CAPÍTULO 7
La Escultura de Rainer

Fui un experimento por parte de la Naturaleza, una apuesta a lo desconocido, tal vez para un nuevo propósito, tal vez para nada, y mi única tarea era permitir que este juego de profundidades primitivas siguiera su curso, sentir su voluntad dentro de mí y hacerlo completamente mío. ¡Eso o nada!

—Emil Sinclair, Escatólogo del Siglo del Holocausto.

Pasé los siguientes días enfurruñado en casa. Me da vergüenza admitirlo, pero la verdad es la verdad: me enfadé como un niño después de conocer la condición del Guardián del Tiempo. Le dije a Katharine que se marchara; le dije que estaba furioso con ella por no haberme advertido que el Guardián del Tiempo me humillaría de aquella forma. (Era una mentira. ¿Cómo podía enfurecerme con una scryta tan hermosa que había jurado mantener sus visiones en secreto?). Leí mi libro de poemas o corté leña o coloqué mis piezas de ajedrez en el tablero, repitiendo las jugadas de los grandes maestros, mientras maldecía a Soli por arruinar mi expedición. No tenía la menor duda de que Soli había persuadido al Guardián del Tiempo para permitirle robarme el liderazgo.

Poco después de su regreso, mi tío vino a visitarme para discutir los planes de la expedición y para regocijarse en el mal ajeno, o eso pensé. Le recibí en el salón delante de la chimenea fría y apagada. Él advirtió inmediatamente el insulto menor del fuego sin encender, pero no pudo apreciar el insulto mayor, que le había invitado a sentarse sobre las mismas pieles en las que me había acostado con su hija. Saboreé desvergonzadamente el conocimiento de este insulto. Como Bardo me recordaba con frecuencia, tenía una vena cruel que dominaba mi corazón.

Me sorprendí de lo mucho que había envejecido Soli. Se sentó con las piernas cruzadas sobre las pieles, tocándose las nuevas arrugas de su frente, tirándose de la carne suelta bajo su larga barbilla. Parecía tener veinte años más. Yo había oído decir que casi había penetrado el velo interior del Vild. Pero el precio que había pagado por intentar esos espacios impenetrables era tiempo, tempocruel. Su voz era más vieja, más profunda, cortada con nuevas inflexiones.

—Deberías ser felicitado por tu viaje —dijo—. El Colegio hizo bien en nombrarte maestro.

Tuve que admitir que podía ser amable cuando quería, aunque obviamente estuviera mintiendo. Quise decirle que no malgastara saliva con mentiras. Pero recordé mis modales.

—Háblame del Vild —dije.

—Sí, el Vild. Hay poco que contar, ¿no? Las estrellas arden, luego mueren. El Vild crece. Y la proporción con la que crece también. ¿Qué quieres saber? ¿Que es imposible cartografiar esos espacios? ¿Que un piloto debe emplear el tempolento casi continuamente en el Vild? Mírame, entonces, y verás que así es.

Hablamos de nuestros respectivos viajes; pensé que estaba amargado de que yo hubiera tenido éxito mientras que él había fracasado. Y entonces me sorprendió al felicitarme de nuevo por los trazados que había hecho a través de la Entidad.

—Fue un pilotaje elegante —dijo. Sin embargo, se abstuvo de mencionar mi descubrimiento.

Pedí café para él, pero rehusó.

—El café acelera el cerebro —dijo—, y ya he tenido suficiente de eso, ¿no?

—¿Prefieres entonces un poco de skotch?

—No, gracias, Piloto. No hay ninguna alegría en beber skotch delante de una chimenea apagada.

—Puedo encender el fuego, si quieres.

—Por favor.

Amontoné algunos troncos verdes en la parrilla y encendí el fuego, y entonces él se refirió al propósito de su visita.

—Parece que habrá una expedición a tus alaloi después de todo.

—¿Y tú vas a dirigirla?

—Sí.

Apreté los dientes.

—Comprendo —dije—. Quieres la gloria.

—¿De verdad? No, no comprendes. El Guardián del Tiempo ordena que yo la lidere.

—¿Por qué?

—¿Quién sabe cuáles son sus razones?

¡Mentiroso, pensé, mentiroso!

—Hablaré con el Guardián del Tiempo —dije.

—¿Le interrogarás?

—Fue mi descubrimiento. Los alaloi… son mi plan. Es mi expedición.

Inclinó la cabeza.

—Sí, está claro —dijo—. Quieres la gloria.

—No, quiero el conocimiento.

—Eso te dices a ti mismo. —Sorbió el vaso de skotch que le había tendido.

—Si vienes, la expedición se debilitará —dije, mirando su larga nariz, la nariz que yo había roto—. Hay sangre entre nosotros.

Se frotó el puente de la nariz.

—No, estás equivocado. No hay sangre entre nosotros.

Engullí una cuarta parte de mi vaso de skotch. Mis ojos ardían por efecto del humo de pino que escapaba a la habitación.

—Si el Guardián del Tiempo no rescinde su condición, me retiraré de la expedición. No iré contigo.

Soli sonrió.

—Sí, tu orgullo está herido. Pero no tienes elección.

—¿Qué quieres decir?

—Ésta es la razón de mi visita; tienes que enterarte: el Guardián del Tiempo te ordena que vengas conmigo.

—¿Ordena? —medio grité—. ¡Hace diez días, ni siquiera iba a permitir una expedición!

—Al parecer, el Guardián del Tiempo ha cambiado de opinión. No me preguntes por qué. —Sorbió su skotch y continuó—: Seremos seis. Ha ordenado que vengan también Justine, Bardo y tu madre.

—Eso hace solamente cinco.

—El sexto será Katharine —dijo, con voz innaturalmente tranquila—. El Guardián del Tiempo le ha ordenado a mi hija que se haga crecer ojos nuevos y venga con nosotros.

Pensé que Soli debía de haber acudido al Guardián del Tiempo para pedirle que su esposa e hija fueran con él. ¡Qué satisfecho debía de sentirse de que Katharine renunciara a sus votos de scryta y se dejara crecer ojos, él que tanto despreciaba a los scrytas! Sin embargo, no pude comprender por qué mi madre y Bardo habían sido incluidos en el grueso de la expedición, a menos que fuera para aplacarme e impedirme hacer ninguna locura, como romper mi voto de obediencia y marcharme solo a los alaloi.

—Nos haremos pasar por parientes lejanos de la tribu devaki de los alaloi —dijo Soli a modo de explicación—. El Guardián del Tiempo cree que tendremos más posibilidades si simulamos ser una familia amplia. Y, como algunos de nosotros estamos emparentados, el engaño será mucho más fácil.

Sí, pensé, Soli era realmente un hombre engañoso.

—Déjame adivinar —dije—; haremos creer que Bardo es tu hijo, mi primo.

—No, ése no es el plan —respondió. Su cara se volvió súbitamente agria, como si hubiera tragado orín de gaviota, no skotch. Pareció muy desgraciado—. Te harás pasar por hijo mío.

—¿Qué? ¡Eso es imposible!

—Por hijo mío —repitió en voz baja—, ya que te pareces mucho a mí. Katharine será tu hermana.

—¡Es una locura! ¡No funcionará! —Me di cuenta de que me había puesto bruscamente en pie, los puños apretados contra las sienes, temblando—. Tú y yo… pelearíamos, ¿y qué pensarían los alaloi? Todo el plan… ¡Katharine mi hermana, qué locura! ¡Echaré abajo las puertas de la torre del Guardián del Tiempo si hace falta, pero no le permitiré que ordene este plan descabellado!

—Debes recordar una vez más que no tienes otra opción. Lo siento.

Ciertamente, no tenía opción ninguna. Me sentí furioso. Era un piloto que había tomado sus votos, me recordé mientras recorría el salón después de que Soli se marchara. Más tarde, solicité una audiencia con el Guardián del Tiempo, pero él no quiso verme. En una desnuda antesala, esperé toda la tarde mientras jugaba mentalmente al ajedrez para calmarme, para impedirme irrumpir en sus aposentos. Finalmente, envió a un horólogo aspirante para que me informara de que estaba reunido con un príncipe mercader de Tria y no podría ver a nadie durante todo un diezdías.

No le creí. El Guardián del Tiempo estaba probando mi obediencia, pensé, y humillándome porque estaba celoso de mi descubrimiento. Bardo también compartía esta opinión. Nos reunimos alrededor de medianoche en el bar de los maestros pilotos, Bardo estaba borracho y, algo raro en él, bastante aplacado. Tenía la cabeza ladeada, y no paraba de beber cerveza.

—Es una lástima —dijo—. Una auténtica lástima. Por casualidad no le pedirías al Guardián del Tiempo que… —eructó— me ordenara ir en esta loca expedición, ¿verdad? Oh, por supuesto que no, estúpido de mí por sospecharlo siquiera. ¿Dónde está mi maldita fe en los amigos? Oh, lástima, ¿dónde está mi fe en nada? Siempre estás diciendo que el éxito llama al éxito, pero no lo creo. ¡Tú y tu maldito punto de testosterona! Vuelves famoso, lleno de orgullo y semilla, dispuesto para cualquier cosa, pero ésa no es la realidad, oh, no. ¿Puedo hablar en metáforas? Lo haré, lo haré: Somos como talos, tú y yo: cuanto más alto nos remontemos, más grande será la caída cuando el viento se nos ponga en contra. Tengo un mal presentimiento sobre esta expedición, Pequeño Amigo.

Bardo, naturalmente, tenía malos presentimientos sobre todo aquello que pusiera su vida en peligro. Era pesimista por naturaleza, siempre esperaba que ocurriera una calamidad, y cuanto mayor era su felicidad, mayor era también su miedo a que se la quitaran de un momento a otro. Pensando en tranquilizar a mi amigo (y a mí mismo), bebí más skotch, le pasé los brazos por encima y le dije:

—Todo saldrá bien.

—No, no, Pequeño Amigo. Creo que moriré en el hielo, sí, estoy seguro.

—No sabía que fueras un scryta.

—Bueno, no hace falta ninguna visión especial para ver que estoy condenado. —Se sacó un espejito del bolsillo y lo tendió ante su cara. Con dedos de borracho, se secó la cerveza del bigote mientras hablaba consigo mismo—. Ah, Bardo, amigo mío, ¿qué ha sucedido, qué ha sido de ti? ¡Oh, lástima, lástima!

A pesar de los presagios de Bardo y mi orgullo herido, a pesar de la antipatía mutua que nos profesábamos Soli y yo, a pesar de todo, el plan inicial de la expedición salió bien. Cada uno de nosotros, excepto Bardo, se encargó de una tarea diferente. Lionel, que estaba molesto por no haber sido incluido en la expedición, nos ayudó sin embargo a aprender a manejar los trineos. Soli preparó sus inventarios de lanzas, pieles, asperones, sierras de hielo y esferas krydda, todos los cientos de herramientas que necesitaríamos para hacernos pasar por alaloi (y, si era necesario, para sobrevivir). Justine y mi madre consultaron los registros e historias akáshicas, aprendiendo todo lo posible de la cultura de la tribu devaki. Mi misión (y Soli fue inteligente al asignarme esta tarea crucial y delicada, un soborno a mi orgullo) fue contratar y supervisar al tallador que esculpiría nuestros cuerpos para darles la forma de los neandertales.

Al décimo día del falso invierno llegué a un acuerdo con un tal Mehtar Hajime, cuyo taller era el más grande y mejor de la Calle de los Talladores (que es en sí una de las calles más rectas y anchas del Sector Extremo). La fachada del taller estaba adornada con placas de rara obsidiana azul esculpida con formas extrañas, algunas humanas (aunque pocas lo eran), y otras con tan poco parecido a los humanos como éstos con los monos. Había grotescos hombres barbudos cuyas partes habían sido ensanchadas y estiradas hasta que sus miembros les colgaban como péndulos casi hasta las rodillas, y había otros altos y delgados como modelos. No parecía haber ninguna pauta o lógica en la colocación de las figuras: un conjunto enzarzado en dobles ritos sexuales en una orgía estaba colocado junto a una madona sin pechos que llevaba la cinta de una sacerdotisa Vesper en torno a su alargada cabeza. ¡Extraño, qué extraño y bárbaro! Vi que la más grande de las figuras estaba fundida en la piedra sobre el dintel. Anunciaba el tipo de escultura por la que Mehtar era famoso: un hombre alaloi, con su gruesa mandíbula apretada, sosteniendo una lanza y con el brazo doblado mientras apuntaba al ojo de un mamut enfurecido que le atacaba. Reconocí la escultura de Goshevan, que había matado heroicamente a un mamut con un solo golpe de su lanza. Mehtar se enorgullecía obviamente de que hubiera sido un tallador muy parecido a él quien había convertido a Goshevan en un alaloi.

Llamé a la puerta, y un doméstico la abrió y me condujo a través de los pasillos de piedra hasta el cálido y repugnantemente afelpado salón de té, donde me senté ante la única mesa existente. El doméstico me sirvió un buen café que no pude identificar del todo. Tamborileé los dedos contra la superficie de la mesa mientras examinaba los lujosos tapetes de las paredes, los muchos objetos caros sobre los muebles pulidos. Me molestó que aquel venal tallador, fuera quien fuese, no estuviera allí para recibirme.

—Muchos pagan bien por ser más de lo que eran al nacer —oí que decía alguien. Alcé la cabeza y vi a un hombre, que debía ser Mehtar, de pie ante la puerta que conducía a su sala de operaciones. Parecía tan cavernícola como cualquier alaloi. Era grueso y obviamente poderoso, con grandes manojos de músculos bajo su piel velluda. Su entrecejo sobresalía tanto de su frente que apenas pude ver sus rápidos ojos marrones. Parecía muy familiar; yo estaba casi seguro de que lo había visto antes, aunque no pude recordar dónde. Se golpeó el pecho con la palma de la mano y dijo—: ¿Ves este magnífico cuerpo? Lo mismo que he hecho por mí, puedo hacerlo por ti.

Sorbí mi café (era café de Solsken, supuse, más valorado por su rareza que por su sabor).

—¿Cómo sabes que no he venido para acortar mi nariz? —pregunté.

—Eres el maestro piloto Mallory Ringess —contestó él—. Y sé por qué has venido. —Se sentó frente a mí, frotándose su gruesa mandíbula. Me miró como si apreciara una obra de arte—. Mira al tondo fravashi —dijo bruscamente, y señaló a la pared tras de mí.

Me volví a mirar el tondo. La pintura alienígena, un cultivo de bacterias jaspeadas y programadas aprisionadas entre dos placas de clary, mutó y cambió de forma mientras yo lo observaba. Los hermosos colores flotantes describían la gesta de Goshevan de Mundo Verano y el nacimiento de su hijo, Shanidar; era impresionante. Por supuesto, la posesión privada de tal tecnología era ilegal, pero no dije nada.

—Un famoso castrato que había perdido la voz (estoy seguro de que conoces su nombre) me dio esta pintura a cambio de su restauración. ¡Y lo restauré! Le tallé la laringe hasta que cantó como una campana y, para demostrar mi buena voluntad, le introduje testículos nuevos en sus bolsas vacías, gratis. ¡Para que pudiera ser un hombre de nuevo mientras cantaba con la voz de un chiquillo! No, no soy un hombre venal, no importa lo que digan mis enemigos.

Le expliqué lo que necesitaba, e hinchó la nariz y dijo:

—El precio serán seis mil discos de la ciudad, mil por cada cuerpo que esculpa y…

—¡Estás bromeando! ¿Seis mil discos?

—Toma un poco de café —dijo él, sirviendo el oloroso líquido en mi taza—. El precio es alto porque soy quien soy. Pregúntale a cualquier tallador o unidor de la calle y te dirán que soy el mejor. ¿Sabías que fui aprendiz de Rainer? ¿El tallador que esculpió a Goshevan?

Estaba mintiendo, naturalmente. Yo había consultado los archivos de la Ciudad antes de escoger tallador. Mehtar, aunque parecía decentemente viejo, era realmente bastante joven, demasiado joven para haber sido aprendiz de Rainer. Había llegado a Neverness siendo niño tras haber asistido a la muerte de su planeta, Alesar, en una de esas odiosas guerras de religión que de vez en cuando destruyen a sociedades aisladas. Su familia había pertenecido a una secta escindida de espiritualistas (no recuerdo la naturaleza exacta o la substancia de su creencia), y los había visto morir la muertemédula mientras vomitaba sangre y juraba que nunca volvería creer en ideales que no pudiera ver, sentir o poseer. Había llegado a Neverness decidido a enriquecerse mientras se vengaba en cualquier carne que se cruzara en su camino. Así, en poco tiempo se convirtió en el mejor tallador de la Ciudad, y también en el más extraño.

—¡Seis mil discos! —repetí—. Nadie necesita acceso a tanta información. Es indecente.

—No comprarás mis servicios insultándome, Piloto.

—Te pagaremos mil discos.

—No es suficiente.

—Dos mil.

Sacudió la cabeza y chasqueó la lengua.

—Con eso comprarás los servicios de Alvarez o Paulivik, cualquiera de los talladores menores. Tal vez deberías acudir a ellos.

—Tres mil, entonces.

—No me gustan las cantidades que contienen el número «tres». Es una superstición mía.

—Cuatro mil —dije, advirtiendo que debería haber persuadido a Bardo para que me acompañara. Yo apenas había pagado dinero por nada en mi vida, mientras que él tenía plena experiencia del valor de la tierra o de regatear con las prostitutas el precio de sus cuerpos.

—Puedo esculpir a cuatro de vosotros por ese precio.

—Cinco mil discos. Cinco mil.

—No, no, no, no, Piloto.

Golpeé la mesa con tanta fuerza que mi taza se agitó y el café se derramó.

—Deberías pensar que tendrías que esculpirnos gratis —murmuré—. ¿No significa nada la búsqueda para ti?

—No, Piloto.

—Bien, cinco mil es todo lo que puedo pagar. —Estaba seguro de que, si hubiera traído a Bardo conmigo, nunca habría accedido a pagar los seis mil discos que Mehtar había pedido originalmente.

—Si eso es todo lo que tienes, es todo lo que tienes —dijo—. Pero nunca sabrás lo bueno que es llevar un cuerpo alaloi, lo bueno que es ser fuerte. —Tras decir eso, cogió la taza vacía y la aplastó con la mano. La taza se hizo añicos, y uno de ellos se le clavó en la palma. Alzó la mano para que yo pudiera verle sacar lentamente el blanco fragmento ensangrentado de la carne herida. Al principio, de la herida manó sangre en borbotones rítmicos.

—Evidentemente, he cortado la arteria —dijo. Cerró los ojos, y los músculos de su mano alzada empezaron a temblar. Los borbotones rojos se redujeron a un flujo firme, luego a un hilillo. Cuando volvió a abrir los ojos, había dejado completamente de sangrar—. Puedo darte poder sobre tu cuerpo esculpido, además de fuerza. Hay hormonas para que tus testículos rebosen de simiente, o un neurotransmisor borrador que disuelva tu necesidad de dormir. Y, más práctico aún: con unos pocos empalmes se pueden programar varios tejidos para que creen glicopétidos que impida que la carne se te congele durante la expedición. Yo, Mehtar Constancio Hajime, puedo hacer esto. Mi precio serán seis mil cien discos de la ciudad.

—¿Seis mil… cien?

Señaló los trozos de la taza esparcidos por toda la mesa.

—Debo incluir mis gastos de publicidad. Hacen estas tazas en Fostora, y has de saber que era preciosa.

Golpeé la mesa con el borde del puño, y sentí los trozos de porcelana clavarse en el fino cuero de mi guante.

—Eres un repugnante tubista avaro —dije.

Me miró rápidamente, y las aletas de su nariz se agitaron.

—Me llamas tubista. Sí, es cierto. Me sirvo a mí mismo, ¿y por qué no? Solía servir a Dios, pero me traicionó. —Señaló el tondo y la cajita de joyas darghinni sin precio que había al lado—. Ahora colecciono cosas. Las cosas no traicionan.

—Demasiadas cosas. Eres un cosista y un tubista.

—¿Y por qué no? Ciertas cosas poseen un lustre y una belleza que no se estropean con la edad. Nos despertamos por la mañana para saludar nuestras cosas, un lugar para cada cosa hermosamente hecha y cada una en su sitio especial. Compramos cosas, quizás una silla tallada de fina madera granulada o un hermoso nido darghinni, y podemos estar seguros de que poseerlas aumentará nuestro valor.

—No lo creo.

Sonrió.

—Sin embargó, es cierto. Cuando poseemos muchas cosas, podemos cambiarlas para conseguir más cosas, cada una más hermosa, más preciosa, acumulando valor real contra el día del desastre en el que las cosas tendrán que ser cambiadas para conservar la cosa más preciosa de todas: nuestras preciosas vidas.

—Nadie vive eternamente —dije. Miré los fragmentos plateados del nido brillando en su caja. Pensé en los cientos de ninfas de Darghinni que debieron morir cuando robaron su nido—. Tal vez te valoras demasiado.

—Bueno, Piloto, esta carne que llevo es todo lo que soy. ¿Qué debería valorar más? Seis mil cien discos de la ciudad…, una buena suma, pero nunca hay suficiente para asegurar la santidad de la carne del hombre. Nunca, nunca hay suficiente.

Al final, pagué la suma que pedía. Ya era bastante malo tener que tratar con dinero; era aún peor discutir por él. Al día siguiente, cuando le conté a Bardo los detalles de nuestro acuerdo, se quedó estupefacto.

—¡Por Dios, te han saqueado! Debería de haber ido contigo. ¿Qué dijo el Guardián del Tiempo? Es un miserable viejo lobo y…, ahhh, no lo sabe, ¿no?

—No lo sabrá a menos que el maestro tesorero se lo diga.

—Bien, bien. ¿Confías realmente en que ese Mehtar Hajime nos esculpa?

¿Confiaba en el tallador? ¿Cómo se puede confiar en un hombre que contrabandeaba con pieles robadas de shagshay arrancadas del cuerpo de un animal cuando aún estaba vivo?

—Confío en su avaricia —dije—. Hará lo que le paguemos que haga con la esperanza de que nuestros amigos acudan a él para que los esculpa.

Cuatro días más tarde fui el primero en colocarme bajo los láseres de Mehtar. Me sorprendí al descubrir que la diferencia entre un alaloi y un humano completo era en realidad muy pequeña. Desgraciadamente, esas pequeñas diferencias tenían que ser añadidas o borradas de cada parte de mi cuerpo. Me rehizo de dentro a fuera, sin dejar ninguna parte sin tocar. Trabajó primero con los huesos, ensanchando y enderezando ciento ochenta de los huesos de mi cuerpo. Fue durante este período, que duró un par de diezdías, cuando sentí más dolor de todo el procedimiento. Mientras silbaba para sí mismo y ocasionalmente me contaba algún chiste malo, Mehtar abría capas de piel y músculo y cortaba entre las placas y espículas del interior del hueso mientras yo apretaba las mandíbulas y sudaba. Acorazó las paredes con nuevo hueso y reforzó los húmeros y tendones.

—El dolor óseo es profundo —dijo; las aletas de su nariz se hinchaban y deshinchaban mientras taladraba todo mi fémur—. Profundo y caliente, pero no dura mucho. Hubo algunas ocasiones en que mis bloqueadores del dolor fallaron y Mehtar tuvo que dejarme inconsciente. Tuve la sospecha de que usó esos momentos para introducir bacterias ilegales programadas en mi cuerpo. Nunca pude probar que las bacterias se abrían paso hasta los lugares de mis huesos que Mehtar no podía alcanzar con sus taladros. Allí, algunas bacterias desmontaron e ingirieron mi hueso natural, mientras otras creaban y tejían una telaraña de colágenos y cristales minerales, capa tras capa de nuevo hueso, con una fuerza de tensión más grande que el acero. Una vez, cuando dejé entrever lo mucho que temía esta tecnología, Mehtar se echó a reír.

—Deberías pensar en las bacterias como herramientas, máquinas diminutas, robots infinitésimos programados para hacer una tarea bioquímica determinada —me dijo—. ¿Se rebelan las máquinas? ¿Puede un ordenador encargarse de su propio programa? No, no, no, Piloto, no hay peligro en estas herramientas, pero por supuesto, claro, yo nunca las emplearía, porque hacerlo supondría violar los cánones de tu Ciudad, por arcaicos que sean.

Me frotó la piel pegada del brazo (había estado trabajando con el húmero ese día).

—A nadie le gusta ser colonizado por bacterias —dije—. En especial por bacterias inteligentes.

—Oh, noble Piloto, aunque yo fuera uno de esos talladores que ignoran vuestras tontas leyes, programaría las bacterias para que murieran después de que completaran su tarea, naturalmente. ¡Tienes mi promesa!

De algún modo, sus promesas no me tranquilizaron.

—¿Y qué hay entonces de Chimene y el grupo Abril? —dije.

—Esos nombres no significan nada para mí.

Le dije que Chimene era uno de esos planetas donde una colonia de bacterias habían mutado y escapado, consumiendo toda la vida de la biosfera, para acabar desmontando y rehaciendo toda la superficie del planeta en una masa de bacterias marrón púrpura y altamente inteligentes…, todo en cuestión de días.

—Y los escatólogos piensan que sólo tardaron unos pocos años en infestar todo el grupo Abril —dije—. Diez mil estrellas rebosando con tus inofensivas bacterias.

De todos los dioses de la galaxia, los escatólogos temían más que ninguno a la inteligencia colonial de Abril.

—¡Historia antigua! —rechazó Mehtar—. Tal descuido no sucedería hoy. ¿Quién lo permitiría? Te aseguro una vez más que no tienes nada que temer.

Mientras yo sanaba, se dedicó a los demás. Soli fue el segundo en sentir el dolor medular, seguido por Justine, Katharine y mi madre. Bardo, que deseaba ver los resultados de tantas esculturas como pudiera, fue el último.

—He oído cosas terribles sobre esos talladores —me confesó un día, en la sala de operaciones—. ¿No soy ya lo bastante grueso como para dejar mis huesos en paz? ¿No? Por Dios, desearía que no tocara la columna…, hay tantos nervios delicados allí. ¿Y si estornuda en el momento inoportuno? Una pequeña desviación del láser, y Bardo nunca volverá a montar a otra mujer. He oído decir que pasa. ¿Puedes imaginarlo? ¿La poderosa verga de Bardo vuelta flácida como un fideo soba a causa de un estornudo?

Para ayudarle a relajarse y bloquear sus nervios, masajeé los pesados músculos en forma de abanico de su espalda. Traté de tranquilizarle, señalando que mucha gente se sometía a esculpidos mucho más intensos sólo por gusto o por seguir la moda. No le conté mis sospechas sobre las bacterias de Mehtar.

—Bueno, ésta puede que sea una alteración menor —admitió, después de que habláramos de algunos pilotos que habían hallado útil hacerse pasar por alguna que otra especie alienígena—. Pero hay otra cosa. ¿No te recuerda ese tallador al burdo alaloi que empujé el día que le rompiste la nariz a Soli? ¿Te acuerdas?

De repente, recordé. De repente, supe dónde había visto a Mehtar antes.

—Estoy seguro de que no es el mismo hombre —dije, para tranquilizar a Bardo. Era mentira, pero ¿qué podía hacer?

—Ah, pero ¿y si te equivocas? Supón que me recuerda. Supón que me desmiembra, que se venga, ¿sabes lo que quiero decir?

Sin embargo, parecía que Mehtar no le recordaba. O eso, o no era rencoroso. En todo caso, Mehtar hizo su mejor trabajo con él, probablemente porque había practicado antes con todos nosotros. Bardo, naturalmente, no se sintió satisfecho hasta que comprobó su virilidad con sus putas. Todo debió funcionar a la perfección, porque luego sostuvo que se había acostado con doce putas en una sola noche, cosa que era un récord, incluso para él.

El trabajo en mi cara comenzó poco después, a finales del falso invierno. Mehtar me construyó una mandíbula falsa llena de grandes dientes. El esmalte de los molares era grueso y estratificado; la mandíbula en sí era enorme y prominente para proporcionar más equilibro a los endurecidos músculos. Podría romper nueces baldo o roer huesos sin problemas ni dolor. El trabajo era delicado, especialmente en torno a los ojos. Como toda mi cara, vista de perfil, proyectaba un ángulo grande desde mi cráneo, Mehtar necesitó esculpir grandes cavidades para proteger mis vulnerables ojos. Lo hizo despacio, cuidando mucho los nervios ópticos. Estuve ciego durante dos días. Temí no volver a ver, y me pregunté cómo se abría camino Katharine a través de la negra prisión que rodeaba su cabeza.

Cuando el tallador terminó su concienzudo proceso y pude volver a ver, me tendió un espejo de plata.

—Mira —dijo—. Estás magnífico, ¿a que sí? Observa la nariz, que ensanché mientras bloqueabas el dolor y estabas ciego. Advierte las anchas aletas. Agítalas para mí, por favor. Muy bien: abre, cierra, ahora cierra, vuelve a abrir. Una protección contra el frío —dijo orgullosamente, mientras abría y cerraba los agujeros de su propia nariz—. Este planeta es tan frío…

Miré el reflejo en el espejo; no fue exactamente como mirarme a mí mismo. Más bien fue como mirar una especie de mutación compuesta por dos tercios de Mallory Ringess y un tercio de bestia. Mi cara era fuerte y bien proporcionada, a la vez primitiva y tan expresiva como cualquier cara humana. Mis antepasados en la Tierra, pensé, debieron tener el aspecto que yo tenía ahora. No pude decidir si era guapo o feo. Me palpé la prominente frente; era como el saliente de un acantilado. No estaba acostumbrado a verme con barba, ni pude evitar recorrer con la lengua los viscosos contornos de mis nuevos dientes. Durante un momento me sentí desorientado y abatido. Experimenté una sensación de intensa despersonalización, como si no supiera quién era; peor aún, como si no existiera realmente. Entonces me miré los ojos y, aunque estaban incrustados profundamente en mi cráneo, vi que eran los mismos ojos azules que tan bien conocía.

Debo admitir que ningún otro sufrió esta misma sensación de pérdida de identidad. Mi madre y Justine, y por supuesto Soli, habían experimentado más de una vez el shock de que les hicieran cuerpos nuevos. Esto no quiere decir que se sintieran satisfechos con la escultura de Mehtar. En concreto, Soli odió que, después de tantas drásticas alteraciones, siguiéramos pareciéndonos mutuamente (aunque, como de costumbre, guardó silencio). Justine odió todo su nuevo ser.

—¡Oh, no, miradme! —exclamó, cuando vio lo que Mehtar le había hecho—. ¡Se reirán de mí cuando patine en el Hofgarten, y en cuanto a eso, mirad cómo ha redistribuido mi peso, he perdido mi centro y estoy tan desgarbada!

Permaneció enfurruñada durante tres días. Cuando Soli le dijo que los alaloi la considerarían hermosa, le preguntó:

—¿Y crees que soy hermosa?

Y Soli, a quien le gustaba fingir que era un hombre veraz, no dijo nada.

Justo antes de la primera tormenta de la primavera del medio invierno, experimentamos cambios no tan severos. Mehtar punteó nuestra piel, extrayendo muchas de nuestras glándulas sudoríparas para que no empapáramos nuestras pieles y muriéramos congelados envueltos en una película de hielo. También estimuló los folículos capilares de cada uno, y todos, hombres y mujeres por igual, nos cubrimos de un bosque de pelo desde el cuello hasta los tobillos. (Por alguna razón que Mehtar no pudo explicar, densos cercos de pelo negro surgieron entre los dedos de los pies de Bardo y por el empeine de sus pies. Como dijo Mehtar, hay algunas derivaciones genéticas más allá del control de los mejores talladores). Durante esta época levantamos piedras y ejecutamos vigorosos ejercicios físicos para estimular el crecimiento muscular. Mehtar nos llevó a su sala de pesas y frotó nuestros músculos mientras nos sometía al método fravashi del espacio profundo para inducir localmente supergravedades por los músculos de nuestros brazos y piernas. Soli odió esto, igual que odiaba cada vez que Mehtar le tocaba.

—Si esto continúa —decía, flexionando la gran bola de músculo de su brazo—, seré tan grande como Bardo.

También había ejercicios de pensamiento. Uno a uno, visitamos a una imprimátur que nos hizo visualizar el movimiento coordinado de las fibras musculares individuales. Improntó nuestros caminos neurales con ciertas habilidades que necesitaríamos para hacernos pasar por alaloi. Así, por ejemplo, aprendimos a desconchar una hoja de pedernal sin tocar siquiera la piedra con la mano. Y, mientras que los hombres alaloi practican durante una década antes de poder alcanzar el blanco con sus lanzas, nosotros aprendimos este arte en un solo día.

Experimentamos cirugía menor que no he mencionado. Parece que los alaloi, con sus afiladas hojas de pedernal, mutilan el miembro de sus niños varones cuando llegan a la pubertad. El anciano de la tribu corta la piel que cubre el grueso del miembro, y hace pequeños cortes en la delicada piel a lo largo del tallo. En estos cortes frota cenizas y sal y polvos de colores, Las heridas supuran y cicatrizan, y el hombre (el niño que se ha convertido en hombre) queda con el miembro decorado de arriba abajo con diminutos adornos multicolores. Naturalmente, Bardo se aterrorizó al enterarse de que Mehtar tendría que duplicar los efectos de este bárbaro ritual (yo le había ocultado el detalle hasta el último momento posible). Yo mismo me sentía un poco aprensivo, especialmente cuando Mehtar agarró mi miembro y bromeó con que, si lo estropeaba sin posibilidad de reparación, siempre podía transformarme fácilmente en una mujer, y nadie al que conociera se daría cuenta. Una vez más, todo salió bien, aunque durante días no pude soportar mirar cuando tenía que orinar.

Lo último que hizo Mehtar, o eso pensé en ese momento, fueron los nuevos ojos de Katharine. Los implantó en las cuencas vacías bajo su entrecejo oscuro y ampliado. Eran unos ojos hermosos, unos ojos que había visto antes en sueños; era los ojos de la imagen de Katharine de la Entidad, profundos y amorosos como joyas licuadas negroazuladas. Le tendí un espejo para que pudiera verlos, pero ella me apartó la mano.

—He mirado hacia dentro demasiado tiempo —dijo—. Ahora quiero mirar a las cosas.

Como un niño que mira por primera vez a través de un telescopio, se divertía examinando los objetos en la sala de operaciones de Mehtar: las losas blancas, los intrincados microscopios tubulares, los láseres, los pesarios y los demás instrumentos. Cuando la llevé al Hofgarten para ver a los patinadores, suspiró.

—¡Oh, qué bueno es volver a ver! —dijo—. Había olvidado lo coloreado que es el hielo, el tono azul.

Al día siguiente, en la intimidad de mi casa, ella probó mi cuerpo con las manos además de con los ojos. Con sus manos secas y calientes, agarró mi miembro y pasó los dedos sobre los tatuajes de colores del tallo. Creo que la excitaba, y me pregunté si los alaloi se decoraban el miembro para complacer a sus mujeres (aunque mis estudios sobre los alaloi indicaban que los hombres alaloi hacían pocas cosas para el placer de sus mujeres). Más tarde, mientras jadeábamos y apretábamos nuestros cuerpos ampliados con celo y abandono, en nuestro momento de éxtasis, ella abrió los ojos y me miró como si me viera por primera vez.

—Tu cara —dijo, después de que nos separáramos—. Era como la cara de un animal… Era tan bestial.

Me froté la barba y palpé mi enorme mandíbula, y le dije que, en efecto, ahora poseía la cara de una bestia.

—No, no comprendes —dijo ella—. He visto algo que no había advertido desde que era niña. Todos los hombres son bestias, si los miras bien.

Durante los días que siguieron estuvimos muy atareados. Por supuesto, no fue suficiente que esculpiéramos nuestros cuerpos para que parecieran alaloi. Teníamos que convertirnos en alaloi, lo cual significaba aprender su lenguaje e improntar millones de pequeñas piezas de conocimiento especializado. El método correcto de abrir el vientre de un conejo de las nieves, de alinear la cabeza hacia el norte durante el sueño, las palabras y entonaciones para enterrar a los muertos…, todo debía ser aprendido antes de que pudiéramos hacernos pasar por cavernícolas. El lenguaje de los devaki, la tribu de alaloi a la que planeábamos unirnos, resultó ser más difícil de lo que había imaginado. No quiero decir que fuera difícil de aprender o articular. No lo era. Mi madre descubrió que los ordenadores de los akáshicos habían almacenado la mente del alaloi llamado Rainer y habían grabado sus pensamientos, hechos y recuerdos. Fue simple imbuir nuestros recuerdos con lo suyos, con las palabras y reglas gramaticales del lenguaje devaki. Fue simple hacer que nuestros labios articularan fácilmente las suaves vocales abiertas, escuchar las consonantes líquidas surgir sin problemas de nuestras lenguas experimentadas. Para estar seguros, tardamos un poco más de tiempo en dominar los tonos. Unas cuantas palabras devaki eran distinguibles de otras solamente por los tonos de sus vocales. Por ejemplo, sura podía significar o bien «púrpura» o «solitario», según que la primera vocal se pronunciara con tono ascendente o descendente. Pero, al final, todos menos Bardo descubrimos que esas pocas palabras eran fáciles de memorizar. Lo que no resultó tan simple fue la comprensión. La morfología, especialmente la de los verbos, era sutil y compleja. Los verbos no tenían inflexiones según nuestras nociones básicas de tiempos pasados, presente y futuros, porque los devaki no comprendían el tiempo como nosotros lo hacemos. (Como aprendería más tarde, los devaki negaban la existencia del pasado y el futuro). ¿Cómo derivaban los devaki sus verbos? Según el estado de consciencia del hablante. Así, un hombre lleno de miedo puede gritar: Lo mora li Tuwa, ¡maté al mamut!, mientras que un hombre sumido en temposueño (lo que los devaki llaman temposueño), dirá: Lo morisha li Tuwa, que significa algo así como: Yo, en el éxtasis del eterno momento-ahora, estoy unido por el espíritu del mamut que abrió su corazón a mi lanza. Hay ciento ocho inflexiones verbales, cada una correspondiente a una emoción diferente o a un estado mental. Lo que me preocupaba era que al menos siete de esos estados eran extraños para mí, y serían incomprensibles para cualquier hombre o mujer de nuestra Orden. ¿Cómo podríamos escoger las formas verbales correctas, cómo podríamos comprender a seres primitivos que dividían y comprendían la realidad de maneras muy distintas a las nuestras?

Mi madre y yo, y también Justine, pasamos mucho tiempo discutiendo el problema con los semánticos. Yannis el Viejo, que era más alto que ningún otro hombre que yo haya conocido, delgado y con el aspecto frágil de un cubo de hielo, sugirió que las Amigas del Hombre podrían ayudarnos a duplicar esos incomprensibles estados mentales.

—Tengo entendido que has conseguido una comprensión parcial del lenguaje odorífero de las alienígenas —me dijo, refiriéndose a mis experiencias dentro de la Entidad—. Para comprender el pensamiento alienígena, que pienso es la forma de pensar devaki, ¿por qué no acercarse a alienígenas de verdad, de modo que su comprensión de los pensamientos que puedan, o no, ser considerados por ellos comprensibles a cualquiera que comprenda que aquello que no puede ser comprendido, no pueda ser comprendido solamente en el contexto de la incomprensión? —(Así es como hablan a menudo los maestros semánticos, esos miserables y pedantes buscadores del significado de las palabras. Y no bromeo). Al final, sus sugerencias no sirvieron de mucho. Cuando vino el invierno profundo y arreció, inundando la Ciudad en un mar de aire casi líquido, nos vimos obligados a interrumpir nuestra investigación de aquellos asuntos esotéricos. Eso fue todo lo que pudimos aprender del lenguaje y costumbres de los devaki. Al parecer, tendríamos que fingir algunas cosas.

Leopold Soli, sin embargo, no estaba contento con esta falsificación. A su modo, era un hombre cuidadoso y meticuloso, pese de los fantásticos riesgos que había corrido en sus viajes al multipliegue. A medida que se acercaba el momento de nuestra partida, se volvió cada vez más crítico hacia mis planes y preparativos. Discutimos sobre un centenar de cosas insignificantes, desde el número de trineos que llevaríamos hasta mi insistencia de que una radio sería suficiente para pedir ayuda a la Ciudad si nos encontrábamos en apuros o si necesitábamos que nos rescatasen. Discutimos también de cuestiones importantes. Fue nuestra discusión sobre una cuestión tremendamente importante la que casi echó a perder la expedición antes de que empezara.

Justo al lado del colegio de los altos profesionales, Upplyssa, hay un grupo de edificios conocido como las Cajas Cerebro. Los edificios de granito rosa (hay siete) son achaparrados y bajos, con placas de cristal triangular en el techo. En los días de nieve libre, el interior de los edificios brilla con una luz límpida y natural. Antes de que toda la empresa fuera trasladada a las fábricas al sur de Urkel, en la época de Ricardo Lavi, los reparadores y programadores crearon las neurológicas para sus ordenadores en esos siete edificios. Durante el verano anterior a nuestra expedición, los grandes espacios que los rodeaban se entregaron a los aspirantes, que esculpieron grandes bloques de hielo, y a otros que necesitaban (o querían) manipular cosas materiales. En los edificios tercero y cuarto, los fabulistas crearon sus poemas tonales tridimensionales, mientras que en el segundo edificio algunos historiadores reconstruyeron en miniatura las ciudades subterráneas de la Vieja Tierra. Soli había escogido el séptimo edificio vacío para almacenar el equipo de nuestra expedición. Junto a las paredes desnudas más cercanas a la puerta occidental de la Academia había almacenadas largas y pesadas lanzas para cazar mamuts, balas de sedosas pieles de shagshay blanco, tiras de cuero y tablillas de madera que podían curvarse para hacer largos esquíes o ser utilizadas en el chasis de nuestros trineos. Había tiras de carne cruda y congelada envueltas en tela impermeable, y gafas para la nieve, asperones, montones de pedernal, y cientos de otras cosas.

El día sexagésimo, por la mañana temprano, me encontraba solo en el frío edificio haciendo arneses para los equipos de perros. Como Soli no se fiaba de nuestra apresurada improntación, había sugerido que practicáramos trabajar con cuero o tallar pedernal y otras habilidades devaki. Junto a mí se encontraba acurrucado un hermoso perro llamado Liko. Me había hecho amigo de aquel inteligente animal, y a él le gustaba verme trabajar, mientras lamía y mordisqueaba el hueso que le había dado. Yo estaba hablando con Liko (y a veces pasaba los dedos por la piel gris que cubría su ancha cabeza), cuando él alzó las orejas y dejó escapar un gemido. Oí el rechinante detenerse de unos patines en la deslizadera exterior. Las puertas se abrieron chirriando y crujiendo contra la nieve congelada, y la figura sombría de Soli se recortó contra la suave luz que procedía de la calle. A pesar del amargo frío, sólo llevaba una kamelaika y una fina chaqueta de lana. Su cabeza esculpida estaba desnuda. Pese a todo el peso de los nuevos huesos insertados en su cara, se mantenía rígidamente erecto. Mientras cruzaba el edificio sus pasos fueron medidos, llenos de gracia (lo admito), pero también de un peligroso poder nuevo.

—Es temprano —dijo, cogiendo un cincel y un colmillo de mamut. Se frotó la barba, que era negra y espesa y cargada de hirsutos pelos rojos. Sus ojos estaban hinchados, como si no hubiera dormido bien; parecía exhausto y viejo. Estaba demasiado delgado, pues comía muy poco. Le silbó a Liko, y me observó mientras yo abría un agujero en el cuero—. Ésa no es forma de sujetar un punzón —dijo—. Ten cuidado, no te abras un agujero en la pierna.

Trabajamos en silencio durante un rato. Los únicos sonidos eran el rascar del pedernal contra la madera y el suave chasquido del punzón contra el cuero (y el chasquido de los dientes de Liko mientras mordisqueaba su hueso). De vez en cuando, Soli encogía el cuello y dejaba escapar una nube de vaho. Cuando le dije que era tonto por exponer la cabeza desnuda al viento, él me replicó:

—¿Es estúpido prepararse para el frío intenso de las Diez Mil Islas? ¿Endurecernos, prepararse para lo peor? Parece que tienes miedo a hacer planes.

—¿Qué quieres decir? —Apreté los dientes y abrí otro agujero en el frío cuero.

Examinó mi trabajo.

—Cuida de espaciar los agujeros por igual. No queremos que los devaki piensen que somos descuidados en el trabajo. —Sacudió la cabeza—. Planeas recoger muestras de tejidos…, realmente no tienes ningún plan, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir? —volví a preguntar.

Había planeado recoger las uñas recortadas de los devaki y manojos de pelo y otros fragmentos de tejido con la esperanza de descifrar con su plasma las Antiguas Eddas…, tan poco sospechosamente como fuera posible. Ésa era la regla del Guardián del Tiempo: los devaki no debían saber que rompíamos la alianza hecha entre los fundadores de Neverness y las tribus de los alaloi; nunca debían saber quiénes éramos realmente.

—Tu plan es descuidado —dijo Soli—. Puede que no resulte tan fácil como piensas recoger trocitos de piel y todo lo demás.

—¿Tienes un plan mejor, entonces?

—Hay un plan mejor. Es de las mujeres, no mío. —Tembló violentamente y se frotó las manos. Sus dientes castañetearon mientras encajaba el largo hueso al chasis de madera que sostenía en su blanca mano.

—Háblame de ese plan.

Se frotó la nariz y me lo contó.

—Es simple: los devaki son sexualmente promiscuos. Como señaló Justine, a nuestras mujeres les resultaría sencillo recoger muestras de su semen.

—¡Pero eso sería adulterio! —grité—. Justine y tú…, y si piensas que mi madre copulará…

—Ni tu madre ni Justine recogerán el semen. Nadie podría pedirle a tu madre que hiciera lo imposible, y en cuanto a Justine, no parecería justo que una mujer casada hiciera eso, ¿no? No, como Justine me recordó, el semen debe ser recogido por una mujer soltera. Y, por eso, será Katharine quien lo haga.

—¡Katharine!

—Sí.

—¿Tu hija? ¿Convertirás a tu hija en una puta?

—Fue Katharine quien sugirió el plan.

—No te creo.

Me dirigió una aguda mirada, y me di cuenta de que había protestado con demasiada fuerza. Hasta ese momento, probablemente él no había sospechado la pasión que yo sentía por Katharine. Cerré las mandíbulas y cogí con fuerza el punzón. Su dureza me lastimó los dedos.

—¿Mi hija? —sonrió él, y quise meterle la afilada punta del punzón en la mancha negra del centro de su ojo. Nunca había tenido que contenerme tanto para tragarme la rabia y comportarme—. Sí, era mi hija, ¿no?

—No te comprendo.

Palpó el patín del trineo con el pulgar; lo contempló con los ojos desenfocados, como si examinara un trozo descartado de su vida en vez de una cosa material hecha de madera y hueso. ¡Cómo odié su introversión! Odiaba el hecho de que encontrara en cada persona, problema o cosa una excusa para examinar culpablemente las cicatrices y contornos de su alma.

—Antes —dijo lentamente—, cuando Katharine era una niña pequeña, podíamos comprendemos mutuamente sólo con mirarnos. Era más inteligente de lo que señalaba su edad, y era una niña muy hermosa. Pero cuando se convirtió en scryta y no en piloto, según era mi voluntad, en una maldita scryta…, cuando tomó sus votos de scryta, me resultó imposible mirarla a los ojos porque se los había sacado. No, Katharine me dejó hace mucho tiempo.

Le dije que no podía creer que una mujer de la Ciudad (mi prima, en especial), pudiera acostarse por propia voluntad con los hombres devaki, aunque en realidad me resultaba muy fácil imaginarla extrayendo el líquido de la vida de los miembros de los brutales y animalescos cavernícolas.

—Tal vez esté cansada de los brazos de los hombres civilizados —dijo él. Pensé que estaba mirando mis manos engarfiadas, mis brazos temblorosos—. O tal vez sólo siente curiosidad…, siempre fue una niña curiosa.

Trabajé con fuerza con el punzón, sin mirar lo que hacía. Sentí un brusco y caliente dolor en el muslo; aullé y bajé la cabeza para ver la punta de hueso clavada en mis pieles. Un oscuro círculo de sangre cada vez más amplio se extendía a partir del agujero. Liko, que había estado ocupado ansiosamente con su hueso, se puso en pie gimiendo, olisqueando, sin dejar de mirarnos a Soli y a mí.

Soli sacudió la cabeza mientras me observaba rasgar el tejido para llegar a la herida.

—¿Necesitas ayuda, Piloto? —preguntó—. Qué descuidado —y se acercó a mí y me miró la pierna.

—¡Maldito seas! —grité. Me puse en pie y le agarré por los brazos mientras él me agarraba a mí. Calientes ríos de sangre corrían por mi pierna, y Liko ladraba porque no sabía qué hacer—. ¡Maldito seas!

Nos quedamos allí de pie durante un momento, forcejeando. Sentí el poder de su nuevo cuerpo correr por los músculos de sus antebrazos. Luché para liberar una mano y así poder hundir mis dedos en la zona blanda tras su oreja, arrancarle la mandíbula de la cara. Pero él me sujetaba con la misma fuerza con la que yo le sujetaba a él. Pude ver en sus ojos helados el conocimiento, la total certeza, de que con nuestros ligamentos endurecidos y nuestros nuevos tendones flexibles podíamos destruirnos mutuamente. Podíamos hacernos pedazos, rompernos los huesos, reducir a pulpa nuestros preciosos cerebros. Los hombres fuertes pueden matar a hombres fuertes…, supe esto súbitamente. De pronto estuve seguro de que él podía ver el conocimiento en mis ojos. Nos soltamos al mismo tiempo. Supe que nunca más podría tocarle enfurecido a menos que estuviera dispuesto a matarle.

Arranqué el punzón de mi muslo y lo tiré al montón de pieles de shagshay. Salté sobre la piel superior, dejando rojas marcas en el cuero blanco extendido. Traté de detener el flujo de mi sangre como había hecho Mehtar con su mano. La mente puede controlar el cuerpo, pensé; qué maravilloso es que el cerebro sea amo del músculo. Intentaba recordar esto, aplacar mis músculos enfurecidos, cuando Soli acarició la cabeza de Liko, me miró, asintió y dijo:

—Debe dolerte mucho.

No supe si se refería a mi pierna herida o a mi furia por las infidelidades planeadas de Katharine. Nunca dijo otra palabra al respecto (ni Katharine quiso responderme cuando le exigí saber si se había ofrecido voluntaria para recoger las muestras de semen). Diez días más tarde, antes del amanecer del primero de los días muertos del profundo invierno, Bardo y los miembros de mi desgraciada familia sacamos del edificio nuestros tres trineos cargados. Recorrimos las calles de la Academia hasta los Campos Huecos, donde nos esperaba un rompevientos para llevarnos a los territorios helados novecientos kilómetros al oeste.