Y así el Hombre vertió su simiente en el Tubo de Ensayo, y de los vientres artificiales surgieron muchas razas de hombres, y razas que ya no eran hombres. Los elidi desarrollaron alas y los agathanianos dieron a sus cuerpos forma de focas y nadaron bajo las aguas de su planeta; los hoshi aprendieron el difícil arte de respirar metano, mientras los alaloi redescubrieron artes antiguas y sin edad. En los Mundos Civilizados hubo muchos que buscaron mejorar su herencia racial de muchas formas pequeñas. Los ejemplares de Bodhi Luz, por ejemplo, desearon hijos de mayor estatura y así, centímetro a centímetro, generación tras generación, criaron seres humanos de tres metros de altura. El caos se produjo cuando los seres humanos de diferentes planetas descubrieron que eran incapaces de aparearse y tener hijos del modo natural. Así, el Hombre formuló la tercera y mayor de sus leyes, que sería llamada la Ley de los Mundos Civilizados: Un hombre puede hacer con su carne lo que le plazca, pero su ADN pertenece a su especie.
—De Réquiem por el Homo Sapiens, de Horthy Soto.
Las Mil Islas es un vasto archipiélago disperso a través de seis mil kilómetros de océano. Las islas se extienden en un amplio arco desde Landasalia, en el oeste, a Neverness en el sudeste. Aunque hay muchas más de mil islas, muchas, muchísimas más, la mayoría son pequeñas rocas volcánicas aplanadas por el viento y los hielos y la fuerza de la gravedad; son extensiones yermas de tundra y juncos y nieve arrastrada por el viento. (De hecho, el nombre «Las Mil Islas» es una mala traducción del término devaki helahelasalia, que significa «Las muchas, muchas islas». Los devaki, como todas las tribus de alaloi, no tienen otra expresión más que hela para las cantidades superiores a veinte). Las treinta y tres tribus de los alaloi tienen su hogar en las islas más grandes, las del grupo meridional, que se llaman las Aligelstei (o «Las Joyas Brillantes de Dios») y rebosan de vida. Allí, los alaloi cazan el shagshay y el mamut a través de los bosques siempre verdes; allí se protegen los ojos de los colores y la brillantez de los campos nevados; y, de noche, se acurrucan en sus chozas de hielo y en sus cuevas bebiendo su té de sangre y haciéndose preguntas a la luz de las estrellas.
La decimosexta isla se llama Kweitkel, y debe su nombre al gran pico que se eleva cuatro mil quinientos metros por encima del mar. Según mi madre, que había improntado los recuerdos más relevantes del alaloi Rainer, encontraríamos a los devaki reunidos en una caverna bajo la cara sur del Kweitkel. Todos los inviernos, cuando el mar se congela rápidamente, las familias dispersas de la tribu conducen sus trineos tirados por perros a través del hielo. Proceden de islas cercanas como Waasalia y Jalkel y Alisalia, y de Sawelsalia y Aurunia, que no están tan cerca. Vienen para encontrar esposas para sus hijos y ejecutar sus ceremonias de iniciación a la masculinidad; vienen a contar historias y a hacerse regalos mutuamente, y porque la oscuridad del invierno profundo, cuando el aire es tan frío que te sorbe el alma por el aliento, es una época terrible para estar solo.
Nuestro plan era acercarnos a Kweitkel desde el sur, un único grupo familiar buscando nuestro hogar ancestral. La argucia sobre la que se basaba toda nuestra impostura residía aquí: Fingiríamos ser los descendientes de Senwe, un hombre valiente que había dejado a los devaki hacía cuatro generaciones para fundar una tribu propia. (Yo esperaba que el recuerdo de Rainer fuera limpio y cierto, que hubiera habido realmente un hombre llamado Senwe. ¿Se había internado realmente a través de los hielos del sur en busca de Pelasalia, las fabulosas Islas Benditas? Por supuesto, no hay ninguna isla al sur de Kweitkel, bendita o no. Senwe, si se había encaminado realmente hacia el sur, habría muerto sin duda hacía mucho cuando la capa de hielo se rompió bajo el duro sol del falso invierno; su familia y él probablemente habían sido arrastrados al mar frío e insondable). Amparados en la capa de oscuridad, nos posaríamos a quince kilómetros de la costa sur de Kweitkel. Allí, donde los vientos rugen incesantemente sobre miles de kilómetros de hielo, engancharíamos nuestros perros, nos abrocharíamos las pieles y efectuaríamos el corto viaje a nuestro nuevo hogar.
Salimos de la Ciudad en un rompevientos plateado, y recorrimos los novecientos kilómetros que separan Neverness de las primeras de las Islas Exteriores. Dos generaciones antes, Goshevan había recorrido este mismo camino, solo en el hielo a kilómetros debajo de nosotros. Nuestro viaje fue mucho más fácil y mucho más rápido que el suyo. En poco tiempo dejamos atrás las quince Islas Exteriores, un famoso terreno de caza para los corredores-gusano que se arriesgaban a morir bajo el fuego de los láseres en su ansia por contrabandear pieles reales y sin precio para los tubistas de la Ciudad. Debajo de nosotros, cubiertas por la negra tinta de la noche, había montañas boscosas y manadas de blancos shagshay. Debajo de nosotros (una vez más tuve que confiar en la memoria de Rainer) estaba el hogar ancestral de los Yelenalina y Reinalina, dos de las mayores familias de la tribu devaki.
Siguiendo nuestro plan, aterrizamos sobre el helado mar al sur de Kweitkel. Al menos, creo que aterrizamos allí. Tuvimos que confiar en las habilidades como navegante de un tal Markov Living, un piloto aspirante recién salido de Borja. (Es irónico que nosotros, los pilotos que tan fácilmente viajamos desde Urradeth a Gelid Luz, seamos tan notablemente ineptos para la tarea mucho más simple de pilotar un rompevientos). Desembarcamos casi en silencio nuestros tres trineos y los quince ruidosos perros. Trabajamos con rapidez para que Markov pudiera despegar antes de que el sol saliera y dejara al descubierto nuestra superchería a cualquiera que pudiera vemos desde la distante costa.
Sentí la oscuridad y el frío mientras manejaba las correas de los arneses; la luz de las estrellas era demasiado débil para iluminar a mis perros. Pero podía oírlos gruñir y ladrarse mutuamente, mordiendo las heladas tiras de cuero que los sujetaban. El viento los cubría con oscuras capas flotantes de hielo, y empezaron a bufar, estornudar y tiritar. Bardo, a mi lado, acarició con la mano abierta la cabeza de su perro guía, Alisha. Con la capucha de su piel de shagshay pegada a la cabeza, parecía un gran oso blanco. Soltó una maldición y habló con Justine; no pude distinguir lo que dijo porque el viento aullaba y se llevaba sus palabras por el hielo. Soli, que parecía inmune al viento, unció sus perros al arnés y se inclinó para comprobar su carga. Las mujeres, siguiendo la costumbre alaloi, ayudaban en lo que podían. Pero Justine se descuidó. Apretó demasiado el arnés en torno al pecho de mi tercer perro, Tusa. El perro la mordió y casi le arrancó el guante de la mano. Al instante, mi madre cargó contra el perro y lo golpeó con un látigo de cuero. Le azotó en los cuartos traseros hasta que el animal se puso a gemir y se apretó contra la nieve.
—Ese Tusa es una bestia —dijo al silbante viento. Se volvió hacia mí—. ¿No te lo dije? ¿Que deberíamos haber usado hembras en vez de machos?
Soli la observó todo el rato, aunque estaba demasiado oscuro para poder ver la expresión de su rostro.
—Los machos son más fuertes —dijo simplemente, y le indicó a Markov que estábamos preparados para ponernos en marcha. Markov, que nunca abandonó el calor de la nave, le hizo una señal a Soli y puso en marcha los cohetes. Con un bramido, el rompevientos se abalanzó hacia delante y luego se lanzó hacia lo alto, hacia el oscuro cielo del este. Su fragor resonó sobre el hielo, luego murió.
No recuerdo haberme sentido más solo que aquella mañana en el mar. Yo, que había viajado muy lejos en el multipliegue, a miles de millones de kilómetros de cualquier otro ser humano, contemplé el rastro rojo de los cohetes del rompevientos perderse en el cielo. Estar solo dentro de una naveluz (o cualquier otra nave) no era estar realmente solo. Tenías la seguridad de la cabina, como un útero, el contacto familiar y tranquilizador de las neurológicas, la seguridad del diseño humano. Sobre el hielo sólo había viento amargo, y tanto frío que parecía líquido contra mis ojos y mi nariz; en el hielo había cosas que mataban, no importaba la ayuda de familiares o amigos. Por primera vez en mi vida estaría íntimamente cercano a las cosas de la vida. Mataría animales para comerlos, y me haría la ropa con su piel ensangrentada; haría casas de nieve compacta para evitar morir congelado. El viento cortaba a través de mi parka, y de repente supe, de una manera inmediata y tangible, lo delicada que era realmente mi piel, a pesar de su cobertura de pelo negro y piel blanca. La nieve en polvo me picoteaba la cara engrasada, y escuché el gemido del viento; escuché el viento silbar al salir de mis pulmones helados y sentí pequeñas agujas de hielo romperse y reformarse dentro de mi nariz cada vez que inspiraba o espiraba. Me pregunté, y no sería la primera vez ni la última, si lo que encontraría en la isla de Kweitkel merecía el precio de los dientes doloridos y la piel congelada.
Poco después, Soli silbó a su perro guía, y comprendí que era hora de ponerse en marcha. Ya que iba a hacerme pasar por un alaloi, pensé que debería practicar sus rituales. Me volví hacia los cuatro puntos Cardinales y di gracias por la mañana. Al este había una luz roja y baja del color de la sangre allá donde el hielo se unía con el cielo. Manojos de rosa y gris gravitaban de la cúpula azul negruzca, iluminada por el sol más allá de la curva del mundo. Al sur, brumas grises y hielo interminable. El oeste estaba oscuro, y el contorno de Sawelsalia aún estaba perdido en los pliegues de la noche. Me incliné hacia el norte, donde Kweitkel se alzaba en la distancia como un enorme dios blanco. (La palabra «kel», que significa montaña, es también la palabra que emplean los devaki para referirse a dios). Sus faldas eran verdes y blanco oscuro, casi pizarrosas contra el cielo, pero los campos nevados de la cima destellaban anaranjados con la luz.
—Kweitkel, nu la lurishia —susurré, esperando que nadie me oyera saludar a la montaña—, Shantih, shantih.
Enfilamos nuestros trineos hacia el norte y silbamos cuatro notas breves seguidas por una larga nota aguda, la señal con la que los devaki acicatean a sus perros cuando no quieren usar el látigo. Los perros, con sus narices negras y las lenguas rosadas oscilando, saltaron en sus arneses y hundieron los pies en la nieve. Soli conducía el trineo guía, seguido por Bardo. La mayor parte del tiempo, las mujeres viajaban en las camas de los trineos. Sin embargo, al menos dos veces esa mañana mi madre insistió en tomar las riendas de mi trineo. Pero yo no podía dejarla. Las mujeres devaki, le dije para su molestia, no conducen trineos. Yo llevaba el último trineo, que era el más fácil de manejar por dos razones: primera, mi perro guía, Liko, era con mucho el más listo y fuerte de los perros; y segunda, sólo tenía que seguir la pista ya abierta por Soli y Bardo. La nieve en sí estaba dura y limpia; los patines de nuestros trineos brillaban suavemente en sus surcos paralelos. Los devaki llaman a esa nieve safel, nieve rápida, y en efecto lo era. A media mañana habíamos cubierto ya la mitad de la distancia hasta la isla, y habríamos avanzado más de no ser por el penoso estado de los perros.
Debo admitir que mía era la culpa de no dar de comer a los perros. Para empezar, esta crueldad era mi plan. De todas las cosas dolorosas que he hecho en mi vida (y ha habido muchas cosas, muchas), en cierto modo lo que más lamento es la tortura de estos animales inocentes. Era necesario, me dije a mí mismo y a los otros, que tuviéramos el aspecto de haber recorrido una gran distancia. Si hubiéramos cruzado realmente mil quinientos kilómetros de hielo, como íbamos a hacer creer, nuestros perros estarían flacos y hambrientos por haber comido medias raciones durante demasiados días. Con este fin, y contra los deseos de Soli, había exigido que los perros comieran muy poco. Es más, yo mismo, antes de salir de la Ciudad, había frotado sus patas con hielo hasta que sangraron y se helaron. Mientras los animales gemían y me miraban con sus ojos confiados, yo los había mutilado y les había hecho pasar hambre. Lo hice para que los devaki pudieran aceptarnos como hermanos y consiguiéramos descubrir el secreto de la vida. (Sé que no puede perdonárseme por el hecho de que yo también pasara hambre. Los otros hicieron lo mismo. ¿Qué es el hombre sino ese ser que puede soportar cualquier barbaridad, miseria o dolor?).
También fue una lástima que Bardo y yo tuviéramos que fustigar a los perros. Durante el trayecto hasta la isla, Bardo usó su látigo salvajemente. Gritaba y maldecía y azotaba los cuartos traseros de su último perro. Curiosamente, Soli, suyos perros tenían la tarea de abrir la marcha, no usó su látigo. Había aprendido otro truco de Lionel, lo había aprendido mejor que el propio Lionel. Recuerdo cómo el claro silbido de Soli taladraba el aire de la mañana. Era un silbido hermoso, lleno de música; incluso hoy puedo oír ese penetrante silbido. En las notas agudas y limpias había una urgencia, y también una comprensión, como si Soli conociera la agonía de los vientres encogidos y las patas congeladas y sangrantes. Silbaba una y otra vez, y sus perros jadeaban y tiraban con fuerza. Pronto, esperé, si nos acompañaba la suerte, serían recompensados con un buen fuego y trozos sangrantes de carne recién cazada.
Así, nos aproximamos a la costa rocosa de la isla. El viento esparcía el rastro del avance de los trineos sobre la nieve. Tenía la cara tan aturdida por el frío que apenas podía hablar. Pero había poco que decir y mucho que escuchar: los ladridos de los perros y la tonante voz de Bardo; los chillidos de los talos mientras se lanzaban desde los acantilados sobre nosotros y batían las alas contra el viento; las partículas de hielo grabadas en los promontorios de roca que brotaban del mar; y, cuando el viento moría y las cosas vivas se callaban durante un instante, el súbito arrebato de silencio, vasto y profundo.
Aproximadamente a un kilómetro de la costa, vi que tendríamos problemas para llegar a tierra firme. La costa meridional de Kweitkel estaba surcada de altos acantilados, montañas de roca volcánica que sobresalían de las aguas costeras como grandes dedos negros comidos por la enfermedad de la sal y la nieve. El mar estaba congelado sobre las rocas, el hielo crujiente, plegado y denso se extendía sobre la playa en bandas irregulares de blanco y azul. Pensé que sería mejor que circundáramos la isla e introdujéramos nuestros trineos por la cuesta más suave de la costa occidental. Cuando nos detuvimos a mediodía para comer nuestra ración de nueces baldo y agua fría, Soli no estuvo de acuerdo.
—Si vamos a hacer creer que procedemos del lejano sur —dijo—, tienen que vernos llegar desde el sur.
—Pero la pendiente occidental será más rápida —dije yo, con voz pastosa por el frío.
—Siempre tienes prisa, ¿verdad?
—Tal vez los devaki nos han visto acercarnos. Han tenido toda la mañana para observarnos. —Miré a los afilados acantilados del sur, y sentí en la garganta un presentimiento de desastre y perdición. Pero no era ningún scryta, así que todo lo que dije fue—: No me gustan esos acantilados.
Me pregunté qué aspecto habrían tenido nuestros tres trineos vistos desde el risco sobre la cueva devaki. No podía haber nada más diminuto e insignificante que los hombres y sus artefactos moviéndose contra el interminable desierto de hielo. Tres diminutas figuras recortadas contra una blancura infinita, arrastrándose más lentamente que un gusano de la nieve…, eso, imaginé, si es que alguien nos había visto.
Soli apretó los labios, que brillaban de grasa.
—El universo no gira alrededor de Mallory Ringess o de ninguno de nosotros. —Y, para reafirmarse, miró a Justine, que estaba sentada en la cama de su trineo—. ¿Por qué iban a estar observándonos los devaki?
Me froté la nariz; la grasa endurecida estaba fría y pegajosa.
—Si hacemos que los perros suban por ese acantilado, pensarán que somos estúpidos.
—No, no es eso. —Se llevó la mano a las cejas y forzó la vista mientras oteaba las secciones separadas de la playa. Señaló una abertura entre los acantilados donde la playa se alzaba para encontrarse con un bosque—. Allí —dijo, hablando la lengua de los devaki como si hubiera nacido con ella—. Conduciremos nuestros trineos por la lengua de hielo donde lame el borde del bosque.
—Será difícil.
—Sí, eso es cierto.
Esa tarde ejecutamos la tarea más difícil de nuestras vidas. Cerca de la isla, el mar estaba congelado en un entramado de bloques de hielo verde y azul, una jungla de cristales del tamaño de una casa, grietas y montículos y afiladas lanzas de hielo que enganchaban los arneses y casi empalaron a los perros. Hubo momentos en que los trineos se atoraron en las fisuras y pliegues de los riscos de hielo, o peor, colgaron del filo mientras los perros aullaban llenos de frustración y miedo. Al menos tres veces tuvimos que soltar a los perros y tirar mano a mano de las correas de cuero para aupar nuestra carga. Una vez tuvimos que descargar los trineos por completo. Bardo, naturalmente, odiaba cualquier tipo de esfuerzo que no ocurriera en la cama, y en cada oportunidad gritaba y maldecía el instante de su nacimiento. Cada uno de nosotros, a su modo, reaccionaba según su carácter: Justine cantaba una alegre tonada y se reía ante cada dificultad, sólo porque le encantaba estar allí en la nieve junto a su marido; Katharine, distraída y apartada de su labor, estaba fascinada por el brillo del hielo y la textura de los distantes bosques, y no podía dejar de contemplar las cosas del mundo; Soli parecía saborear los problemas de todo tipo, quizá como una prueba de su inteligencia y su habilidad para soportar el dolor. Sólo mi madre (y he aquí una de las grandes sorpresas de mi vida) parecía a gusto con el trabajo pesado. Se movía entre las peligrosas placas de hielo con seguridad y agilidad; parecía disfrutar de la fuerza de su nuevo cuerpo alaloi. Este placer recién encontrado era evidente en la forma relajada en que tiraba de las correas de los trineos y se encaraba al viento, avanzando mientras clavaba las botas contra el hielo resbaladizo; era evidente en la expresión de su cara esculpida que, a pesar de lo ancho de su nariz y mandíbula, era muy hermosa.
A últimas horas de la tarde llegamos al borde del bosque. Yo tenía los músculos de los brazos hinchados y ardiendo. Me había lastimado la rodilla cuando Katharine perdió pie, resbaló, y todo el peso del trineo cayó sobre mí. Yo también había resbalado y me había torcido la articulación. Sabía que debía a Mehtar el hecho de que los ligamentos hubieran aguantado. Cojeé por la línea de nieve donde la playa daba paso al oscuro bosque, y me encontré (absurdamente) dando gracias al tallador tubista por no haberme quedado lisiado.
Bardo, que simulaba estar extenuado, se sentó en una roca sujetándose la cabeza con las manos.
—¡Por Dios, estoy cansado! —gimió—. ¿Veis mis manos? ¿Por qué no puedo cerrarlas? Esto es una locura. Ah…, pero hace frío, frío suficiente para congelar los meados antes de que toquen el suelo, como os demostraría si no estuviera demasiado cansado para ponerme en pie. Maldito sea Shiva Lal y maldita sea Drisana Lal por abrirse de piernas y ceder ante él y tenerme a mí. Malditos sean también Govinda Lal y Timur, y Hanif y…
Continuó maldiciendo a sus antepasados por infligirle el dolor de vivir; siguió durante un rato. Los príncipes de Mundo Verano, yo lo sabía bien, tenían una excelente memoria de su linaje. Maldijo a su tatarabuelo, y maldijo la irracionalidad del agua por permitirse congelarse en los carámbanos verdiblancos que colgaban de su bigote. En ese momento no sentí lástima de él, aunque sabía que antes de venir a Neverness nunca había visto la nieve o el hielo.
Mientras mi madre cogía uno de los perros y se dirigía al bosque con sus esquíes para explorar el terreno, Justine empezó a envolver con pieles las patas ensangrentadas de los otros perros. Con una mezcla de molestia y admiración, advertí que Katharine se inclinaba sobre un brillante arbusto y rodeaba con sus manos desnudas los pétalos de una flor de fuego.
—Está caliente —dijo—. Los colores, mirad cómo cambian: el rojo se transforma en carmín, el carmín en…
Soli se me acercó, e inmediatamente empezamos a discutir. Yo estaba ansioso por llegar a la cueva de los devaki, pero él sacudió la cabeza.
—Es tarde. El bosque no es un buen sitio para pasar la noche.
—Cuando anochezca estaremos ya en la cueva de los devaki —dije yo—. Sólo hay seis kilómetros de bosque por delante.
—Eso si la memoria de Rainer es cierta.
—¿No tienes fe? —le pregunté con mala intención.
—¡Fe! —dijo él, y se quitó la nieve de las botas.
—Nos quedan dos horas antes del crepúsculo.
—¿De veras, Piloto?
Me volví hacia el oeste, pero estábamos demasiado cerca de la base del acantilado para ver la posición del sol. Deseé haber traído un reloj con nosotros. Habría sido fácil. Recordé haber visto en la Torre del Guardián del Tiempo un reloj no mayor que la uña de mi meñique (la uña de mi meñique, claro, antes de que Mehtar tallara mis manos). El reloj era una lámina de alguna sustancia viva que brillaba y cambiaba de colores para marcar el paso de los segundos y las horas, igual que las flores de Katharine mutaban de magenta a púrpura encendido. Si hubiera escondido entre mis pieles una de aquellas láminas, podría haber predicho el momento en que el borde del mundo, al girar, anularía al sol.
—Podríamos haber hecho que el reparador adjuntara un reloj a la radio —dije, volviendo a abrir la vieja discusión—. Pero no quisiste quebrantar el edicto del Guardián del Tiempo.
La radio en sí estaba oculta en el falso fondo del trineo de Soli junto con las esferas de krydda que necesitaríamos para conservar las muestras de tejidos devaki conseguidas. Por supuesto, no era fácil llegar a la radio; sólo podríamos usarla para hacer señales al rompevientos cuando hubiéramos terminado este peligroso asunto de hacernos pasar por cavernícolas.
Parecía que Soli lamentaba no haber roto el edicto del Guardián del Tiempo contra los relojes. Pensé que debía resultar difícil ser el Lord Piloto. Contempló la base del acantilado, las capas de roca; era como si, a través de las antiguas marcas y sedimentos, contemplara el corazón del mundo.
—El Guardián del Tiempo tiene razón al odiar el tiempo, ¿no? ¿Por qué debe preocuparnos lo que es el tiempo? ¿Por qué necesitamos un reloj cuando tenemos a Mallory Ringess para asegurarnos de que tenemos dos horas antes de que muera la luz?
Cuando mi madre regresó para informar que el camino a través del bosque era despejado y no muy empinado, tomamos nuestra decisión.
—Hay mucha nieve —dijo—, pero la superficie es densa. Mirad a Ivar. Con sus duras patas… no rompió la superficie.
Tardamos un rato en enganchar los perros para nuestra etapa final a través del bosque, y entonces sucedió algo terrible. Yo debería haber estado preparado, porque Katharine soltó de repente las correas, se irguió, y miró al cielo como si contemplara una pintura. Pero yo estaba cansado, demasiado atareado con Liko para darme cuenta de que ella miraba el restablecimiento de una visión pasada. Estaba colocando el arnés en torno al tupido pecho de Liko cuando algo salió de detrás de una roca junto al borde del bosque. Una liebre de las nieves, con las orejas echadas hacia atrás, botó en un salvaje zigzag a través de la nieve. Liko soltó un tremendo ladrido y, antes de que pudiera sujetarle, corrió tras la liebre.
Es difícil decir lo que sucedió a continuación. Difícil no porque mi memoria esté opaca y perturbada, sino porque la narración duele. Liko corrió por la nieve, un destello casi blanco contra blanco persiguiendo a una pelota blanca. Bardo se levantó de su roca, miró hacia el cielo y gritó:
—¡Por Dios, mirad eso!
Otro destello brotó de lo alto del acantilado. La liebre saltaba cada vez más cerca del bosque, y yo alcé la cabeza para ver una gran forma azul extenderse contra el azul del cielo. Era un talo con los espolones preparados que se abalanzaba contra la liebre, contra Liko, contra uno u otro (no sabía cuál), pero rápido y certero, el espolón trasero apuntando como una lanza. Lo hundió en el cuello de Liko. Hubo un grito agudo y terrible. O tal vez fuera la mezcla de dos gritos: el grito victorioso del gran pájaro unido al aullido aterrado de Liko…, no lo sé. El perro cayó en la nieve, revolviéndose, agitando las mandíbulas. Yo corrí hacia él, preguntándome por qué no trataba de escapar del talo. Corrí hacia él, demasiado cegado por la deslumbrante nieve y el miedo como para advertir que el talo probablemente le había roto el cuello. Mientras corría hacia él, con la intención de agarrar al pájaro por las alas y romperle su cuello, el talo me miró con sus brillantes ojos y clavó sus espolones en el flanco de Liko. Volvió la cabeza, como sorprendido, y luego hundió su ganchudo pico en la boca cubierta de espuma del perro. Hubo otro grito terrible, y después silencio. El talo alzó la cabeza (y todo este tiempo, que casi no fue tiempo, yo corría), sosteniendo la lengua rosada de Liko en su pico. Agitó bruscamente la cabeza, tragó el bocado ensangrentado y me miró con sus ardientes ojos. Volvió a hundir la cabeza, como si tuviera un tiempo interminable para ejecutar su violación. Me oí gritar, y la punta del pico se clavó en el ojo de Liko, que había permanecido abierto todo el tiempo, lleno de terror. Golpeé el aire con los puños; el talo echó hacia atrás la cabeza y abrió su garganta; y entonces, mirándome de forma casi placentera, saltó al aire con un grito y un tronar de alas y se perdió en el cielo.
Me quedé de pie junto a Liko, abriendo y cerrando las manos, impotente.
Soli se me acercó, y Bardo, y los demás también. Soli miró a Liko, que gemía.
—¿No ves que se está muriendo? —me dijo.
Yo permanecí en silencio, contemplando las manchas rojas sobre la nieve.
—Tu perro, Piloto, es tu perro.
La mancha ensangrentada se congeló mientras yo miraba.
—Tendrás que matarlo —dijo Soli.
No, pensé. No puedo matar a Liko, mi perro guía, mi amigo.
—Hazlo ahora, Piloto. Rápido.
—No —dije—. No puedo.
—¡Maldito seas! —gritó Soli, que rara vez maldecía, y se inclinó rápidamente y descargó con fuerza el puño contra la cabeza de Liko. Oí romperse el cráneo, y Liko se quedó inmóvil, un pedazo de piel y carne muerta contra la nieve. Soli volvió a maldecir, e inclinó la cabeza y apretó la palma de su mano contra su sien mientras se marchaba.
—Liko está muerto —le dije a Bardo, que se me acercó.
—Pequeño Amigo —respondió, y pasó su pesado brazo por encima de mis hombros.
Traté de mirar a Liko, pero no pude.
—Estaba vivo, y ahora está muerto —susurré.
Bardo cayó de rodillas. Se quitó los guantes y palpó bajo la piel de Liko en busca de los latidos de su corazón.
—Lástima —murmuró, mientras agitaba la cabeza—. Lástima.
Quise abrazar a Liko, tocar su piel, acariciar su nariz helada. Pero no pude tocarle. Ya no estaba vivo; era una cosa de piel y sangre y huesos que se endurecían, y pronto, cuando el talo regresara o los lobos se encargaran de su carne, no sería más que una mancha en la nieve.
—Era tan bonito —dijo Justine. Y entonces, tan suavemente que sus palabras casi se perdieron en el viento, añadió—: Liko mi alasharia la shantih.
Era la plegaria devaki por los muertos.
Traté de repetirla, pero no pude conseguir que mis labios formaran las palabras. Nunca antes había visto morir a un animal. No creía que el espíritu de Liko fuera a descansar en paz al otro lado del día.
—No hay gloria cuando el tictac se detiene —me había dicho el Guardián del Tiempo—, sólo hay negrura y el infierno de la nada eterna.
Miré el cuerpo del perro, y vi la nada. El viento rugía en mis oídos y corría por su pelaje como olas sobre el mar del falso invierno, y recordé que había visto la muerte antes. Una vez, cuando era un niño y me encontraba en la playa ante el Hofgarten, había visto a una gaviota picotear el cadáver de una de sus hermanas. Recordé muy bien aquella primera visión de la muerte: las plumas rotas y aceitosas, sucias de espuma y arena, las brillantes joyas rojas de carne, capturaron mis ojos fascinados. Y más tarde, ese mismo día, el día que terminé con mis paseos en solitario por la playa, vi el esqueleto de una ballena varada que el mar había empujado a tierra. Recuerdo los grandes dedos de hueso blanco curvándose hacia arriba en la arena húmeda, como para agarrar el aliento del viento. Sí, había visto la muerte antes, pero no el propio acto de morir. Las alas rotas de la gaviota, las costillas peladas de la ballena…, aquéllas eran cosas colocadas caprichosamente sobre la playa, recordatorios óseos de que había un horror y un misterio final que evitar a toda costa. Miré el hermoso cuerpo de Liko, el grueso cuello, el pecho profundo, y vi que era a la vez una cosa y algo más, era un único ser al que había visto pasar de la vida a la muerte. Era este paso lo que me aterrorizaba. Era morir lo que hacía que los dientes me dolieran y robaba la voluntad de mis músculos. Miré a Liko y sentí las lágrimas congelarse en mis ojos; miré a Liko y me desprecié a mí mismo porque advertí que estaba más allá de mi pena o mi dolor.
Debería haberle enterrado, pero la nieve era demasiado dura para cavar en ella. Playa abajo, Soli le silbó a sus perros, un aviso de que pronto el bosque estaría oscuro, de que no teníamos tiempo para entierros. Justine, aquella mujer hermosa e inocente que pensaba que nunca podría morir, dijo unas cuantas palabras de consuelo y fue a reunirse con él. Mi madre se acercó a Liko, se frotó las tupidas cejas y ladeó la cabeza.
—No era más que un perro —dijo—. ¿Qué hay que enterrar? Deberíamos volver a los trineos. Antes de que esté demasiado oscuro.
También ella me dejó allí. Vi cómo soltaba a Tusa del arnés y lo ponía a la cabeza del trineo, en el lugar de Liko.
—¡Bárbaros! —les gritó Bardo—. ¡Por Dios, mirad a este pobre perro! —Alzó la cabeza al cielo y dejó escapar una estentórea maldición. Maldijo al talo por matar a Liko, y maldijo a los dioses por dejarle morir; maldijo al padre y a la madre de Liko por haberlo tenido; maldijo a Soli y por último me maldijo a mí. Se acercó a la playa, maldiciendo, y levantó un peñasco de granito, y lo colocó sobre el cadáver de Liko. Yo alcé una roca, más pequeña, e hice lo mismo. De esta forma, trabajando como locos, construimos rápidamente un túmulo sobre el perro.
Cuando terminamos, Katharine se acercó con un puñado de flores de fuego que había cogido en el bosque. Las colocó sobre la tumba de Liko.
—Lo siento, Mallory —dijo.
—Viste al talo, ¿verdad? En un sueño… Sabías que esto sucedería.
—Vi… posibilidades. Lo sabía, pero no… No hay forma en que pueda hacértelo ver, ¿verdad?
Observé las flores titilar y perder su fuego rojo; sólo hicieron falta unos instantes para que el fuego muriera.
—Deberías haberme advertido de lo que viste. Podría haberle salvado.
—Lo siento.
—No lo creo.
—Lo siento por ti.
No queda mucho más que contar de nuestro largo día de viaje hasta la cueva de los devaki. Nuestro paso a través del bosque fue rápido y fácil, como yo esperaba. Recuerdo que la isla era hermosa. Los árboles verdes contra las suaves pendientes blancas, las colinas verdes y blancas allá donde tocaban el cielo azul… Curiosamente, esta perfección de colores viene instantáneamente a mi mente cada vez que recuerdo los trágicos hechos de nuestro viaje. (No me refiero a la muerte de Liko, sino a las tragedias que pronto tendrían lugar). Nuestros perros tiraban de nosotros por la tierra que se alzaba gradualmente. No hacía tanto frío como antes en el hielo, pero sí lo suficiente como para resquebrajar los árboles. Varias veces dejamos atrás los cadáveres rotos de árboles medio enterrados en la nieve. Aunque nunca vimos a ninguno estallar, el trueno de los árboles al morir reverberaba de colina en colina. Había serrín y largas lascas blancas en el aire; vi que Soli tenía razón, que el bosque no era un lugar donde pasar la noche.
Por fin, a medida que la luz se desvanecía y nuestras sombras se hacían casi tan largas como los árboles, rodeamos la curva de una pequeña colina. Ante nosotros se alzaba una colina mayor, y en la cara norte, como una boca negra, estaba la cueva de los devaki. Sobre nosotros, al norte, por encima de ambas colinas, sobre las ondulaciones menores del mundo, se erguía Kweitkel, vasto, blanco y sagrado…, o eso creen los devaki. Pero allí de pie, en la penumbra y el silencio, mientras contemplaba las profundidades de la cueva, no sentí nada sagrado; me sentí cansado, descreído, y muy, muy profano.