CAPÍTULO 6
La imagen del Hombre

Para nosotros, la humanidad era un objetivo distante hacia el que se dirigían todos los hombres, cuya imagen nadie conocía, cuyas leyes no estaban escritas en ninguna parte.

—Emil Sinclair, Escatólogo del Siglo del Holocausto.

Mi vuelta a casa fue tan gloriosa como había esperado, empañada solamente por la ausencia de Leopold Soli de la Ciudad. Se hallaba cartografiando el velo exterior del Vild, así que no pudo apreciar mi triunfo. No estuvo presente en las Cavernas de las Navesluz con los otros pilotos, céticos, reparadores y horólogos cuando salí de la cabina de mi nave. ¡Cómo deseé que los hubiera visto alineados en el oscuro pasillo de acero junto a las filas de naves, contemplado sus caras asombradas y escuchado sus susurros furiosos y excitados cuando anuncié que había hablado con una diosa! ¿Habría aplaudido e inclinado la cabeza ante mí como hicieron los más escépticos y engreídos de los maestros pilotos? ¿Me habría honrado con un apretón de manos como hicieron Stephen Caraghar, Tomoth y sus otros amigos?

Fue una lástima que no estuviera allí cuando Bardo surgió de entre la fila de pilotos y corrió hacia mí con tanto entusiasmo que todo el pasillo se sacudió y resonó como una campana. Fue todo un momento. Bardo me echó encima sus enormes brazos y gritó:

—¡Mallory! ¡Por Dios, sabía que no podías haber muerto! —Su voz llenó las Cavernas como una bomba al estallar, y de repente se volvió para dirigirse a los pilotos—. ¿Cuántas veces lo he dicho en los últimos días? ¡Mallory es el mejor piloto desde Rollo Gallivare! ¡Mejor que Rollo Gallivare, por Dios que sí! —Miró directamente a Tomoth, que observaba sus aspavientos con ojos deformes y mecánicos—. ¿Decíais que se había perdido en temposueño? Yo decía: está surcando los velos del multipliegue, y regresará cuando esté preparado. Decíais que se había perdido en un bucle infinito, atrapado por esa zorra diosa llamada la Entidad de Estado Sólido. Yo decía: está kleineando de vuelta a casa, abriendo túneles con elegancia y fortaleza, regresando a sus amigos con un descubrimiento que lo convertirá en maestro piloto. Decidme: ¿tenía yo razón? Maestro Mallory…, ¡cómo me gusta como suena! ¡Por Dios, Pequeño Amigo, por Dios!

Me dio un abrazo que casi me rompió las costillas y, mientras palmeaba mi espalda, no dejaba de repetir:

—¡Por Dios, Pequeño Amigo, por Dios!

Los pilotos y profesionales me rodearon, me estrecharon la mano y me hicieron preguntas. Justine, vestida elegantemente de lana y con una nueva piel negra, me tocó la frente y se inclinó.

—¡Mírale! —le dijo a mi madre, que lloraba abiertamente (a mí también me apetecía llorar)—. ¡Si Soli estuviera aquí!

Mi madre se abrió paso entre la multitud, y nos tocamos la frente.

—Estoy tan cansada —me sorprendió—. De esta amabilidad formal. —Entonces me besó en los labios y me abrazó—. Estás demasiado delgado —dijo, mientras se secaba los ojos con el dorso de los guantes. Arqueó las tupidas cejas y arrugó la nariz, olisqueando—. Tan delgado como un harijano. Y apestas. Ven a verme. Cuando te hayas afeitado y lavado y los akáshicos hayan terminado contigo. Soy tan feliz.

—Todos somos felices —dijo Lionel mientras se inclinaba levemente. Luego sacudió bruscamente la cabeza, apartándose el pelo rubio de los ojos—. Y supongo que estamos fascinados con esas palabras de tu diosa. El secreto de la vida escrito en el ADN más antiguo del hombre…, ¿qué supones que quería decir con eso? ¿Qué es, después de todo, el ADN más antiguo?

Mientras los akáshicos llevaban mi sucio, barbudo y extenuado cuerpo a su cámara para desprogramarme, tuve una repentina noción de lo que podría ser aquel antiguo ADN. Germinó como una semilla en mi interior; la noción se convirtió en idea, y la idea empezó a crecer hasta ser el más descabellado de los planes. Si Soli hubiera estado allí, podría haber revelado mi plan sólo para ver la mueca en su fría cara. Pero estaba intentando penetrar los contorsionados espacios del Vild, y probablemente pensaba que yo había muerto hacía tiempo, si es que pensaba en mí.

Yo no estaba muerto, sin embargo. Estaba maravillosa, alegremente vivo. A pesar de que el multipliegue había extenuado mi pobre cuerpo, a pesar de la separación de mi nave y el regreso al tiempo normal, estaba lleno de confianza y éxito, tan arrogante como puede estarlo un hombre. Me sentía invencible, como si flotara en un frío viento. Los céticos llaman a esta sensación el punto de testosterona, porque cuando un hombre tiene éxito en sus empresas, su cuerpo se inunda de esta poderosa hormona. Advierten contra los efectos de la testosterona. Dicen que vuelve a los hombres demasiado agresivos, y los hombres agresivos se aferran al éxito y generan más testosterona cuanto más éxito consiguen. Es un ciclo desagradable. Dicen que la testosterona puede envenenar el cerebro de un hombre y nublar su juicio. Creo que es cierto. Debería haber prestado más atención a los céticos y sus enseñanzas. Si no hubiera estado tan pagado de mí mismo, si no hubiera estado tan henchido de sangre y orgullo, probablemente habría descartado inmediatamente mi descabellado plan para descubrir el ADN más antiguo de la raza humana. Pero apenas podía esperar a ganarme a Bardo y el resto de la Orden para mi plan, a bañarme en una gloria aún mayor.

Durante los días siguientes tuve poco tiempo para pensar en mi plan, porque los akáshicos y otros profesionales me mantuvieron ocupado. Nikolos el Anciano, el Lord Akáshico, examinó en detalle todos mis recuerdos desde el instante en que salí de Neverness. Copió los resultados en sus ordenadores. Vinieron mecánicos que me interrogaron sobre los cuerpos negros y otros fenómenos que había encontrado dentro de la Entidad. Se impresionaron bastante (se anonadaron sería más adecuado) cuando supieron que Ella tenía el poder de cambiar la forma del multipliegue a su antojo. Unos pocos de los mecánicos más viejos no creyeron mi historia, ni siquiera cuando los céticos y akáshicos declararon que mis recuerdos no eran ilusorios, sino el resultado de hechos que realmente habían sucedido. Los mecánicos, por supuesto, conocían desde hacía siglos que cualquier modelo de realidad debe incluir la consciencia como una forma fundamental. Pero Martha Rutherford y Minima Jons, entre otras, rehusaron creer que la Entidad pudiera crear y destruir un árbol infinito a voluntad. Se enzarzaron en una sañuda discusión con Kolenya Mor y un par de escatólogos más que parecían más interesados en la gente que vivía en la Entidad que en lo esotérico de la física. El furor y los pequeños antagonismos que mis descubrimientos provocaron entre los profesionales me divirtieron. Me agradaba que los programadores, neológicos, historiadores, incluso los holistas, tuvieran tanto que hablar durante mucho tiempo.

Sentí curiosidad cuando el maestro horólogo, con la ayuda de un joven programador de aspecto furtivo, leyeron la memoria de la nave-ordenador y abrieron el reloj sellado de la nave. Aunque está prohibido decir inmediatamente a un piloto regresado cuánto tiempo interno ha pasado, esto siempre se ignora. Supe que había envejecido, intiempo, cinco años y cuarenta y tres días (y ocho horas, diez minutos, treinta y dos segundos).

—¿Qué día es hoy? —pregunté. Y el horólogo me dijo que era el vigésimo octavo día de la primavera de medio invierno del año 2930. En Neverness había pasado poco más de medio año. Yo tenía cinco años más, entonces, mientras Katharine sólo había envejecido la quinta parte. El tempocruel, pensé, no puedes conquistar el tempocruel. Esperé que el avance diferencial de Katharine y mis relojes internos no fueran tan crueles para nosotros como lo habían sido para Justine y Soli.

Más tarde, ese mismo día (el día después de mi regreso), fui convocado a la Torre del Guardián del Tiempo. Éste, que no parecía haber envejecido en absoluto, me hizo sentarme en la silla adornada cerca de las ventanas de cristal. Caminó por la brillante habitación, hundiendo sus zapatillas rojas en la piel blanca de sus alfombras, sin dejar de mirarme mientras yo escuchaba el tictac de sus relojes.

—Estás muy delgado —dijo—. Mis horólogos me dicen que hubo demasiado tempolento, demasiado maldito tempolento. ¿Cuántas veces te he advertido contra el tempolento?

—Hubo muchos malos momentos. Tuve que pensar como la luz, como dices. Si no hubiera usado el tempolento, ahora estaría muerto.

—Las aceleraciones han consumido tu cuerpo.

—Pasaré el resto de la estación patinando, entonces. Y comiendo. Mi cuerpo se recuperará.

—Estoy pensando en tu mente, no en tu cuerpo —dijo él. Cerró el puño y se masajeó los nudillos—. De modo que tu mente, tu cerebro, tiene cinco años más.

—Las células siempre pueden rejuvenecer.

—¿Eso crees?

No quise discutir con él los efectos de las distorsiones temporales del multipliegue, así que me rebullí en mi dura silla y dije:

—Bueno, se está bien en casa.

Él se frotó el arrugado cuello.

—Estoy orgulloso de ti, Mallory —dijo—. Ahora eres famoso, ¿eh? Te has labrado una carrera. Se habla de nombrarte maestro piloto, ¿lo sabías?

En verdad, mis compañeros pilotos como Bardo y el Sonderval apenas habían hablado de otra cosa desde mi regreso. Incluso Lionel, que había despreciado una vez mis impulsivas fanfarronadas, confiaba en que mi elevación al Colegio de Maestros era casi segura.

—Un gran descubrimiento —dijo el Guardián del Tiempo. Se pasó los dedos por su denso pelo blanco—. Estoy muy satisfecho.

La verdad es que no creo que estuviera satisfecho en absoluto. Oh, tal vez se alegraba de volver a verme, de alborotarme el pelo como hacía cuando yo era un niño, pero no creo que estuviera satisfecho con mi súbita fama y popularidad. Era un hombre celoso, un hombre que no permitía ningún desafío a su prominencia sobre los hombres y mujeres de nuestra Orden.

—Sin tu libro de poemas, ahora estaría peor que muerto —le dije, y le conté todo lo que me había sucedido en mi viaje. No pareció impresionarse en absoluto por los poderes de la Entidad.

—Ah, los poemas. ¿Los aprendiste bien?

—Sí, Guardián del Tiempo.

—Ahhh. —Sonrió, y apoyó sobre mi hombro su mano llena de cicatrices. Su cara era intensa, difícil de leer. Parecía a la vez amable y agraviado, como si no pudiera decidir si haberme dado el libro de poemas había sido algo correcto.

Se plantó ante mí y contemplé mi reflejo en sus ojos negros. Hice la pregunta que me quemaba en la mente:

—¿Cómo pudiste saber que la Entidad me pediría que recitase los poemas? Y los poemas que Ella me preguntó… ¡Dos de ellos me los habías recitado tú!

Hizo una mueca.

—Bueno, no podía saberlo. Lo supuse.

—Pero debías de saber que la Entidad plantea acertijos con poesía antigua. ¿Cómo pudiste saberlo?

Me apretó el hombro con fuerza; sus dedos eran como raíces de madera.

—¡No me interrogues, maldición! ¿Has olvidado tus modales?

—No soy el único que tiene preguntas. Los akáshicos y los demás, todos se preguntarán cómo lo sabías.

—Deja que se pregunten.

Una vez, cuando yo tenía doce años, el Guardián del Tiempo me enseñó que el conocimiento secreto es poder. Era un hombre que guardaba secretos. Durante las horas de nuestra charla, se movía por la habitación sin darme la oportunidad de hacerle preguntas sobre su pasado ni sobre nada más. Pedía café y lo bebía de pie, mientras descargaba su peso de un pie a otro. Se acercaba con frecuencia a la ventana y contemplaba los edificios de la Academia, mientras sacudía la cabeza y apretaba las mandíbulas. Tal vez ansiaba compartir conmigo (o con cualquiera) sus secretos…, no lo sé. Parecía un animal fuerte y vital confinado en una trampa. Realmente, había algunos que decían que nunca salía de su torre porque temía el mundo de veloces trineos, hielo rápido y hombres asesinos. Pero yo no lo creía. Había oído otros rumores: un horólogo borracho sostenía que el Guardián del Tiempo tenía un doble para atender los asuntos de la Orden mientras salía a las calles de noche, cazando por las deslizaderas, como un lobo solitario, a quien fuera tan loco como para conjurar contra él; algunos decían que tenía su propia naveluz oculta dentro de las Cavernas. ¿Había duplicado mis descubrimientos toda una vida antes y conservaba el secreto para sí? Pensé que era posible. Era un hombre intrépido, demasiado lleno de vida para no necesitar el viento fresco en la cara, los cristales destellantes de la tormenta numérica, la fría belleza total de las estrellas a medianoche. Él, amante de la vida, me había dicho una vez que los momentos de la vida de un hombre eran demasiado preciosos para malgastarlos durmiendo. Así, practicaba su disciplina del nodormir y caminaba mientras sus músculos se tensaban y relajaban, se tensaban y relajaban; caminaba durante las brillantes horas del día y caminaba toda la noche, sostenido por su sangre cargada de adrenalina y cafeína y por su necesitad de ver, oír y ser.

Sentí un extraño escalofrío de piedad hacia él (y hacia mí mismo por tener que soportar sus pequeñas inquisiciones), y dije:

—Pareces preocupado.

Fue un error. El Guardián del Tiempo odiaba la piedad, y más aún odiaba a quienes se apiadaban, especialmente cuando se apiadaban de él.

—¡Preocupado! ¿Qué sabes tú de preocupación? ¡Después de que hayas escuchado a los mecánicos pidiéndome que envíe una expedición a la nebulosa de la Entidad, entonces podrás hablarme de preocupación, maldita sea!

—¿Qué quieres decir?

—¡Quiero decir que Martha Rutherford y su facción quieren que organice una expedición mayor! ¡Pretende que envíe una nave profunda a la Entidad! ¡Como si pudiera permitirme perder una nave profunda y un millar de profesionales! Creen que, porque tú tuviste suerte, ellos la tendrán también. Y los escatólogos están exigiendo ya que, si se organiza una expedición, son ellos los que deberían liderarla.

—Lamento que mi descubrimiento te haya causado tantos problemas —dije, apretando los brazos de la silla. La verdad era que no lo lamentaba en absoluto. Estaba deleitado de que mi descubrimiento (junto con el de Soli) hubiera provocado que los profesionales de nuestra Orden, generalmente inactivos, se pusieran en movimiento.

—¿Descubrimiento? —gruñó él—. ¿Qué descubrimiento? —Se acercó a la ventana y agitó en silencio el puño hacia las grises nubes de tormenta que se acumulaban sobre la Ciudad desde el sur. Recordé que no le gustaba el frío, y que odiaba la nieve.

—La Entidad… Ella dijo que el secreto de la vida…

—¡El secreto de la vida! ¿Crees las mentiras de ese engañoso cerebro matriz? ¡Paparruchas! No hay ningún secreto que encontrar en el «ADN más antiguo del hombre», sea lo que sea lo que signifique eso. No hay ningún secreto, ¿comprendes? El secreto de la vida es la vida: sigue y sigue, y eso es todo lo que hay.

Como para recalcar su pesimismo, la campana hueca y grave de uno de sus relojes tañó justo entonces.

—Es Año Nuevo en Urradeth —dijo él—. Matarán a todos los bebés de médula enferma nacidos este año pasado, y beberán, y copularán todo el día y toda la noche hasta que los vientres de todas las mujeres se vuelvan a llenar. Sigue y sigue, una y otra vez.

Le dije que creía que la Entidad había dicho la verdad.

Se rio con brusquedad, y la arrugada piel en torno a sus ojos se agrietó como placas de hielo roto.

—¡Pamemas! —dijo amargamente, una palabra que supuse era uno de sus arcaísmos—. La verdad de un dios, las mentiras de un dios…, ¿cuál es la diferencia?

Le dije que tenía un plan para descubrir el ADN más antiguo del hombre.

Volvió a reírse; se rio tanto que sus labios dejaron al descubierto sus largos dientes blancos y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Vaya, un plan. Incluso cuando eras un niño, siempre tenías planes. ¿Recuerdas cuando te enseñé el tempolento? Cuando te dije que hay que ser paciente y esperar que las primeras oleadas de adagio tomen la mente, me dijiste que tiene que haber una forma de refrenar el tiempo saltando la secuencia normal de actitudes. ¡Incluso trazaste un plan para entrar en tempolento sin la ayuda de tu nave-ordenador! ¿Y por qué? Tenías un problema con la paciencia. Y lo sigues teniendo. ¿No puedes esperar a ver si los unidores e imprimáturs (o los escatólogos, historiadores o céticos) pueden descubrir este ADN más antiguo? ¿No es suficiente que te nombren probablemente maestro piloto?

Me froté la nariz.

—Si te formulo una petición para que montes una pequeña expedición para mí, ¿la aprobarás?

—¿Una petición? ¿Por qué tan formal? ¿Por qué no me lo pides sin más?

—Porque —dije lentamente—, tendré que romper alguna de las alianzas.

—Ah.

Se produjo un largo silencio, en el que permaneció tan quieto como una escultura de hielo.

—¿Bien, Guardián del Tiempo?

—¿Qué alianza quieres romper?

—La octava alianza.

—Ah —repitió él, mientras miraba por la ventana en dirección al oeste. La octava alianza era el acuerdo hecho tres mil años antes entre los fundadores de Neverness y los primitivos alaloi que vivían en sus cuevas a novecientos kilómetros al oeste de la Ciudad.

—Son neandertales —dije yo—. Cavernícolas. Su cultura, sus cuerpos…, tan viejos.

—¿Me estás haciendo una petición para viajar a los alaloi y recoger tejidos de sus cuerpos vivos?

—El ADN más antiguo del hombre —dije yo—. ¿No es irónico que pudiera encontrarlo tan cerca de casa?

Cuando le conté la naturaleza exacta de mi plan, se inclinó sobre mí y me agarró las muñecas, apoyando su peso en los brazos de la silla. Su enorme cabeza estaba demasiado cerca de la mía; olí a café y sangre en su aliento.

—Es un plan tremendamente peligroso, para ti y también para los alaloi.

—No tan peligroso —dije, demasiado confiado—. Tomaré precauciones. Tendré cuidado.

¡Peligroso, digo!, tremendamente peligroso.

—¿Aprobarás mi petición?

Me miró dolorosamente, como si estuviera tomando la decisión más difícil de su vida. No me gustó la expresión de su cara.

—¿Guardián del Tiempo?

—Consideraré tu plan —dijo fríamente—. Te informaré de mi decisión.

Dejé de mirarle y volví la cabeza hacia un lado. No era propio de él ser tan indeciso. Supuse que estaba dividido entre romper la alianza y cumplir su llamada a la misión de búsqueda; me equivoqué. Sin embargo, pasarían años antes de que descubriera el secreto de su indecisión.

Me despidió bruscamente. Cuando me levanté, descubrí que el borde de la silla me había cortado la circulación; tenía las piernas picajosas y entumecidas. Mientras me frotaba los músculos para devolverlos a la vida, él permaneció junto a la ventana, hablando solo. Pareció no advertir que yo todavía estaba presente.

—Sigue y sigue —dijo en voz baja—. Sigue y sigue y sigue.

Salí de su cámara sintiéndome igual que siempre: exhausto, exaltado y confuso.

* * *

Los días (y noches) que siguieron fueron los más felices de mi vida. Pasé las mañanas en las anchas deslizaderas observando a los habitantes del Sector Extremo combatir las densas nieves del medio invierno. Era un placer volver a respirar el aire fresco, el olor de las agujas de pino y el pan horneado y otros aromas extraños, patinar por las calles familiares de la Ciudad. Pasaba largas tardes de café y conversación con mis amigos en las cafeterías que alinean el hielo blanco del Camino. Durante las primeras tardes, Bardo y yo nos sentábamos en una mesita junto a la ventana y observábamos pasar los enjambres de humanidad mientras intercambiábamos historias de nuestros respectivos viajes. Yo sorbía mi café a la canela y pedía noticias de Delora wi Towt y Quirin y Li Tosh y nuestros demás amigos pilotos. Bardo me dijo que la mayoría estaba esparcidos por la galaxia como un puñado de diamantes lanzados al mar nocturno. Sólo Li Tosh y el Sonderval y unos pocos más habían regresado de sus viajes.

—¿No te has enterado? —me preguntó, y pidió un plato de galletas—. Li Tosh ha descubierto el mundo natal de los darghinni. En otra época habría sido un descubrimiento notable, un gran descubrimiento, incluso. Ah, pero tuvo la mala suerte de hacer sus votos al mismo tiempo que Mallory Ringess. —Mojó la galleta en su café—. Ah, y Bardo tuvo también la misma mala suerte.

—¿Qué quieres decir?

Mientras mordisqueaba sus galletas, me contó la historia de su viaje: Después de fenestrar hasta el borde de la Nebulosa Roseta, había intentado sobornar a los enciclopedistas de Ksandaria para que le permitieran entran en su sagrado santuario. Como es sabido que los enciclopedistas son muy celosos de sus vastos y preciosos pozos de conocimiento, y como odiaban y temían el poder de la Orden, Bardo se disfrazó de príncipe de Mundo Verano, lo que no resultó muy difícil.

—Cien maunds de estrellazules de Yarkona tuve que pagar a esos repugnantes tubistas para entrar en su santuario —dijo—. E incluso a ese precio desorbitado (me perdonarás, amigo mío, si admito que, a pesar de nuestro voto de pobreza, había atesorado una parte, sólo una parte pequeñita, de mi herencia), ah, ¿dónde estaba? Sí, los enciclopedistas. A pesar de que me sacaron una fortuna, no me permitieron entrar en su santuario, pensando que un bufón ignorante como yo se contentaría con llenar mi cabeza con uno de sus pozos menores de esoterismo. Bien, tardé mis buenos veinte días antes de darme cuenta de que la información que estaba sonsacando era tan vacía como un charco seco, pero no soy estúpido, ¿no? No, no soy estúpido, así que le dije al astuto maestro enciclopedista que contrataría a un guerrero poeta para que le envenenara si no me abría las puertas del santuario interno. Me creyó, el idiota, y así empapé mi cerebro en el pozo prohibido donde conservan las antiguas historias y los más antiguos comentarios sobre la Vieja Tierra. Y…

Aquí se detuvo para sorber su café y mordisquear unas cuantas galletas más.

—… Y estoy cansado de contar esta historia porque nuestros akáshicos y bibliotecarios me han secado el cerebro, pero como eres mi mejor amigo, bueno, deberías saber que encontré un secreto en el pozo prohibido que conducía directamente a las entrañas del pasado, o eso pensé. En la Vieja Tierra, justo antes del Enjambre, creo, había una curiosa orden religiosa llamada los arkeólogos, Practicaban un extraño ritual conocido como «Las Excavaciones». ¿Te cuento más? Bien, los sacerdotes y sacerdotisas de esta orden empleaban ejércitos de esclavos-acólitos para remover concienzudamente capas de arena en busca de fragmentos de barro y otras reliquias del pasado. Los arkeólogos (y es información de primera mano sacada del pozo prohibido) eran, y cito: «los seguidores de Henrilsheman que creían en la veneración a los antepasados. Creían que podía entablarse una comunión con el mundo espiritual coleccionando objetos que sus antepasados habían tocado y, en algunos casos, coleccionando los cadáveres de los antepasados mismos». Ah, ¿quieres más café? ¿No? Bien, los arkeólogos, como todas las órdenes, supongo, se dividieron en muchas facciones y sectas diferentes. Una secta (creo que se llamaban aigiptólogos) seguía las enseñanzas de un tal Flinders Petr y el Champollion. Otra secta excavaba cadáveres preservados con betún. Luego reducían los cadáveres a polvo. Y consumían como sacramento este polvo, ¿puedes creerlo?, creyendo que al hacerlo la esencia de sus antepasados reforzaría la suya propia. Cuando una generación pasara a otra generación, una y otra vez, como diría el Guardián del Tiempo, bien, pensaban que finalmente el hombre quedaría purificado y sería inmortal. ¿Te aburro? Espero que no, porque tengo que contarte lo de esa secta cuyos altos sacerdotes se llamaban a sí mismos konservadores. Justo antes de la tercera etapa del Holocausto, los konservadores y sus sicarios, los fechadores, klasificadores y los acólitos inferiores, cargaron una nave museo con viejas piedras y huesos y los cadáveres conservados de sus antepasados que llamaban mumiyahs. Fue su nave (la llamaban la Vishnu), la que aterrizó en uno de los mundos darghinni. Naturalmente, los konservadores eran demasiado ignorantes para reconocer a alienígenas inteligentes cuando los vieron. Es triste decirlo, pero empezaron a excavar en el polvo de esa antigua civilización. No podían saber que los darghinni tienen horror a su propio pasado…, y más les habría valido. Y así, amigo mío, es como empezó realmente la primera de las guerras Hombre-Darghinni.

Bebimos nuestro café y hablamos sobre esta dolorosa guerra, la única guerra que ha habido entre la humanidad y una raza alienígena. Cuando le felicité por haber hecho tan buen descubrimiento, él golpeó la mesa con su gruesa mano y dijo:

—¡No he terminado mi historia! Espero que no te hayas aburrido, porque estaba a punto de contarte el clímax de mi pequeña aventura. Bien, después de mi éxito con los enciclopedistas (sí, sí, admito que tuve éxito), me sentí lleno de alegría. «El secreto de la inmortalidad del hombre se encuentra en nuestro pasado y en nuestro futuro»…, eso es lo que decía el mensaje de los ieldra, ¿no? Bueno, no soy un scryta, así que, ¿qué puedo decir del futuro? Pero el pasado, ah, bien, pensé que había descubierto un lazo vital con el pasado. Y, tal como están las cosas, lo he hecho. Mis mumiyahs pueden contener algún ADN muy antiguo, ¿qué te parece? Bien, pues el clímax: estaba tan lleno de alegría que me apresuré a regresar a Neverness. Debes visualizarlo: habría sido famoso. Los novicios se habrían pisado unos a otros por el privilegio de tocar mis túnicas. Las cortesanas expertas me habrían pagado a mí por el placer de descubrir qué clase de hombre vive bajo esas túnicas. ¡Qué sabrosa habría sido la vida! ¡Pero Bardo se volvió descuidado! En mi prisa por atravesar las ventanas, me descuidé.

No registraré aquí todas las palabras de mi amigo. En resumen, mientras fenestraba a través del peligroso finospacio Danladi, cometió un error que haría sonrojar a los más jóvenes oficiales viajeros. En su trazado del grupo de decisión hacia sí mismo, olvidó demostrar que la función era de una-a-una, así que cayó en un bucle.

Cualquier otro piloto habría buscado laboriosamente una secuencia de trazados para salir del bucle. Pero Bardo era perezoso y no quería pasar un centenar de días o más de intiempo buscando tal trazado. Perezoso pero brillante, tuvo una idea de cómo podría escapar instantáneamente del bucle, y jugó con ella. Después de unas simples siete horas de intiempo, saboreó el dulce fruto de su genio. Demostró que existe siempre un trazado de puntos presentes a puntos pasados, que un piloto podía regresar siempre a cualquier punto a lo largo de su camino inmediato. Es más, se trataba de una tesis constructiva; es decir, no sólo demostró que tal trazado existía, sino que podía ser construido. Así, hizo un trazado con la estrella más allá de la de Ksandaria. Salió en las caídas, a los espacios familiares que había atravesado recientemente. Y luego regresó a Neverness.

—Ahora soy reverenciado —se rio—. Es irónico: Yo, en mi estupidez, tropecé con un bucle pero demostré el más grande de los teoremas menores sin demostrar. El Teorema Boomerang de Bardo…, así es como los viajeros han llamado a mi pequeño teorema trazador. Incluso se habla de convertirme en maestro, ¿lo sabías? ¡Bardo, maestro piloto! Sí, ahora me reverencian, Kolenya y otras con sus labios lujuriosos y sus muslos hermosos y gruesos. Mi semilla fluye como magma, amigo mío. ¡Soy famoso! Ah, pero no tan famoso como tú, ¿eh?

Charlamos toda la tarde, hasta que la luz murió en el cielo gris y la cafetería se llenó de gente hambrienta. Pedimos una gran comida de carnes cultivadas y los varios platos exóticos que tanto gustaban a Bardo.

—¡No tienes carne sobre tus flacos huesos! —me dijo, clavándome un dedo en las costillas. Volvió a alabarme por mi descubrimiento, y entonces le conté mi nuevo plan.

—¿Quieres hacer eso? —dijo, secándose la salsa de la carne de sus labios—. ¿Viajar hasta los alaloi y robar su ADN? Eso es replicar, ¿no? —Al advertir que había pronunciado aquella horrible palabra demasiado fuerte, miró a su alrededor y bajó la voz, en tono conspirador. Se inclinó sobre la mesa—. No podemos replicar el ADN de los alaloi, ¿no?

—No es replicar realmente —dije—. No vamos a usar su ADN para crear venenos o clonarlos o…

—Replicar es replicar —interrumpió—. ¿Y qué hay de las alianzas? ¡El Guardián del Tiempo nunca lo permitirá, gracias a Dios!

—Podría.

Le conté mi petición, y él se volvió hosco y peleón.

—Por Dios, no podemos coger un rompevientos y aterrizar en una de sus islas y pedirles que llenen una probeta de semen, ¿no?

—Tengo un plan diferente.

—Oh, no, creo que no quiero oírlo. —Comió unas cuantas galletas más, se humedeció los labios y se pedorreó.

—Iremos disfrazados a los alaloi. No será muy difícil aprender sus costumbres y quitarles unas cuantas células de piel de la palma de la mano.

—Oh, no. Oh, lástima de Bardo, y lástima de ti si insistes en este loco plan. ¿Y cómo crees que podríamos disfrazarnos? Oh, no, por favor, no me lo digas, creo que ya he tenido suficientes planes.

—Hay una forma. ¿Recuerdas la historia de Goshevan? Haremos lo mismo que él. Iremos a un tallador y haremos que esculpa nuestros cuerpos. Los alaloi pensarán que somos sus primos.

Volvió a pedorrearse y eructó.

—¡Es una locura! Por favor, Mallory, mírame y admite que estás loco. Por Dios, no podemos convertirnos en alaloi, ¿no? ¿Y por qué crees que el ADN de los alaloi es más antiguo que ningún otro? ¿No deberíamos concentrar nuestros esfuerzos en la posibilidad principal? Ya que he descubierto mumiyahs anteriores en tres mil años al Enjambre, ¿por qué no montamos una expedición, tú, yo y Li Tosh, a los darghinni? Después de todo, sabemos que en uno de sus mundos están los restos de una nave museo.

Tosí y me froté la nariz. No quería señalar que, hasta el momento, no teníamos ni idea de dónde buscar el naufragio de la nave museo.

—El ADN de los alaloi tiene probablemente cincuenta mil años.

—¿Es cierto eso? ¡No sabemos nada de los alaloi, excepto que son tan estúpidos que ni siquiera tienen lenguaje!

Sonreí, porque se estaba comportando de manera deliberadamente fatua. Le dije todo lo que se sabía de los alaloi, esos soñadores que habían imbuido su humanidad en carne neandertal. Según los historiadores, los antepasados de los alaloi habían odiado el vicio y la putrefacción de la civilización, cualquier civilización. Por tanto, huyeron de la Vieja Tierra en naves largas. Como querían vivir lo que pensaban era una vida natural, mutaron hacia atrás algunos de sus cromosomas para criar mejor niños fuertes y primitivos que vivieran en los mundos primitivos que esperaban encontrar. En una de sus grandes naves transportaban el cuerpo congelado de un niño neandertal recuperado de los hielos de Tsibera, que era el continente situado más al norte de la Vieja Tierra. Habían obtenido capas de ADN congelado; con el ADN replicado del niño ejecutaron sus rituales y llenaron sus células germen de antiguos cromosomas. Generaciones más tarde, generaciones de experimento y crianza, los cavernícolas —por usar el término antiguo y vulgar— desembarcaron en Nevada. Destruyeron sus naves, se abrocharon las pieles encapuchadas y se fueron a vivir a los bosques helados de las Diez Mil Islas.

—Eso es interesante —dijo Bardo—, pero me molesta una cosa. Bueno, me molesta todo lo que has dicho, naturalmente, pero hay una cosa que me molesta más que nada en todo este esquema de buscar el más antiguo ADN del hombre.

Pidió más café y se lo bebió. Miró al otro lado de la cafetería a una hermosa historiadora aprendiza, y empezó a flirtear con los ojos.

—Cuéntamelo, entonces —animé.

Apartó los ojos, reluctante, me miró y dijo:

—¿Qué quería decir la diosa con eso de que el secreto de la vida está escrito en el ADN más antiguo de la especie humana? Debemos reflexionar con cuidado sobre esto. ¿Qué quería decir con «antiguo»?

—¿A qué te refieres?

Resopló y soltó un exabrupto.

—Maldición, ¿por qué siempre tienes que responder a mis preguntas con preguntas? Antiguo…, ¿qué es antiguo? ¿Tiene una raza de hombres un ADN más antiguo que otra? ¿Cómo puede un ser humano tener un ADN más antiguo que otro?

—Estás partiendo las palabras como un semántico —dije.

—No, no lo creo. —Se quitó el guante y se acarició la grasienta nariz—. ¡El ADN de mi piel es muy antiguo, por Dios! Partes del genoma han estado evolucionando durante cuatro mil millones de años. Eso sí que es antiguo, creo, y si quieres que parta las palabras, lo haré. ¿Qué hay de los átomos que componen mi ADN? Aún más antiguos, creo, porque se hicieron en el corazón de las estrellas hacia diez mil millones de años.

Se rascó la nariz y extendió el dedo. Bajo la larga uña había un rastro de grasa y células amarillentas muertas.

—Aquí tienes tu secreto de la vida —dijo. Parecía muy complacido de sí mismo, y continuó flirteando con la historiadora.

Aparté su mano.

—Admito que las palabras de la Entidad son una especie de acertijo. Tendremos que resolver el acertijo, entonces.

—Ah, pero a mí nunca me han gustado los acertijos.

Le miré a los ojos.

—Como has dicho, el genoma ha estado evolucionando durante miles de años. Y, por tanto, el ADN de cualquiera de nuestros antepasados es más antiguo que el nuestro. Así es como defino la antigüedad, entonces. Tendremos que empezar por alguna parte. Los alaloi han introducido en sus cuerpos el ADN de un cuerpo muerto hace cincuenta mil años. Podemos esperar que este ADN, y el mensaje del ADN, no haya mutado o degradado.

—Pero los alaloi no son nuestros antepasados.

—No, pero los neandertales de la Vieja Tierra sí lo fueron.

—¡No, por Dios, ni siquiera eran miembros de la especie humana! Eran brutos de espaldas encorvadas y mandíbula salida, tan estúpidos como pingüinos.

—Te equivocas. Tenían el cerebro más grande que el hombre moderno.

—Más grande que tu cerebro, tal vez —dijo él. Se palpó su prominente frente—. Pero más grande que el de Bardo no, no puedo creer eso.

—Evolucionamos a partir de ellos.

—Ésa sí que es una idea repugnante. Pero no te creo. ¿Conoce Bardo su historia? Sí, creo que sí. Pero ¿por qué deben discutir los pilotos de historia? —Alzó la cabeza, se acarició la barba y miró a la historiadora—. ¿Por qué no dejamos que una historiadora resuelva una discusión histórica?

Dicho y hecho. Se excusó, eructó, se levantó, se quitó de la barba migajas de galleta y se abrió paso entre las mesas repletas. Se acercó a la historiadora y le dijo algo. Ella rio y se cogió de su mano mientras él la guiaba hacia nuestra mesa.

—Permíteme presentarte a Estrella Domingo de Darkmoon. —Estrella era una aspirante de aspecto alegre y un poco rellenita, el tipo de mujeres que le gustaban a Bardo. Éste me presentó y luego dijo—: Estrella ha accedido a resolver nuestra discusión. —Acercó una silla para que ella pudiera sentarse—. ¿Fueron realmente los neandertales nuestros antepasados?

La verdad es que no creo que Bardo tuviera ninguna esperanza de que su argumento venciera. Poco después, resultó obvio que había invitado a nuestra mesa a esta muchacha hermosa e impresionable de Darkmoon no para escuchar una lección de historia, sino para seducirla. Después de que ella explicara pacientemente que había teorías diferentes sobre la evolución del hombre y le dijera que sí, que era muy probable que los neandertales fueran nuestros antepasados, Bardo exclamó:

—¡Ah, entonces mi amigo tiene razón una vez más! Pero debes admitir que es una lástima que el hombre tuviera aspecto de cavernícola. Son muy feos, ¿no estás de acuerdo?

Estrella no estuvo de acuerdo. Tímidamente observó que a muchas mujeres les gustan los hombres grandes, musculosos y velludos. Ésa era una de las razones por las que se había puesto de moda hacía años que algunos profesionales esculpieran sus cuerpos en la forma de los alaloi.

—Hmmm —dijo Bardo mientras se retorcía el bigote—, eso es interesante.

Estrella continuó diciendo que la diferencia entre los neandertales y el hombre moderno no era tan grande como pensaba la mayoría de la gente.

—Si miras con atención —señaló—, puedes ver genes neandertales en las caras de cierta gente en cualquier calle de cualquier ciudad de cualquier planeta de los Mundos Civilizados. —(Como he dicho, era una joven bonita e inteligente, aunque tenía el irritante hábito de encadenar demasiadas proposiciones subordinadas cuando hablaba)—. Incluso tú, Maestro Bardo, con tus pobladas cejas sobre tus profundos ojos rodeados por tan hermosa barba…, ¿lo has pensado alguna vez?

—Oh, no, la verdad es que no. Pero sería interesante discutir este asunto con mayor detalle, ¿no crees? Podríamos escrutar varías partes de mi anatomía y determinar cuáles son las más primitivas.

Después de que Bardo y ella hicieran planes «para discutir el asunto con mayor detalle», Estrella regresó a su mesa y susurró algo al oído de su amiga.

—¡Qué muchacha tan encantadora! —dijo Bardo—. ¿No es maravillosa la forma en que estos aspirantes se pliegan a los pilotos establecidos? Ah, tal vez los neandertales fueran nuestros antepasados…, o tal vez no. Pero sigue sin haber ninguna razón para esculpir nuestros cuerpos y vivir entre cavernícolas. Tengo un plan mejor. Podríamos sobornar a un corredor-gusano para que capturara a un alaloi. Cazan shagshay, ¿no? Bueno, pues que cacen a un alaloi y lo traigan a la ciudad.

Tomé un sorbo de café y me froté el puente de la nariz.

—Sabes que no podemos hacer eso —dije.

—Por supuesto, todo lo que el corredor-gusano necesitaría realmente es un poco de sangre. Podría dejar inconsciente a un cavernícola, sangrarle un poco, y regresar con una muestra.

Retuve el café en mi boca. Se había vuelto frío y ácido.

—Siempre me has acusado de ser demasiado inocente, pero admitiré que ya había pensado en hacer lo que sugieres.

—¿Y bien?

Pedí más café.

—La sangre de un solo hombre no sería suficiente. Los genes neandertales están distribuidos entre las familias alaloi. Tenemos que asegurarnos de conseguir una buena muestra estadística.

Eructó y puso los ojos en blanco.

—Ah, siempre tienes razones, Pequeño Amigo. Pero creo que el motivo real por el que quieres emprender esta loca expedición es que te gusta la idea de esculpir tu cuerpo y vivir entre salvajes. Qué idea tan romántica. Pero claro, siempre has sido un romántico.

—Si el Guardián del Tiempo accede a mi petición, iré con los alaloi. ¿Vendrás conmigo?

—¿Que si iré contigo? ¿Iré contigo? ¡Vaya pregunta! —Cogió un trocito de pan y eructó—. ¡Si no voy contigo, dirán que Bardo tiene miedo, por Dios! Bien, es una lástima. No me importa. ¡Amigo mío, te seguiría a través de la galaxia, pero esto, ir entre salvajes y replicar su plasma, bueno…, es una locura!

No pude persuadir a Bardo de mi plan. Estaba tan lleno de optimismo, sin embargo, tan feliz de haber vuelto a casa, que no me importó. Como piloto regresado tenía derecho a tomar una casa en el Sector de los Pilotos. Escogí un pequeño chalet de techo inclinado calentado por agua corriente que procedía del géiser al pie del Attakel. Me llevé al chalet mi libro de poemas, mis pieles y kamelaikas y mis tres pares de patines, mi tablero y piezas de ajedrez, la mandolina que nunca había aprendido a tocar, y las otras pocas posesiones que había acumulado durante mis años en Resa (como novicios de Borja, naturalmente, no se nos permitía ninguna posesión aparte de nuestras ropas). Consideré pedir una cama y tal vez unas cuantas mesas y sillas de madera, indulgencias tubistas menores muy populares en su momento. Pero no me gustaba dormir en camas, y me pareció que las mesas y las sillas eran sólo apropiadas para los cafés o los bares, donde muchos podían hacer uso de su conveniencia. También tenía otra razón para no querer que mi casa estuviera llena de cosas: Katharine había empezado a pasar las noches conmigo. No quería que ella, en su mundo de noche eterna, tropezara con una silla mal colocada y se fracturara su hermoso rostro.

Mantuvimos en secreto nuestros encuentros nocturnos a mi madre y mi tía, y a todos los demás, incluido Bardo. Naturalmente, yo ansiaba contárselo; quería decirle lo feliz que me hacía Katharine con sus manos, su lengua y sus ondulantes caderas, con sus apasionadas (aunque anticipadas) palabras susurradas al oído, con sus gemidos. Pero Bardo no podía guardar un secreto, como no podía contener sus ventosidades después de consumir demasiado pan y cerveza. Poco después de nuestra conversación en el café, pareció que la mitad de la Orden (todos menos mi cobarde amigo) quería acompañarme en lo que sería llamado el gran viaje.

Incluso Katharine, que había visto suficiente del futuro como para no estar excitada, lo estaba. Mucho después de medianoche de la decimoquinta noche, después de una noche de lento e intenso copular (ella parecía siempre dispuesta a devorar el tiempo lentamente, sensualmente, como una serpiente devora su presa), me sorprendió con su excitación. Yacía desnuda delante de la chimenea de piedra, y destellos de naranja y rojo jugaban con su piel blanca y sudorosa. Olía a perfume, a humo de madera y a sexo. Con los brazos tras la cabeza, sus grandes senos quedaban extendidos como discos perfectos contra su pecho. Ciega como era, no tenía vergüenza por su cuerpo, ni apreciación alguna de su belleza. Me complací contemplando el oscuro y denso triángulo de vello bajo su redondeado vientre, las largas piernas cruzadas y los pies profundamente arqueados. Ella contemplaba las estrellas, escrutando. Es decir, habría contemplado las estrellas si hubiera tenido ojos, si la claraboya entre las vigas del techo no hubiera estado cubierta de nieve. ¿Quién sabe lo que veía mientras se asomaba a los oscuros túneles del futuro? Y, si de repente pudiera volver a ver, me pregunté, ¿podría el chispear de las lechosas estrellas del medio invierno complacerla tanto como sus propias visiones interiores?

—¡Oh, Mallory! —dijo—. ¡Qué cosa he…! Debo ir contigo a tus alaloi, ¿ves?

Sonreí, pero ella no pudo ver mi sonrisa. Estaba sentado a su lado, con las piernas cruzadas y una piel echada sobre los hombros. Le aparté el largo pelo negro de las cuencas de los ojos.

—Si Bardo tuviera tu entusiasmo… —dije.

—No seas demasiado duro con Bardo. Al final, también irá.

—¿También irá? ¿Adónde? —No estaba seguro de qué me molestaba más: que vislumbrara el futuro, o su insistencia en que la llevara con los alaloi—. ¿Qué has visto?

—Bardo, en la caverna con su gran…, ¡es tan gracioso!

—No puedes venir conmigo —dije—. Lo siento.

—¡Pero debo ir! Iré porque tengo…, Oh, ¿Mallory?

Naturalmente, era imposible que me acompañara. Se lo dije.

—Los alaloi dejan a sus ciegos y lisiados en la nieve cuando hay tormenta. Los matan. —La verdad es que no sabía si aquello era cierto.

Ella se volvió hacia mí y sonrió.

—No mientes demasiado bien.

—No, ¿verdad? Pero no comprendo por qué quieres venir conmigo.

—Es difícil de explicar.

—Cuéntamelo.

—Lo siento, Mallory, pero no puedo decírtelo.

—¿A causa de tus votos?

—Naturalmente, pero…, pero más porque no existen las palabras para describir el futuro.

—Creía que los scrytas habíais inventado un vocabulario especial.

—Ojalá pudiera encontrar las palabras para contarte lo que he visto.

—Inténtalo —dije.

—Quiero tener ojos de nuevo para poder ver las caras de vuestros…, es allí, en el hielo en el invierno profundo, donde encontraréis vuestro… Oh, ¿cómo puedo llamar a esta cosa que veo, a esta imagen, la imagen del hombre? Romperé mis votos, y me haré crecer ojos para ver de nuevo una temporada, antes de…, antes de ver.

Me froté en silencio el puente de la nariz mientras permanecía sentado, sudando, delante del chisporroteante fuego. ¡Hacerse crecer ojos! Era algo sorprendente en un scryta.

—Bueno —suspiró ella—. Ya ves, lo he dicho muy mal.

—¿Por qué no puedes decir qué hechos ocurrirán y cuáles no?

—Dulce Mallory, suponte que hubiera visto el único hecho que realmente importa. Si te dijera que vas a morir en un momento dado, todos los momentos de tu vida serían una agonía porque…, verás, siempre habitarías en el momento de…, robaría de felicidad cualquier otro momento de tu vida. Si supieras.

La besé en la boca.

—Hay otra posibilidad —dije—. Si supiera que tenía por delante cien años antes de morir, nunca temería nada en toda mi vida. Disfrutaría cada instante de ella.

—Por supuesto, eso es cierto.

—Pero es una paradoja.

Se rio un rato antes de admitirlo.

—Los scrytas somos famosos por nuestras paradojas, ¿no?

—¿Veis el futuro? ¿O veis futuros posibles? Es algo que siempre he querido saber.

Realmente, la mayoría de los pilotos (y todos los demás miembros de nuestra Orden), sentíamos curiosidad por conocer los secretos de los scrytas.

—Y si veis el futuro, ¿por qué no lo cambiáis si queréis? —dije.

Ella volvió a reírse. En ocasiones, como cuando estaba relajada delante del fuego, tenía una risa hermosa.

—Oh, acabas de formular la primera paradoja, ¿lo sabías? Ver el futuro de…, si entonces actuamos para cambiarlo, y lo cambiamos…, si se puede cambiar, entonces no hemos visto realmente el futuro, ¿no?

—¿Y os negaríais a actuar, entonces, simplemente para preservar esta visión de lo que habéis visto?

Ella me cogió la mano y me acarició la palma.

—No comprendes.

—En cierto sentido fundamental, nunca he creído realmente que los scrytas pudierais ver algo más que posibilidades.

Ella pasó su uña por mi línea de la vida.

—Por supuesto…, posibilidades.

Como me sentía frustrado, me eché a reír.

—Creo que es más fácil comprender a un mecánico que a un scryta. Al menos sus creencias son cuantificables.

—Algunos mecánicos creen que cada hecho cuántico que ocurre en el universo cambia la… Han cuantificado las posibilidades. Con cada hecho, un futuro diferente. El espaciotiempo se divide y se redivide, como las ramas de uno de tus árboles infinitos. Un infinito de futuros, los futuros paralelos los llaman, ¿no ves? Pero los mecánicos se equivocan. La nada es…, hay una unidad de inmanencia…, oh, Mallory, sólo puede haber un futuro.

—¿Es imposible cambiar el futuro, entonces?

—Tenemos un dicho —me dijo—. No cambiamos el futuro; lo escogemos.

—Cháchara de scrytas.

Ella extendió la mano hacia mí. Pasó los dedos por el vello de mi pecho y cerró súbitamente el puño contra mi corazón, atrayéndome hacia sí mientras decía:

—Acudiré a un tallador llamado… Él me hará crecer ojos. Quiero ver tu cara cuando…, una vez, sólo una vez, ¿está bien?

—¿Harías eso realmente? —me pregunté en voz alta—. ¿Romper tus votos? ¿Por qué?

—Porque amo… —dijo—. Te amo, ¿ves?

Durante los días siguientes apenas pude pensar en otra cosa que en esta extraña conversación. Como piloto de regreso, se me pidió que enseñara, así que accedí a instruir a dos novicios en las artes del halnín. Debo admitir que no ejecuté mis deberes de tutor con la atención debida. Una mañana temprano, en la clase de mi chalet, mientras supuestamente enseñaba simples demostraciones geométricas a los pequeños Rafi y Geord, me encontré pensando en mi viaje a la Entidad, recordando cómo la imagen de Katharine se dejaba crecer ojos y me miraba. Me pregunté: ¿Sabía Ella lo que me diría un día Katharine? Reflexionaba sobre las implicaciones de esto mientras demostraba a los novicios cómo es imposible rotar un papel, el trazado bidimensional de una mano derecha enguantada para que encuentre y encaje en el trazado de una mano izquierda enguantada, si el movimiento se restringía a las rotaciones en un plano. No me di cuenta de que estaban aburridos. Recogí uno de los guantes del suelo de madera, lo agité y lo coloqué encima del otro.

—Pero si alzamos el plano así y lo rotamos a través del espacio, es bastante fácil encajar los dos trazados —dije—. Del mismo modo…

Y entonces el impaciente y nervioso Rafi me interrumpió:

—Del mismo modo, es imposible rotar un guante izquierdo tridimensional en un guante de la mano derecha. Pero si rotamos el guante a través de un cuarto espacio, es simple superponer los dos guantes. Sabemos eso, Piloto. ¿Hemos acabado ya? Prometiste hablarnos de tu viaje a los alaloi, ¿recuerdas? ¿Vas a conducir trineos con perros y comer carne viva?

Mis distracciones, vi para mi desazón, habían afectado al parecer incluso a los novicios. Me sentí un poco molesto con Rafi, que era demasiado rápido para su propio bien.

—Cierto, los guantes pueden superponerse, pero ¿puedes visualizar la rotación a través del cuarto espacio? ¿No? Eso pensaba.

Dos días más tarde los llevé a un tallador que modificó sus pulmones, y luego a los Claustros Vientre Rosa. Los puse en la cámara de actitud hexagonal, que ocupaba la mayor parte del tanque de losas rosadas. Allí flotaron y respiraron el agua superoxigenada mientras ejecutaban los ejercicios diarios. Con el sentido de izquierda y derecha, arriba y abajo disuelto en el agua oscura, cálida y salada, visualizaron el cuarto espacio; rotaron la imagen de sus propios cuerpos alrededor del plano imaginario que cortaba a través de sus narices, ombligos y espinas dorsales. Intentaban rotarse en sus propias imágenes reflejadas. Aunque era un ejercicio simple, similar a dar la vuelta a las líneas del diagrama de un cubo hasta que «salta», debería de haberles prestado más atención. Pero una vez más dejé vagar mi mente. Me preguntaba si Katharine podría encontrar un tallador que le hiciera ojos nuevos cuando miré a los novicios a través del agua oscura. Advertí que Rafi tenía los brazos en torno a los tobillos, y sus ojos estaban cerrados mientras respiraba agua. ¿Cuánto tiempo le había dejado así? Si lo dejaba demasiado tiempo en actitud fetal, crearía dependencia hacia la falta de visión y la cerrazón. Me recordé que iba a ser piloto, no scryta, así que lo saqué del tanque.

—El ejercicio era… demasiado fácil —dijo Rafi. Permaneció de pie, desnudo, goteando agua. Debido a sus pulmones alterados, tenía problemas para respirar—. En cuanto se ve una transformación, las otras son sencillas.

—Eso es cierto con las transformaciones geométricas —dije—. Pero las transformaciones topológicas son más difíciles. Recuerdo cuando Lionel Killirand me hizo invertir el tubo de mi cuerpo, de dentro a fuera. Eso sí que fue un ejercicio horrible. Ya que has encontrado el ejercicio de hoy tan fácil, tal vez te gustaría jugar con las transformaciones topológicas, ¿no?

Sonrió arrogantemente.

—Preferiría una transformación real, como tú, Piloto. ¿Vas a hacer que te esculpan de verdad? ¿Es una alteración tan severa como alterar los pulmones? ¿Llevarías a un novicio contigo, con los alaloi? ¿Podría ir?

—No, sólo eres un niño. Bien, ¿practicamos ahora los movimientos a través del quinto espacio? No creo que puedas visualizar tan fácilmente el quinto espacio.

La excitación que mi propuesta de viaje provocaba en toda la Orden no era del todo sorprendente. El hombre es el hombre, e incluso el hombre civilizado (especialmente los hombres y mujeres civilizados) ansía a veces la sencillez. En cada uno de nosotros existe el ansia de lo primitivo, un deseo atávico de experimentar la vida en sus formas más crudas; existe la necesidad de ser puesto a prueba, de demostrar nuestro valor como animales naturales (y feroces) en un mundo natural. Algunos decían que los alaloi llevaban una vida más auténtica, más puramente humana de lo que podría ningún hombre moderno. También la historia de Goshevan y su hijo de médula enferma, Shanidar, había prendido la imaginación de una generación entera. Regresar a la naturaleza como hombres fuertes, poderosos, naturales…, ¿qué podía ser más romántico que eso? No pasaba un solo día sin que algún semántico me ofreciera consejo sobre las complejidades del lenguaje alaloi o sin que un fabulista me recitara el épico viaje condenado de Goshevan para vivir entre los cavernícolas; ninguna noche terminaba sin que un piloto u otro se drogara con toalache y me suplicara que le dejara acompañarme con los alaloi.

A finales de aquella brillante y feliz estación de romance, nieves profundas y planes, fui elevado a la categoría de maestro. Curiosamente, aunque era con diferencia el piloto más joven que se convertía en maestro, ya no me enorgullecía de mi relativa juventud. Tras haber envejecido cinco años intiempo durante mi viaje, me sentía súbitamente sin edad, o más bien viejo…, tan viejo como las heladas cornisas del Salón de los Antiguos Pilotos, donde los maestros pilotos me recibieron en su colegio. Recuerdo haber estado esperando su decisión en el otro extremo del Salón, cerca del estrado donde Bardo y yo recibimos nuestros anillos. Golpeaba el frío suelo con mi bota, escuchando los sonidos desvanecerse en la cúpula sobre mi cabeza. Examiné las grandes puertas negras de la sala del cónclave, que estaban hechas de madera y talladas con los rostros de Rollo Gallivare y Tisander el Prudente, el Tycho y Yoshi, los trescientos ochenta y cinco de nuestros Lores Pilotos desde la fundación de nuestra Orden. Cerca del centro de la puerta izquierda encontré el duro perfil de Soli, con la nariz larga y ancha, la dura barbilla y el pelo peinado hacia atrás y sujeto por su cadena de plata. Me pregunté si mi propio perfil sería tallado en la vieja madera gastada, y, si era así, me pregunté si alguien podría distinguirlo del de Soli. Entonces las puertas se abrieron, y el anciano Salmalin, que era el piloto más viejo junto con Soli, se acarició la barba blanca y me invitó a entrar en la sala circular de cónclaves, y ya dejé de sentirme viejo. Me senté en un taburete en el centro de una gran mesa en forma de anillo. En torno a la mesa estaban sentados Tomoth, Pilar Gaprindashavilli, el amargo Stephen Caraghar, así como Lionel, Justine y los otros maestros pilotos. Cuando Salmalin se levantó para darme la bienvenida al colegio de maestros, todos los pilotos se levantaron y se quitaron el guante de la mano derecha. Siguiendo la más simple y conmovedora de todas las ceremonias de nuestra Orden, recorrí la mesa estrechando manos.

—Si Soli hubiera estado aquí para ver esto —me dijo Justine cuando tomé en la mía su mano larga y elegante—, estoy segura de que se habría sentido tan orgulloso como yo.

No le recordé que, si Soli hubiera estado presente, probablemente habría vetado mi ascenso.

Después de que ella y Lionel (y los demás) me felicitaran, mi madre se reunió conmigo ante la sala de cónclaves. Recorrimos juntos el Salón casi desierto.

—Ahora eres un maestro —dijo—. El Guardián del Tiempo tendrá que prestar más atención a tu petición. Y, si la aprueba, esculpiremos nuestros cuerpos. E iremos con los alaloi, donde habrá fama y gloria. No importa lo que encontremos o no.

Pensé que era gracioso que incluso mi madre se hubiera contagiado de la excitación general. Me mordí el labio.

—No puedes hablar en serio de venir conmigo, madre.

—¿No? Soy tu madre. Juntos formamos una familia. Los alaloi nos considerarán una familia…, ¿qué podría ser más natural?

—Bueno, pues no puedes venir.

—He oído que para los alaloi la familia lo es todo.

—El Guardián del Tiempo probablemente denegará mi petición.

Ella ladeó la cabeza y se rio, casi para sí.

—¿Puede denegarte el Guardián del Tiempo esta oportunidad? Pienso que no. Ya veremos, ya veremos.

Más tarde tuvimos una celebración, con vino y comida. Bardo estaba tan feliz por mí que casi lloró.

—¡Por Dios! —dijo—. ¡Celebrémoslo! ¡La Ciudad nunca volverá a ser la misma!

Sus palabras, junto con los instintos de mi madre, resultaron ser curiosamente proféticas. (A veces pensaba que mi madre era una scryta secreta). Dos días después de mi ascenso, el día ochenta y cinco, un frío día de nieve aplastada y profunda ironía, Leopold Soli regresó del Vild. Lleno de furia y deseos de venganza (esto me lo contó Bardo), fue a ver al Guardián del Tiempo para exigir que denegara mi petición. Pero el Guardián del Tiempo le engañó. Me concedió el permiso, pero con una condición: Yo podría montar una expedición a los alaloi siempre que llevara conmigo a mi familia, a mi madre y a Justine y Katharine. Y a Soli también. Soli, que era mi tío, debía venir, o no habría expedición ninguna. Y, ya que Soli era Lord Piloto, Soli debería liderar la expedición…, ésta fue la amarga e irónica condición del Guardián del Tiempo. Cuando me enteré de la noticia, no pude creerla. Ni sospeché que Bardo tenía razón, que, como resultado de nuestra expedición, la Ciudad no volvería a ser nunca la misma.