El objetivo de mi teoría es establecer de una vez por todas la certitud de los métodos matemáticos… El estado actual de las cosas, donde nos topamos con paradojas, es intolerable. ¡Sólo pensar que las definiciones y métodos deductivos que todo el mundo aprende, enseña y emplea en matemáticas conducen a absurdos! Si el pensamiento matemático es defectuoso, ¿dónde encontraremos la verdad y la certidumbre?
—David Hilbert, Cantor del Siglo de la Máquina, en «Sobre el infinito».
Los días que siguieron a la carrera de los pilotos y el intento de asesinato a Leopold Soli pasaron rápidamente. El clima claro, seco y soleado dio paso a las nieves de invierno que caían continuamente sobre las deslizaderas y mantenían ocupados a los encargados de limpieza. Los presuntos asesinos de Soli nunca fueron capturados. Aunque hizo uso completo de los recursos de la Orden, y el Guardián del Tiempo envió sus espías para que escucharan en las puertas y se asomaran a las ventanas (o lo que sea que hacen los espías), nuestro Lord Piloto apenas pudo hacer otra cosa que enfurecerse y exigir que mi madre fuera conducida ante los akáshicos.
—¡Desnudad su cerebro, descubrid sus planes y mentiras! —tronó en el cónclave de los pilotos. Una medida de su vasta reputación fue que los pilotos, muchos de los cuales se habían hecho hombres y tomado sus votos durante su largo viaje, estuvieron de acuerdo en juzgar a mi madre.
Al cuarto día, ella se presentó ante Nikolos el Anciano. Con sus ordenadores, él trazó imágenes de su cerebro tan vívidas como un fresco fravashi. Pero el pequeño y regordete Lord Akáshico declaró que no pudo encontrar en ella ningún recuerdo sobre un plan para asesinar a Soli.
Esa noche, en su casita de ladrillo en el Sector de los Pilotos, ella me dijo:
—¡Soli va demasiado lejos! Nikolos proclama mi inocencia. ¿Y qué dice Soli? Dice: «Es bien sabido que las matriarcas de Lechoix toman drogas que destruyen los recuerdos específicos». ¡Destruir! ¡Como si yo quisiera destruir parte de mi cerebro!
Yo sabía lo mucho que mi madre valoraba los cien mil millones de neuronas que componían su cerebro. No creía que ella, como hacían a menudo los miembros de la secta afásica, hubiera tomado un afagénico para destruir su memoria; ni podía confiar en que fuera inocente, no después de lo que me había dicho el día de la carrera. (Aun suponiendo que hubiera usado efectivamente esa droga, no podía preguntarle si lo había hecho. La naturaleza de las lesiones microcerebrales inducidas era tal que no tendría ningún recuerdo de su crimen, ni de haber disuelto el recuerdo de su crimen). Estaba furioso, y mi voz tembló cuando pregunté:
—¿Cómo engañaste al Lord Akáshico?
—¿Mi hijo duda de mí? —dijo ella, mientras se golpeaba con los ladrillos desnudos de la pared de su dormitorio—. ¡Cuánto odio a Soli! El Lord Piloto regresa. Para quitarme lo que más amo. Y por eso fui al Guardián del Tiempo. Y mentí, sí, admito que mentí. Le supliqué que le pidiera a Soli que te liberara de tu juramento.
—¿Y el Guardián del Tiempo te escuchó?
—El Guardián del Tiempo cree que es astuto. Pero le dije que nos iríamos a Tria, para convertirnos en pilotos mercaderes, si no hablaba con Soli. El Guardián del Tiempo piensa que no tiene miedo, pero teme un escándalo de esa magnitud.
—¿Le dijiste eso? Debe pensar que soy el peor tipo de cobarde.
—¿A quién le importa lo que piense? Al menos te he salvado. De una muerte estúpida.
—Me has salvado de nada —dije, mientras me dirigía hacia la puerta—. No vuelvas a mentir por mi causa, madre.
Le dije que había decidido mantener mi juramento, y ella empezó a llorar.
—¡Cómo odio a Soli! —dijo, mientras yo abría la puerta de la calle—. Le enseñaré lo que es el odio.
Pasé los días siguientes haciendo los preparativos finales para mi viaje. Consulté a escatólogos y otros profesionales, esperando obtener algún resquicio de información como la naturaleza y el sentido del ser imposible conocido como la Entidad de Estado Sólido. Burgos Harsha me dijo que Rollo Gallivare había descubierto al primero de los cerebros matriz, y que creía que eran alienígenas de otra galaxia.
—Se recuerda en los apócrifos del primer Guardián del Tiempo que el Dios de Silicio apareció en la nebulosa Eta Carina a finales de los Siglos Enjambre. Y en las crónicas de Tisander el Prudente encontramos una afirmación similar. Pero ¿cuándo han sido precisas las fuentes, te pregunto? En la historia del Tycho, Reina Ede sostiene que los cerebros evolucionaron de la semilla de los ieldra, igual que el Homo Sapiens. ¿A qué hago caso? No sé qué creer.
Kolenya Mor pensaba que los ieldra, antes de fundir su consciencia con el espaciotiempo extrañamente torturado de la singularidad nuclear, debían haberse parecido mucho a la Entidad de Estado Sólido.
—En cuanto al sentido de la Entidad, bueno, es el sentido de toda vida, despertar a sí misma.
Hablamos durante largo rato, y le conté qué muchos de los pilotos más jóvenes negaban que la vida tuviera sentido. Ella me miró con sus ojitos horrorizados.
—¡Herejía! —exclamó—. ¡Esa antigua herejía!
Yo no fui el único, naturalmente, llamado a la misión de búsqueda. Nuestra Orden entera parecía arder con el sueño de encontrar las Antiguas Eddas de Soli. ¿Cuál era realmente el secreto de la inmortalidad del hombre?
—Averigua por qué las putas estrellas están estallando, y descubrirás tu secreto —dijo Bardo. Naturalmente, era un pragmático cuya mente no se volcaba a menudo hacia problemas esotéricos. Otros creían que el secreto de la explosión del Vild sería sólo la primera parte de las Antiguas Eddas (aunque una parte vital). ¿Dónde deberíamos buscar este secreto? ¿Por qué no lo habíamos descubierto hacía mucho tiempo? Fantasistas, reparadores y pilotos…, muchos de nosotros sentíamos que, a pesar de los tres milenios que nuestra Orden había pasado acumulando conocimiento, podíamos haber pasado por alto algo importante, tal vez vital. Los historiadores pedían permiso al Guardián del Tiempo para marcharse de Neverness y saquear la biblioteca de Ksandaria en busca de pistas para el misterio. Los neológicos y semánticos se encerraban en sus frías torres mientras se disponían a crear y descubrir nuevos lenguajes, perdidos en la certeza de que el secreto de las Antiguas Eddas (y todo tipo de sabiduría) se encontraría en las palabras. Los fabulistas tejían sus ficciones, que sostenían eran tan reales como cualquier realidad, y declararon que las Antiguas Eddas son lo que queramos creer. Y, ¿quién podía decir que estuvieran equivocados? ¡Y los pilotos! Mis valientes compañeros pilotos: Richardess y el Sonderval se dirigieron al multipliegue, en busca de planetas perdidos y nuevas y extrañas razas alienígenas. Tomoth y un centenar de otros maestros pilotos intentarían cartografiar el Vild. El mismo Soli intentaría penetrar el velo interior del Vild, mientras Lionel diseñaba otro plan más para encontrar la Vieja Tierra. Incluso el cobarde Bardo haría un viaje, aunque no propusiera nada más arriesgado que su propia expedición privada a Ksandaria. Y, aunque unos pocos cínicos profesionales como mi madre no tenían intención alguna de arriesgar la vida en tal sueño, era una época excitante, y más aún, una época gloriosa que nunca volveríamos a ver.
El día anterior a mi marcha, un día de fieras tormentas y picoteante polvo de hielo, el Guardián del Tiempo me llamó a su torre. Mientras patinaba entre los oscuros edificios grises que separaban Resa de la gran torre, temblaba bajo mi kamelaika demasiado fina. Deseé haberme untado la cara de grasa o llevado una máscara que me protegiera del viento helado. Pensaba que sería un insulto aparecer ante el Guardián del Tiempo con la cara salpicada de parches blancos y la piel mordida por el hielo. Me agradó entrar en la cálida torre, incluso esperar impacientemente en la antesala bajo la cima de la torre mientras golpeaba las botas contra la alfombra roja y aguardaba a que el maestro horólogo anunciara mi llegada.
—Te está esperando —dijo el horólogo con una voz casi sin aliento por haber subido y bajado las escaleras hasta los aposentos del Guardián del Tiempo—. Ten cuidado, está de mal humor hoy. —Y entonces se me adelantó por las serpenteantes escaleras hacia el santuario circular de la torre donde el Guardián del Tiempo me esperaba.
—Vaya, Mallory, el anillo de piloto te sienta bien en la mano, ¿eh? —me dijo.
El Guardián del Tiempo era un hombre de cara agria con una melena de denso pelo blanco que emergía de su tensa piel. La mayor parte del tiempo parecía muy viejo, aunque nadie sabía qué edad tenía. Cuando fruncía el ceño, cosa que hacía a menudo, los músculos de sus mandíbulas sobresalían como nudos de madera. Su cuello era grueso y en él asomaban los tendones, así como en el resto de su cuerpo tenso y de grandes huesos. Me quedé inmóvil en la sala espaciosa y bien iluminada, y él me miró como hacía siempre cuando venía a verle. Sus ojos eran negros e insondables como pedazos de obsidiana apenas enfriada colocados en su cráneo a martillazos; sus ojos eran cálidos, inquietos, furiosos y doloridos.
—¿Qué costaría matarte? —me preguntó.
Los músculos de sus brazos desnudos se tensaron y relajaron, se tensaron y relajaron. Una vez, cuando yo era un novicio y él me enseñó las llaves y presas asesinas y otras habilidades de la lucha, tuve ocasión de ver el cuerpo poderoso bajo la larga túnica roja que llevaba siempre. Su torso y piernas estaban cosidos de cicatrices; una fina cadena de cicatrices blancas y duras más intrincadas y enroscadas sobre sí mismas que las deslizaderas del Sector Extremo comenzaban en su cuello, se retorcían a través de su cuerpo denso, blanco y velludo, y corrían por su vientre y sus musculosas piernas hasta sus pies; Cuando le pregunté por las cicatrices, me contestó: «Cuesta mucho matarme».
Me hizo un gesto para que me sentara en una silla de madera tallada encarada hacia la ventana sur. La torre, un monolito de mármol blanco importado de Urradeth a un coste extraordinario, dominaba toda la Academia. Al oeste se alzaban los arcos de granito y basalto de las facultades profesionales, Upplyssa y Lara Sig; al norte, los muchos capiteles de Borja, y mirando al sur, hacia Urkel, vi mi amada Resa. (Debería mencionar que las ventanas de la torre están hechas de silicio fundido y óxidos de calcio y sodio, una sustancia que el Guardián del Tiempo llama cristal. Es una sustancia brillante que tiende a romperse cuando las tormentas de invierno cruzan rugiendo el Starnbergersee. Sin embargo, el Guardián del Tiempo, que es aficionado a las antiguallas, dice que el cristal permite entrar una luz más nítida que el clary que se emplea en todos los edificios de los Mundos Civilizados).
—¿Oyes el tictac, Mallory, mi joven, alocado, joven piloto? El tiempo… hace tictac, corre, se retuerce, se dilata, encoge y mata, y un día para todos nosotros, no importa lo que hagamos, se detiene. Se detiene, ¿me oyes?
Acercó una silla idéntica a la mía y apoyó su pie calzado con una zapatilla roja en el asiento. Al Guardián del Tiempo (temeroso quizás de que, si cesaba sus interminables movimientos, su reloj interno podría pararse), no le gustaba sentarse.
—Eres el piloto más joven de la historia. Veintiún años…, nada en la vida de una estrella, pero es todo el tiempo que has vivido. Y el reloj late; el reloj dobla; el reloj marca; ¿lo oyes sonar?
Lo oía. A todo nuestro alrededor, en la torre circular del Guardián del Tiempo, los relojes sonaban. Entremezclados con los paneles curvos de cristal en torno a la circunferencia de la sala, desde el suelo alfombrado hasta el techo de yeso blanco, había estantes de madera que albergaban los relojes. Relojes de todos los diseños imaginables. Había arcaicos relojes de pesas y relojes de muelle en cajas de plástico; había biorrelojes impulsados por los músculos del corazón de varios organismos; había relojes cuánticos y relojes llenos de arenas de cobalto y bermellón; vi tres relojes de agua, que medían el tiempo desde que los errantes amasijos supergalácticos habían brotado de la singularidad primordial. Por lo que pude determinar, no había dos relojes que dieran la misma hora. En lo alto del estante superior estaba el Sello de nuestra Orden. Era un pequeño reloj atómico de cristal y acero que había sido puesto en marcha en la Vieja Tierra el día en que se fundó la Orden. (El reloj más grande, por supuesto, era —es— la torre en sí. Muy por debajo, fijas en el círculo de hielo que la rodea, veinte hileras de granito brotan hacia fuera y marcan el paso de la sombra del sol. Este gigantesco reloj de sol, aunque sea inadecuado, es teóricamente el único reloj de la ciudad por el que los ciudadanos podemos dirigir nuestras actividades. El Guardián del Tiempo aborreció la tiranía del tiempo, y por eso ordenó prohibir hace mucho tiempo todos los relojes. Esta prohibición fue una bendición para los corredores-gusano, que hicieron una fortuna contrabandeando en Yarkona relojes de bolsillo y otros géneros).
Un reloj dio la hora, y el Guardián del Tiempo se cruzó de brazos.
—Me he enterado de que Soli ha disuelto tu juramento.
—Es cierto, Guardián del Tiempo. Y deseo pedir disculpas por mi madre. No tenía ningún derecho para acudir a ti y pedirte que hablaras con Soli en mi defensa.
Empujó la silla con el pie mientras tensaba los músculos de sus antebrazos.
—Entonces, ¿crees que yo le ordené a Soli que te liberase de tu juramento?
—¿No lo hiciste?
—No.
—Mi madre parece pensar…
—Tu madre (perdóname, Piloto), tu madre piensa mal a menudo. Te conozco desde que naciste. ¿Crees que soy tan estúpido como para creer que desertarías de la Orden para convertirte en un piloto mercader? ¡Ja!
—Entonces, ¿no hablaste con Soli?
—¿Dudas de mí?
—Perdóname, Guardián del Tiempo. —Estaba confuso. ¿Por qué si no me habría liberado Soli de mi juramento, a menos que fuera para avergonzarme ante todos mis amigos y maestros de la Academia?
Confié mis dudas al Guardián del Tiempo; respondió:
—Soli ha vivido tres largas vidas; no trates de comprenderlo.
—Parece que hay muchas cosas que no comprendo.
—Estás modesto hoy.
—¿Por qué me mandaste llamar?
—¡No me interrogues, maldición! Ya he tenido demasiada paciencia, incluso contigo.
Permanecí en silencio en la silla, contemplando el hermoso capitel principal de Borja, el que el Tycho había construido hacía mil años. El Guardián del Tiempo me rodeó y se colocó a mi lado para así poder verme la cara mientras yo miraba hacia el frente. Era la postura tradicional de amabilidad entre maestro y novicio que me habían enseñado cuando entré en la Academia. El Guardián del Tiempo podía buscar en mi rostro la verdad o la mentira (o cualquier otra emoción), mientras conservaba la santidad de sus propios pensamientos y emociones.
—Todo el mundo sabe que pretendes mantener tu juramento —dijo.
—Sí, Lord Horólogo.
—Parece que Soli te ha engañado.
—Sí, Lord Horólogo.
—Y tu madre te ha fallado.
—Quizá, Lord Horólogo.
—Entonces, ¿aún pretendes penetrar la Entidad?
—Partiré mañana, Lord Horólogo.
—¿Tu nave está preparada?
—Sí, Lord Horólogo.
—«Morir entre las estrellas es la muerte más gloriosa», ¿no es eso?
—Sí, Lord Horólogo.
A mi lado se produjo un destello, y el Guardián del Tiempo me abofeteó.
—¡Tonterías! —rugió—. ¡No escucharé más tonterías de tu parte!
Se acercó a la ventana y golpeó la hoja de cristal con los nudillos.
—Las ciudades como Neverness son hermosas —dijo—. Y el océano al atardecer, o las cataratas de fuego de invierno…, esas cosas son gloriosas. La muerte es muerte; la muerte es horror. No hay gloria cuando el tiempo se acaba y el tictac se detiene, ¿me oyes? Sólo hay negrura y el infierno de la nada eterna. No tengas mucha prisa en morir, ¿me oyes, Mallory?
—Sí, Lord Horólogo.
—¡Bien!
Cruzó la habitación y abrió un mueblecito donde había una jarra con un fluido rojo, brillante y pulsante. (Yo siempre había supuesto que aquel mueble de aspecto diabólico era un reloj de algún tipo, pero nunca había tenido el valor de preguntar exactamente de qué clase). Del oscuro interior del mueblecito —la madera era de un raro ébano, tan negro que reflejaba poca luz—, sacó un objeto que parecía una vieja cajita forrada de cuero. Pronto vi que no lo era; cuando abrió la «caja», es decir, cuando le dio la vuelta a una sección de las piezas endurecidas del cuero marrón y agrietado, aparecieron muchas, muchas hojas de lo que parecía ser papel, sujeto inteligentemente por la sección media. Se acercó más a mí; olí a moho y al polvo del papel viejo de siglos. Mientras sus dedos pasaban las páginas amarillentas, dejaba escapar ocasionalmente un suspiro o exclamaba: «¡Aquí está, en antiguo anglés, nada menos!». O: «Ah, esa música, nadie la hace ahora, es un arte muerto. ¡Mira esto, Mallory!». Miré las hojas de papel que cubrían línea tras línea con curiosos caracteres negros, todos los cuales me parecían extraños. Supe que estaba contemplando uno de esos arcaicos artefactos en que las palabras están representadas simbólicamente (y redundantemente) por ideoplastias físicas. El anciano había llamado «letras» a las ideoplastias, pero yo no podía recordar cómo se llamaba el artefacto cubierto de letras.
—¡Es un libro! —dijo el Guardián del Tiempo—. Un tesoro…, éstos son los mejores poemas jamás ideados por las mentes de los seres humanos. Escucha esto… —y tradujo del lenguaje muerto que llamaba franche mientras recitaba un poema titulado «El reloj». No me gustó mucho; era un poema lleno de imágenes oscuras y temblequeantes, desesperanza y temor.
—¿Cómo es que puedes interpretar estos símbolos en palabras? —le pregunté.
—El arte se llama «leer». Lo aprendí hace mucho tiempo.
Me confundí por un momento, porque yo siempre había usado la palabra «leer» en un contexto más amplio y diferente. Uno «lee» las pautas del tiempo en las nubes o «lee» los hábitos y programas de una persona según los manierismos de su cara. Entonces recordé que ciertas profesiones practicaban el arte de la lectura, como hacían los ciudadanos de muchos de los mundos más atrasados. Incluso vi una vez libros en un museo de Solsken. Supuse que se podían leer las palabras igual que decirlas. ¡Pero qué ineficaz parecía! Sentí pena por los antiguos que no sabían codificar información en ideoplastias y manejar directamente los varios sentidos y centros cognitivos del cerebro. Como diría Bardo, ¡qué bárbaro!
—Quiero que aprendas el arte de la lectura para que así puedas leer este libro —dijo el Guardián del Tiempo, cerrando el puño.
—¿Leer el libro?
—Sí —dijo, mientras cerraba la cubierta y me lo tendía—. Ya has oído lo que he dicho.
—Pero, Guardián del Tiempo, no comprendo por qué. Leer con los ojos es tan… burdo.
—Aprenderás a leer, y aprenderás las lenguas muertas de este libro.
—¿Por qué?
—Para que puedas oír estos poemas en tu corazón.
—¿Por qué?
—¡Interrógame de nuevo, maldito seas, y te prohibiré que viajes durante siete años! ¡Entonces aprenderás paciencia!
—Perdóname, Guardián del Tiempo.
—Lee el libro, y puede que vivas —dijo. Extendió la mano y me palmeó la nuca—. Tu vida es todo lo que tienes; guárdala como un tesoro.
El Guardián del Tiempo era el hombre más complicado que había conocido jamás. Era un hombre cuya cualidad comprendía un millar de piezas afiladas de amor y odio, capricho y voluntad; era un hombre que batallaba consigo mismo. Me quedé allí, sosteniendo torpemente el viejo libro polvoriento que me había puesto en las manos, y me hundí en las negras lagunas de aquellos ojos insondables, y vi el infierno. El Guardián del Tiempo recorrió la habitación como un viejo lobo blanco que ha sido capturado en la trampa de acero de un corredor-gusano. Estaba receloso de algo, tal vez de haberme dado el libro. Mientras caminaba, se frotó los músculos de su pierna derecha y cojeó un poco. Parecía a la vez sañudo y amable, solitario, y amargado por su soledad, Pensé que me encontraba ante un hombre que no había conocido un solo día (o una sola noche) de paz, un hombre muy viejo que había sido herido en el amor y cortado en guerras y quemado por sueños que se le habían convertido en cenizas entre las manos. Poseía una tremenda vitalidad, y su celo y su amor a la vida lo habían llevado finalmente a la paradoja esencial de la existencia humana: Amaba tanto el aire que respiraba y el latido de su corazón que había dejado que su odio natural por la muerte arruinara su vida. Se preocupaba demasiado por la muerte. Se decía que una vez mató a otro ser humano con sus propias manos para salvar su vida. Había rumores de que usaba nepente para aliviar el pánico del paso del tiempo y para olvidar, por unos instantes, los dolores de su pasado y el furioso rugir de la existencia pura. Miré las arrugas de su ceñuda cara, y pensé que los rumores podían ser ciertos.
—No comprendo cómo un libro de poemas puede salvarme la vida —dije. Y empecé a reírme.
Él se detuvo junto a la ventana y me sonrió sin humor. Tenía enlazadas a la espalda las grandes y venosas manos.
—Te diré algo sobre la Entidad que no conoce nadie. Siente afición por muchas cosas humanas y, de todas esas cosas, lo que más le gusta es la poesía antigua.
Guardé silencio en mi silla. No me atreví a preguntarle por qué pensaba que a la Entidad de Estado Sólido le gustaba la poesía.
—Si aprendes esos poemas, tal vez la Entidad se sienta menos propensa a matarte como a una mosca.
Le di las gracias, porque no sabía qué otra cosa hacer. Decidí que le llevaría la corriente a aquel anciano un poco loco. Acepté el libro. Incluso pasé las páginas, con cuidado, fingiendo interesarme en las interminables líneas de negras letras. Casi a la mitad del libro, que contenía mil trescientas cuarenta y nueve frágiles páginas, vi una palabra que reconocí. La palabra me recordó que el Guardián del Tiempo no era un hombre del que reírse o burlarse. Una vez, cuando era un joven novicio, los horólogos capturaron a un demócrata con un láser que marcaba a fuego palabras escritas en el mármol blanco de la torre. El Guardián del Tiempo (recuerdo los músculos de su cuello rebullendo como espirales bajo su tensa piel) ordenó que arrojaran al pobre hombre desde lo alto de la torre en castigo por el doble crimen de destruir belleza y contagiar a otros de sus ideas. Bárbaro. Según los cánones de nuestra orden, naturalmente, replicar es el único crimen castigable con la muerte. (Cuando los replicadores son capturados robando el ADN de otro son decapitados, una de las pocas costumbres antiguas que son a la vez eficaces y piadosas). Pensamos que el destierro de nuestra hermosa ciudad es castigo suficiente para todos los otros crímenes, pero por alguna razón, cuando el Guardián del Tiempo vio la pintada, LIBERTAD, grabada en el arco de la entrada de la torré, se llenó de furia y descubrió una cláusula excepcional en el canon nonagésimo primero que le permitía, o eso dijo, ordenar que «El castigo irá en consonancia con el crimen». Hasta hoy, la pintada permanece en la entrada, como recuerdo no sólo de que la libertad es un concepto muerto, sino de que nuestras vidas son determinadas por fuerzas a veces caprichosas más allá de nuestro control.
Hablamos durante un rato de las fuerzas que controlan el universo, y de la misión de búsqueda. Cuando expresé mi excitación ante la posibilidad de descubrir las Antiguas Eddas, el Guardián del Tiempo, siempre un hombre de contradicciones, se pasó los dedos por su nevado pelo y dijo:
—No estoy tan seguro de querer que el hombre se salve. He visto hombres suficientes…, tal vez es hora de que el tictac se detenga y el reloj se agote. Dejemos que el Vild estalle, cada maldita estrella desde Vesper hasta Nwarth. ¡Salvación! La vida es un infierno, ¿no?, y no hay salvación excepto la muerte, no importa lo que digan las Amigas del Hombre.
Esperé que se quedara sin aliento mientras despotricaba sobre el efecto persuasivo (y perverso) que los misioneros alienígenas y sus religiones tenían sobre la raza humana; esperé largo rato.
Hacía tiempo que el cielo se había ensombrecido cuando se golpeó el muslo con el canto del puño y gruñó:
—¡Mierda de ieldra! De modo que se han hecho dioses y se han asentado en el núcleo, ¿eh? Deberían dejarnos en paz, ¿no? El hombre es el hombre, y los dioses son los dioses, y cada uno tiene su propio destino. Pero tú has hecho ese estúpido juramento tuyo, así que ve a buscarlos a ellos o a sus Eddas o a cualquier otra cosa que creas poder encontrar.
Entonces suspiró.
—Pero ve con cuidado —añadió.
Es extraño lo a menudo que los sucesos más pequeños, las decisiones más triviales, pueden cambiar completamente nuestras vidas. Tras despedirme del Guardián del Tiempo, alcancé el hielo bajo la Torre y eché otro vistazo al libro que me había dado. ¡Poemas! ¡Un simple libro de torpes poemas antiguos! Me quedé largo rato preguntándome si no debería arrojar el libro a la chimenea de nuestro dormitorio; reflexioné sobre el sentido de la suerte y el destino. Entonces el viento helado y húmedo del Firme empezó a soplar, transmitiendo a mis huesos el escalofrío de la muerte…, no supe entonces la muerte de quién. El viento cubrió el hielo de duros copos de nieve que me picotearon la cara y cubrieron las ventanas de la torre. El suave sonido del hielo golpeando el cristal casi se perdió con el tintineo de las campanas que colgaban de las cornisas de las ventanas de la Torre. Tras encogerme de hombros, me puse la capucha de mi kamelaika. El Guardián del Tiempo quería que yo leyera el libro. Muy bien, lo leería.
Sentí las manos entumecidas mientras lo guardaba en la mochila que llevaba en la espalda. Corrí por la deslizadera. Bardo y mis otros amigos me estarían esperando para cenar, y yo tenía hambre y frío.
* * *
Pasé la mayor parte de mi última noche en la ciudad llevando a cabo diversas despedidas. Había una cena en mi honor en uno de los restaurantes más pequeños y elegantes del Hofgarten. Siguiendo la costumbre de los scrytas, Katharine rehusó desearme suerte porque, como dijo, «mi destino estaba escrito en mi historia», fuera lo que fuera lo que aquello significaba. Bardo, por supuesto, lloró y maldijo y rezongó alternativamente. Se había aficionado a la cerveza caliente, y bebió enormes cantidades del líquido amarillo y espumoso para tranquilizar su miedo al incierto futuro. Hizo brindis y discursos a nuestros amigos, recitando versos sentimentales que había compuesto. Se puso a cantar, hasta que Chantal Astoreth, el irónico amante de la música, señaló que su voz estaba pastosa por la bebida y no tenía su hermosa cualidad de costumbre. Finalmente, se derrumbó en su silla, estupefacto, tomó mi mano en la suya y anunció: «Éste es el día más triste de mi maldita vida». Y entonces se quedó dormido.
Mi madre dijo algo similar, y apenas consiguió no echarse a llorar (aunque la esquina de su boca se retorcía incontrolablemente como hacía cuando estaba llena de fuertes emociones). Me miró con sus ojos nerviosos, alzando las cejas oscuras y dijo:
—Soli te retira tu juramento porque tu madre acude llorando al Guardián del Tiempo. Y, ¿cómo me lo pagas? Me rompes el corazón.
No le dije lo que me había dicho anteriormente el Guardián del Tiempo en la torre. No querría saber lo fácilmente que él había visto a través de sus mentiras. Se arrebujó en su piel parda, que era gris brillante en los parches allá donde los finos pelos lanudos se habían gastado. Se rio de forma baja y preocupante, como si se contara un chiste privado. Pensé que entonces se marcharía sin decir otra palabra. Pero se volvió hacia mí, me besó en la frente y susurró:
—Vuelve. A tu madre que sangra por ti, que te quiere.
Dejé el restaurante antes del amanecer (no dormí esa noche), y patiné por el Camino desierto en dirección a los Campos Huecos. Allí, al pie del Urkel, incluso en la parte más fría de la mañana, sus hectáreas de pistas y senderos estaban abarrotadas de trineos, rompevientos y otros vehículos. El hielo de las deslizaderas tronaba y se sacudía, y el aire estaba lleno de rastros rojos de cohetes y estruendos sónicos. Muy por encima, las brumosas líneas de las estelas se perdían rosáceas contra el cielo azul de la mañana. Era muy hermoso. Aunque había venido aquí a cumplir con mi deber a esta hora del día, se me ocurrió que siempre había dado por garantizada tanta belleza.
Bajo los Campos, la Caverna del Millar de Navesluz se abría a través de un kilómetro de roca fundida. Aunque no había mil naves (y no las había habido desde la época del Tycho), había muchas más de las que el ojo podía abarcar de una mirada. Cerca de la mitad de la octava fila de naves, me puse a charlar con un programador vestido de verde oliva junto a mi nave, la Clavellina Inmanente. Mientras debatíamos un aumento menor de las lógicas paradójicas y heurísticas de la nave, alguien me llamó por mi nombre. Contemplé el pasillo donde la fila de flexibles cascos diamantinos desaparecía en las profundidades. Vi una sombra larga delineada por la débil luz del liquen luminiscente que cubría las paredes de la Caverna.
—Mallory —resonó la voz en el oscuro techo curvado—. Es hora de decir adiós, ¿no?
El pasillo resonó con el golpe de botas pesadas contra el reverberante acero, y entonces lo vi con claridad, alto y severo en sus ropas negras. Era Soli.
El programador, el Maestro Rafael, un hombre tímido y apacible con la piel tan negra y suave como el basalto, le saludó y rápidamente puso una excusa para dejarnos a solas.
—Es hermosa —dijo Soli, escrutando las líneas de mi nave, la nariz estrecha y las alas plegadas hacia delante—. Hay que admitirlo. Por fuera es flexible, equilibrada y hermosa. Pero el alma de una naveluz está dentro, ¿no? El Lord Programador me dijo que has jugado con la lógica de Hilbert hasta un grado inusitado. ¿Por qué, Piloto?
Durante un rato hablamos de las cosas que de las que hablan los pilotos. Debatimos las paradojas y discutimos mi elección de las ideoplastias del Maestro Jafar.
—Fue un gran notacionista —dijo él—, pero su representación de la función omega de Justerini es redundante, ¿no?
Sugirió ciertas sustituciones de símbolos que parecían tener gran sentido, y no pude apartar el tono de sorpresa de mi voz cuando le pregunté:
—¿Por qué me estás ayudando, Lord Piloto?
—Es mi deber ayudar a los nuevos pilotos.
—Creía que querías que fracasara.
—¿Cómo puedes saber lo que quiero? —Se frotó las sienes mientras observaba la cabina abierta de mi nave. Parecía agitado e inquieto.
—Pero me engañaste para que hiciera el juramento.
—¿De veras?
—Y luego me liberaste. ¿Por qué?
Extendió la mano y tocó el casco de mi nave, casi como se acaricia a una mujer. No respondió a mi pregunta. En cambio, apretó los labios y quiso saber:
—Entonces, ¿viajarás realmente a la Entidad?
—Sí, Lord Piloto. He dicho que lo haría.
—¿Lo harás libremente, por tu propia voluntad?
—Sí, Lord Piloto.
—¿Es posible? ¿Crees que puedes plegarte a tu propia voluntad, que eres libre? ¡Cuánta arrogancia!
Yo no tenía ni idea de adónde quería llegar, así que recité la evasiva habitual.
—Los holistas enseñan que la dicotomía aparente entre la libre voluntad y la acción forzada es una dicotomía falsa.
—¡Los holistas y sus enseñanzas inútiles! —dijo, tirándose de la barbilla—. ¿Quién escucha a los holistas? La cuestión es ésta: ¿Te impelerá tu voluntad a la muerte, o la culpa se achacará a tu Lord Piloto?
Por supuesto que yo le echaba la culpa; se la echaba tan furiosamente que sentí la bilis revolverse en mi estómago y extenderse caliente por mis venas. Quise decirle lo mucho que lo responsabilizaba, pero en cambio contemplé su oscuro reflejo en el casco de mi nave. Miré su mano enguantada de negro, apoyada contra ella. No dije nada.
Él retiró la mano, se frotó la nariz y dijo:
—Cuando te llegue el momento, cuando estés cerca de él y tengas que elegir entre echarme la culpa o no, por favor recuerda que tú mismo te engañaste para fracasar.
Sentía los músculos calientes y tensos, y sin pensarlo golpeé el casco de la nave donde se reflejaba su cara en la brillante negrura. Casi me rompí los nudillos.
—Yo… no… fracasaré. —Dejé escapar las palabras lentamente, para evitar gritar de dolor. Apenas podía soportar mirarle, con su larga nariz y su brillante pelo negro lleno de vetas rojas.
Él inclinó rápidamente la cabeza.
—Todos los hombres fracasan al final, ¿no? Bueno. Adiós, Piloto, te deseo suerte. —Volvió bruscamente la cabeza y se perdió en las profundidades de la Caverna.
No hay mucho más que desee contar de aquella desafortunada mañana. El Maestro Rafael regresó acompañado por el cuadro habitual de profesionales, aspirantes y novicios que asistían a la partida de un piloto. Había un cético vestido de naranja que apoyó sus pulgares en mis sienes y examinó mi cara en busca de enfermedad. Había reparadores aspirantes que me alzaron a la oscura cabina, y un horólogo que selló el reloj de la nave. Y otros. Después de lo que parecieron días (las distorsiones trabajaban ya en mi sentido temporal), me «uní a mi nave», como dicen los pilotos veteranos; entré en interfase con las profundas neurológicas que son el alma de una naveluz. Mi cerebro era ahora dos cerebros, o, más bien, un solo cerebro de sangre y neuronas que había sido extendido y fundido con el cerebro de mi nave. La realidad, la realidad inferior de visiones, sonidos y otras impresiones sensoriales, dio paso a la realidad mucho mayor del multipliegue. Me zambullí en el frío océano de la matemática pura, en el reino del orden y el significado que subrayaba el caos del espacio cotidiano, y la Caverna del Millar de Navesluz desapareció.
Hubo, naturalmente, un breve instante de impaciencia mientras mi nave era alzada a la pista de superficie, el aburrimiento de atravesar la atmósfera y caer en el densospacio sobre nuestro planeta helado. Tracé un rumbo, y una ventana del multipliegue se abrió ante mí. Entonces nuestra estrella, el pequeño sol amarillo, desapareció, y aparecieron un número infinito de luces, belleza y terror, y dejé Neverness y mi juventud muy atrás.