CAPÍTULO 9
Yuri el Sabio

Del Hombre y la Bomba nacieron los Hibakusha, los mundos de Gaiea, Terror, Muerte, y la Primera Ley de los Mundos Civilizados, que prohibía al Hombre hacer estallar el hidrógeno en luz. Y los Hibakusha huyeron y se acostaron con la Ley, y así nacieron los afásicos, los amigos de Dios, los desviados, autistas, mággidos y arhats de Newvania. Y Terror se casó con Muerte, y así nacieron el Vild y la gran Nada de más allá. Y Terror se casó también con Ley y alumbró a los pueblos ocultos, que valoraban la vida menos que el Orden, y así rindieron su Libre Voluntad al dios menor del Orden. De los Pueblos Ocultos, casi no sabemos nada.

—De Réquiem por el Homo Sapiens, de Horthy Hosthoh.

Nuestra aproximación a la cueva fue una confusión de perros ladrando y gritos y niños corriendo entre nuestros trineos. Apartaron con sus manitas las mantas del trineo para ver si habíamos traído lenguas de mamut o hígado de shagshay o cualquier otro de los bocados favoritos de los devaki. Abrieron las bolsas de cuero que contenían nueces baldo y sacudieron la cabeza, decepcionados de que la única comida que nos quedaba fuera tan magra y pobre. No parecieron sospechar que no éramos sus primos lejanos sino gente civilizada que venía a robar su plasma. Nos quedamos junto a nuestros trineos, esperando a que sus padres salieran de la boca de la cueva. Volví la cabeza hacia los fuegos de la entrada y dejé que el calor derritiera el hielo de mi barba. Había bebés llorando, el olor de carne asada y pieles mojadas y sangre podrida. Yo no estaba preparado para este olor, y me puso enfermo. El denso hedor rancio de orines viejos que inundaba las rocas, el olor a madera cortada y humo, el aceite de las pieles y el vómito de los niños que se mecían en las pieles de las curiosas mujeres devaki… Aunque la memoria de Rainer había demostrado ser adecuada, parecía que también era incompleta; yo no tenía en mi mente ningún recuerdo de estos terribles olores. (Creo que esto es un defecto del trabajo de los ordenadores de los akáshicos. La memoria de los olores se encuentra en las profundidades del cerebro límbico, a veces demasiado profunda para que los akáshicos la alcancen). La zona entre las hogueras estaba salpicada de huesos roídos y pedazos de pellejo y carne; tuve que mirar donde pisaba o de otro modo habría aplastado alguno de los numerosos montones de mierda de perro medio congelada que había sobre la nieve. Los hombres de los devaki (gruesos, rudos, vestidos igual que nosotros con pieles de shagshay) nos rodearon, tocando nuestras pieles, nuestros trineos, tocándose mutuamente mientras pronunciaban sus palabras de bienvenida, ni luria la devaki, ni luria la. Entonces Soli, que acariciaba la cabeza de uno de los niños, dijo:

—Yo soy Soli, hijo de Mauli que fue hijo de Wilanu, el Matador de Ballenas, cuyo padre fue Rudolf, hijo de Senwe que dejó a los devaki hace muchos años para buscar las Islas Benditas. —Se volvió hacia mí y me pasó el brazo por los hombros—. Éste es mi hijo Mallory; somos el pueblo de Senwe, que fue hijo de Jamaliel el Fiero.

Odié el contacto de la mano de Soli sobre mi hombro; odié tener que hacerme pasar por hijo suyo. Odié el hedor de la cueva y las heridas abiertas en las toscas manos de los hombres, y odié la presión de los cuerpos apestosos a mi alrededor, pero tuve poco tiempo para saborear mi odio, porque el recital de nuestro falso linaje por parte de Soli había provocado gran excitación. Se produjeron risotadas, gritos y jadeos de asombro. Un hombretón con un solo ojo cojeó hacia adelante y colocó la mano en la nuca de Soli. Después, hizo lo mismo conmigo.

—Yo soy Yuri hijo de Nuri que fue el hijo de Lokni el Desgraciado.

Yuri, con su barba gris hirsuta y la piel arrugada, era de mediana edad y más alto que cualquiera de los cuarenta hombres de la Cueva, excepto Bardo. Tenía una gran nariz que asomaba por entre sus prominentes pómulos. Mientras nos hablaba, movía la cabeza adelante y atrás como un talo, y su único ojo escrutaba nuestros trineos y nuestros perros tensos y ansiosos. Parecía buscar algo que no pudo encontrar.

—El padre de Lokni fue Jyasi, hijo de Omar hijo de Payat, que fue el hermano mayor de Senwe y el hijo de Jamaliel —continuó. Rodeó a Soli con sus brazos y le aporreó la espalda con los puños—. Somos casi-hermanos —dijo, y su gran ojo marrón brilló a la luz de las hogueras—. Niluria, ni luria, Soli wi Senwelina.

Nos guió a la entrada de la cueva. A diez metros de las hogueras había dos chozas de nieve, pequeñas cúpulas hechas de bloques de hielo cuidadosamente cortados y encajados unos sobre otros. La pequeña cabaña más cercana a la parte trasera de la cueva tenía un agujero en la pared lo bastante grande como para poder asomar la cabeza. La otra, que estaba picoteada con las marcas de las gotas de agua, era aún más pequeña. Después de que Soli presentara a mi madre y a Bardo como su hermana por matrimonio y su sobrino (esto, también, era parte de nuestro engaño), Yuri los miró y les dijo que eran bienvenidos a compartir la choza más pequeña. Se acercó a Bardo y apretó su brazo y palpó los músculos de su pecho.

—Bardo es un nombre extraño —dijo—, y eres un hombre extraño, creo, extraño pero muy fuerte. —Miró a mi madre de arriba a abajo, como dudando de que fuera la madre de Bardo—. Deberías haberle llamado Tuwa, el mamut —le dijo. Indicó que Soli y yo, y Justine y Katharine, compartiríamos la choza más grande. Pensé que le había comprendido mal. No esperaría que nos introdujéramos en aquel espacio tan pequeño, ¿no? Miré a través del agujero de la pared, pero estaba demasiado oscuro para ver nada. Los olores a pescado podrido y orines me hicieron querer derribar la cabaña de una patada.

—Podéis tender vuestras pieles de dormir y tapar el agujero, y estaréis calientes —dijo Yuri—. Ahora os enseñaré la cueva de Jamaliel hijo de Ian cuyo padre fue Malmo el Afortunado, hijo de… —Y, mientras se internaba en la cueva, recitó nuestra línea de antepasados hasta llegar al mítico Manwe, que era hijo de Devaki, madre del pueblo. (Según el mito, el dios Kweitkel metió la punta de su cono dentro de Devaki, donde entró en erupción, llenando así su vientre con Yelena y Reina y Manwe, y los otros hijos e hijas del mundo).

La cueva era un tubo de lava que se internaba setenta metros en las profundidades de la montaña. Había sido formada, sin duda, cuando alguna gigantesca burbuja de gas quedó atrapada en un bolsillo de lava fundida que fluía en una de las erupciones de Kweitkel (el Kweitkel real, quiero decir, no el dios). La lava se había enfriado y los gases habían abierto grietas en la roca endurecida. En algún momento del distante pasado, un terremoto había roto el extremo del tubo, abriendo la cueva al viento y la nieve y a la pequeña banda de alaloi que la habían convertido en su hogar. Frente a nuestras dos cabañas de nieve, pero situadas más profundas en la cueva casi cilíndrica, estaban las cabañas de una de las familias más pequeñas de la tribu, los Sharailina. A mitad de camino en el interior de la cueva (era difícil ver cuánto), un diente de lava enfriada colgaba del techo al suelo. La lava, quizá modelada a placer de los salvajes gases primarios, se había enfriado de forma irregular; si uno la miraba desde atrás, frente a los fuegos de la entrada, la masa de roca y sombras irregulares parecía el perfil de un anciano sonriendo.

—Es el Viejo de la Cueva —nos dijo Yuri—, y sonríe porque ha llegado el invierno profundo y todos sus hijos han regresado a él.

Continuamos avanzando, dejamos atrás las chozas de las familias Reinalina y Yelenalina, hasta que llegamos a las seis chozas de los Manwelina, tan profundas como pensé que podíamos llegar. Entonces oí llorar a un bebé, y Yuri señaló la oscuridad.

—Más adentro están las chozas de los nacimientos; oís llorar a mi nieta.

Nos sentamos en las sucias pieles tendidas entre las chozas de la familia Manwelina. Estrictamente hablando no éramos de los Manwelina puesto que nuestro supuesto antepasado, Senwe, había dejado la familia para formar la suya propia. Sin embargo, Yuri nos recibió como a familiares. Llamó a sus dos grandes hijos, Liam y Seif, para que se sentaran con nosotros mientras su esposa nos servía cuencos de sopa caliente. Se llamaba Anala, que significa «fuegovida», y era una mujer fornida y bien formada, cuyo pelo gris le colgaba hasta la cintura. Sonreía con demasiada facilidad y muy a menudo, y no me gustó la forma en que inmediatamente se hizo amiga de mi madre. Sentí recelos ante la forma en que se abrazaron mutuamente y se susurraron alternativamente al oído. Pensé que mi madre se había convertido en una mujer devaki con demasiada rapidez.

—Mi esposa es feliz de conocer a su casi-hermana y, ¿quién puede reprochárselo? —dijo Yuri. Luego miró el brillo amarillo enfermizo de las piedras ardiendo en la hoguera como si él no se sintiera contento en absoluto. Estaba claro que no le gustaba mi madre—. Cuéntanos vuestro viaje —le dijo a Soli—. Háblanos de Pelasalia, las Islas Benditas.

Mientras Soli relataba las mentiras cuidadosamente preparadas, la falsa historia de nuestro «milagroso» viaje, el pueblo de los devaki se congregó a nuestro alrededor. Cuando no podían sentarse, se quedaban de pie con el cuello estirado y las orejas vueltas hacia Soli, esperando oír sus memorables palabras. Cuando terminó, se produjeron jadeos de sorpresa y gemidos de asombro.

—Fue un gran relato. Un relato triste pero grande —dijo Wicent, el hermano menor de Yuri—. Rezaremos a los espíritus de nuestras casi-madres y padres e hijos que murieron en el mar congelado.

Lo que Soli les dijo fue que Senwe no había encontrado las Islas Benditas, sino una tierra helada y yerma donde la vida era dura y sombría. Los antepasados de Soli, mintió, no habían prosperado ni se habían multiplicado. Cuando su padre, Mauli, murió, Soli dijo que había decidido devolver a los sobrevivientes de la familia a su hogar ancestral.

—Pero la esposa de Mallory, Helena, y mis tres nietos cogieron fiebre y murieron en el viaje. Y la esposa de Bardo murió al parir antes de que partiéramos.

Me froté la nariz, cohibido, porque era difícil escuchar una historia tan fraudulenta. Para mi sorpresa (y, supongo, satisfacción), los devaki parecieron creer hasta la última palabra.

—Rezaremos especialmente por los niños —dijo Yuri—. Cuando llegasteis sin niños temí preguntaros qué había pasado.

Con fingida amargura, Soli se frotó las sienes y dijo:

—Las Islas Benditas son un sueño. Al sur no hay nada más que rocas peladas y hielo; el hielo continúa eternamente. —Les dijo esto, como habíamos planeado, para que ninguno de los devaki se matara viajando hacia el sur en busca de un sueño.

—Deberíais haber ido más al sur en vez de regresar a Kweitkel —dijo Liam, cuyos ojos estaban llenos de valentía y sueños—. Más al sur, donde el hielo no es interminable sino que da paso a las Islas Benditas. El aire es tan caliente que la nieve cae del cielo como agua.

—Sólo hay hielo y muerte al sur —dijo Soli.

Liam miró a Katharine cuando ella se quitó la capucha de pieles.

—Tal vez sea bueno que hayáis venido al norte —dijo.

No me gustaba la belicosidad de su fuerte cara; no me gustaba la forma en que miraba a Katharine mientras ella se llevaba el cuenco de sopa a los labios y soplaba el guiso caliente. Incluso para los niveles civilizados de belleza era un hombre demasiado apuesto, con la nariz recta y largas y bonitas pestañas. El color de su pelo y su larga barba era dorado, un color que nunca me ha gustado ver en un ser humano. Supongo que tenía una sonrisa encantadora (todo él mundo decía que así era), pero, cuando abrió la boca para sonreírle a Katharine, todo lo que pude pensar fue que sus dientes eran demasiado grandes y bonitos, sus labios demasiado rojos, demasiado carnosos, demasiado sensuales.

—Al sur —dije, por una vez de acuerdo con Soli—, sólo hay hielo y muerte. Sólo un loco buscaría la muerte en el hielo.

—Se dice que lo que es locura para un hombre débil es valentía para el fuerte.

—Cuando hayas cruzado mil quinientos kilómetros de hielo —dije— y tengas que matar a tu perro guía, podrás hablar de valentía.

Liam me miró rápidamente, como si advirtiera que podía conseguir más con halagos que con insultos.

—Naturalmente, todos los Senwelina fueron fuertes y valientes para cruzar el mar helado. Para sobrevivir a las tormentas, al frío del Aliento de la Serpiente. Mi casi-hermano Mallory es muy valiente, y mi casi-hermana es muy valiente y hermosa. Es bueno que hayáis regresado a casa para que una mujer tan hermosa no tenga que casarse con Bardo, su valiente primo.

Odié la forma en que Katharine le sonrió cuando dijo esto. Fue una sonrisa atrevida, una sonrisa íntima cargada de curiosidad. Odié tener que hacerme pasar por su hermano. Quise agarrar a Liam por el cuello, sacudirle, decirle que yo era el primo de Katharine, no Bardo. Quise decirle a él, a todos, que en cuanto regresáramos a la Ciudad, Katharine se casaría con su primo, su primo real. En cambio, apreté las mandíbulas y no dije nada.

Yuri se levantó y se dirigió a la entrada de la cueva. Cogió varias tiras de carne que colgaban del espetón sobre el fuego. Las trajo colgadas del brazo, sin que le importaran los jugos que fluían de las grietas en la carne quemada. Entregó uno de los trozos a Soli, mientras se quedaba con uno y tendía el restante a su hermano.

—Os vimos venir desde el sur —dijo Yuri—. Ha sido un año pobre; los shagshay y el vientre de seda han huido a las Islas Exteriores, y el Tuwa está demasiado enfermo y su número disminuye tanto que es mejor que no lo cacemos. —Se llevó la negra carne a la nariz y olisqueó—. Hemos tenido que cazar a Nunki, la foca. Pero su número también ha disminuido porque los peces no nadan como antes. Nunki no salta contra nuestras lanzas. Esta carne de foca es la última que tenemos. Liam debería haberla comido para desayunar, ¿y quién podría reprochárselo? Pero os vimos venir desde el sur, y supimos que si erais hombres, no espíritus como decía Wicent, tendríais hambre de carne.

Y, diciendo esto, echó la cabeza hacia atrás y abrió la boca. Se metió la tira de carne y cortó una sección con sus fuertes dientes blancos. Para mi horror, vi que la carne estaba cruda bajo la costra negra. Yuri mordió y masticó rápidamente y tragó y mordió otra vez; tragaba y masticaba y la sangre de la carne casi viva resbalaba por sus rojos labios. Mientras masticaba, hizo un sonido de succión, como de humedad contra humedad. Masticaba con la boca llena, aplastando gustosamente la dura carne.

Soli le observó con cuidado y entonces hizo lo mismo que el viejo, devorando la carne como una bestia. Yuri comió unos pocos bocados más y pasó lo que quedaba a su hijo mayor, Liam. Soli, con el rostro impasible mientras sus mandíbulas trabajaban, me ofreció la repugnante tira de carne mutilada. Pero no pude tocarla. Yo, que tan ansiosamente había planeado esta búsqueda romántica del secreto de la vida…, me sentí enfermo y petrificado ante la pieza de vida que colgaba entre los dedos grasientos de Soli.

Liam me miró mientras rasgaba su carne. Yuri, también, había vuelto sus ojos hacia mí, preguntándose obviamente por qué no aceptaba la carne.

—Es carne buena y jugosa —dijo con un guiño, mientras se lamía el bigote—. Odio matar a Nunki, pero me gusta el sabor de su carne.

Soli me miraba, igual que Wicent y sus hijos, Wemilo y Haidar. Mi madre y Katharine y un centenar de curiosos hombres y mujeres devaki…, todos me miraban. Bardo, sentado junto a mí con las piernas cruzadas, me dio un codazo. Extendí la mano para coger la carne. Aún estaba caliente por el fuego, dura en la superficie, caliente y suave y blanda por dentro. La sostuve con cuidado, como temiendo que mis dedos nerviosos pudieran magullarla. Jugos grasientos manaron de la costra rota y corrieron por mis manos. Sentí los jugos calientes revolverse en mi boca, la súbita náusea dentro de la garganta. El olor a carne asada me hizo querer vomitar. Volví la cabeza, tragando saliva, y dije:

—Debería dar esta carne a mi primo, Bardo. Es más grande que yo y tiene más hambre que un oso al final de la primavera del medio invierno.

Miré a Bardo, que observaba la carne mientras se mordía el bigote. Bardo, pensé, a pesar de sus capas de cultura y gusto adquiridos, a pesar de la profunda repugnancia de un hombre civilizado por otra cosa que no fuera carne cultivada, a pesar de la plena barbarie de comer carne viva, si tenía hambre comería de todo.

Pero Yuri sacudió la cabeza hacia delante y hacia atrás.

—¿Rechaza un hijo la vida que su madre y su padre le dan? —dijo—. No, y por eso no debe rechazar la carne que su padre le ofrece ni la bebida que su madre hace. ¿Estás enfermo, Mallory? A veces el frío y el viento enferman tanto de hambre a un hombre que no puede comer. Entonces su hambre muere y su carne cae de sus huesos, y su fantasma hambriento está demasiado ansioso por ver el otro lado del día. Creo que eres un hombre hambriento que ha negado su hambre demasiado tiempo: esto podría verlo un ciego. ¿Ordeno a Anala que haga más té de sangre? ¿Para despertar tu hambre?

Sostuve la tira de carne en las manos y me tragué mi vómito.

—No, comeré la carne —dije. Recordé súbitamente, gracias a los archivos de los akáshicos de la memoria de Rainer, la fórmula del té de sangre. Por grande que fuera mi disgusto a la hora de comer la carne, sentía más horror a beber el té, una increíble mezcla de sangre de foca, orina y la amarga raíz del árbol quebradizo. Eché la cabeza hacia atrás e hice oscilar la carne sobre mi boca. Le di un mordisco.

No diré que la carne sabía muy distinta a las carnes cultivadas que mi madre me había hecho comer de niño. No era así. Cierto, la carne era más grasienta, estaba llena de chamusquina y era mucho, mucho más rara de lo que cualquier carne debería ser. Pero seguía siendo carne.

—La carne es la carne —dijo Bardo, atiborrándose de carne después de que yo comiera mi parte. No, no era el sabor de la carne lo que me molestaba; era la idea de masticar carne que había saltado a las órdenes de un cerebro vivo, carne que había estado viva. Mastiqué y tragué las grasientas proteínas, poco distintas a las de las células musculares clonadas y descerebradas que son cultivadas en tanques. Comí mi porción, horrorizado y fascinado ante esta necesidad de la vida de alimentarse de otra vida. Los sabores a hierro y sal llenaron mi boca, y mi cuerpo helado y exhausto despertó a la vida. Di otro bocado a la carne, y luego otro y otro más. Sabía bien. Tenía tanta hambre que llené mi boca de gotas sangrientas; mastiqué tan rápido que me mordí los carrillos. Tragué mi propia sangre junto con la de la foca y comí hasta que sentí la urgencia de vomitar. Cuando no pude comer más, le tendí la carne a Bardo.

El resto de nuestra comida fue aún más repugnante. Y aún peor, las viejas comidas podridas que Anala y las mujeres trajeron ni siquiera sabían bien. Los hombres y mujeres devaki, y también los niños, rompían nueces entre sus dientes. Comían la carne de la nuez, que era amarilla y mohosa, cubierta de un vello blanco. La esposa de Wicent, Liluye, una mujer delgada y nerviosa con dientes amarillos y saltones, nos preparó una sopa de huevos podridos de talo. Los grandes huevos azules se habían incubado demasiado, pero los devaki los comieron de todas formas, apartando sólo los ojos de los embriones (lo hacían porque los talos eran ciegos al nacer, y no querían adquirir su ceguera). Hubo también otros alimentos, alimentos que yo no podía imaginar que un ser humano pudiera comer: tragaban trozos crudos de grasa de foca como mi madre lo haría con un bombón de chocolate; los intestinos crudos de talos y otros pájaros; huesos de mamut de un año que habían sido enterrados para que se ablandaran y pudrieran; y, por supuesto, los omnipresentes cuencos de apestoso té de sangre. (No quiero dar a entender que los devaki no tenían cuidado con las sustancias que tragaban. No era así. Curiosamente, no bebían agua que contuviera la menor partícula de suciedad. Y en cuanto a las comidas mencionadas, las comían sólo porque tenían hambre. El hambre es la gran especia de la vida. Más tarde, ese mismo invierno, cuando estuvimos a punto de morir de hambre, vendrían horrores peores).

Después de terminar nuestra comida, Yuri se frotó la barriga y dijo una oración por las almas de los animales que habíamos comido.

—El invierno ha sido frío y duro —dijo—. Y el último invierno fue también duro, y el anterior. Y el invierno anterior, cuando Merilee murió, fue un mal año. Pero si hubierais venido hace cinco inviernos, habríais tenido un festín de mamut. —Bostezó y apretó el muslo de Anala. Ella se sentó a su lado y empezó a rebuscar con sus dedos entre su pelo—. Pero mañana Tuwa está enfermo de boca podrida y los devaki tienen hambre, y por eso cazamos la foca.

Anala apartó un insecto (creo que era un piojo) del pelo gris sobre su oreja. Lo aplastó entre sus sucias uñas y se lo tragó. Yuri hizo un gesto hacia Soli, Bardo y yo.

—¿Estás los hombres de los Senwelina, que son devakis como yo soy devaki, demasiado cansados para cazar la foca grasienta y gris con nosotros mañana?

Debí dejar responder a Soli, ya que se suponía que era el jefe de nuestra familia. Pero estaba lleno de carne de foca y de horror, y no podía soportar la idea de asesinar a un animal tan inteligente como la foca.

—Estamos cansados —repliqué—. Estamos cansados y nuestros perros necesitan descanso.

Soli me dirigió una fiera mirada mientras Liam frotaba sus manos grasientas sobre la cara de Seif, su hermano menor. (¿Era una protección contra el frío? ¿Una bendición bárbara? Escruté mi mente, pero no tenía ningún recuerdo de tal costumbre). Con una uña rota, Liam se sacó un filamento de carne de entre los dientes.

—No estabais demasiado cansados para comer la foca —señaló.

Se inclinó bruscamente sobre mí, y olí su denso hedor mientras pasaba sus manos callosas bajo mis pieles y comprobaba los músculos de mi cuello y mi espalda. ¡Cómo odiaba las costumbres devaki! Odié este contacto íntimo; odié el frío y grasiento toque de las manos de un hombre extraño, el horror de otra piel tocando la mía.

—Mallory es delgado pero fuerte —anunció—. Lo bastante fuerte para cazar la foca, creo. Pero está cansado; quizá debería descansar en sus pieles mientras sus casi-hermanos le traen gruesas costillas y muslos tiernos y otros delicados trozos de carne.

Me aparté de él. Qué fácil sería agarrarle por la garganta y aplastársela, pensé. Me retorcí y apreté las pieles en torno a mi cuello, y entonces dije algo que hizo que Bardo y Soli, y los demás de la Ciudad, me miraran con extrañeza.

—Estamos cansados —dije—, pero no demasiado cansados para cazar. En los hielos del sur no hay mamuts, así que cazamos la foca. He matado muchas focas; mañana mataré una foca para Liam y le daré el hígado.

Mientras decía esto recordé mi fanfarronada de penetrar en la Entidad. Pero mientras que aquella fanfarronada había sido impulsiva y casi me había costado la vida, ante Liam había fanfarroneado con un propósito. Mataría una foca. De algún modo mataría un noble animal. Lo haría para avergonzar a Liam y hacerle guardar silencio y para ganar aprobación para mi «familia». Entonces, pensé, podríamos encontrar más rápidamente lo que estábamos buscando y marcharnos de este lugar sucio y bárbaro.

Permanecimos sentados en las pieles durante un rato contando historias (falsas historias) de la caza de focas en los mares del sur. La hermosa hija de Anala, Sanya, sirvió té de sangre, que los devaki sorbieron ruidosamente, haciendo chasquear los labios y las lenguas. Más tarde, me sorprendí al ver al bebé de Sanya mamar leche de sus pechos desnudos, cubiertos de venas azules. Todo parecía sorprenderme esa noche, en especial los desinhibidos gritos de placer que procedían de las cabañas cercanas de los Yelenalina. Escuché a una mujer jadear instrucciones íntimas a su marido (esperé que fuera su marido), y escuché la respiración entrecortada y el rumor de las pieles, los sonidos de las bestias humanas apareándose. Inmerso como estaba en aquellas nuevas sensaciones, apenas advertí que Yuri se me acercaba. Miré los débiles pétalos de fuego aletear sobre la pira ante mí, y me sorprendí cuando me dijo en voz baja:

—No deberías matar la foca. Nunki es tu doffel. Por eso tuviste problemas para comer la carne de foca… Debería de haberlo visto de inmediato.

Recordé que los devaki creen que el alma de cada hombre está reflejada en el alma de un animal particular, su doffel, su otro yo a quien no puede cazar.

Miré rápidamente a mi alrededor, pero nadie nos prestaba atención. Soli y Justine habían regresado a nuestra cabaña. Mi madre y Katharine estaban sentadas junto a Anala mientras Bardo entretenía (si ésa es la palabra adecuada) a los demás con una canción que componía sobre la marcha.

Me volví y dije lo primero que se me pasó por la cabeza.

—No, Ayeye, el talo, es mi doffel. Mi abuelo me lo dijo cuando me convertí en hombre.

Él me agarró de repente el brazo y me miró con su triste ojo.

—A veces es muy difícil determinar qué animal tiene nuestro otro-yo. Es difícil ver, y se cometen errores.

—Mi abuelo era un hombre muy sabio —mentí, pues no tenía ningún abuelo que conociera.

Justo entonces todos empezaron a reírse porque Bardo había pronunciado mal dos palabras de su canción, que habían cambiado por completo su significado. Había querido cantar:

Soy un hombre solitario de los hielos del sur

en busca de una esposa elegante.

Pero se había equivocado al pronunciar las vocales, y los versos quedaron así:

Soy un hombre púrpura de los hielos del sur

en busca de un piojo elegante.

No pareció darse cuenta de su error, ni siquiera cuando Anala cloqueó como un somorgujo de las nieves, se palmeó los muslos y empezó a examinar el pelo rubio de Liam para ver si podía encontrarle a Bardo algún «piojo elegante». Al parecer todos pensaron que su error fue intencionado, que tenía mucho ingenio en vez de ser sólo un tonto bufón.

Yuri sonrió y me agarró el brazo con más fuerza. Sus manos eran tan grandes como las de Bardo, pero más duras, reforzadas por años de trabajo y frío.

—A veces —dijo, y había una urgencia peculiar en su voz—, a veces los abuelos, que están muy cerca de sus nietos, no pueden ver el alma oculta tras sus ojos. Y tú tienes ojos difíciles, un ciego podría verlo. Son azules y fieros como la niebla del hielo, y miran muy lejos. ¿Puedes echar la culpa a tu abuelo, Mallory, por confundir tu alma con el alma furiosa del talo? Pero Ayeye no es tu doffel, sólo necesito un ojo para verlo. Nunki la foca, que ama el sabor de la sal del mar y la fría paz del océano…, ése es tu doffel.

Es imposible explicar, aquí las creencias de los alaloi. No hay espacio para registrar las ricas mitologías, el sistema de tótems diseñado para comunicar con los espíritus de los animales y con lo que ellos llaman el alma-mundo. (En todo caso, no estoy seguro de comprender realmente el concepto de comunicaciones telepáticas con árboles, talos y focas, incluso rocas. No comprendo —ni siquiera ahora, después de todo lo que ha sucedido—, cómo el alaloi crea el mundo momento a momento en el trance del eterno movimientoahora). Es un sistema complicado y antiguo, tan antiguo que los historiadores no tienen registros de sus comienzos. Burgos Harsha creía que los alaloi originales habían tomado trozos del misticismo sufí y otras filosofías antiguas que encajaran en su nuevo entorno. Pensaba que también habían adoptado el sistema de tótems y los sueños de las antiguas tribus strailia de la Vieja Tierra. Allí, en los desiertos de ese continente aislado, el hombre había tenido cincuenta mil años de soledad para desarrollar su sistema de símbolo y pensamiento, Era un sistema elaborado, lógicamente consistente, que dependía de extrañas jerarquías de pensamiento y mente. Había reglas por las que los hombres y mujeres vivían sus vidas. El método de un hombre para encender una hoguera, la dirección en que orina (hacia el sur, siempre hacia el sur), las veces que se le permite copular con su esposa…, todos los aspectos de la vida están determinados por este refinado sistema. No importaba lo primitivo e ingenuo que me pareciera, representaba el esquema intelectual más largo y sin fisuras de la historia del hombre. Y ya que Yuri, el más viejo de su tribu, era un maestro de este sistema, debería haber aceptado que podía determinar qué animal no se me permitía cazar. Pero no lo acepté.

—Mañana cazaré a Nunki, como dije que haría.

Yuri sacudió la cabeza adelante y atrás. Emitió la larga nota aguda del silbido devaki cuando lloran por los muertos.

—Es triste —dijo—. No se sabe bien que, una vez cada mucho tiempo, nace un hombre que no acepta su otro-yo. Y, al no aceptarlo, es vulnerable, porque el otro-yo buscará destruirle en vez de ser abandonado para siempre. Para él no puede haber unión, ni unidad. Y por eso debe matar, está condenado a matar esta mitad de sí…, ¿comprendes? Si no lo hace, la mitad que queda, el yo-sin-muerte, nunca puede crecer para completarse. Es muy doloroso y duro, y debo preguntarte: ¿estás dispuesto a ser un asesino?

Charlamos durante largo rato, contemplando las paredes de la cueva. Los demás se habían acostado hacía rato, y allí estaba yo, escuchando las palabras de un viejo supersticioso. Yuri tenía una voz rica y resonante. Con la entonación de un maestro narrador (o chamán), me entretuvo con su voz, hablando y hablando durante toda la noche. Sus palabras contenían ecos de filosofías arcanas y misterios. Sus palabras eran demasiado simples para ser tomadas en serio, aunque me perturbaban incluso así. Me dijo que el miedo de este autoasesinato me enfermaría; profetizó que vendría un día, y pronto, en que mi valor huiría como una liebre de las nieves en el bosque, un día en que rechinaría los dientes y gritaría: ¡Todo es falso!

—¿Y cuál es el gran miedo? —me preguntó—. No es el temor al frío ni a los dientes del oso blanco. Hay miedos de carne, miedos que olvidamos al estar sentados junto al cálido fuego o al jugar con nuestras esposas. No es ni siquiera el miedo a la muerte, porque sabemos que, si la tribu reza por nuestros fantasmas, viviremos eternamente al otro lado del día. No, el gran miedo es el miedo al yo interior. Tememos convertirnos en este yo-sin-muerte. Descubrir lo desconocido es como saltar a la boca del volcán. Quema el alma. Si matas a tu doffel, conocerás este miedo. Y debes comprender que es un dolor sin medida ni final.

Finalmente, cojeé de regreso a nuestra choza, en un estado de agotamiento total. Había sido el día más largo de mi vida (excluyendo, naturalmente, los días en el multipliegue —no fueron realmente días— pasados en tempolento). Me arrastré a través del túnel de entrada y descubrí que alguien había colocado mis pieles de dormir en un lecho de nieve. Me metí en ellas. El dolor de mi rodilla y el otro dolor me hizo estar intranquilo. Las ascuas ardían y arrojaban una cálida luz amarilla sobre las figuras que dormían en sus camas de nieve. Katharine yacía junto a mí, su respiración tan regular y suave como las olas del mar. Advertí para mi asombro que Soli abrazaba a Justine mientras dormía profundamente (no sé cuál fue el shock mayor: esta ternura por su parte o ver que él, el ceñudo Soli, era capaz de dormir). Yo estaba exhausto, pero también atrapado en aquel estado estimulado de la vela más allá del cansancio. Pensé en las palabras de Yuri. No podía dormir. Los dientes apretados de Soli, el goteo del agua cayendo del techo en sintonía con los fuertes latidos de mi corazón, el siseo del viento a través del agujero tapado de la pared…, estos sonidos me mantenían despierto. Las paredes de hielo eran un aislante demasiado bueno contra el frío. La habitación estaba demasiado caldeada y apestaba. El calor de los cuerpos dormidos se unía al hedor de la orina pútrida y mi propio sudor rancio y otros olores que no pude identificar. El hedor era tan horrible que apenas podía respirar. El aire me sofocaba como una vieja piel empapada de vómito. Sentí mareo y temor en la boca del estómago. Me levanté de las pieles, me vestí rápidamente y corrí de la choza a la boca de la cueva, donde vomité mi festín sobre la nieve. Pensé en mi promesa de asesinar a una foca al día siguiente, y vomité hasta que mi estómago se convirtió en un nudo seco. Mientras me tambaleaba ante la cueva, un perro gruñó y ladró, y luego otro y otro más. Me volví, medio agachado, hacia la cueva. Allí, a la luz anaranjada, contra las fluctuantes lenguas de fuego, los perros saltaban en sus correas. Tusa y Nura, Rufo y Sanuye, mis pobres perros hambrientos, luchaban entre sí, disputándose trozos medio digeridos de carne de foca del barro rosado que humeaba sobre la nieve. Tusa gruñó y mordió al amable Rufo, que aulló y se contentó con lamer uno de los charcos de vómito más pequeños. Entonces Tusa le arrancó la oreja a Nura, y Sanuye comió la nieve enrojecida con la sangre de Nura.

Separé a los perros. Hubo hocicos chasqueantes, ladridos y piel erizada. Uno de los perros me mordió. Los até más corto a sus estacas, y amontoné nieve sobre el revoltijo que había creado.

¡Qué cosa tan terrible era el hambre auténtica! ¡Cómo me había equivocado al no alimentar a los perros! Mi sangrante mano ardía mientras pensaba esto, y sentí dolor en el estómago vacío. ¿Era esto vida, entonces? ¿Era este vacío interior y el deseo de alimento el precio de vivir? No, pensé, es un precio demasiado terrible, y me pregunté por la vanidad que me había traído a los devaki en busca del significado de la vida. El secreto de la vida…, ¿podía estar realmente embebido en los cromosomas de esta gente apestosa y bebedora se sangre? ¿Pudieron sus antepasados capturar realmente dentro de su ADN el misterio de los ieldra?

Imaginé que tenía las habilidades de un unidor y un imprimátur, que podía desenrollar las hélices del ADN de Yuri como un historiador, en su búsqueda de conocimiento, puede desenrollar un antiguo tapete. ¿Encontraría codificada, entre los azúcares y las bases, la información que los ieldra habían tejido hacía tanto tiempo? ¿Había algún mensaje enroscado dentro de los testículos de Wicent y Liam, algún secreto significativo, una forma adecuada de vivir para toda la humanidad? Y, si este mensaje existía, ¿por qué debía estar envuelto en misterio? Si los ieldra podían decirnos que buscáramos en nuestro pasado y nuestro futuro el secreto de la vida, ¿por qué no podían decirnos cuál era este secreto?

¿Por qué no podían los dioses, si eran dioses, hablar simplemente con nosotros?

Miré las estrellas, el brillante triángulo de Wakanda, Eanna y Farfara parpadeando por encima del horizonte oriental. Tras ellas, el corazón de la galaxia fluía con latidos láser de una forma que los mecánicos no podían explicar. Si abría los ojos todo lo que pudiera, ¿arderían con la luz de los dioses? Si volvía mi cara hacia el distante viento solar del corazón de las estrellas, ¿oiría a los dioses susurrarme al oído?

Presté atención, pero el único sonido era el murmullo del viento atravesando el bosque allá abajo. De la cara occidental de Kweitkel llegó el aullido de un lobo llamando al cielo. Me quedé allí un rato, escuchando y observando, observando y escuchando. Poco después regresé a la cueva. Mañana mataría una foca y tal vez comprendería, si no el secreto de la vida, sí al menos el significado de la muerte.