —Se dirigió a Soli—. Es egoísta por mi parte, lo sé, mirar mientras trabajáis, pero lo hacéis muy bien sin mí.

Verdaderamente, Soli lo estaba haciendo bien, recortando la choza y encajando el bloque clave tan expertamente como cualquier alaloi. Pronto la choza quedó terminada, y tendimos en su interior nuestras pieles de dormir. El viento del norte soplaba una cortina continua de nieve en polvo por el mar oscuro. En silencio, nos volvimos hacia el sur y ejecutamos nuestro «orinar antes de dormir». Bardo se acostó mientras Soli y yo atábamos a Tusa cerca del túnel de la cabaña. Esperábamos que ladrara o aullara en caso de que algún oso olisqueara el cadáver de la foca y viniera a explorar.

Contemplamos durante un rato las estrellas parpadear brillantes en el cielo. Soli se cerró la capucha de su parka sobre la cabeza.

—Tuviste suerte al matar la foca…, una suerte extraordinaria.

Sí, había tenido suerte al matar un animal grande y noble.

—No siempre puedes contar con la suerte —dijo—. Un día, el peso de la antiprobabilidad caerá sobre ti. Te encontrarás debajo de un edificio en el momento equivocado, o tal vez una noche, en una deslizadera, te cruzarás con un pobre harijano sólo para descubrir que es un replicador llegado para robar tu plasma. O tal vez trates de penetrar el velo interior del Vild, y te perderás…

—No creo en la suerte —dije.

—Sí, qué olvidadizo soy. Mallory debe cumplir su destino.

—¿No crees que es extraño, más allá de la coincidencia, que la foca escogiera mi aklia?

—Sí —se burló él—, el alma de la foca buscó tu agujero para que tú pudieras cumplir tu destino. Bien, ¿cómo se siente uno siendo un asesino?

Me sequé el agua de la nariz.

—Se siente como algo… natural. —En realidad así era, aunque no le dije cómo temía ocupar mi lugar en el orden natural de las cosas.

—¿De veras?

Me coloqué las manos enguantadas sobre la cara para calentar los músculos. Hablar era difícil, y mis palabras surgían como un farfulleo. No quise discutir con él mis problemas.

—Eres tychista, ¿verdad? —dije.

—¿Eso crees?

—Es el credo de los pilotos viejos, según he oído.

Soli se frotó las sienes.

—Sí. Esos pilotos que creen poseer un destino se vuelven descuidados y no llegan a viejos.

—Pero tú has corrido mayores riesgos que yo. «Soli el Afortunado», solían llamarte los aspirantes cuando estaba en Resa.

—Riesgos calculados, todos ellos.

—Pero riesgos, de todas formas.

Creo que sonrió, pero estaba tan oscuro que no pude estar seguro. Golpeó la nieve con sus botas, tratando de entrar en calor.

—Un día el peso de la antiprobabilidad caerá también sobre mí. —Y una vez más se burló de mí, añadiendo—: Es mi destino.

Agité las mandíbulas en silencio antes de preguntarle:

—Entonces, ¿no crees que el destino de un hombre podría ser el ser afortunado?

—No —dijo él—, no eternamente.

Entonces bostezó, se quitó la nieve de las pieles y entró en la cabaña para dormir. Me quedé contemplando las montañas negras y púrpura de Alisalia, recortadas contra el brillante horizonte.

Fue mi destino matar una foca grande y noble.

Finalmente el viento caló entre mis pieles, y empecé a tiritar. Entré en la pequeña choza y me tumbé junto a Bardo, que roncaba con fuerza. Permanecí despierto largo rato antes de que el calor de mis pieles me acunara y pudiera conciliar el sueño. Pero no dormí bien. Fue una noche de sudar y retorcerme una noche de sueños. Recuerdo bien uno de esos sueños: soñé que mataba una gran foca; soñé que los hijos e hijas de la foca, no queriendo estar solos, saltaban a nuestras lanzas para poder unirse a su padre en el otro lado del día.

Al día siguiente matamos nueve focas, y Soli dijo que teníamos mucha suerte.