En el principio, naturalmente, estaba Dios. Y de Dios surgieron los antiguos ieldra, seres de luz pura que eran como Dios, excepto que hubo un tiempo antes de su existencia, y vendría un tiempo en el que ya no existirían. Y de los antiguos ieldra surgieron los ieldra, que eran como la antigua raza pero tenían sustancia y carne. Los ieldra germinaron la galaxia, y quizá muchas galaxias más, con su ADN. En la Vieja Tierra, de esta semilla divina evolucionaron las algas y las bacterias primitivas, el plancton, el moho, los gusanos, los peces, y así hasta que el hombre-mono bajó de los árboles del continente madre. Y el hombre-mono dio nacimiento a los hombres de las cavernas, que eran igual que los hombres, pero no tenían el poder para acabar con su propia existencia.
Y de los hombres de las cavernas surgió por fin el Hombre, y el Hombre, que era a la vez listo y estúpido, se llevó a la cama cuatro esposas: La Bomba; el Ordenador; la Probeta; y la Mujer.
—De Réquiem por el Homo Sapiens, de Horthy Hosthoh.
Es imposible describir lo indescriptible. Las palabras, por serlo, son inadecuadas para representar aquello para lo que no hay palabras. Tras haber dicho esto, intentaré dar una explicación de lo que sucedió a continuación, mi viaje a los caminos sin nombre del multipliegue.
Me abrí paso a lo largo del resplandeciente brazo de la galaxia espiral de Sagitario. Progresé hacia fuera con buen estilo a través de la lente de la Vía Láctea, aunque por supuesto hubo ocasiones en las que tuve que volver atrás en mi camino para kleinear hacia las estrellas infernalmente densas y brillantes del núcleo central. Sabía que esta parte de mi viaje sería fácil. Seguí caminos descubiertos mucho tiempo antes por el Tycho y Jemmu Flowtow. Caer de una gigante roja como Gloriana Luz a una de las calientes azules del Morbio Menor es fácil cuando el trazado de los respectivos puntos-fuente en las inmediaciones de las dos estrellas se ha hecho hace tiempo (y se ha demostrado que está conectado de forma simple). Es tan fácil que los cantores le han dado un nombre especial a estas vías conocidas: las llaman las caídas estelares, para distinguirlas de la parte del multipliegue que no ha sido cartografiada aún y que es, muy a menudo, imposible de cartografiar. Así, para ser preciso, debería decir que comencé mi viaje a través de las caídas, fenestrando velozmente de ventana en ventana, de estrella en estrella en mi prisa por alcanzar la Entidad de Estado Sólido.
Pasé la mayor parte del tiempo flotando libremente dentro de la oscura cabina de mi nave. Para algunos pilotos temerosos (como los fracasados que guían las naves profundas y las naves largas que siguen las rutas comerciales de las caídas), la cabina de la nave puede ser más una trampa que un refugio donde experimentar los estados mentales más profundos; para ellos, la cabina es un negro ataúd metálico. Para mí, la cabina de la Clavellina Inmanente era como un amable y cómodo yelmo que rodeara todo mi cuerpo en vez de sólo mi cabeza (realmente, en la época del Tycho, el ordenador de la nave encajaba en la cabeza del piloto e introducía filamentos proteínicos en el cerebro, al estilo de los antiguos yelmos). Mientras viajaba a través de las estrellas cercanas, las neurológicas tejidas en el negro casco de la cabina modelaban holográficamente mi cerebro y mis funciones corporales. Es más, la lógica rica en información insuflaba imágenes, impulsos y símbolos directamente a mi cerebro. Así, dejé atrás las estrellas de la Nashira Triple, y conecté con el ordenador de mi nave y «hablé» con él. Y él me habló a mí. Escuché el rugido silencioso de los motores devoradores del espaciotiempo abrir ventanas en el multipliegue, y contemplé el fuego de las nebulosas más distantes mientras demostraba mis teoremas…, a través del filtro del ordenador y sus neurológicas. Esta fusión de mi cerebro con mi nave era poderosa, aunque no perfecta. A veces, la información que fluía en los varios centros de mi cerebro se mezclaba y confundía: olía las estrellas de los Sarolta al nacer y escuchaba el sonido púrpura de las ecuaciones al ser resueltas y otros absurdos similares. Es para integrar esta charla cruzada de los sentidos de la mente que los holistas desarrollaron la disciplina de halnín; de las disciplinas mentales de un piloto tendré mucho que decir más tarde.
Entré en la Nebulosa Trífida, donde las jóvenes estrellas calientes latían con longitudes de onda de luz azul. En los momentos en que mi nave salía al espacio real alrededor de una estrella, parecía que todo el interior de la nebulosa brillaba con nubes rojas de gas hidrógeno. Como necesitaba pasar por la cercana Nebulosa Laguna, crucé velozmente la Trífida, fenestrando de ventana en ventana tan rápidamente que tuve que apresurar mi cerebro con muchos momentos de tempolento. Para mí, con mi metabolismo y mi mente acelerados por el contacto eléctrico del ordenador, ya que podía pensar mucho más rápido, el tiempo, paradójicamente, parecía retardarse. En mi mente, el tiempo se dilataba y estiraba como una plancha de goma, y los segundos se convertían en horas, y las horas parecían años. Este retardo del tiempo era necesario, pues de otro modo el fluctuante flujo de estrellas me habría dejado demasiado poco tiempo para establecer mis isomorfismos y trazados, para demostrar mis teoremas. O habría caído en la fotosfera de una gigante azul, o en un árbol infinito, o muerto de alguna otra forma.
Por fin, entré en la Laguna. Quedé deslumbrado por las intensas luces, algunas de las cuales estaban entre los objetos más brillantes de la galaxia. Alrededor de un conjunto de estrellas llamado Blástula Luz, preparé mi largo paso a la Nebulosa Roseta en el Brazo de Orión. Penetré la Blástula y atajé al densospacio en su centro casi hueco. El densospacio se llama la Densidad del Tycho, y aunque no es tan denso como el que se encuentra en las inmediaciones de Neverness, hay muchos puntos-fuente conectados con puntos-salida dentro de la Nebulosa Roseta.
Encontré uno de esos puntos-fuente, y los teoremas de topología probabilística se construyeron ante mi ojo interno, y tracé una ruta. El multipliegue se abrió. La estrella que orbitaba, una fea gigante roja a la que llamé Sangrienta Bal, desapareció. Floté en la cabina de mi nave, preguntándome cuánto tiempo caería en el camino de Laguna a la Roseta; me pregunté (y no por última vez) por la peculiar naturaleza de esa cosa que llamamos tiempo.
En el multipliegue no hay espacio, y por tanto no hay tiempo. Es decir, no hay tiempo exterior. Para mí, dentro de mi naveluz, sólo había temponave o temposueño, o a veces temporrápido, pero nunca el tiempo real del universo exterior. Como mi paso a la Roseta probablemente sería largo y sin nada digno de mención, a menudo apaciguaba mi cerebro con temporrápido. Lo hacía para alejar el aburrimiento. Mis mentaciones se redujeron a un ritmo glacial, y el tiempo pasó más rápidamente. Los años se convirtieron en horas mientras largos segmentos de tediosa nada se encogieron al momento que tardaba mi corazón en latir una sola vez.
Después de un rato, me cansé del temporrápido. Pensé que también podría drogar mi mente con sueño, o con drogas. Transcurrí la mayor parte del paso en el estado alerta más o menos normal del temponave examinando el libro que el Guardián del Tiempo me había dado. Aprendí a leer. Fue doloroso. La antigua forma de representar los sonidos del habla por letras individuales era un medio ineficaz de codificar información. Bárbaro. Aprendí los garabatos cursivos conocidos como alfabeto, y aprendí a juntarlos linealmente (¡linealmente!) para formar palabras. Ya que el libro contenía poemas escritos en varios idiomas de la Vieja Tierra, tuve que aprender también esos idiomas. Ésta, por supuesto, fue la más fácil de mis tareas, ya que podía insuflar y superescribir el lenguaje y los centros de memoria de mi cerebro directamente del almacén de misterios del ordenador. (Aunque pocos de estos poemas estaban escritos en antiguo anglés, aprendí esa antiquísima lengua porque mi madre llevaba mucho tiempo instándome a hacerlo).
Cuando aprendí a detectar las filas de letras impresas hacia el lado (y a veces hacia abajo) de las viejas y fibrosas páginas de papel amarillento, aprendí tan bien que ya no necesité buscar las letras individuales en el oído interno de mi cerebro, sino que pude percibir las unidades de significado palabra por palabra, y descubrí para mi sorpresa que aquella cosa llamada lectura era algo placentero. Había placer en coger el cuero agrietado de la cubierta, placer también en el rápido estímulo de mis ojos ante los símbolos negros que representaban palabras tal como se habían hablado antiguamente. ¡Qué simple era leer, después de todo! ¡Qué extraño le habría parecido a otro piloto si me hubiera podido ver leyendo! Allí, en la cabina iluminada de mi nave, flotaba y sujetaba ante mí el libro del Guardián del Tiempo mientras no hacía más que mover los ojos de izquierda a derecha, de izquierda a derecha, por las páginas rígidas por el tiempo.
Pero eran los poemas en sí lo que me proporcionaba mayor placer. Fue maravilloso descubrir que los antiguos, con toda su enorme ignorancia de la inmensidad del espaciotiempo y la interminable profusión de vida que llena nuestro universo, sabían tanto del gran secreto de la vida (o tan poco) como sabemos nosotros ahora. Aunque sus percepciones eran simples y osadas, me parecía que a menudo percibían con mayor profundidad esa parte de la realidad directamente comprensible por un mero hombre. Sus poemas eran como duros diamantes sacados bruscamente de alguna piedra primaria; sus poemas estaban llenos de música resonante, sensual, bárbara; sus poemas hacían hervir la sangre y enfocar los ojos en panoramas de intocables y frías y distantes estrellas norteñas. Había poemas cortos e inteligentes diseñados para capturar uno de los breves y tristes (pero hermosos) momentos de la vida, como se podría capturar y conservar una mariposa en un glaciar. Había poemas que duraban páginas enteras y relataban el ansia de muerte y sangre del hombre y aquellos momentos puros y atemporales de heroísmo donde uno siente que la vida interior debe ser reunida con la vida mayor que no se posee.
Mi poema favorito era uno que el Guardián del Tiempo me había leído el día anterior a mi partida. Lo recordé paseando por la Torre con los puños cerrados y recitando:
¡Tigre! ¡Tigre! que ardiente brillas
en los bosques de la noche,
¿qué inmortal mano, qué ojo
osaría trazar tu temible simetría?
Leí los poemas una y otra vez; al poco tiempo, pude repetir algunos sin tener que mirar al libro. Dije los poemas en voz alta hasta que resonaron en mi interior, y pude oírlos en mi corazón.
Y así salí a la Nebulosa Roseta, que se extiende en la periferia de la región de estrellas explosionantes en expansión conocido como el Vild. Contemplé el brillante infierno de dura luz y estrellas arruinadas y polvo, y me oí decir:
Estrellas, las he visto caer,
pero cuando desaparecen y mueren
ninguna estrella se pierde
en el cielo cuajado de estrellas.
(Cuando digo que «contemplé» el Vild quiero decir, naturalmente, que mi nave iluminó mi cerebro con los modelos del Vild que ella había elaborado. La Roseta estaba tan lejana del Vild en espacio real —en años luz—, que la luz de la explosión de la mayoría de las estrellas aún no había alcanzado la Roseta).
En contraste con la fealdad del moribundo Vild, la Roseta era hermosa. Era un gigantesco vientre creador de estrellas cuyos soles recién nacidos destellaban y latían con energías tan violentas que las ondas de choque y presiones de luz habían barrido todo su interior, dejando la nebulosa hueca como la cáscara de un huevo repujado de rubíes y diamantes. Fue alrededor de la famosa Shiva Luz, la más brillante de aquella espléndida y rosácea esfera de luces, cuando di comienzo a los primeros trazados que me conducirían a Eta Carina y la Entidad de Estado Sólido.
Continué mi viaje a través de la ruta más antigua de los enjambres humanos. Salí cerca de estrellas cuyos planetas rebosaban de seres humanos (y seres que eran más y menos que humanos). Roca de Rollo, Wakanda y Vesper: dejé atrás estos viejos planetas con toda la rapidez que pude. Y Nwarth y Ocher, Farfara y Fostora, donde se decía que los hombres habían aprendido hacía mucho el arte de introducir su esencia en sus ordenadores. (También se decía que las mujeres de Fostora, desdeñando la transferencia de mente humana a una «máquina», se habían marchado en naves largas hasta que llegaron al planeta que llamaron Lechoix, donde fundaron los matriarcados más antiguos. El historiador Burgos Harsha, sin embargo, da una explicación diferente de su origen. Sostiene que Lechoix fue colonizado por una nave profunda renegada llena de muchachas núbiles destinadas a las cúpulas solares de la Puerta del Cielo. ¿Quién lo sabe realmente?).
Después de largo tiempo, entré en esa porción de las caídas poco tocadas por la segunda o la tercera oleada del Enjambre. Aquí había planetas tan viejos (Puerto Libre, Nueva Tierra y Kaarta entre otros), que habían sido habitados mucho antes de que el hombre llegara a formular las leyes de la civilización. Aquí había hombres y mujeres que habían alterado su ADN, jugado con sus cromosomas y cambiado su carne en muchas horribles formas para encajar en sus nuevos hábitats, del mismo modo que un gusano perforador encaja en el agujero que horada en un cráneo vivo.
Darrein Luz era una estrella amarilla, más allá de la cual se encontraban otras para las que no existía ninguna ruta. Era mi tarea, como piloto, descubrir nuevos trazados, establecer los isomorfismos y demostrar mis teoremas. Eso, o morir. Y, aunque como piloto aspirante había hecho tales trazados del multipliegue cerca de nuestro pequeño sol, nunca había hecho tantos ni viajado tan lejos.
Al principio fue fácil. Vacié con zazen mi mente de todo excepto de pensamientos matemáticos. Estuve alerta y abierto a las ondulaciones y súbitas deformaciones del multipliegue. Varios espacios se plegaron y replegaron a mi alrededor. Tuve miedo mientras entraba en una torsión espacial, pero encontré un pequeño teorema que me permitió sacar sentido a los túneles retorcidos que amenazaban con devorarme. «El matemático fiel debe usar su voluntad para conseguir perspectiva de la pauta», eso dicen los cantores. Mi voluntad fue fuerte al principio y, con cada trazado exitoso que hice, se hizo aún más fuerte. Sesenta y ocho estrellas tras Darrein Luz: estaba tan henchido de orgullo que me zambullí en lo que pensé sería un densospacio bastante simple.
Nada de eso. Los puntos-fuente estaban tan apretujados como los piojos en la cabeza de un harijano, pero no pude encontrar ningún trazado a los puntos-salida en la nebulosa que se encontraba ante mí, la nebulosa llamada la Entidad de Estado Sólido. Me pregunté por qué. Parecía poco probable que no hubiera ningún trazado. Como no podía continuar, salí al espacio real sobre un planeta anillado. Me sentía solo y perdido, y por eso llamé a aquella débil estrella amarilla cerca del densospacio «Perdido Luz». Juré que dominaría el densospacio aunque tardara cuarenta días de temporreal.
No sé cuánto tiempo pasé rozando las ventanas del densospacio. Ciertamente, mucho más que cuarenta días. Era un densospacio realmente extraño, lleno de demasiados puntos-cero y espacios embebidos. A menudo tuve problemas para fijar puntos; a menudo atravesaba el túnel de una ventana oscura sólo para encontrar las ventanas fijas en un anillo cerrado. Las reglas habituales de interfenestración no parecían sostenerse. Debí de haber trazado sesenta y cuatro mil puntos-fuente, y no pude demostrar que ninguno de ellos estuviera simplemente conectado con cualquier otra de las estrellas de la Entidad. Una vez me reí tanto que las mandíbulas casi se me desencajaron; entonces, con desesperación, me mordí el labio hasta que saboreé la caliente sal de la sangre. La propia existencia de este densospacio imposible se burlaba de mi fe en la autenticidad del Gran Teorema. Casi me convencí de que no podía encontrarse ningún trazado desde Perdido Luz a la Entidad. Estaba a punto de rendirme cuando tropecé con un hermoso y discreto conjunto de puntos-fuente, todos los cuales se conectaban con una única estrella blanca en el envoltorio exterior de la Entidad. Sólo tenía que hacer el trazado, abrir una ventana, y sería el primer piloto en quinientos años en desafiar los espacios arremolinados e inconstantes de una nebulosa viviente.
Hice el trazado y salí en torno a una estrella. De modo, pensé, que éste es el grupo de estrellas que ha aterrorizado a los pilotos de mi Orden; bien, no es tan temible después de todo. Me dije que no había motivos para temer nada. Entonces contemplé las brillantes nubes de oxígeno y no estuve tan seguro. Toda la nebulosa parecía oscura y extraña. Había menos estrellas de lo que había pensado, tal vez sólo cien mil. El polvo interestelar era demasiado denso y esparcía y oscurecía la luz incluso de las estrellas más cercanas. Granos de grafito y silicato y hielo, y partículas de hierro también, enrojecían y polarizaban la tenue luz estelar. Algunas de las partículas de polvo eran tan gigantescas que no parecían ser polvo, sino fragmentos de planetas que habían sido pulverizados y dispersos. ¿Por qué, me pregunté, necesitaría la Entidad destruir planetas? ¿Para reunir la masa —el alimento— para sus fabulosos cerebros del tamaño de lunas? ¿O quizá no era Ella quien había despojado de planetas casi a cada estrella que encontré, sino otro fenómeno natural, aunque mortífero?
Los mecánicos dicen que la inteligencia puede retorcer y modelar el tejido del espaciotiempo. Ahora sé que es cierto. Mientras partía y fenestraba hacia el corazón de la Entidad, el multipliegue dentro de la nebulosa cambió de modos sutiles. Demasiado a menudo, me encontré kleineando en mis caminos. Una vez, como un gusano que se muerde la cola, pensé que había quedado atrapado en un bucle infinito; me preocupaba poder morir de vejez o volverme loco entre los caminos incomprensibles que se retorcían y abultaban y volvían adelante y atrás, dentro y fuera, en las ondulaciones de esta porción desconocida del multipliegue. Otra vez perdí el sentido de un teorema que estaba demostrando. Normalmente una distracción menor e insignificante no habría importado, pero estaba en medio de un espacio salvajemente segmentado como nunca había visto ninguno. Empecé a salir de mi secuencia de fenestración normal. Tuve la extrañísima sensación de que la Entidad misma perturbaba los espacios ante mí, midiendo mis habilidades matemáticas, probándome como piloto y como hombre.
De pronto el espacio segmentado chasqueó como una rama, y salí al espacio real. Casi me hundí en el pozo de gravedad de una estrella de neutrones. Había negrura a mí alrededor. Había inusitados glóbulos negros de materia de un kilómetro de diámetro flotando en la negrura del espacio. Estos cuerpos negros (había millones) debían ser los artefactos de la Entidad. Yo sólo podía suponer qué eran. Su negrura era tal que no reflejaban nada de la lechosa luz estelar o ninguna otra radiación, así que tuve que deducir su presencia por sus campos gravitatorios. Éstos eran aplastantemente poderosos, aunque no tan poderosos como la estrella de neutrones que orbitaban. No pude decir por qué no eran sorbidos por el pozo de gravedad de la estrella.
¿Eran esos cuerpos negros piezas de materia artificial que de algún modo regulaban el flujo de información dentro de la Entidad? ¿Eran máquinas taquiónicas o algún otro motor innatural para producir partículas que viajaran más rápidas que la luz? ¿O eran tal vez crecimientos cancerígenos, algún tipo de salvaje materia inestable, residuo de los experimentos de la Entidad para formar el universo según sus caprichos? No lo sabía. Me pregunté si los escatólogos no estarían equivocados después de todo; tal vez el cerebro de la Entidad estaba compuesto de cuerpos negros mucho más pequeños que lunas. ¿Podría ser que estuviera mirando la fuente de la inteligencia de una diosa?
No tuve tiempo de explorar este fascinante descubrimiento porque el intenso campo magnético de la estrella (era un billón de veces Superior al de Nevada) estaba arruinando mi nave. Los neutrones densamente apiñados de la estrella, probablemente los restos del núcleo de una antigua supernova, giraban rápidamente, y habían conservado el campo magnético de la estrella original. Tuve que elaborar un trazado instantáneo, pero al menos conseguí escapar y no ser aplastado y hecho pedazos como una concha marina. Caí al azar en el multipliegue, y tuve suerte de no caer en un árbol de decisión infinito.
Hubo otros peligros y escapes que no mencionaré. Y maravillas también. Descubrí el primero de los lóbulos cerebrales de la Entidad en una región de la nebulosa donde el multipliegue subyacente era rico en túneles y puntos-fuente que se entrelazaban y conectaban con todas las otras partes. Había una estrella emitiendo luz en estallidos intensos y medidos cada nueve décimas de segundo. Era un pequeño púlsar que me recordó el faro en la cima del Monte Attakel y que advertía a los rompevientos para que se apartaran de sus rocas oscuras y congeladas. Pero era mucho, mucho más brillante. En sincronía con los latidos de mi corazón, pulsaba con la energía de un millar de soles. Con cada latido, iluminaba la luna plateada que la orbitaba a mil quinientos millones de kilómetros. La vi a través de los telescopios de mi nave, que eran mis ojos y oídos. Contemplé el legendario cerebro-luna de la Entidad de Estado Sólido mientras absorbía energía y giraba sobre su eje y pensaba sus insondables, infinitos pensamientos, o lo que quiera que una diosa haga para completar su existencia.
Por supuesto, lo que la Entidad hacía con toda esta energía era un misterio. Vi que Ella usaba la energía más rápido de lo que un hibakusha hambriento podía tragar un cuenco de leche. Y, ya que hablo en mi ignorancia, debo añadir que no sabía realmente si el cerebro de la Entidad estaba en estado sólido o si estaba compuesto de algún extraño tipo de materia artificial (pensé en los cuerpos negros que había visto cerca de la estrella de neutrones, y me pregunté), Ciertamente, el cerebro de Ella no era estado sólido en el sentido en que estaba compuesto de cristales de silicio o germanio o algunos otros semiconductores. Hace mucho tiempo, durante el mandato de Tisander el Prudente, los escatólogos encontraron un único cerebro matriz cerca de las estrellas de la Binaria Aud. Cuando diseccionaron el cerebro-luna (realmente sólo tenía él tamaño de un asteroide), descubrieron miles de millones de capas de cristales orgánicos ultradelgados, un vasto entramado de proteínas interconectadas muy parecidas a las neurológicas que los reparadores hacen crecer dentro de las navesluz, pero infinitamente más complejas. Tan complejas que los programas nunca llegaron a decodificar ni uno solo de los programas del cerebro matriz, ni siquiera los simples programas de supervivencia que debían estar soldados en los circuitos proteínicos. Siguieron tan ignorantes del propósito del cerebro matriz (y de la causa de la muerte) como lo estaba yo del cerebro viviente que orbitaba el púlsar.
Encontré un trazado de punto a punto y caí a un millón de kilómetros de la luna. Aunque hice todos los análisis y pruebas que pude, descubrí poco sobre su composición. No dudé de que se trataba de un cerebro y no de una luna natural. Nunca había visto una luna natural tan desprovista de rasgos y cráteres. Su superficie era tan lisa y satinada como la piel de una furcia jacarandina. Y, como he dicho, el multipliegue cercano estaba distorsionado en formas explicables solamente por la presencia de una gran inteligencia. Pero ¿cuál era la naturaleza de esta inteligencia? Por muy desesperadamente que quisiera saberlo, no podía considerar seriamente posarme en la superficie de la luna para tomar una muestra de su núcleo para análisis. Habría sido un acto rudo y bárbaro y fútil, como excavar en el cerebro rosado de un autista en un intento de registrar su mundo interior de fantasía. Y habría sido inconmensurablemente peligroso. Sabía que había tenido suerte de sobrevivir a los peligros del multipliegue. Si era lo bastante estúpido de perturbar a la Entidad, como Ella perturbaba el multipliegue con su mera presencia, no tendría suerte mucho tiempo.
Debí de haber vuelto a casa inmediatamente. Había completado mi juramento de penetrar en la Entidad, y había cartografiado al menos una parte de Ella. Probablemente no debería de haber intentado entablar comunicación. ¿Qué es el hombre para hablar con una diosa? Pensé que era una tontería bombardear a la luna con información escrita en rayos láser, bañar su superficie plateada con ondas de radio que llevaran mi voz inquisitiva y el código de saludo del bioordenador. Pero lo hice de todas formas. Una vez en la vida, un hombre debe arriesgarse a todo para experimentar algo más grande que él mismo.
No obstante, la Entidad no pareció ser consciente de mi existencia. Debió de sentir y oír mis rayos láser como si se trataran del «ping» de un solo fotón golpeando la mano encallecida de un hombre. Mis ondas de radio eran como gotas de agua en el océano de las ondas de radio emitidas por el púlsar. Yo no era nada para Ella, pensé; y, ¿por qué debía de desesperarme por no ser nada? ¿Era yo consciente de un simple virus abriéndose camino a través de los capilares de mi cerebro? Ah, me dije, pero un virus casi no tiene consciencia, mientras que yo, como hombre, era consciente de mi propia consciencia. ¿No debería una diosa, de algún modo, darse cuenta de esa consciencia? ¿No debería ser consciente de mí?
Por supuesto, era presuntuoso por mi parte pensar de esta forma, pero nunca he sido un hombre humilde. Es uno de mis peores defectos. Pero, presuntuoso como era, sin embargo, supe que no había nada que pudiera hacer para llamar la atención de esta fantástica, brillante, extraña inteligencia. Yo estaba despavorido ante Ella, no hay otra palabra. Medí con láseres el diámetro de su cerebro-luna, y descubrí que medía mil quinientos kilómetros de polo a polo. Si pudiera reproducir mi cerebro un trillón de veces, pensé, y luego mil millones de veces más, y pegar la masa rosada y pegajosa resultante, aún no sería tan grande como el suyo. Advertí que la menor de sus neurológicas era un millón de veces más rápida que mis torpes neuronas, y que dentro de la nebulosa, alrededor de las brillantes estrellas a cientos de años luz de distancia, flotaban probablemente millones de lóbulos cerebrales del tamaño de lunas, cada uno pulsando con intensa inteligencia, cada uno interconectado de formas desconocidas con los demás a través de las ondulantes mareas del espacio.
Como era curioso y estaba convencido de mi propia inmortalidad, como todos los hombres jóvenes, me dispuse a cartografiar más completamente la Entidad. Salí en torno a gigantes rojas y descubrí muchos más cerebros-luna. Más de cien lunas orbitaban algunas de las estrellas. Allí el multipliegue era retorcido y sinuosamente complejo. Me topé con peligrosos árboles de decisión y espacios segmentados aún más salvajes que el que había encontrado antes. Fue durante este largo viaje hacia el cerebro de la Entidad que me sentí por primera vez confiado con mis habilidades de piloto, cuando me convertí realmente en piloto. A veces me sentí demasiado confiado, incluso arrojado. ¿Había otro piloto, me pregunté, que hubiera tenido que aprender tanto tan rápidamente? ¿Podrían Tomoth o Lionel (o cualquier otro piloto veterano) haber atravesado los espacios toroidales tan elegantemente como lo hacía yo?
Desearía tener espacio aquí para catalogar todas las maravillas de esa nebulosa única, pues fascinarían a muchos, no sólo a los astrónomos de nuestra Orden. El más maravilloso de mis descubrimientos, aparte de la maravilla de la nebulosa en sí, fue el planeta que descubrí orbitando una estrella roja llamada Kamilusa, bautizada no por mí, sino por la gente que vivía en ese planeta. ¡Gente! ¿Cómo habían llegado hasta aquí? ¿Habían salido del multipliegue como yo? ¿Eran quizá descendientes del Tycho y Erendira Ede o los otros pilotos perdidos en la Entidad? Me sorprendía que pudiera vivir gente dentro del cerebro de una diosa. De algún modo, no parecía apropiado. Pensé en ellos como parásitos que vivían de la luz de su sangriento sol, o como gusanos perforadores que de algún modo se habían abierto camino hasta el cerebro de un ser incomprensiblemente grande.
Después de saludarles por radio, aterricé en una de las amplias playas occidentales de la isla continente llamada Sendai. Cuando abrí la cabina de mi nave, sentí mucho calor. El sol era un disco rojo y caliente sobre mí, y pájaros parecidos a gaviotas de la nieve se deslizaban por las corrientes del viento húmedo que apestaba a algas y vegetación. Todo, incluso el aire mismo, era demasiado verde.
Para la gente desnuda que se alineaba en las dunas de la playa debí de parecer muy extraño mientras permanecía de pie en la arena húmeda, sudando con mis botas negras y la kamelaika. Me había crecido la barba durante los largos días de mi viaje, y tenía el cuerpo un poco embotado por la falta de ejercicio. Cuando me incliné para saludarles, los músculos de mi espalda temblaron por el esfuerzo. Naturalmente, pedí hablar con el señor del planeta. Pero aquella gente no teñía señor, ni amo, sensei, matriarca, rey, protector o nadie que dirigiera sus actividades cotidianas. Eran anarquistas. Descubrí que probablemente eran descendientes de hibakushas que habían escapado hacía siglos de las opresivas jerarquías de los Mundos Japoneses. Sin embargo, sólo parecían tener nociones mínimas de su paso a través de la Entidad. Ninguno pudo decirme cómo pudieron pilotar sus naves profundas y atravesar las ventanas del multipliegue, porque nadie lo recordaba. Y a nadie le importaba. Habían perdido la más noble de las artes, y la mayoría de las otras artes también. Los pocos cientos de miles de habitantes del planeta eran bárbaros que pasaban sus largos días comiendo, nadando, copulando y tostando sus cuerpos bajo el rojo horno del sol. La sociedad de Kamilusa era una de esas utopías rancias donde los robots hacían el trabajo del hombre y construían más robots para hacer más trabajo. Y, peor aún, habían programado sus ordenadores para dirigir a sus robots, y, todavía peor, habían dejado que sus ordenadores lo pensaran todo por ellos. Pasé cinco días de cien horas allí, y no encontré a un hombre o una mujer a quien le importara de dónde procedía la vida o a dónde se dirigía (aunque muchos de los niños poseían una curiosidad natural que perdían pronto). Curiosamente, ninguno de ellos (excepto los ordenadores, tal vez) parecía darse cuenta de que Kamilusa estaba dentro del cerebro de una diosa. Incluyo la siguiente conversación porque es representativa de otras que tuve durante aquellos días y noches calurosos y sofocantes.
Una tarde, en el porche de una de las villas construidas en las dunas de la playa, me senté en un sillón frente a una anciana llamada Takara. Yo había aprendido un dialecto del nuevo japonés occidental sólo para hablar con ella. Se trataba de una mujer pequeña y encogida con manojos de pelo brotándole en parches de su redonda cabeza. Como todos los demás, iba tan desnuda como un animal. Cuando le pregunté por qué ninguno quería saber nada de maravillas tales como la construcción de mi nave, me dijo:
—Nuestros ordenadores podrían diseñar una naveluz, si ése fuera nuestro deseo.
—¿Pero podrían entrenar pilotos?
—Hai, supongo. —Dio un sorbo a un líquido celeste que uno de sus robots domésticos le había traído—. Pero ¿para qué querríamos entrenar pilotos?
—Para caer entre las estrellas. Hay glorias que sólo los pilotos…
—Oh, no lo creo —interrumpió ella—. Una estrella es muy parecida a cualquier otra, ¿no? Las estrellas nos dan su calor, ¿no es suficiente? Y además, como tú mismo admites, tu viaje de estrella en estrella es demasiado peligroso.
—No se puede vivir eternamente.
—Hai, pero se puede vivir mucho tiempo —dijo ella—. Yo misma he vivido… —y aquí habló con uno de los ordenadores construidos en el porche de piedra caliza. El ordenador le contestó, y ella dijo—: He vivido quinientos de tus años de Neverness. He sido una mujer joven, oh, quizás… —y volvió a hablar con el ordenador—. He sido joven diez veces; es maravilloso ser joven. Tal vez seré joven diez veces más. Pero no si hago cosas peligrosas. Nadar es bastante peligroso, y ya no lo hago, aunque los robots mantienen a los tiburones a raya. Hai, siempre podría darme un calambre, ya sabes. Es bien sabido cómo se acumula el peligro con los años. Hay una palabra para eso, oh…, ¿cómo era? —Cuando el ordenador suministró la palabra, dijo—: Si hay una probabilidad segura de que moriré en un año cualquiera, entonces la probabilidad se hace más grande a cada año. Se multiplica, creo. El menor riesgo se vuelve más peligroso a medida que pasa el tiempo. Con tiempo, si existe el menor riesgo de muerte, entonces la muerte se producirá. Y por eso no dejo mi villa. Oh, me encantaba nadar, pero mi decimocuarto marido murió cuando un pájaro dejó caer una concha de caracol marino sobre su cabeza. Ashira (era un hombre hermoso), solía afeitarse la cabeza. Era calvo como una roca. El pájaro debió pensar que su cabeza era una roca. El caracol le rompió el cráneo, y murió.
Como si siempre estuviera alerta a extraños accidentes, miró al cielo estrellado en busca de pájaros. Señaló los láseres robot que se alineaban en los altos muros del porche, apuntando al cielo oscuro.
—Ya no le temo a los pájaros —dijo.
Lo que había dicho, naturalmente, era verdad. La vida es peligrosa. Debido a las leyes de la antiprobabilidad, los pilotos (como todos los demás en nuestra Orden) casi nunca vivían tanto como Soli. Lo que explica por qué los pilotos más jóvenes le llamaban «Soli el Afortunado».
—Es un universo peligroso —dije—. Y misterioso. Pero hay bellezas…, admite que eres una estudiante de la belleza.
—¿A qué te refieres por belleza? —quiso saber ella mientras colocaba las manos entre sus pechos, que eran marrones y marchitos como viejas bolsas de cuero. Olisqueó el aire en mi dirección y arrugó su naricilla. Estaba claro que no le gustaba el olor de mi kamelaika manchada de sudor. Era molesto que me mirara como si yo fuera el bárbaro, y no ella.
Señalé a la luna que brillaba sobre nosotros. Le dije que en realidad era un bioordenador, el cerebro y sustancia de una diosa.
—Brilla como la plata, y es hermosa —dije—. Pero comparte su brillante inteligencia con un millón de otras lunas, y sólo imaginar las posibilidades… Eso es diferente, un tipo superior de belleza.
Elle me miró como un lógico mira a un autista baboso.
—No creo que la luna sea un ordenador. ¿Por qué me mientes? Los ordenadores no son hermosos, no lo creo.
—Yo no te mentiría —dije.
—¿Y qué quieres decir con eso de que es una diosa?
Cuando le hablé de inteligencias superiores y las clasificaciones de los escatólogos, ella se rio de mí.
—Oh, Dios existe, supongo…, O existía, no puedo recordarlo. ¡Pero pensar que la luna piensa, eso sí que es una locura!
De repente me miró con sus ojos viejísimos y se sacudió como una tienda al viento. Debió pensar que, si yo estaba loco, podría hacer algo arriesgado, y por tanto suponía una amenaza a su longevidad. Cuando volvió a mirarme, advertí que los robots me apuntaban con sus láseres. Habló con su ordenador.
—La luna está compuesta de… de elementos: carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno —dijo.
—Los elementos de las proteínas. Las neurológicas de los ordenadores están compuestas a menudo de proteínas.
—Oh, ¿a quién le importa de qué están hechas las cosas? Lo que importa es la paz y la armonía. Creo que eres peligroso para nuestra armonía.
—Me marcharé, si es eso lo que quieres.
La verdad es que no veía la hora de marcharme de aquel caluroso y sofocante planeta.
—Hai, debes marcharte. Cuanto más te quedes, más peligroso te volverás. Por favor, ¿te marcharás mañana? Y, por favor, no vuelvas a hablar con los niños. Se asustarían si pensaran que la luna está viva.
Abandoné a aquella gente a sus placeres y sus decadentes armonías. En mitad de la larga noche, me marché y volví a caer en el multipliegue. Otra vez fenestré hacia el centro del cerebro de la Entidad. Estaba más decidido que nunca a buscar el nexo de su inteligencia, si tal nexo existía realmente. Cuanto más caía, más cerebros-luna descubría. Cerca de una gigante azul caliente, debía haber diez mil lunas arracimadas como las células de un embrión. Tuve la sensación de que era testigo de algo que no debía ver, como si hubiera descubierto a mi madre desnuda en su baño matutino. ¿Se estaban reproduciendo de algún modo las lunas?, me pregunté. No pude decirlo. No podía ver el centro del conjunto porque el espacio allí era tan negro como un agujero negro. Aunque sabía que sería arriesgado seguir cayendo, estaba entusiasmado ante las posibilidades de nueva vida divina, así que hice un trazado de punto a punto hacia el centro de las lunas reunidas.
Inmediatamente supe que había cometido un error. Mi nave no salió en el centro de las lunas. En cambio, me encontré en un árbol de decisión como una jungla. Un centenar de caminos diferentes se abrieron ante mí, dividiéndose en mil más. Enfermé de miedo porque sólo tenía instantes para decidir cuál era la rama correcta, o me perdería.
Contacté mentalmente con mi nave, y el tempolento me asaltó. Mi cerebro hervía de pensamientos, como los copos de nieve se revuelven con el frío viento. Mientras mis mentaciones se aceleraban, el tiempo pareció refrenarse. Tuve un largo y extendido instante en el que demostrar un teorema trazador particularmente difícil. Tenía que demostrarlo rápidamente, tan rápidamente como podía pensar. El ordenador modeló mis pensamientos y empezó a insuflar mi corteza visual con ideoplastias que convoqué de memoria. Aquellos símbolos cristalinos brillaron ante mí en mi ojo interno; se formaron y se unieron y se ensamblaron para la demostración de mi teorema. Cada ideoplastia individual era encantadora y única. La representación de los cinco puntos del teorema, por ejemplo, era como un collar de rubí. Mientras construía mi prueba, el collar se rodeó de las fibras diamantinas del primer dilema trazador de Lavi.
Los intrincados signos esmeralda de la declaración de invariabilidad, las runas como cuñas de las conectivas secuenciales y todos los demás caracteres formaron un despliegue tridimensional ordenado por la lógica y la inspiración. Cuanto más rápido pensaba, más rápido aparecían las ideoplastias, como surgidas de la nada, y encontraban su lugar en el despliegue de la prueba. Esta manipulación mental de símbolo en prueba tiene un nombre especial: la llamamos tormenta numérica, porque el arrebato de pensamiento matemático puro es abrumador, como una tempestad en la primavera de medio invierno.
Con la tormenta numérica llevándome hacia el momento de la prueba, entré en temposueño. Había una indescriptible percepción de orden; había belleza y terror mientras el multipliegue se abría ante mí. La tormenta numérica se intensificó, cegándome casi con la luz blanca del temposueño. Me pregunté, como me había preguntado siempre, por la naturaleza del temposueño y ese maravilloso espacio mental que llamamos el multipliegue. ¿Era el multipliegue realmente la realidad profunda, la realidad que ordenaba la forma y textura del universo exterior? Algunos cantores así lo creen (mi madre no es uno de ellos), y es su fe que, cuando las matemáticas estén perfectamente realizadas, el universo será comprendido perfectamente. Pero ellos son matemáticos puros, y nosotros los pilotos no. En el multipliegue no hay perfección. Hay mucho que no comprendemos.
Estaba sumergido en temposueño cuando advertí que no comprendía el tipo de árbol de decisión que se esparcía a mi alrededor. Estaba cerca de mi demostración: sólo necesitaba probar que el conjunto Lavi estaba imbuido en un espacio invariante. Pero no pude demostrarlo, y no supe por qué. Debería haber sido algo simple. Cuando el árbol se dividió y se abrió en un millón y luego en un billón de ramas diferentes, empecé a sudar. El temposueño se intensificó en ese terrible estado sin nombre en el que pienso como «tempesadilla». De repente, demostré que el conjunto Lavi no podía ser imbuido en un espacio invariante. Mi corazón latía como el de un niño dominado por el pánico. Con el pánico llegó la desesperación, y mi demostración empezó a desmoronarse, a romperse como cristalitos de hielo bajo una bota de cuero. Supe que no habría demostración. No habría ningún trazado a un punto-salida en el espacio real. No saldría alrededor de ninguna estrella, cercana o distante. No estaba solamente perdido en un complejo árbol de decisión, sino que había tropezado (o había sido impulsado) a un árbol infinito. Incluso en los peores árboles de decisión existe la probabilidad de que un piloto encuentre la rama correcta entre los millones y millones de ramas. Pero, en un árbol infinito, no hay rama correcta, no hay rama ninguna que conduzca a una salida a la cálida luz solar del espacio real. El árbol se extiende hacia fuera, una rama desemboca en otra, y en diez millones de otras más, y así sucesivamente, dividiéndose y redividiéndose hasta el infinito. No hay escape de un árbol infinito. Mis neuronas se desasociarían gradualmente, sinapsis tras sinapsis, dejándome para jugar con los dedos de mis pies como un niño juega con las cuentas de un ábaco. Estaría loco, cegado por la tormenta numérica, congelado eternamente en temposueño, babeando eternamente en el infinito. O, si me desconectaba del ordenador de mi nave y dejaba que mi mente se apaciguara, no habría nada, nada más que un ataúd negro que me llevaría al infierno del multipliegue.
Sabía que me había mentido completamente. No estaba dispuesto a arriesgarlo todo por experimentar a una diosa; no estaba en absoluto dispuesto a enfrentarme a la muerte. Recordé que había elegido libremente mi destino. Sólo podía echarme la culpa a mí mismo y a mi estúpido orgullo. Mi último pensamiento, mientras un grito se formaba en mis labios y empezaba a oír voces en mi interior, fue: ¿Por qué nace el hombre al autoengaño y a las mentiras?