Extrañas, ¡ay!, son las Calles de la Ciudad del Dolor…
—Rainer Maria Rilke, Scryta del Siglo del Holocausto.
Recibimos nuestros anillos de piloto a última hora de la tarde del día siguiente. En el centro de Resa, rodeados por los dormitorios de piedra, apartamentos y otros edificios de la facultad, el inmenso Salón de los Antiguos Pilotos estaba abarrotado con los hombres y mujeres de nuestra Orden. Desde el gran portal en forma de arco al estrado donde se arrodillaban los aspirantes, las túnicas de brillantes colores de los académicos y altos profesionales ondulaban como un mar de seda irisada. Como los maestros de las diversas profesiones tendían a unirse a sus iguales, el mar irisado formaba zonas: cerca de los distantes pilares en el extremo norte del Salón se encontraban los céticos de túnica naranja y, junto a ellos, un grupo de akáshicos cubiertos de la cabeza a los pies de seda amarilla. Había grupitos de scrytas ataviados de blanco deslumbrante, y mecánicos vestidos de verde unos junto a otros, discutiendo sin duda sobre la definitiva (y paradójica) composición y naturaleza del continuo espaciotemporal, o algún otro misterio. Justo debajo del estrado se hallaba la ola negra de los pilotos y maestros pilotos. Vi a Lionel, Tomoth y sus hermanos, a Stephen Caraghar y a otros que conocía. Justo delante se hallaban mi madre y Justine, mirándonos (me pareció) orgullosamente.
El Guardián del Tiempo, resplandeciente y firme en su túnica roja ondulante, hizo que los treinta repitiéramos los votos de piloto. Era buena cosa que estuviéramos arrodillados juntos. La masa cálida y tranquilizante de Bardo presionándome a la derecha, y mi amigo Quirin a la izquierda, me impedían caer hacia la superficie de mármol pulido del estrado. Aunque esa mañana había ido a un tallador que había arreglado el rasguño de mi párpado y me había hecho tomar un purgante que limpió mi cuerpo del venenoso skotch, me sentía enfermo. Notaba la cabeza caliente y pesada; me parecía tener el cerebro hinchado de sangre y que me estallaría dentro del cráneo de un momento a otro. Mi espíritu ardía también. Mi vida estaba arruinada. Estaba enfermo de miedo y terror. Pensé en el Tycho y en Erendira Ede y en Ricardo Lavi, y en otros famosos pilotos que habían muerto tratando de desentrañar el misterio de la Entidad de Estado Sólido.
Inmerso como estaba en mi miseria, me perdí la mayor parte de las advertencias del Guardián del Tiempo sobre los peligros del multipliegue. Recuerdo claramente una cosa que dijo: que de los doscientos once aspirantes que habían entrado en Resa con nosotros, sólo quedábamos nosotros treinta. Los aspirantes mueren, me dije, y de repente la voz brusca y profunda del Guardián del Tiempo vibró a través de la bruma de mis dispersos pensamientos.
—Los pilotos mueren también —dijo—, pero no tan frecuentemente o con tanta facilidad, y mueren para un propósito mayor. Es para este propósito por lo que estamos congregados aquí hoy, para consagrar…
Continuó así durante varios minutos. Entonces nos exhortó al celibato y la pobreza, nuestros votos menos importantes (debería mencionar que el significado de celibato se toma en su sentido más restringido. Si no fuera así, Bardo nunca podría haber sido piloto. Aunque se exalta la pasión física entre un hombre y una mujer, la regla de nuestra Orden es que los pilotos no se casen. Es una buena regla, creo, una regla no carente de motivos. Cuando un piloto regresa del multipliegue varios años más viejo o más joven que su amante, como había hecho Soli recientemente, la edad diferencial —lo llamamos tempocruel—, puede destruirle).
—Del mismo modo que habéis aprendido y aprenderéis, así debéis enseñar —dijo el Guardián del Tiempo, e hicimos nuestro tercer voto. Bardo debió de notar que mi voz vacilaba, porque extendió la mano y me apretó la rodilla, como para contagiarme parte de su gran fuerza. El cuarto voto me pareció que era el más importante de todos.
—Debéis conteneros —nos dijo el Guardián del Tiempo. Sabía que era verdad. La simbiosis entre un piloto y su nave es tan profunda y poderosa como letalmente adictiva. ¿Cuántos pilotos, me pregunté, se habían perdido en el multipliegue porque confiaban demasiado a menudo en el poder y alegría de sus cerebros extensionales? Demasiados. Repetí mecánicamente el voto de obediencia, con poco espíritu o entusiasmo. El Guardián del Tiempo hizo una pausa, y pensé por un instante que iba a mirarme, a reprenderme o hacerme repetir de nuevo el quinto voto. Entonces, con voz cargada de dramatismo, con poderosa cadencia, dijo:
—El último voto es el voto más sagrado, el voto sin el cual todos vuestros otros votos serían tan vacíos como una copa llena de aire.
Y así, el nonagésimo quinto día del falso invierno del año 2929 desde la fundación de Neverness, hicimos el voto supremo de buscar la sabiduría y la verdad, aunque nuestra búsqueda nos llevara a la muerte y a la ruina de todo lo que amábamos y apreciábamos.
El Guardián del Tiempo pidió los anillos. Leopold Soli emergió de una antesala adyacente al estrado. Un novicio de aspecto asustado le siguió, llevando una vara de terciopelo donde estaban colocados los treinta anillos, uno encima del otro. Inclinamos la cabeza y extendimos la mano derecha. Soli avanzó por la fila de viajeros, sacando los anillos de diamante de la vara y colocándolos en cada uno de nuestros meñiques.
—Con este anillo, eres Piloto —le dijo a Alark Mandara y a Chantal Astoreth. Y al brillante Jonathan Ede y al Sonderval—. Con este anillo, eres Piloto —y continuó por la fila de aspirantes arrodillados. Tenía la nariz tan hinchada que sus palabras sonaban con un tono nasal, como si estuviera resfriado. Llegó hasta Bardo, cuyos dedos estaban desnudos de las joyas que normalmente llevaba y aparecían en cambio cubiertos de anillos de muerta carne blanca. Sacó el anillo más grande de la vara (aunque se suponía que yo debía de tener la cabeza inclinada, no pude resistir mirar cómo Soli colocaba el brillante anillo negro en el enorme dedo de Bardo). Entonces me tocó el turno. Soli se inclinó sobre mí, y dijo:
—Con este anillo, eres… Piloto.
Pronunció la palabra «piloto» como si fuera algo forzado, como si fuera ácido a su lengua. Me colocó el anillo en el meñique con tanta fuerza que el diamante me arrancó una capa de piel y me arañó el tendón del nudillo. Ocho veces más oí: «Con este anillo, eres Piloto», y luego el Guardián del Tiempo entonó la letanía por el Piloto Perdido, y pronunció un réquiem, y terminamos.
Los treinta pilotos abandonamos el estrado para mostrar nuestros nuevos anillos a nuestros amigos y maestros. Unos pocos de los nuevos pilotos más ricos tenían familiares que habían pagado el caro pasaje hasta Neverness a bordo de una nave comercial, pero Bardo no era uno de ellos (su padre lo consideraba un traidor por haber abandonado las posesiones familiares a cambio de la pobreza de nuestra Orden). Nos mezclamos con nuestros compañeros, y el mar de seda coloreada nos engulló. Se produjeron exclamaciones de felicidad y risas y las botas golpearon el suelo de losas. Una amiga de mi madre, la escatóloga Kolenya Mor, se apretó indecentemente contra mí, apoyando su húmeda mejilla en la mia. Me abrazó mientras tronaba:
—Mírale, Moira.
—Le estoy mirando —dijo mi madre. Era una mujer alta y fuerte (y hermosa), aunque debo admitir que estaba un poquitín gorda debido a su amor por los bombones de chocolate. Llevaba la túnica gris lisa de los maestros cantores, los más puros de los matemáticos puros. Sus rápidos ojos grises parecieron mirar a todas partes mientras ladeaba la cabeza, intrigada, y me preguntaba—: Te han retocado el párpado. Hace poco, ¿no?
Ignorando mi anillo, continuó:
—Es bien sabido lo que dijiste, el juramento que hiciste. A Soli. Es la comidilla de la ciudad. «El hijo de Moira ha jurado penetrar la Entidad de Estado Sólido»; no he oído otra cosa hoy. Mi guapo, brillante e intrépido hijo.
Empezó a llorar. Me quedé aturdido y no pude mirarla. Era la primera vez que la veía llorar.
—Es un anillo bonito —dijo mi tía Justine cuando se me acercó, e inclinó la cabeza. Alzó su propio anillo de piloto para que yo lo mirara—. Y bien merecido, no importa lo que diga Soli.
Como mi madre, Justine era alta, con el pelo negro ligeramente veteado de gris, recogido en un moño; como a mi madre, le encantaban los bombones. Pero, mientras mi madre pasaba frecuentemente los días pensando y explorando las posibilidades de sus ambiciosas ensoñaciones, a Justine le gustaba relacionarse y patinar y ejecutar saltos difíciles en el Anillo de Fuego, o en el Anillo del Norte, o en cualquiera de las otras pistas de hielo cubiertas de la ciudad. Así, había conservado la esbeltez de su primera juventud, a expensas de su mente naturalmente rápida, me parecía a mí. A menudo me preguntaba por qué había querido a Soli por marido, y más aún, por qué el Guardián del Tiempo había concedido a aquellos dos pilotos famosos una dispensa especial para casarse.
Burgos Harsha, con sus tupidas cejas, su papada y los largos pelos negros brotando de su nariz de cerdo, se nos acercó.
—Enhorabuena, Mallory —dijo—. Siempre he esperado que hicieras algo extraordinario; todos lo esperábamos, ¿sabes? Pero nunca soñé que le romperías la nariz al Lord Piloto nada más conocerlo, y que jurarías matarte en esa nebulosa conocida coloquialmente (y, debo añadir, bastante vulgarmente), como la Entidad de Estado Sólido. —El maestro historiador se frotó las manos vigorosamente y se volvió hacia mi madre—. Bien, Moira, he examinado los cánones y la historia oral del Tycho, así como las costumbres, y está claro (puedo equivocarme, por supuesto, pero ¿cuándo has visto que me equivoque?), está claro que el juramento de Mallory fue una simple promesa al Lord Piloto, no un juramento vinculante a la Orden. Y, ciertamente, no es un juramento solemne. En el momento en que juró matarse (y es un punto sutil, pero claro), no había tomado sus votos, así que no era legalmente un piloto, de modo que no le estaba permitido hacer un juramento vinculante.
—No comprendo —dije yo. A mi espalda oía cantos, el roce de la seda contra la seda y el caótico rumor de un millar de voces—. Juré lo que juré. ¿Qué diferencia puede tener a quién se lo jurara?
—La diferencia, Mallory, es que Soli puede liberarte de tu juramento si así lo quiere.
Sentí una erupción de adrenalina en mi garganta, y el corazón aleteó en mi pecho como un pájaro nervioso. Pensé en todas las formas en que morían los pilotos: morían fenestrando, con el cerebro arruinado por la simbiosis demasiado constante con sus naves, y morían de vejez, perdidos en árboles de decisión; las supernovas reducían su carne a plasma, y el temposueño, demasiado temposueño, los dejaba contemplando eternamente las ardientes estrellas; los mataban los alienígenas, y los asesinaban los seres humanos, y eran aplastados por enjambres de meteoros, y calcinados por las penumbras de las gigantes azules, y se helaban en la nada del espacio profundo. Supe entonces que, a pesar de mis alocadas palabras de que la muerte entre las estrellas era gloriosa, no pretendía la gloria, y desesperadamente no quería morir.
Burgos nos dejó, y mi madre se volvió hacia Justine.
—Hablarás con Soli, ¿verdad? Sé que me odia. Pero ¿por qué tiene que odiar a Mallory?
Di un taconazo contra el suelo. Justine se pasó el índice por una ceja.
—Soli es muy difícil —dijo—. Este último viaje casi le mató, por dentro igual que por fuera. Oh, hablaré con él, por supuesto, hablaré hasta que se me caigan los labios, como hago siempre, pero me temo que sólo me mirará con sus ojos ceñudos y dirá cosas como: «Si la vida tiene sentido, ¿cómo podemos saber si nuestro destino es encontrarlo?», o: «Un piloto muere mejor cuando muere joven, antes de que el tempocruel mate lo que ama». No puedo hablar con él cuando está así, desde luego, y pienso que es posible que crea que esté siendo noble, dejando jurar a Mallory que morirá heroicamente, o quizá realmente crea que Mallory tendrá éxito y sólo quiere sentirse orgulloso de él…, no puedo decir qué piensa cuando está tan inmerso en sí mismo, pero hablaré con él, Moira, naturalmente que hablaré.
Yo tenía pocas esperanzas de que Justine pudiera hablar con él. Hacía mucho tiempo, cuando el Guardián del Tiempo les permitió casarse, les había advertido: «El tempocruel, no podréis conquistar el tempocruel», y había tenido razón. Se cree comúnmente que es el envejecimiento diferencial lo que mata el amor, pero no creo que eso sea enteramente verdad. Es la edad y el egoísmo lo que mata el amor. Nos introducimos más y más en nuestro auténtico yo a cada segundo que vivimos. Si existe el destino, es algo así: el yo exterior buscando y despertando al auténtico yo, no importan el dolor y el terror (y siempre hay dolor y terror), no importa lo grande que sea el precio. Soli, fiel a su deseo más interno, había regresado del núcleo dominado por su necesidad de comprender el significado de la muerte y el secreto de la vida, mientras que Justine había pasado esos mismos largos años en Neverness viviendo la vida y disfrutando de las cosas de la vida: buenas comidas y el olor del mar al anochecer (y, a decir de algunos, las caricias de su amante), así como su interminable búsqueda de la perfección en sus saltos y en sus filigranas sobre el hielo.
—No quiero que Justine hable con él —dije.
Mi madre ladeó la cabeza y me acarició la mejilla con la mano, como hacía cuando yo era niño y tenía fiebre.
—No seas tonto —me dijo.
Un grupo de mis compañeros pilotos, guiados por el inmensamente alto y delgado Sonderval, se dispersó como una nube negra a través de los profesionales que nos circundaban y me rodearon. Li Tosh, Helena Charbo, y Richardess…, pensaba que eran los mejores pilotos jamás salidos de Resa. Mi vieja amiga, Delora wi Towt, tiraba de sus trenzas doradas mientras saludaba a mi madre. El Sonderval, que procedía de una familia ejemplar de Solsken, estiró sus dos metros y medio de altura y dijo:
—Quería decírtelo, Mallory. Toda la escuela está orgullosa de ti. Por enfrentarte al Lord Piloto…, discúlpame, Justine, no pretendía insultar…, y estamos orgullosos de lo que has jurado hacer. Hace falta valor, todos lo sabemos. Te deseamos lo mejor en tu viaje.
Sonreí, porque el Sonderval y yo siempre habíamos sido fieros rivales en Resa. Junto con Delora y Li Tosh (y Bardo cuando quería), era el más listo de mis compañeros pilotos. El Sonderval era un hombre astuto, y noté algo más que un poco de reproche en su cumplido. No creo que creyera que yo fuera valiente por jurar hacer lo imposible; más bien sabía que finalmente mi ira me la había jugado. Parecía muy satisfecho consigo mismo, posiblemente porque pensaba que yo nunca volvería. Pero, claro, los ejemplares de Solsken siempre necesitan estar contentos consigo mismos, y por eso alcanzan esas ridículas alturas.
El Sonderval y los demás se excusaron y se perdieron en la multitud.
—Mallory fue siempre popular —dijo mi madre—. Con los otros aspirantes, aunque no con sus maestros.
Tosí mientras contemplaba los triángulos blancos del suelo. Los cánticos parecieron hacerse más fuertes. Reconocí la melodía de uno de los heroicos (y románticos) madrigales de Takeko. Me sentí instantáneamente lleno de desesperación y falso valor. Confuso como estaba, vacilando entre la bravata y la cobarde esperanza de que Soli disolviera mi juramento, alcé la voz y dije:
—Madre, juré lo que juré; no importa lo que Justine le diga a Soli.
—No seas loco —dijo ella—. No permitiré que te mates.
—Pero me deshonrarás.
—Mejor el deshonor, sea lo que sea, que la muerte.
—No, mejor la muerte que el deshonor —dije yo, pero no creía mis propias palabras. En el fondo de mi corazón, estaba más que dispuesto a aceptar el deshonor antes que la muerte.
Mi madre murmuró algo para sí (un hábito suyo), algo que parecía:
—Lo mejor sería que Soli muriera. Entonces tampoco sufrirías. Ni muerte ni deshonor.
—¿Qué has dicho? —pregunté.
—No he dicho nada.
Miró por encima de mi hombro y frunció el ceño. Me volví, para ver a Soli, alto y sombrío con su ajustada túnica negra, abriéndose paso por entre el mar de gente. Llevaba a una hermosa scryta ciega del brazo. Me sentí golpeado de inmediato por el contraste entre el negro y el blanco: El pelo negro de la scryta flotaba como una cortina de satén sobre la espalda de su túnica blanca, y sus cejas eran densas y negras contra su blanca frente. Se movía despacio y con sumo cuidado, como una fría estatua de blanco arrastrada a una repentina (y desagradable) vida. Apenas advertí sus bien formados pechos y los grandes pezones oscuros que tan claramente se marcaban bajo la fina seda; fue su rostro lo que atrajo mi mirada, la larga nariz aguileña y los labios rojos y carnosos y, sobre todo, los oscuros agujeros suavemente cicatrizados donde antes habían estado sus ojos.
—¡Katharine! —exclamó súbitamente Justine cuando se acercaron—. ¡Mi querida hija! —Rodeó con sus brazos a la scryta—. ¡Ha pasado tanto tiempo!
Permanecieron abrazadas durante un rato; luego, Justine se secó los húmedos ojos con el dorso de sus guantes y se volvió hacia mí.
—Mallory, déjame que te presente a tu prima, Dama Katharine Ringess Soli.
La saludé, y ella volvió la cabeza en mi dirección.
—Mallory —dijo—. Por fin. Ha pasado tanto tiempo.
Ha habido momentos en mi vida en los que el tiempo se ha parado, en los que sentí como si viviera algún hecho recordado tenuemente (aunque vital) una y otra vez. A veces el sonido de los thallows chirriando en invierno o el olor de las algas mojadas me llevan instantáneamente a aquella clara noche hace tanto tiempo en que me encontraba solo en la desierta y ventosa playa del Starnbergersee y me entregué al sueño de dominar las estrellas; a veces es un color, quizás el súbito naranja de una deslizadera o el vívido verde de una resbaladera, el que me transporta a otro tiempo y lugar; a veces no es nada, al menos nada más particular que el tono de los rayos del sol en una tarde de invierno y el rumor del helado viento marino. Esos momentos son misteriosos y maravillosos, pero también están llenos de extraño significado y temor. Los scrytas, naturalmente, enseñan la unidad del ahora y el entonces y los tiempos por venir. Para ellos, creo, los sueños futuros y el autorrecuerdo son dos partes de un único misterio. Ellos, esos extraños, santos y autocegados hombres y mujeres de nuestra Orden, creen que, si queremos tener visiones de nuestro futuro, debemos mirar en nuestro pasado. Así, cuando Katharine me sonrió, y los tranquilos y dulces tonos de su voz vibraron en mi interior, supe que había llegado a ese momento en que mi pasado y mi futuro eran como una sola cosa.
Aunque sabía que nunca la había visto antes, sentí como si la conociera de toda la vida. Me enamoré instantáneamente de ella, no, por supuesto, como se ama a otro ser humano, sino como un vagabundo debe amar un océano nuevo o un hermoso pico nevado que vislumbra por primera vez. Me quedé prácticamente anonadado por su tranquilidad y su belleza, así que dije la primera estupidez que se me pasó por la cabeza.
—Bienvenida a Neverness.
—Sí, bienvenida —le dijo Soli a su hija—. Bienvenida a la Ciudad de la Luz. —Había algo más que un poco de sarcasmo y amargura en su voz.
—Recuerdo muy bien la ciudad, padre. —Y así debía ser, puesto que era, como yo, una hija de la ciudad. Pero, cuando era una niña y Soli partió a su viaje al núcleo, Justine la había llevado para ser educada con su abuela en Lechoix. No había visto a su padre (y pensé que nunca volvería a verle) durante veinticinco años. Todo ese tiempo había permanecido en Lechoix, en compañía de mujeres que despreciaban a los hombres. Aunque tenía motivos para estar amargada, no lo estaba. Era Soli quien estaba amargado. Estaba furioso consigo mismo por haber abandonado a su esposa e hija, y estaba amargado porque Justine había permitido e incluso animado a su hija a convertirse en una scryta. Odiaba a los scrytas.
—Gracias por hacer el viaje —le dijo Soli.
—Me enteré de que habías regresado, padre.
—Sí, eso es cierto.
Se produjo un incómodo silencio, y mi extraña familia permaneció muda en medio de un millar de personas hablando. Soli miraba a Justine, y ella a él, mientras mi madre miraba furtivamente a Katharine. Me di cuenta de que no le gustaba, probablemente porque resultaba obvio que a mí sí. Katharine volvió a sonreírme.
—Felicidades, Mallory, por tu… Ir a explorar la Entidad, es un valiente… Todos estamos muy orgullosos.
Me irrité un poco por su hábito de scryta de no completar sus frases, como si la persona a la que hablaba pudiera «ver» lo que quedaba sin decir y pudiera avanzar en la cresta de sus atropellados pensamientos.
—Sí, felicidades —dijo Soli—, pero el anillo de piloto parece un poco pequeño para tu dedo. Esperemos que tus votos de piloto no sean demasiado grandes para tu espíritu.
Mi madre ladeó la cabeza mientras apuntaba al pecho de Soli.
—¿Qué espíritu queda en el Lord Piloto? —dijo—. Un espíritu cansado y amargado. No le hables a mi hijo de espíritu.
—¿Hablamos de vida, entonces? Sí, hablemos de vida: Esperemos que Mallory viva lo suficiente para disfrutar la vida de un nuevo piloto. Si tuviéramos un vaso de skotch a mano, brindaríamos por las vidas gloriosas, aunque demasiado breves, de los jóvenes pilotos alocados.
—El Lord Piloto está demasiado orgulloso de su larga vida —dijo mi madre rápidamente.
Justine agarró a Soli por el brazo mientras dirigía sus carnosos labios a su oído y empezaba a susurrarle algo. Él se separó de ella y se volvió hacia mí.
—Probablemente estabas borracho cuando hiciste tu juramento. Y tu Lord Piloto estaba borracho con toda seguridad. Por tanto, mi encantadora esposa me informa de que sólo tenemos que anunciar que todo el asunto fue una broma y ambos acabaremos con esta tontería.
Sentí el sudor caliente correr a chorros por mis costados bajo la seda de la túnica.
—¿Lo harías, Lord Piloto? —pregunté.
—¿Quién sabe? ¿Quién conoce su destino? —Se volvió a Katharine y le preguntó—: ¿Has visto su futuro? ¿Qué sucederá con Mallory? ¿Hay que apartarle de su destino? «Morir entre las estrellas es la muerte más gloriosa»…, eso es lo que dijo el Tycho antes de desaparecer en la Entidad de Estado Sólido. Tal vez Mallory tenga éxito donde nuestro mejor piloto fracasó. ¿Hay que apartarlo de la fama y la gloria? Cuéntame, mi encantadora scryta.
Todos miramos a Katharine mientras ella escuchaba tranquilamente a Soli. Debió sentir las miradas porque se metió la mano en el bolsillo de su túnica, «el bolsillo de lo secreto», donde los scrytas guardaban su tubo de aceite ennegrecedor. Cuando retiró la mano, su dedo estaba cubierto con una crema tan negra que no reflejaba ninguna luz; era como si no tuviera dedo, como si se hubiera creado un agujero negro en miniatura en el espacio que ocupaba su dedo. Según la costumbre de los scrytas, untó de aceite las cuencas de sus ojos, cubriendo las cicatrices con negrura ocultadora. Miré las cuencas por encima de sus altos pómulos; era como mirar su alma a través de dos túneles oscuros y misteriosos donde deberían haber existido ventanas. La miré sólo por un momento antes de verme obligado a apartar los ojos.
Estuve a punto de decirle a mi sarcástico y arrogante tío que haría lo que había jurado, no importaba lo que decidiera, cuando Katharine dejó escapar una clara risa infantil y dijo:
—El destino de Mallory es su destino, y nada puede cambiar… Excepto, padre, que tú lo hayas cambiado y siempre tendrá… —y aquí volvió a reírse, y continuó—. Pero al final elegimos nuestros futuros, ¿ves?
Soli no veía, ni lo hacía yo ni ningún otro. ¿Quién podía comprender los dichos paradójicos e irritantes de los scrytas?
En ese momento Bardo se acercó y me dio una palmada en la espalda. Se inclinó ante Justine y sonrió antes de retirar rápidamente la mirada. Bardo (siempre había intentado mantenerlo en secreto, pero no podía) deseaba a mi tía. No creo que ella sintiera lo mismo hacia él, ni aprobaba del todo su ardiente sexualidad, aunque en verdad eran muy parecidos a su modo: a los dos les encantaba el placer físico, y se preocupaban poco por el pasado y nada por el futuro. Después de que le presentaran a Katharine, se inclinó ante Soli.
—Lord Piloto —dijo—, ¿ha pedido Mallory disculpas por su bárbara conducta de anoche? ¿No? Bien, yo me disculparé por él, porque es demasiado orgulloso para disculparse, y sólo yo sé lo mucho que lo lamenta.
—El orgullo mata —dijo Soli.
—El orgullo mata —repitió Bardo, y acarició su negro bigote con su pulgar—. ¡Claro que sí! Pero ¿de dónde saca Mallory su orgullo? He sido su compañero de habitación durante doce años, y lo sé. «Soli está cartografiando los núcleos estelares», solía decir. «Soli casi demostró el Gran Teorema». Soli esto y Soli aquello… ¿Sabes lo que responde cuando le digo que está loco por perder el tiempo practicando sus golpes de velocidad? Dice: «Cuando Soli se convirtió en piloto, ganó la carrera de los pilotos, y lo mismo haré yo».
Se refería, naturalmente, a la carrera entre los nuevos pilotos y los más mayores, que tenía lugar cada año después de la convocación. Para muchos, es el momento supremo del Festival del Tycho.
Tuve la seguridad de que mi cara estaba roja. Apenas pude mirar a mi tío cuando dijo:
—Entonces la carrera de mañana será un desafío. Nadie me ha vencido desde hace… —sus ojos se nublaron súbitamente, y su voz tembló levemente cuando continuó—, desde hace mucho tiempo.
Pasamos un rato debatiendo la aerodinámica de la carrera. Yo sostenía que una postura agachada era más eficaz, pero Soli señaló que, en una carrera larga (como lo sería la de mañana), una postura así quemaba rápidamente los músculos del muslo, y que había que practicar la contención.
Nuestra conversación se interrumpió cuando los horólogos de rojas túnicas marcharon hacia el estrado y ocuparon sus asientos junto al Guardián del Tiempo, cinco a cada lado.
—¡Silencio, es la hora! —cantaron al unísono, y se produjo un súbito silencio en el Salón. Entonces el Guardián del Tiempo avanzó y anunció su convocatoria y promulgó la búsqueda de las Antiguas Eddas.
—El secreto de la inmortalidad del Hombre se encuentra en nuestro pasado y nuestro futuro —nos dijo. Sentí el hombro de Katharine rozar el mío, y experimenté sorpresa (y excitación) al notar que sus largos dedos apretaban mi mano rápidamente y en secreto. Escuché al Guardián del Tiempo repetir el mensaje que Soli había traído del núcleo; escuché durante un momento y quedé embelesado con sueños de descubrir grandes cosas. Entonces miré los ojos ceñudos de Soli, y dejó de importarme hacer grandes cosas. A mi simple modo ahora sólo me preocupaba una cosa: derrotar a Soli en la carrera de los pilotos.
—Debemos investigar el misterio —continuó el Guardián del Tiempo—. Si investigamos, descubriremos el secreto de la vida y nos salvaremos.
En ese momento no me importaban los secretos ni la salvación. Lo que quería, simplemente, era derrotar a un hombre orgulloso y arrogante.
* * *
Había decidido regresar a mi habitación y dormir hasta que el sol estuviera bien alto sobre las pendientes de Urkel, pero no había contado con la excitación que despertaría la convocatoria del Guardián del Tiempo. Las salas de nuestros dormitorios (y, en realidad, toda Resa) resonaban con los gritos de felicidad de pilotos, aspirantes y maestros. Contra mis deseos, nuestras habitaciones se convirtieron en un nexo para las celebraciones de la noche. Chantal Astoreth y Delora wi Towt llegaron con tres de sus amigos neológicos de Lara Sig. Bardo distribuyó pipas de toalache, y empezó la francachela. Fue una noche salvaje y mágica; una noche de planes trémulamente anunciados para alcanzar la Vieja Tierra o cartografiar la nebulosa del Tycho, para cumplir nuestro voto de búsqueda de la sabiduría como convenía a nuestros talentos y sueños individuales. Pronto, nuestras dos habitaciones adjuntas se llenaron de humo azul y se cubrieron de pared a pared con pilotos excitados y otros varios profesionales que se habían enterado de la fiesta. Li Tosh, que era un hombre amable con brillantes y rápidos ojos almendrados, anunció su plan de alcanzar el mundo natal de los traicioneros alienígenas, los darghinni.
—Se dice que han estudiado la historia de los cerebros nebulares —nos contó—. Tal vez cuando regrese tendré también el valor suficiente para penetrar en la Entidad.
Hideki Smith esculpiría su cuerpo con la extraña y cruel forma de los fayoli; viajaría a uno de sus planetas y trataría de hacerse pasar por uno de ellos, con la esperanza de aprender sus secretos. Para no quedarse atrás, el pelirrojo Quirin propuso viajar a Agathange, donde les preguntaría a los hombres-delfines (que habían roto hacía tiempo la ley de los Mundos Civilizados y habían manipulado su ADN de forma que ahora eran más que hombres), les preguntaría a los agathanianos el secreto de la vida humana. He de admitir que había muchos escépticos como Bardo que no creían que los ieldra poseyeran ningún gran secreto. Pero incluso los pilotos más escépticos (Richardess y el Sonderval se me vienen inmediatamente a la memoria) estaban ansiosos por internarse en el multipliegue. Para ellos, la misión de búsqueda era una excusa maravillosa para alcanzar fama y gloria.
Alrededor de medianoche, mi prima Katharine apareció en la puerta abierta de nuestra antesala. No quiso decir cómo había encontrado el camino a ciegas por las dificultosas calles de la Academia. Se sentó a mi lado en el suelo, con las piernas cruzadas. Flirteó conmigo a su modo secreto, propio de los scrytas. Me intrigaba que una mujer mayor y más sabia me prestara tanta atención, y creo que debió darse cuenta de que yo la encontraba atractiva. Me dije que también ella estaba un poco enamorada de mí, aunque sabía que los scrytas a menudo actúan no para satisfacer sus pasiones sino para cumplir alguna visión sutil y privada. En muchos lugares bárbaros, naturalmente, donde el arte de genotipar es primitivo, el matrimonio (y el apareamiento) entre primos está prohibido. Nunca se sabe qué clase de monstruo producirá la mezcla de plasma germinal. Pero Neverness no era uno de esos lugares. El que estuviéramos emparentados tan de cerca sólo parecía levemente incestuoso y muy excitante.
Hablamos sobre lo que ella le había dicho antes a Soli sobre el destino, el mío en particular. Se rio de mí mientras se quitaba lentamente el guante de cuero negro de su mano derecha. Recorrió lentamente las líneas de mi palma desnuda y predijo que el lapso de mis años de vida sería «incontable para el hombre». Pensé que tenía un extraño sentido del humor. Cuando le pregunté si sus palabras significaban que mi vida sería muy larga o absurdamente corta, ella se volvió hacia mí con esa sonrisa hermosa y misteriosa de los scrytas y dijo:
—Un momento es infinito para un fotino, mientras que, para un dios, nuestro universo no ha vivido más que un momento. Debes aprender a amar los momentos que tienes, Mallory.
(Hacia el final de las primeras horas de la mañana, me enseñó que los momentos de éxtasis sexual y amor se pueden hacer durar eternamente. En ese momento no supe si adjudicar ese milagro a la formación aniquiladora del tiempo de los scrytas, o si todas las mujeres tenían ese poder).
También fue una noche de penosas despedidas. En un momento determinado, Bardo, con los ojos llorosos cargados de toalache, me apartó de Katharine y me dijo:
—Eres el mejor amigo que he tenido jamás. El mejor amigo que nadie haya tenido jamás. Y ahora Bardo debe perderte por culpa de un estúpido juramento. ¡No es justo! ¿Por qué este universo frío y vacío que ha cargado sobre nosotros lo que tan risueñamente hemos llamado vida, por qué es tan bárbaramente injusto? Yo, Bardo, lo gritaré por toda la habitación, lo gritaré a la Nebulosa Roseta y a Eta Carina y a Regal Luz: ¡Es injusto! Injusto es, y por eso se nos dan cerebros, para urdir y planear, para dar vueltas y engañar. Para engañar a la muerte voy a decirte lo que te tengo que decir. No te gustará, mi valiente y noble amigo, pero aquí está: Tienes que dejar que Soli gane la carrera de mañana. Es igual que mi padre, orgulloso y vanidoso, y odia a todo aquél que le venza. Soy un buen juez de personas, y lo sé. Déjale que gane la carrera y te dejará no cumplir tu juramento. ¡Por favor, Mallory, por el amor que nos une, déjale ganar esa estúpida carrera!
A la mañana siguiente, me puse mi kamelaika y me reuní con mi madre para desayunar en una de las cafeterías que alinean el Paseo frente a los Jardines Jacinto.
—Vas a correr contra Soli hoy y no dormiste anoche, ¿no? Toma, bebe este café. Es de lo mejor de Farfara. ¿Te he enseñado estrategia desde que tenías cuatro años y no dormiste anoche?
—Bardo cree que debería dejar que Soli ganara la carrera.
—Es un gordo idiota. ¿No te lo he dicho durante doce años? Cree que es listo. Pues no lo es. Yo podría haberle enseñado a ser listo. Cuando tenía cuatro años.
Sirvió café de una delicada cafetera azul en una taza de mármol y la deslizó por la mesa. Sorbí el café, negro y caliente, totalmente desprevenido para lo que dijo a continuación.
—Podemos dejar la Orden —susurró, ladeando la cabeza mientras miraba rápidamente a los dos maestros mecánicos sentados en la mesa de al lado—. En la nueva academia, la de Tria, ¿sabes a cuál me refiero? Necesitan pilotos buenos, como tú. ¿Por qué tiene nuestra Orden que tiranizar a los derrotados?
Me sorprendí tanto que me eché el café encima y me quemé la pierna. Los Pilotos Mercaderes de Tria (aquellos cosistas y tubistas poco éticos) habían intentado durante mucho tiempo romper el poder de nuestra Orden.
—¿Qué estás diciendo, Madre? ¿Que nos convirtamos en traidores?
—Traidores a la Orden, sí. Mejor que traiciones unos cuantos votos tomados a la ligera que traicionar la vida que te di.
—Siempre tuviste la esperanza de que algún día me convirtiera en Lord Piloto.
—Podrías ser un príncipe mercader de Tria.
—No, madre, eso nunca.
—Te sorprenderá saber que a algunos pilotos les han ofrecido posesiones en Tria. Y a ciertos programadores y cantores también.
—Pero ninguno ha aceptado, ¿verdad?
—Todavía no —dijo ella, y empezó a tamborilear con los dedos sobre la mesa—. Pero hay más distensiones entre los profesionales de lo que crees. Algunos historiadores como Burgos Harsha creen que la Orden está estancada. Y los pilotos. La regla contra el matrimonio es casi tan odiada como odioso es el matrimonio. —Hizo una pausa para reírse con su pequeño chiste, y luego continuó—: Hay más desorden en la Orden de lo que imaginarías. —Volvió a reírse, como si supiera algo que yo no conocía, y se arrellanó en su silla, esperando.
—Preferiría morir que ir a Tria.
—Entonces huyamos a Lechoix. Tu abuela nos recibirá con los brazos abiertos, aunque seas un toro.
—No lo creo.
Mi abuela, Dama Oriana Ringess, a quien yo nunca había visto, había educado a Justine y a mi madre (y a Katharine) adecuadamente. «Adecuadamente», en el Matriarcado Lechoix, significa una pronta introducción a los misterios femeninos y varias reglas de lenguaje, Así, se desprecia a los hombres y se les denomina «toros», o «garañones», o a veces «mulos». El deseo entre un hombre y una mujer se llama «el calor enfermo», y el matrimonio, el matrimonio heterosexual, «el infierno viviente». Las Grandes Damas, de las cuales mi abuela es una de las más grandes, reniegan de la creencia de que los hombres son mejores pilotos que las mujeres y mantienen la mayor y mejor de las escuelas de élite de la Orden. Y así, cuando mi madre y Justine llegaron a Borja hacía mucho tiempo, sintieron la sorpresa (y, en el caso de mi madre, el odio) de ver que bestias tan jóvenes como Lionel y Soli pudieran ser mejores matemáticos que ellas.
—Dama Oriana no haría nada que avergonzara al Matriarcado, ¿no? —dije.
—Escúchame. ¡Escucha! ¡No dejaré que Soli mate a mi hijo! —Dijo la palabra «hijo» con tal desesperación que me sentí obligado a mirarla incluso cuando se echó a llorar. Nerviosa, se arrancó el pelo del moño de cuero y usó las brillantes hebras para secarse la cara—. Escucha, escucha. El brillante Soli regresa del multipliegue. Brillante como siempre, pero no tanto. Yo le vencía. Al ajedrez. Tres de cada cuatro partidas, hasta que dejó de jugar conmigo.
—¿Qué quieres decir?
—Te he pedido el pan —dijo, mientras alzaba la mano y hacía un gesto al doméstico. La máquina rodó hasta la mesa y colocó ante mí una cesta de pan negro caliente y crujiente—. Cómete el pan y bébete el café.
—¿No vas a comer?
Normalmente ella tomaba pan en el desayuno; como sus hermanas en Lechoix, no comía alimentos de origen animal, ni siquiera las comidas cultivadas que gustaban a casi todo el mundo en nuestra ciudad.
Extendí la mano hacia una de las pequeñas barras oblongas. La mordí; estaba deliciosa. Mientras mordía el duro pan, ella cogió un bombón de chocolate del cuenco azul que tenía delante y se lo metió en la boca.
—¿Y si tengo éxito, madre? —pregunté. Ella se metió otros tres bombones en la boca y me miró.
Su respuesta fue apenas comprensible, una burbuja de palabras forzada a través de una boca llena de chocolate pegajoso y derretido.
—A veces creo que Soli tiene razón. Mi hijo está loco.
—Siempre has dicho que tenías fe en mí.
—Fe sí; fe ciega, no.
—¿Por qué es imposible? La Entidad es una nebulosa como cualquier otra: gases calientes, polvo interestelar, unos pocos millones e estrellas. Tal vez sea simple casualidad que el Tycho y los otros se perdieran.
—¡Herejía! —dijo ella, mientras cogía un bombón con sus largas uñas—. ¿No te lo he enseñado ya? No permitiré que digas esa palabra. No es casualidad. Mató al Tycho. Ella.
—¿Ella?
—La Entidad. Es una telaraña de un millón de bioordenadores del tamaño de lunas. Manipula la materia. Y Ella pliega la energía. Y Ella retuerce el espacio a su gusto. Se sabe que el multipliegue en su interior es extraño, ladinamente complejo.
—¿Por qué la llamas «Ella»?
Mi madre sonrió.
—¿Debería llamar «él» a la inteligencia más grande, a la vida más sagrada en nuestro universo?
—¿Qué hay entonces del Dios de Silicio?
—Una confusión. De algunos de los viejos escatólogos que dividen las esencias en masculino y femenino. Debería llamarse la «Diosa de Silicio». El universo alumbra vida; la esencia del universo es femenina.
—¿Y qué hay de los hombres?
—Son depósitos de esperma. ¿Has estudiado los lenguajes muertos de la Vieja Tierra como te pedí que hicieras? ¿No? Bien, hubo una expresión latina: instrumenta vocalia. Los hombres son herramientas con voces. Magníficas herramientas. Y a veces sus voces son sublimes. Pero, sin las mujeres, no son nada.
—¿Y las mujeres sin los hombres?
—El Matriarcado Lechoix fue fundado hace cinco mil años. No hay patriarcas.
A veces pienso que mi madre debería haber sido historiadora o rememoradora. Siempre parecía saber demasiado de gente antigua, de lenguajes y costumbres, o al menos lo suficiente como para salirse con la suya en las discusiones.
—Soy un hombre, madre. ¿Por qué escogiste tener un hijo?
—Eres un niño estúpido.
Di un largo sorbo al café y me pregunté en voz alta:
—¿Cómo le resultará a un hombre hablar con una diosa?
—Más estupidez —dijo ella—. He tomado una decisión. Nos iremos a Lechoix.
—No, madre. No seré el único hombre entre ocho millones de mujeres que valoran la astucia sobre la fe.
Ella depositó de un golpe la taza sobre la mesa.
—Entonces ve a correr contra Soli. Y agradece que la madre de tu madre me haya enseñado astucia.
La miré mientras ella me miraba. Nos miramos durante largo rato. Igual que un maestro cético, intenté leer la verdad en los destellos de luz reflejados en sus brillantes iris y por la expresión de su ancha boca. Pero la única verdad que me llegó fue una antigua verdad: No podía leer su cara más de lo que podía desentrañar el futuro.
Bebí las últimas gotas de café y toqué la frente de mi madre. Y entonces me fui a correr contra Soli.
* * *
Se supone que la carrera de los Mil Pilotos no es un asunto serio (y tampoco toman nunca parte mil pilotos en las festividades). Esencialmente, es la farsa de una pugna entre los viejos pilotos y los nuevos, un rito de paso simbólico. Los pilotos veteranos (normalmente hay un centenar o cosa así), se congregan delante del Salón de los Antiguos Pilotos y, según su costumbre, beben jarras de kvass humeante u otros licores mientras se dan palmadas en los hombros para animarse unos a otros a la vez que gritan y abuchean al grupo más pequeño de nuevos pilotos. Esa tarde había grupos de académicos envueltos en brillantes pieles, altos profesionales y novicios abarrotando el hielo de las instalaciones de Resa. Había campanas repicando al viento y viajeros silbando a los corredores-gusano mientras alzaban sus manos enguantadas para hacer sus apuestas ilegales. Desde las escalinatas del Salón se oían las clarinas y shakuhachis. Las notas agudas me parecieron una plegaria angustiada llena de desesperación y malos presagios, un contrapunto a la alegría que nos rodeaba. Bardo debió sentir también que la música era inapropiada, porque se me acercó mientras yo comprobaba los filos de mis patines con el pulgar.
—Detesto la música mística —dijo—. Me hace sentir pena por el universo, y despierta otros sentimientos que preferiría que no despertara. Prefiero cuernos y tambores. Por cierto, Pequeño Amigo, ¿puedo ofrecerte un pellizco de hierbafuego para que te cante la sangre?
Rechacé sus cristales rojos, como debió saber que haría. El director de la carrera (vi para mi sorpresa que se trataba de Burgos Harsha, que se tambaleaba sobre sus patines porque sin duda había estado bebiendo kvass desde los preparativos de la mañana) llamó a los dos grupos a nuestros puestos de salida. Nos congregamos en la línea roja, donde las deslizaderas menores desembocaban en el hielo blanco del borde de las instalaciones.
—Tenía algo importante que deciros, pero se me ha olvidado —chilló—. ¿Y cuándo me habéis visto olvidar algo? ¿Qué estaba diciendo? ¿Importa? Bien, entonces, no perdáis el camino, pilotos, y que regreséis pronto.
Extendió la mano hacia la banderola blanca que un novicio le tendía, y consiguió enmarañarse el codo en el tejido de algodón. El novicio le introdujo la varilla de madera entre los dedos, y él hizo ondear la banderola de un lado a otro delante de la cara. La carrera comenzó.
Mencionaré sólo unos pocos detalles de lo que sucedió en las calles de mi Ciudad aquel día, porque, debido a la peculiar naturaleza y reglas de la carrera, es todo lo que un solo piloto puede hacer. Las reglas son simples: Un piloto puede escoger cualquier camino a través de los cuatro sectores de la ciudad mientras pase en secuencia a través de uno de los diversos puntos de comprobación como el Anillo de Rollo en el Sector Extremo, o el Hofgarten entre el Zoo y el Sector de los Pilotos. La teoría es que vencerá el piloto más astuto y listo, el piloto que haya memorizado mejor las calles y atajos de nuestra ciudad. En la práctica, sin embargo, la velocidad es al menos tan importante como el cerebro.
Bardo dio un grito y se abalanzó abriéndose paso por entre un grupo de maestros pilotos que le bloqueaba el camino (debo añadir que los empujones están permitidos, siempre que el piloto dé primero un grito de advertencia). El rubio Tomoth, que patinaba furiosamente erguido, casi se cayó cuando el codo de Bardo le alcanzó en el hombro. Entonces Bardo gritó:
—¡El primero entre iguales! —y desapareció en la curva de la resbaladera.
Lo alcanzamos en los Claustros Vientre Rosa, el conjunto de edificios chatos en la zona occidental de Resa que alberga los tanques en los que habíamos flotado durante una considerable porción de nuestros años como aspirantes. Patinaba irregularmente cuando le dejamos atrás. Se había quitado la capucha de la kamelaika de su empapada cabeza.
—El primero… entre iguales —dijo mientras resoplaba en busca de aire—. Al menos… durante… medio kilómetro.
Nos dispersamos en la puerta occidental de la Academia, Quince pilotos giraron hacia las deslizaderas meridionales que conducían al Camino, mientras ocho maestros pilotos y seis pilotos (Soli y yo mismo entre ellos) escogían una resbaladera inferior a través de la brillante Ciudad Vieja para evitar el denso tráfico de la arteria. Y así continuamos. El cielo era de un azul profundo, el aire denso y frío. Delante de mí, los patines de Soli cortaban suavemente el hielo, y los gritos y risas de los espectadores alineados en la estrecha calle eran como una música acelerada. Me agaché y giré mientras me apoyaba el brazo derecho contra la espalda, y de repente me encontré solo.
Vi a los otros pilotos solamente unas pocas veces durante el resto de la carrera. No quería hacer una falsa analogía entre las calles de Neverness y los caminos del multipliegue, aunque no podía dejar de pensar en las similitudes: pasar de repente de las frías y ensombrecidas deslizaderas rojas menores a una resbaladera y luego al Camino brillantemente iluminado era como fenestrar, caer del multipliegue a la brillante luz que rodeaba una estrella. Igual que el piloto alejado de nuestra ciudad se encuentra en un árbol de decisión donde debe escoger el sendero correcto o perecer, así los corredores teníamos que enfrentar nuestros recuerdos de las calles bifurcadas contra la realidad de los nudos enmarañados de las resbaladeras y deslizaderas, o perder. Y, si se puede decir que el temposueño es lo más importante y placentero que le ocurre a la mente de un piloto, entonces lo que sentíamos era el éxtasis del frío viento y la visión intensamente enfocada, al menos durante los siete primeros kilómetros o así. Por eso, cuando entré en el punto de comprobación del Anillo de Invierno en el Sector Extremo, y vi a Soli y Lionel a diez metros por delante de mí, tuve la fuerza suficiente y el entusiasmo para gritar:
—¡Siete kilómetros solo en las calles de la ciudad y aquí nos encontramos, como si estuviéramos clavados en los cinco puntos fijos de una estrella!
Cuando Soli se volvió para responderme, los rasgos de su cara se contrajeron en una máscara de fiera concentración. Respiraba profundamente.
—¡Ten cuidado con las estrellas que estallan! —dijo, y entonces desapareció por una de las resbaladeras menores que conectaban con la peligrosa Calle de los Contrabandistas.
No le alcancé hasta casi el final de la carrera. Di la vuelta a la protuberante Espuma de Plata del Zoo, donde algunas Amigas del Hombre y fravashi y dos razas de alienígenas que nunca había visto antes contemplaban el curioso espectáculo que les habíamos proporcionado. En el Anillo Norte, el oficial de la carrera gritó:
—Soli primero seguido por Killirand a cien metros, seguido por Ringess a ciento cincuenta metros, seguido…
Y en el gran círculo ante el Hofgarten, donde el Paseo interseca al Camino, oí:
—Soli primero seguido por Ringess a cincuenta metros, seguido por Killirand a trescientos…
En el último punto de comprobación, que estaba en el Sector de los Pilotos, vi a mi tío apenas a veinte metros por delante. Sabía que no volvería a verle hasta que cruzara primero en la línea de meta en las Instalaciones y Burgos Harsha me proclamara vencedor.
Me equivoqué.
Patinaba hacia el oeste por el Paseo, rodeando astutamente (o eso creía) el borde norte de la Ciudad Vieja para así cortar por una pequeña resbaladera que sabía conducía directamente a la puerta norte de la Academia. El hielo azul estaba repleto de novicios y otras personas que de algún modo habían supuesto que unos pocos corredores podrían elegir esta ruta poco probable. Mientras me felicitaba a mí mismo y veía ya a Burgos colocándome al cuello la medalla de la victoria, divisé una franja negra a través de la turba de patinadores delante de mí. La muchedumbre se agitó, y allí apareció Soli, patinando tranquilamente hacia la franja roja que separaba el carril de los patinadores del de los trineos. Pensé en gritar un desafío cuando oí una risa a mi espalda. Volví la cabeza y vi a dos hombres de negra barba (corredores-gusano, supuse, por el extravagante corte de sus pieles), dándose codazos, palmadas y empujándose alternativamente uno al otro y entrelazando sus brazos. Eran demasiado viejos, naturalmente, y la calle estaba demasiado abarrotada para jugar al tira y empuja. Debí de haberme dado cuenta de inmediato. En cambio, seguí avanzando porque estaba decidido a no dar a Soli ninguna advertencia cuando le dejara atrás. De pronto, el más grande de los corredores-gusano chocó contra la espalda de Soli y le empujó a través de la línea de advertencia del carril de trineos. Se oyó el súbito estrépito de un gran trineo mientras él caía hacia adelante con los brazos extendidos. Ejecutó un baile desesperado para evitar la dura nariz puntiaguda del trineo, y de repente cayó al suelo. El trineo pasó sobre él en una décima de segundo (aunque pareció un año). Crucé la línea de advertencia y le llevé de vuelta al carril de patinadores. Él se zafó de mí con una fuerza sorprendente para alguien que había estado tan cerca de ser empalado.
—Asesino —me dijo. Gruñó y trató de levantarse.
Le dije que fue un corredor-gusano quien le había empujado.
—Si no has sido tú, entonces han sido sicarios de tu madre. Me odia porque cree que tendrás que cumplir tu juramento. Y por otros motivos.
Miré al círculo de personas que nos rodeaba. No pude ver por ninguna parte a los dos corredores-gusano.
—Pero se equivoca. Moira se equivoca.
Se agarró el costado y tosió. Le manaba sangre por la larga nariz y la boca abierta. Llamó a una novicia cercana que se acercó, nerviosa.
—¿Tu nombre? —preguntó.
—Sophie Dean, de La Nave, Lord Piloto —respondió la hermosa muchacha.
—Entonces, tu Lord Piloto en presencia del testigo Sophie Dean libera a Mallory Ringess de su juramento de penetrar en la Entidad da Estado Sólido.
Volvió a toser, manchando la chaqueta blanca de Sophie de gotitas rojas.
—Creo que debes tener las costillas rotas —dije—. La carrera se ha terminado para ti, Lord Piloto.
Él me agarró el brazo y me atrajo hacia sí.
—¿De veras? —preguntó. Entonces tosió mientras me empujaba y empezó a patinar hacia la Academia.
Me quedé allí un momento, contemplando las gotas de sangre que abrían diminutos agujeros en el hielo azul. No quise creer que mi madre hubiera enviado asesinos para acabar con Soli. No pude comprender por qué me había liberado de mi juramento.
—¿Te encuentras bien, Piloto? —preguntó Sophie:
No me encontraba bien. Aunque me habían salvado la vida, me sentí enfermo del estómago, completamente revuelto. Tosí de repente y vomité una andanada de pan negro, café y bilis.
—¿Piloto?
Sophie parpadeó para proteger sus ojos celestes del repentino viento que cortó a través de mis ropas, y en mi mente supe con completa certeza que mantendría mi juramento a Soli y mis votos a la Orden, no importaba cuál fuera el coste. Cada uno de nosotros, advertí, debe enfrentarse tarde o temprano a la muerte y la ruina. Simplemente, era mi destino tener que enfrentarme a ella antes que la mayoría.
—Piloto, ¿llamo a un trineo?
—No, acabaré la carrera.
—Le estás dejando ganar.
Era cierto. Contemplé a Soli, que giraba en el Paseo hacia la calle amarilla que conducía a mi atajo secreto hacia la puerta occidental.
—No te preocupes, muchacha —dije, mientras me ponía en marcha—. Está herido y dolorido, y escupe sangre. Le alcanzaré antes de que llegue a medio camino de Borja.
Volví a equivocarme. Aunque patiné a toda la velocidad que pude, no le alcancé cuando pasamos las espirales de Borja, ni cuando circundamos la Torre del Guardián del Tiempo, ni nunca.
El viento resonaba en mis oídos como una tormenta de invierno cuando entramos en las Instalaciones de Resa. La multitud aplaudía, y Burgos Harsha agitó la bandera verde de la victoria, y Leopold Soli, apenas consciente y perdiendo tanta sangre por los pulmones heridos que un tallador tuvo que inyectarle más tarde plasma en las venas, me ganó por tres metros. Igual podrían haber sido tres años luz.