En la Vieja Tierra, los antiguos se preguntaron por el origen de la vida, y crearon muchos mitos para explicar el misterio de misterios. Estaba Mumu, la madre diosa que se tragó una gran serpiente que se multiplicó en su interior y cuyos nueve mil millones de hijos se abrieron paso hasta la luz del día a través de su vientre y así se convirtieron en los animales de la tierra y los peces del mar. Había un dios padre, Yahvé, que creó los cielos y la Tierra en seis días y que dio vida a los pájaros y los animales los días cinco y seis. Había una diosa de la fertilidad y un dios del azar llamado Mutación Aleatoria. Y etcétera. Y etcétera. La verdad es que la vida a lo largo de toda la galaxia fue germinada en todas partes por una raza conocida como los ieldra. Naturalmente, el origen de los ieldra es desconocido y tal vez incognoscible; el misterio definitivo permanece.
—De Réquiem por el Homo Sapiens, de Horthy Hosthoh, Guardián del Tiempo y Lord Horólogo de la Orden de los Matemáticos Místicos y Otros Buscadores de la Llama Inefable.
Hay una esperanza infinita, pero no para el Hombre.
—Franz Kafka, Fabulista del Siglo del Holocausto.
Mucho antes de que supiéramos que el precio de la sabiduría y la inmortalidad que buscábamos estaría más allá de lo que podrían pagar nuestros medios, cuando el hombre —lo que quedaba del hombre— era aún como un niño jugando con guijarros y conchas a la orilla del mar, en la época de la búsqueda del misterio conocido como las Antiguas Eddas, oí la llamada de las estrellas y me preparé para marchar de la ciudad de mi nacimiento y muerte.
La llamo Neverness. Los fundadores de nuestra Orden, así me lo contó una vez el Guardián del Tiempo, tras haber descubierto una zona vecina del espacio donde los senderos se retorcían a través del multipliegue y se aunaban como un duro nudo de cuerda, decidieron construir nuestra ciudad en un planeta cercano llamado Nevada. Como aquellos nudos de espacio se creían raros o no existentes en aquella época —los cantores los llaman ahora densospacio—, nuestro primer Guardián del Tiempo declaró que podíamos caer a través de la galaxia hasta que el universo se colapsara hacia dentro en sí mismo y nunca encontrara un densospacio más denso. Nadie sabe cuántos miles de millones de estrellas convergen alrededor de nuestra fría estrella amarilla. Probablemente su número es infinito. Los antiguos cantores, creyendo que sus teoremas demostraban la imposibilidad de un densospacio infinito, predijeron que nuestros pilotos nunca encontrarían el nexo topológico que buscaban. Así, cuando nuestro primer Lord Piloto salió del multipliegue en una pequeña y fría isla montañosa que daría refugio a nuestra ciudad amada y condenada, la llamó Neverness, burlándose de las negativas de los académicos. Por supuesto, incluso hoy en día los cantores la llaman la Ciudad Irreal, pero pocos le prestan mucha atención. Yo, Mallory Ringess, cuyo deber es fijar aquí la historia de la edad dorada y la gran crisis de nuestra Orden, seguiré la tradición de los pilotos que existieron antes que yo. Neverness…, así la conocí de niño, cuando entré en el noviciado hace tan poco tiempo; Neverness la llamo ahora; Neverness permanecerá para siempre.
El día decimocuarto del falso invierno del año 2929 desde la fundación de Neverness, Leopold Soli, mi tío y Lord Piloto de nuestra Orden, regresó a nuestra ciudad después de un viaje que duró veinticinco años…, cuatro más de los que yo contaba. Muchos pilotos, mi madre y tía Justine entre ellos, le habían dado por muerto, perdido en los negros velos del multipliegue o quizás incinerado por las estrellas explosionantes del Vild. Pero él, el famoso Lord Piloto, los engañó a todos. Fue la comidilla de la ciudad durante ocho días. A medida que el falso invierno se recrudecía y las nieves livianas se espesaban, oí susurrar en todas partes, tanto en los cafés y bares del Sector Extremo como en las torres de la Academia, que habría una búsqueda. ¡Una búsqueda! Para los pilotos aspirantes que éramos entonces —en unos cuantos días tomaríamos nuestros votos de pilotos—, fue una época excitante, un momento de agitación y anticipación extrema. Dentro de nosotros se agitaba la profunda convicción ensoñadora y el miedo de que pudiéramos ser llamados a hacer cosas imposibles, y pronto. Lo que sigue, pues, es una crónica de lo imposible, una historia de sueños, temores y dolor.
En el crepúsculo de la noche anterior a nuestra convocación, mi gordo y perezoso amigo Bardo y yo trazamos un plan por el cual nosotros —yo— podríamos enfrentarnos al Lord Piloto antes de la larga y aburrida ceremonia del día siguiente. Era el nonagésimo cuarto día del falso invierno. Fuera de nuestras habitaciones en el dormitorio, acababa de caer una leve nevada que cubrió los edificios del colegio de pilotos con un velo de frío polvo blanco. A través de nuestras ventanas heladas vi las torres de Resa y los otros colegios brillar a la luz de la puesta de sol.
—¿Por qué siempre quieres hacer lo que se supone que no puedes hacer? —me preguntó Bardo mientras me miraba quejumbrosamente con sus grandes ojos castaños. A menudo me parecía que todo su complicado carácter y su astuta inteligencia se concentraban en su gran frente abultada y en sus hermosos y profundos ojos. Sin embargo, aparte esto, era un hombre feo. Tenía una barba negra y áspera y una nariz roja y bulbosa. Su túnica de seda brillante le caía sobre el pecho montañoso, vientre y piernas, cubriendo el inmenso sillón tapizado en el que estaba sentado junto a la ventana. En cada uno de sus diez gruesos dedos llevaba un anillo con una joya de color diferente. Había nacido príncipe de Mundo Verano; los anillos y el sillón eran artículos de gran valor que había importado de las posesiones de su familia, un recordatorio de las riquezas y la gloria que podrían haber sido suyas si no hubiera renunciado (o tratado de renunciar) a los placeres terrenales por la belleza y el terror del multipliegue. Mientras retorcía su largo bigote entre el pulgar y el índice, sus anillos chasquearon.
—¿Por qué quieres lo que no puedes tener? —me preguntó—. Por Dios, ¿dónde está tu juicio?
—Quiero conocer a mi tío, ¿qué tiene eso de malo? —dije, mientras me ponía mi kamelaika negra.
—¿Por qué tienes que responder a una pregunta con otra pregunta?
—¿Y por qué no iba a poder hacerlo?
Suspiró y puso los ojos en blanco.
—Le verás mañana. ¿No te parece lo bastante pronto? Tomaremos nuestros votos, y luego el Lord Piloto nos dará nuestros anillos…, espero. Seremos pilotos, Mallory, y entonces podremos hacer lo que se nos antoje. Esta noche deberíamos fumar toalache o encontrar un par de putas hermosas, un par para cada uno, quiero decir, y pasar la noche jodiéndolas hasta quedarnos secos.
Bardo, a su modo, era más salvaje y desobediente que yo. Lo que deberíamos hacer la noche anterior a nuestros votos era practicar zazen, halnín y fuga, algunas de las disciplinas mentales necesarias para entrar —y sobrevivir— al multipliegue.
—El último setentadía, mi madre invitó a Soli y Justine a cenar —dije—. No tuvo la decencia de contestar a la invitación. Creo que no quiere conocerme.
—¿Y piensas contestar a su rudeza con más rudeza? Si quiere pasar el rato bebiendo con sus amigos, bueno, todo el mundo sabe que a Lord Soli le encanta beber, y por qué. Déjale en paz, Pequeño Amigo.
Busqué mis patines y me los calcé. Estaban fríos y rígidos por haber estado junto a la corriente de la ventana demasiado tiempo.
—¿Vas a venir conmigo? —pregunté.
—¿Que si voy a ir contigo? ¿Que si voy a ir contigo? ¡Vaya pregunta!
Eructó y palmeó su tonante panza mientras miraba a través de la ventana. Me pareció ver confusión e indecisión en sus ojos oscuros y líquidos.
—¡Si Bardo no va contigo, irás solo, no me digas que no, maldita sea! —Como muchos de los príncipes de Mundo Verano, teñía el presuntuoso hábito de hablar ocasionalmente de sí mismo en tercera persona—. ¿Y entonces qué? Si algo te pasa, la culpa será de Bardo.
Me apreté los cordones de los patines.
—Quiero entablar amistad con mi tío, si puedo, y quiero ver qué aspecto tiene.
—¿A quién le importa el aspecto que tenga?
—A mí. Ya lo sabes.
—No puedes ser hijo suyo, te lo he dicho un centenar de veces. Naciste cuatro años después de que se marchara de Neverness.
Se decía que yo me parecía lo bastante al Lord Piloto como para ser confundido con su hermano…, o con su hijo. Toda mi vida había soportado la calumnia. Mi madre, así decían los rumores, se había enamorado hacía mucho tiempo del gran Soli. Cuando él la dejó a cambio de mi tía Justine —ésta es la mentira que cuentan—, ella buscó en los callejones del Sector Extremo un hombre, cualquier hombre, que se le pareciera lo suficiente para ser padre de su hijo. Para que fuera mi padre. Mallory el Bastardo, así susurraban a mi espalda los novicios de Borja, y algunos de ellos, los pocos más osados, incluso en mi cara. Al menos hasta que el Guardián del Tiempo me enseñó las antiguas artes de la lucha libre y el boxeo.
—Y, si te pareces, ¿qué? Eres su sobrino.
—Su sobrino por matrimonio.
Yo no quería parecerme al famoso y arrogante Lord Piloto. Odiaba que la firma de sus cromosomas apareciera escrita sobre los míos. Ya era bastante malo ser su sobrino. Mi gran temor, como muy bien sabía Bardo, era que Soli hubiera vuelto en secreto a Neverness y hubiera utilizado a mi madre para sus propios propósitos egoístas o…, no me gustaba pensar en otras posibilidades.
—¿No sientes curiosidad? —pregunté—. El Lord Piloto regresa del viaje más largo en los tres mil años de nuestra Orden, ¿y ni siquiera tienes curiosidad por saber qué ha descubierto?
—No, no me aflige la curiosidad, gracias a Dios.
—Se dice que el Guardián del Tiempo promulgará una misión de búsqueda en la convocación. ¿Ni siquiera quieres saberlo?
—Si hay una búsqueda, probablemente todos moriremos.
—Los aspirantes mueren —dije yo.
Los aspirantes mueren…, era un dicho que teníamos, una advertencia tallada en el arco de mármol sobre la entrada a Resa con la intención de aterrorizar a los jóvenes aspirantes para que dejaran la Orden antes de que el multipliegue los llamara; un dicho que es verdad.
—Morir entre las estrellas es la muerte más gloriosa —cité al Tycho.
—¡Tonterías! —gritó Bardo, mientras daba un golpe al brazo de la silla. Eructó—. Hace doce años que te conozco, y sigues diciendo tonterías.
—No se puede vivir eternamente.
—Puedo intentarlo.
—Sería un infierno —dije—. Día tras día pensando los mismos pensamientos, las mismas estrellas sombrías. Las mismas caras de amigos haciendo lo mismo y hablando sobre lo mismo, la implacable apatía, atrapada en nuestros mismos cerebros, esta eternidad negativa de nuestras vidas confusas y dolorosas.
Él sacudió la cabeza de un lado a otro tan violentamente que gotas de sudor volaron de su frente.
—Una mujer diferente cada noche —replicó—. O tres mujeres muy distintas cada noche. Un muchacho o una cortesana alienígena, si las cosas se ponen demasiado aburridas. Treinta mil planetas en los Mundos Civilizados, y sólo he visto cincuenta de ellos. Ah, y he oído las conversaciones sobre nuestro Lord Piloto y su búsqueda. ¡El secreto de la vida! ¿Quieres conocer el secreto de la vida? Bardo te lo dirá: no es la cantidad de tiempo que tenemos, a pesar de lo que acabo de decir. No es la cantidad, y tampoco es la calidad. Es la variedad.
Como de costumbre, le dejé farfullar hasta que cayó en la trampa.
—La variedad de los bares del Sector Extremo es casi infinita. ¿Vas a venir conmigo?
—¡Maldito seas, Mallory! ¡Claro que voy!
Me puse los guantes y coloqué las cuchillas en mis patines. Me encaminé hacia la gran puerta de caoba de nuestra habitación. Las largas cuchillas dejaron marcados sus dientes en la alfombra alienígena de Fravashi. Bardo bufó mientras se ponía en pie y me seguía, y suavizó las muescas con los talones de sus pies calzados con zapatillas negras.
—No respetas el arte —dijo mientras se ponía los patines. Se abrochó en torno al cuello la negra capucha de piel de shagshay con una cadena de oro y abrió la puerta—. ¡Bárbaro! —dijo, y salimos patinando a la calle.
Corrimos entre las Torres Matutinas de Resa, balanceando los brazos y haciendo que nuestros patines chasquearan metálicamente contra el liso hielo rojo. Me agradó el frío viento en la cara. En un momento dejamos atrás las torres de basalto y granito del colegio de los altos profesionales, Upplyssa, y atravesamos los pilares de mármol de la puerta occidental de la Academia. Allí estaba.
Resplandece, mi ciudad resplandece. Se dice que es la más hermosa de todas las ciudades de los Mundos Civilizados, más hermosa aún que Parpallaix o las ciudades catedralicias de Vesper. Al oeste, introduciéndose en el mar verde como una manga de la ciudad, ancha y repleta de joyas, los frágiles amasijos de obsidiana y las hospederías del Sector Extremo brillaban como espejos de cristal negro. Justo enfrente, mientras patinábamos, vi la espumosa cúpula del Firme y la blancura de las olas rompiendo en los arrecifes de Playa Norte, y, por encima de la ciudad entera, veteada de púrpura y brillando por efecto de la nieve y el hielo, Waaskel y Attakel se alzaban como vastas pirámides contra el cielo. Bajo el semicírculo de volcanes extintos (Urkel, debería mencionarlo, es el pico más meridional, y, aunque menos magnífico que los otros, tiene una simetría cónica que algunos encuentran agradable), las torres y chapiteles de la Academia dispersaban la deslumbrante luz del falso invierno de forma que toda la Ciudad Vieja resplandecía. Las calles, como todo el mundo sabe, son de hielo coloreado. A lo largo de la ciudad, el resplandor blanco es roto por fragmentos de naranja, verde y azul. «Extrañas son las calles de la Ciudad del Dolor», suele decir el Guardián del Tiempo, pero, aunque ciertamente son extrañas y pintorescas, lo son con un propósito. Las calles (las resbaladeras y deslizaderas) no tienen nombre. Así ha sido desde que nuestro primer Guardián del Tiempo anunció que los jóvenes novicios deberían preparar sus cerebros para los caminos del multipliegue memorizando los caminos de nuestra ciudad. Como comprendió que nuestra ciudad crecería y cambiaría, diseñó un plan por el cual los pilotos de regreso que hubieran estado ausentes demasiado tiempo aún podrían superar el hielo y no perder el camino. Se supone que el plan es simple. Hay dos calles principales: el Paseo, de color azul, que se abre paso serpenteando desde la Playa Oeste por la larga manga de la península donde ésta se une a las montañas de Attakel y Urkel, y el Camino, que va recto desde los Campos Huecos al Firme. Todas las deslizaderas naranja intersecan el Camino. Toda resbaladera verde interseca el Paseo. Las escurrideras, de color púrpura, se unen a las deslizaderas, y las escurrideras rojas menores desembocan en las resbaladeras. No debería confundir las cosas diciendo que hay dos calles amarillas que atraviesan el Sector de los Pilotos, pero las hay. Nadie sabe cómo están allí. Un chiste, sin duda, de nuestro primer Guardián del Tiempo.
Giramos hacia el Camino en una intersección naranja y blanca a eso de un kilómetro al oeste de la Academia. La calle estaba abarrotada de harijanos y corredores gusano y otros extremos. Saludamos al pasar a los escatólogos, céticos, akáshicos, horólogos, los profesionales y académicos de nuestra Orden. (No encontramos ningún otro piloto. Aunque nosotros, los pilotos —algunos negarán esto—, somos el alma misma de nuestra Orden, nos superan en número los scrytas, holistas, historiadores, rememoradores y ecólogos, por los programadores, neológicos y cantores. Nuestra Orden está dividida en ciento dieciocho disciplinas; hay demasiadas disciplinas, parece que hay más cada año). Había excitación en el aire, así como el aroma extraño de un par de Amigas del Hombre, que mantenían el tronco levantado mientras hablaban, esparciendo sus apestosas moléculas discursivas. Junto a nosotros patinaba un alaloi vestido a lo caro, o más bien un hombre cuya carne había sido esculpida en el cuerpo denso, poderoso y velludo de un alaloi. Esta especie de retorno artificial a la forma primitiva había estado de moda en la ciudad durante años, desde que el famoso Goshevan de Mundo Verano se cansó de su carne humana y se fue a vivir con los alaloi en sus cavernas de las islas al oeste de Neverness. El falso alaloi, que llevaba demasiado terciopelo púrpura y oro, empujó a un delgado y amable harijano para apartarlo de su camino y gritó;
—¡Cuidado, estúpido extremo! —El asombrado harijano tropezó, trazó un signo de paz en su brillante frente y se sumergió en la multitud como un perro apaleado.
Bardo me miró y sacudió tristemente la cabeza. Siempre sentía una extraña empatía hacia los harijanos y los otros peregrinos sin hogar que vienen a nuestra ciudad buscando la iluminación (y, con demasiada frecuencia, riquezas de naturaleza más mundana). Sonrió mientras se deslizaba hacia el bárbaro alaloi. Metió su pierna gruesa como un tronco entre las piernas cubiertas de púrpura del hombre, que nada sospechaba. Hubo un resonar de acero contra acero, y acero rechinando contra el hielo, y de repente el hombre cayó al suelo con un golpe y un chasquido.
—¡Discúlpeme! —gritó Bardo. Luego se echó a reír, extendió la mano, me cogió por el brazo y me ayudó a pasar entre el puñado de patinadores que se empujaban mutuamente buscando una posición en su prisa por llegar a sus cafés o quioscos favoritos para la cena. Miré hacia atrás, pero no pude ver al hombre a quien Bardo había derribado.
—En Mundo Verano —me dijo entre jadeos— marcamos a la escoria como ésa con acero al rojo.
Llegamos al Sector Extremo y entramos en la Calle de los Diez Mil Bares. He dicho que las calles de Neverness no tienen nombre, pero eso no es enteramente cierto. No tienen nombres oficiales, nombres que estén inscritos en los edificios o en las señales de tráfico. Especialmente en el Sector Extremo, hay muchas calles sin nombre que han sido bautizadas según la empresa dominante en sus convulsiones de hielo coloreado. Así, hay una Calle de Cortadores y Empalmadores, y una Calle de Putas Comunes, así como una Calle de Cortesanas Expertas. La Calle de los Diez Mil Bares es más un distrito que una calle; es un laberinto de escurrideras rojas menores lleno de bares minúsculos dispuestos al gusto único de sus patronos. Un bar servirá toalache, mientras que otro puede especializarse en cilka, la glándula pineal del pájaro thallow que induce visiones en pequeñas cantidades y es letal en grandes. Hay bares frecuentados sólo por las extrañas Amigas del Hombre, y hay bares abiertos para todos los que escriban haiku (pero sólo haiku de Simoom) o toquen el shakuhachi. Casi al final del distrito, hay un bar donde los escatólogos discuten cuánto tiempo pasará antes de que el Vild en explosión destruya el último de los Mundos Civilizados y, al lado, un bar para los tychistas que creen que el azar absoluto es el fundamento del universo, y que probablemente algunos mundos sobrevivirán. No sé si hay diez mil bares o alguno más. Bardo bromeaba a menudo diciendo que si uno podía imaginar la existencia de un bar, éste debería de existir allí. En alguna parte tiene que haber un bar, proclamaba, donde los fravashi analizan la angustiosa poesía de los Siglos Enjambre, y otro bar donde se critiquen sus críticas. En alguna parte (¿y por qué no?) tiene que haber un bar para aquellos que desean hablar sobre lo que ocurre en todos los otros bares.
Nos detuvimos delante del bar de los maestros pilotos, negro y sin ventanas, o, debería decir, el bar de los maestros pilotos recién llegados del multipliegue. El sol se había puesto, y el viento gemía mientras empujaba fantasmales copos de nieve por la resbaladera ensombrecida. A la tenue luz de las farolas (cuando por un momento el viento apartaba de repente la mortaja de nieve que caía), el hielo de la calle era rojo sangre.
—Qué sitio más feo —dijo Bardo, y su voz resonó en las paredes de piedra que nos rodeaban—. Tengo una proposición que hacerte. Ya que me siento generoso, te compraré una cortesana experta para pasar la noche. Nunca has podido permitirte una, ¿no? Por Dios, es algo que no puedes imaginarte…
—No —dije, y sacudí la cabeza.
Abrí la pesada puerta de piedra, que estaba hecha de obsidiana y era tan lisa que casi la sentí grasienta al contacto. Por un momento pensé que la pequeña habitación estaba vacía. Entonces vi a dos hombres de pie en el fondo del estrecho bar, y oí al más bajo decir:
—Cierre la puerta, por favor. Hace frío.
Entramos en el bar, a la luz fluctuante de la chimenea de mármol tras nosotros.
—Mallory y Bardo —dijo el hombre—. ¿Qué estáis haciendo aquí?
Mis ojos se ajustaron a la tenue luz anaranjada, y vi al maestro piloto Lionel Killirand. Me dirigió una rápida mirada con sus duros ojillos y contrajo sus rubias cejas, intrigado.
—Soli —le dijo al hombre que tenía al lado—, permíteme presentarte a tu sobrino.
El hombre alto se volvió hacia la luz, y miré a mi tío, Leopold Soli, Lord Piloto de nuestra Orden. Fue como si me mirara a mí mismo.
Él me contempló con sus ojos azules, profundos y preocupados. No me gustó lo que vi en aquellos ojos; recordé las historias que mi tía Justine me había contado, que Soli era un hombre famoso por sus terribles e impredecibles arrebatos de furia. Como la mía, su nariz era larga y ancha, su boca amplia y firme. Desde su largo cuello a los patines, gruesas lanas negras cubrían su delgado cuerpo. Parecía intensamente curioso, y me escrutó con la misma intensidad con que yo lo escrutaba a él. Le miré el pelo; él miró el mío. Su pelo era largo y lo llevaba recogido atrás con una cadena de plata, como era la costumbre de su planeta natal, Simoom. Era único, negro, rizado y veteado de rojo, una marca genética de algún antepasado Soli que había jugado con los cromosomas familiares. Mi pelo, gracias a Dios, era negro puro. Le miré; él me miró. Me pregunté por enésima vez por mis cromosomas.
—El hijo de Moira. —Pronunció el nombre de mi madre como quien dice una maldición—. No deberías estar aquí, ¿no?
—Quería conocerte —respondí—. Mi madre me ha hablado de ti toda la vida.
—Tu madre me odia.
Se produjo un largo silencio. Bardo lo rompió.
—¿Dónde está el camarero?
El camarero, un novicio con tonsura que llevaba la gorrita de lana blanca de Borja en su calva cabeza, abrió la puerta del almacén tras la barra.
—Éste es el bar de los maestros pilotos —dijo—. Los aspirantes beben en el bar de los aspirantes, que está cinco bares más abajo, hacia la Calle de los Músicos.
—Los novicios no le dicen a los aspirantes lo que tienen que hacer —replicó Bardo—. Yo tomaré una pipa de toalache y mi amigo bebe café…, café de Mundo Verano si lo tienes; de Farfara si no.
El novicio encogió sus huesudos hombros.
—Los maestros pilotos no fuman toalache en este bar.
—Tomaré un vaso de toalache líquido, entonces.
—No servimos toalache ni café.
—Entonces tomaré un amorgénico. Algo fuerte para poner las hormonas en marcha. Tenemos toda la noche por delante.
Soli cogió un vaso con un líquido del color del humo y dio un sorbo. Tras nosotros, un tronco de la chimenea saltó y cayó entre otros dos, esparciendo ascuas brillantes y cenizas por el suelo enlosado.
—Bebemos licor o cerveza —dijo.
—Bárbaro —repuso Bardo, y añadió—: Entonces tomaré cerveza.
Miré a mi alto tío.
—¿Qué licor estás bebiendo? —pregunté.
—Se llama skotch.
—Yo tomaré skotch —le dije al novicio, que llenó dos vasos (uno largo con cerveza espumosa y otro más pequeño con skotch ambarino), y los colocó ante nosotros en la barra de madera.
Bardo dio un trago a su cerveza. Yo di un sorbo al skotch y tosí.
—¿A qué sabe? —me preguntó. Le tendí mi vaso y lo observé mientras se lo llevaba a los gruesos y rojos labios. También él tosió ante el fuego del ardiente líquido y anunció—: ¡Sabe a meados de gaviota!
Soli le sonrió a Lionel.
—¿Qué edad tienes? —me preguntó.
—Veintiuno, Lord Piloto. Mañana, cuándo hagamos nuestros votos, seré el piloto más joven que ha tenido nuestra Orden, si puedo decirlo sin que parezca que estoy fanfarroneando.
—Bueno, estás fanfarroneando —dijo Lionel.
Hablamos durante un rato sobre los orígenes de seres tan inmensos e inconmensurables como el Dios de Silicio y la Entidad de Estado Sólido y otras cosas de las que charlan los pilotos. Soli nos contó su viaje al núcleo; habló de densos amasijos de estrellas nuevas calientes y de un gran mundo anillo que algún dios o lo que fuera había congregado alrededor de Betti Luz. Lionel argumentó que los grandes y a menudo locos cerebros matriz (no le gustaba emplear la palabra «dioses») que surcaban la galaxia debían estar organizados según principios diferentes a nuestras minúsculas mentes, puesto que, ¿cómo si no podían los lóbulos separados de sus cerebros (algunos del tamaño de lunas) intercomunicar con otros a través de años luz en el espacio? Era una vieja discusión. Una de las muchas amargas discusiones que dividían a los pilotos y profesionales de nuestra Orden. Lionel, y muchos escatólogos, programadores y mecánicos, creían que los cerebros matriz habían dominado casi instantáneamente el flujo de información taquiónica. Sostenía que deberíamos buscar contacto con esos seres, aunque tal contacto fuera peligroso y pudiera algún día forzar a la Orden a cambiar en modos repugnantes para los pilotos más viejos y chapados a la antigua como Soli.
—¿Quién puede entender a un cerebro que abarca un millar de años luz cúbicos en el espacio? —preguntó Soli—. ¿Y quién entiende de taquiones? Tal vez los cerebros matriz piensan despacio, muy despacio.
Para él, el origen y tecnología de los dioses eran de poco interés.
En esto era tan molesto como el Guardián del Tiempo e, igual que el Guardián del Tiempo, pensaba que había algunas cosas que no estábamos destinados a conocer. Recitó una larga lista de pilotos, el Tycho entre ellos, que se habían perdido intentando penetrar el misterio de la Entidad de Estado Sólido.
—Se pasaron de la raya —nos dijo—. Deberían haber sido conscientes de sus límites.
Yo sonreí, porque aquella afirmación procedía de los labios de un hombre que había llegado más lejos que ningún otro, un piloto famoso cuyo descubrimiento provocaría la gran crisis de nuestra Orden.
Hablar con los maestros pilotos como pilotos, como si hiciera mucho tiempo que habíamos tomado nuestros votos y demostrado nuestra maestría en el multipliegue, era una droga que se subía a la cabeza. Bebí mi skotch e hice acopio de valor.
—Me he enterado de que habrá una misión de búsqueda. ¿La habrá realmente?
Soli me miró. Era un hombre hosco, pensé, con una expresión triste y distante en sus ojos azul mar, una expresión que indicaba brumas heladas y noches sin dormir y arrebatos de locura. Aunque su cara era joven y sin arrugas, tan joven como la mía, recientemente había sido tan vieja y arrugada como puede ser una cara. Una de las peculiaridades del multipliegue es que un piloto envejece a veces unos tres años por cada año en Neverness. Imaginé, por un instante, que tenía los poderes de un cético y que podía ver al Soli viejo y arrugado a través de la tensa piel olivácea de su nuevo cuerpo, del mismo modo que uno imagina una flor de fuego tiñéndose de un negro brillante, o la calavera de la muerte bajo la carne sonrosada de un bebé recién nacido. Un horólogo veterano, cuyo deber era determinar el regreso de los pilotos según unas complicadas fórmulas que sopesaban las distorsiones temporales einsteinianas contra las impredecibles deformaciones del multipliegue, me había dicho que Soli había envejecido ciento tres años en este último viaje, y que habría muerto de no ser por la habilidad del Lord Cético. Esto convertía a mi tío, que había regresado tres veces a su juventud, en el piloto más viejo de nuestra Orden.
—Háblanos de tu descubrimiento —dije. Había oído el descabellado rumor de que había alcanzado el núcleo galáctico, el único piloto que lo había hecho desde el Tycho, que había regresado medio loco.
Él tomó un sorbo de skotch, sin dejar de observarme a través del fondo transparente de su vaso. La leña húmeda siseaba y gruñía, y desde la calle llegaba el zumbido y el tartajeo de un zamboni mientras se deslizaba por la resbaladera, fundiendo y alisando el hielo para los patines del día siguiente.
—Sí, la impaciencia de la juventud —dijo—. Vienes aquí, saltándote el respeto hacia las necesidades de un piloto de intimidad y la compañía de sus amigos. En eso te pareces mucho a tu madre. Bueno, ya que te has tomado tantas molestias y soportado las vilezas del skotch, se te contará lo que me pasó, si realmente quieres saberlo.
Me irritó que Soli no pudiera decir simplemente: «Te contaré lo que me paso». Como muchos otros originarios de Simoom, un planeta demasiado místico, normalmente respetaba el tabú contra usar el pronombre «Yo».
—Cuéntanos —dijo Bardo.
—Cuéntanos —dije yo, y escuché con esa extraña mezcla de adoración y temor que los aspirantes sienten hacia los viejos pilotos.
—Sucedió así —comenzó Soli—. Había pasado mucho tiempo desde que salí de Neverness. Estábamos sumergidos en temposueño, y nos abríamos camino hacia el núcleo. Las estrellas eran densas. Brillaban como las luces del Sector Extremo de noche, sí, un gran abanico ardiente de estrellas desapareciendo en la negrura del eje del abanico, en la singularidad. Estaba la luz blanca del temposueño (los jóvenes pilotos pensáis que la instantaneidad y el tiempo detenido es todo lo que hay en el temposueño, y tenéis mucho que aprender), hubo una súbita claridad, y voces. Mi nave me dijo que recibía una señal, que interceptaba unos mil millones de rayos láser que surgían de la singularidad.
Colocó de golpe el vaso vacío sobre la barra, y su voz se elevó una octava.
—¡Sí, eso es lo que dijo! ¡De la singularidad! Imposible, pero cierto. Mil millones de líneas de luz infrarroja escapando de las negras fauces de la gravedad. —Se volvió hacia el novicio—. Sírveme más skotch, por favor.
—¿Y entonces?
—Las voces; la nave-ordenador recibió medio billón de bits por segundo y tradujo la información de los rayos láser a voces. Ellas, las voces, decían ser…, llamémoslos los ieldra. ¿Estás familiarizado con ese término?
—No, Lord Piloto.
—Es el nombre que los escatólogos han dado a los alienígenas que fecundaron la galaxia con su ADN.
—La raza mítica.
—La raza mítica hasta ahora —dijo él—. Han…, muchos se niegan a creerlo…, han proyectado su yo colectivo, su consciencia, en la singularidad.
—¿Dentro del agujero negro? —preguntó Bardo mientras se atusaba el bigote.
Miré con atención a Soli, para ver si se estaba burlando de nosotros. No le creía. Miré sus manos tensas y vi que, descuidadamente, no llevaba guantes. Estaba claro que era un hombre arrogante que no sentía miedo al contagio o a que sus enemigos pudieran hacer uso de su plasma. Sus nudillos se habían vuelto blancos en torno a la curva de su vaso nuevamente lleno. El diamante negro de su anillo de piloto cortaba la piel de su meñique.
—El mensaje —dijo—. La luz blanca del temposueño se endureció y cristalizó. Hubo quietud y claridad, y entonces el mensaje. «Hay esperanza para el hombre», dijeron. «Recordad, el secreto de la inmortalidad del hombre se encuentra en vuestro pasado y en vuestro futuro»…, eso es lo que dijeron. Debemos investigar este misterio. Si buscamos, encontraremos el secreto de la vida y nos salvaremos. Eso me dijeron los ieldra.
Creo que sabía que no le creeríamos. Asentí estúpidamente, mientras Bardo contemplaba la barra como si los nudos de la madera le resultaran de gran interés. Metió el dedo en la espuma de su cerveza, se la llevó a los labios e hizo un áspero ruido de succión.
—Jóvenes idiotas —dijo Soli. Y entonces nos contó la predicción. Los ieldra, comprendiendo el cinismo y las dudas de la naturaleza humana, habían proporcionado una garantía de que su comunicación sería bien recibida, una predicción como parte de la secuencia de las supernovas en el Vild.
—¿Cómo pueden saber lo que ocurrirá según el azar? —pregunté yo.
—¿Estallan aleatoriamente las estrellas del Vild? —intervino Lionel.
—Ah, naturalmente que sí —dijo Bardo.
En realidad, nadie sabía mucho sobre el Vild. ¿Era una región discreta y continua de la galaxia que se expandía hacia el exterior, esféricamente, en todas direcciones? ¿O era un compuesto de muchas regiones, bolsas aleatorias de fuego ardiendo y uniéndose, conectándose de formas que nuestros astrónomos no habían determinado? Nadie lo sabía. Y nadie sabía cuánto tiempo pasaría antes de que la pequeña estrella de Nevada estallara, junto con todas las demás, poniendo fin a esas especulaciones escatológicas.
—¿Cómo sabemos lo que sabemos? —preguntó Soli, y dio un sorbo al skotch—. ¿Cómo se sabe que la memoria de mi cerebro es real, que no fue ninguna alucinación, como algunos ineptos sugirieron? Sí, dudáis de mi historia, y no hay nada para demostrarlo, aunque tú seas el sobrino de Justine, pero esto es lo que me dijo el Lord Akáshico: Dijo que el registro de grabaciones estaba claro. Había un contacto directo entre la nave-ordenador y mi nervio auditivo. ¿Tal vez crees que mi nave estaba alucinando?
—No, Lord Piloto. —Empecé a creerle. Conocía bien el poder y la habilidad de los akáshicos. Medio año antes, en un amargo y frío día de invierno, tras haber completado mi primer viaje solo al multipliegue, me presenté ante los akáshicos. Recuerdo haber estado sentado en la cámara oscura del Lord Akáshico mientras el gran yelmo del ordenador desprogramador descendía sobre mi cabeza; estaba sentado y sudaba y esperaba que mis recuerdos y mapas del multipliegue se revelaran verdaderos. Aunque no había causa para sentir temor, lo tenía. (Hace mucho tiempo, en la época del Tycho, había razones para tener miedo. Los antiguos y torpes yelmos, según tengo entendido, extrusionaban filamentos proteínicos a través del cuero cabelludo y el cráneo, hasta llegar al cerebro. Bárbaro. El yelmo moderno, o eso es lo que proclaman los akáshicos, modela la interconexión de las sinapsis neuronales holográficamente, «leyendo» así las funciones de memoria e identidad del cerebro. Se supone que es bastante seguro).
Bardo, como era su costumbre cuando estaba nervioso o sentía miedo, se pedorreó con fuerza.
—Entonces, ¿crees que habrá una misión de búsqueda para este…, este, hum, secreto de los ieldra, Lord Piloto? —preguntó.
—Los escatólogos han llamado al secreto las Antiguas Eddas —dijo Soli, mientras se apartaba ligeramente de él—. Y sí, habrá una misión de búsqueda. Mañana, en vuestra convocación, el Guardián del Tiempo hará sus convocatorias y promulgará la búsqueda.
Le creí. El Lord Piloto, mi tío, decía que habría una búsqueda, y de repente sentí que el corazón se me subía a la garganta como si el puño del destino llamara a mi puerta. Planes descabellados y sueños se medio formaron en mi mente.
—Si pudiéramos demostrar la Hipótesis del Continuo —dije rápidamente—, la búsqueda se cubriría de gloria, y encontraríamos tus Antiguas Eddas.
—No las llames mis Antiguas Eddas —dijo él.
Debería de admitir que no comprendía al Lord Piloto. En un instante proclamaba que había cosas que el hombre no podía conocer, y al siguiente parecía orgulloso y ansioso de ir a descubrir el mayor de los secretos. Y todavía, un instante después, aparecía amargado y resentido de su propio descubrimiento. Ciertamente, era un hombre complicado, el segundo hombre más complicado que jamás he conocido.
—Lo que Mallory quiere decir —intervino Bardo— es que admira…, como hacemos todos, como hacemos todos…, el trabajo que has hecho con el Gran Teorema.
Eso no era en absoluto lo que yo quería decir.
Soli me miró intensamente.
—Sí —dijo—, el sueño de demostrar la Hipótesis del Continuo.
La Hipótesis del Continuo (o, coloquialmente, el Gran Teorema): un resultado sin demostrar del Teorema del Punto-Fijo de Lavi, que declara que, entre cualquier par de conjuntos Lavi discretos de puntos-fuente, existe un plano de uno a uno. Más simplemente, que es posible trazar un rumbo desde una estrella a cualquier otra en caída libre. Éste es el problema mayor del multipliegue, de nuestra Orden. Hacía mucho tiempo, cuando Soli era un piloto no mucho mayor que yo, casi había demostrado la Hipótesis. Pero se distrajo con una discusión con Justine y se le olvidó (eso decía) su elegante demostración del teorema. El recuerdo de aquello lo atormentaba. Y por eso bebía su venenoso whisky skotch, para olvidar. (Los poderes de la mente de un piloto, me recuerda Bardo, alcanzan su clímax a temprana edad. Es una cuestión de células cerebrales que mueren, dice, y el rejuvenecimiento que los pilotos experimentamos es imperfecto en este aspecto. Nos hacemos lentamente más estúpidos a medida que envejecemos, y por eso, ¿por qué no beber skotch, o fumar toalache y acostarse con putas?).
—La Hipótesis del Continuo —me dijo Soli mientras giraba su vaso vacío sobre la barra—, puede ser muy bien indemostrable.
—Comprendo que estés amargado.
—Como lo estarías tú si buscaras lo inconseguible.
—Perdóname, Lord Piloto, pero ¿cómo sabemos lo que es conseguible y lo que no?
—Nos hacemos más sabios a medida que envejecemos —dijo él.
Di una patada a la baranda de metal al pie de la barra con la puntera de mi bota. El metal resonó sombríamente.
—Puedo ser joven, y no quiero parecer…
—Estás fanfarroneando —dijo Lionel rápidamente.
—… pero creo que la Hipótesis es demostrable, y pretendo hacerlo.
—¿Por amor a la sabiduría o por la gloria? —me preguntó Soli—. He oído decir que te gustaría llegar a ser Lord Piloto algún día.
—Todo aspirante sueña con ser Lord Piloto.
—Los sueños del niño se convierten a menudo en las pesadillas del hombre.
Pateé el reposapiés, accidentalmente.
—No soy un niño, Lord Piloto. Tomo mis votos mañana; uno de mis votos es descubrir la sabiduría. ¿Lo has olvidado?
—¿Que si he olvidado? ¿Yo? —preguntó, rompiendo su tabú y dando un respingo al pronunciar el pronombre prohibido—. Escucha, niño, yo no he olvidado nada.
La palabra «nada» pareció colgar en el aire junto con el hueco resonar del apoyapiés mientras Soli me miraba a mí y yo le miraba a él. Entonces llegaron unas risas demasiado fuertes desde el exterior, y la puerta se abrió súbitamente. Tres hombres altos y fornidos, cada uno de ellos con el pelo rubio claro y bigotes caídos, cada uno vestido con livianas pieles oscuras cubiertas de nieve, se quitaron las cuchillas de los patines y entraron en el bar. Se acercaron a Lionel y Soli y se estrecharon las manos. El más grueso de los tres, un maestro piloto que había aterrorizado a Bardo durante nuestros años de noviciado en Borja, pidió tres jarras de kvass.
—Hace un frío de muerte ahí fuera —dijo.
Bardo se inclinó hacia mí y susurró:
—Creo que es hora de irnos.
Negué con la cabeza.
Los maestros pilotos (se llamaban Neith, Seth y Tomoth) eran hermanos. Nos daban la espalda, y no parecían haber reparado en nosotros.
—Te pagaré seis noches de cortesanas expertas —murmuró Bardo.
El novicio colocó tres jarras de humeante cerveza negra en la barra. Tomoth retrocedió unos pasos para acercarse al fuego y se sacudió de las pieles la nieve que se derretía. Como otros viejos pilotos que se habían quedado ciegos por la edad, llevaba ojos mecánicos y enjoyados. Acababa de regresar del borde del Vild.
—Tus ieldra tenían razón, amigo mío —le dijo a Soli—. La Binaria Gallivare y Cerise Luz han estallado. No queda nada más que sucio polvo y luz.
—Polvo y luz —dijo su hermano Neith, y se quemó la boca con el ardiente kvass y maldijo.
—Polvo y luz —repitió Seth—. Sodervarld y sus veinte millones de habitantes quedaron atrapados en una tormenta de polvo y luz radiactivos. Tratamos de rescatarlos, pero llegamos demasiado tarde.
Sodervarld orbita Enola Luz, que es —fue— la estrella más cercana a la Binaria Gallivare. Seth nos contó que la supernova había barrido la superficie de Sodervarld, matando a toda clase de vida excepto los gusanos de tierra. El pequeño bar de los maestros pilotos pareció de pronto sofocantemente diminuto. Los tres hermanos, recordé, habían nacido en Sodervarld.
—Por nuestra madre —dijo Seth, mientras hacía entrechocar su jarra con las de Soli, Lionel y sus hermanos.
—Por nuestro padre —dijo Tomoth.
—Freyd —repuso Neith, que inclinó tan levemente la cabeza que no estuve seguro de si había asentido o si su imagen había oscilado a la luz de la chimenea—. Por Yuleth y Elath.
—Es hora de irnos —le dije a Bardo.
Nos dispusimos a marcharnos, pero Neith cayó sollozando contra Tomoth, que se volvió hacia nosotros mientras abrazaba a su hermano. Sus ojos enjoyados brillaron en la penumbra cuando nos vio.
—¿Qué es esto? —exclamó.
—¿Por qué hay aspirantes en nuestro bar? —quiso saber Seth.
Neith se apartó el amarillo pelo de sus húmedos ojos.
—Dios mío —dijo—, son el Bastardo y su grueso amigo…, ¿cómo se llama? ¿Burpo? ¿Lardo?
—Bardo —corrigió Bardo.
—Estaban a punto de marcharse —dijo Soli.
De pronto, no me apeteció hacerlo. Tenía la boca seca, y noté presión tras los ojos.
—No le llames «Bardo» —dijo Neith—. Cuando le enseñamos en Borja, todo el mundo le llamaba Meoncete Lal, porque solía mearse en la cama todas las noches.
Era cierto. El nombre real de Bardo era Pesheval Lal. Cuando llegó a Neverness, era un muchacho aterrorizado y huesudo que echaba de menos su hogar y a quien encantaba recitar poemas románticos, y que se meaba en la cama todas las noches. La mitad de los novicios y maestros le llamó «Bardo» y la otra mitad «Meoncete». Pero, después de que empezara a levantar pesas por encima de su cabeza y se acostumbrara a pasar las noches con mujeres alquiladas de forma que mojaba su cama con los líquidos de la lujuria en vez de la orina, pocos se atrevieron a llamarle otra cosa que «Bardo».
—Bien —dijo Tomoth, mientras llamaba con una palmada al novicio tras la barra—. Meoncete y el Bastardo brindarán con nosotros antes de marcharse.
El novicio llenó nuestras jarras y vasos. Bardo me miró; me pregunté si podía ver la sangre latiendo en mi garganta o las lágrimas quemando en mis ojos.
—Freyd —dijo Tomoth—. Por los muertos de Sodervarld.
Temí estar a punto de gritar de rabia y vergüenza, y así, mirando directamente a los feos ojos metálicos de Tomoth, alcé mi vaso y traté de tragar el fuerte skotch de un solo golpe. Fue un error. Jadeé, tosí y escupí a la vez, manchando la cara y el bigote amarillo de Tomoth con pequeños glóbulos de líquido ámbar. Él debió pensar que me estaba burlando de él y deshonrando la memoria de su familia porque se abalanzó hacia mí sin vacilar, dirigiéndose a mis ojos con una mano y a mi garganta con la otra. Algo ardió entre mis cejas al arañarme. De repente aparecieron puños y sangre y codos mientras Tomoth y sus hermanos se lanzaban sobre mí en avalancha. Todo era frío y duro; el frío suelo de losa contra mi espalda, y un duro hueso chasqueó contra mis dientes; las uñas de alguien me rasgaron el párpado. A ciegas, golpeé la cara de Tomoth. Durante un momento pensé que Bardo debía haber escapado cobardemente por la puerta. Entonces gritó como si acabara de recordar que era Bardo, no Meoncete, y se produjo el sonido de carne sobre carne, y quedé libre. Hallé mis pies y golpeé la cabeza de Tomoth, un gancho sañudo y rápido que el Guardián del Tiempo me había enseñado. Mis nudillos se rompieron y el dolor me quemó por todo el brazo hasta el hombro. Tomoth se llevó las manos a la cabeza y cayó sobre una rodilla.
Soli estaba tras él.
—Hijo de Moira —dijo, mientras se inclinaba y cogía el cuello de la piel de Tomoth para impedirle caer del todo. Entonces cometí un error, el segundo peor error de mi vida, según creo. Lancé de nuevo un golpe contra Tomoth, pero alcancé a Soli en cambio, aplastando su larga y orgullosa nariz como si fuera una fruta madura. Incluso hoy día puedo ver la expresión de asombro, y la sensación de traición (y dolor) de su cara. Entonces se volvió loco. Rechinó los dientes y expulsó sangre por la nariz. Me atacó con tal furia que me agarró la cabeza por detrás y trató de romperme el cuello. Si Bardo no hubiera estado entre nosotros y hubiera apartado las manos de Soli de la base de mi cráneo, me habría matado.
—Tranquilo, Lord Piloto —dijo Bardo. Masajeó mi nuca con su gran manaza regordeta y me empujó hacia la puerta. Todos estaban en pie, jadeando, mirándose mutuamente, sin saber qué hacer a continuación.
Entonces se produjeron disculpas y explicaciones. Lionel, que se había mantenido apartado de la refriega, le dijo a Tomoth y sus hermanos que yo nunca había bebido skotch antes y que no había pretendido insultarles. Después, el novicio volvió a llenar las jarras y vasos, y yo pronuncié un réquiem por los muertos de Sodervarld. Bardo brindó por Tomoth, y Tomoth brindó por el descubrimiento de Soli. Y mientras tanto, nuestro Lord Piloto me contemplaba mientras la sangre manaba de su nariz rota y le cubría los labios y la barbilla.
—Tu madre me odia, así que no es de extrañar que tú me odies también.
—Lo siento, Lord Piloto. Juro que fue un accidente. Toma, usa esto para secarte la nariz.
Le ofrecí mi pañuelo, pero él fingió no ver mi mano extendida. Me encogí de hombros y utilicé el pañuelo para secarme la sangre del ojo.
—Por la búsqueda de las Antiguas Eddas —dije mientras alzaba mi vaso—. Beberás por eso, ¿no, Lord Piloto?
—¿Qué esperanza tiene un aspirante de encontrar las Eddas?
—Mañana seré piloto —dije—. Tengo la misma oportunidad que cualquier otro piloto.
—Sí, oportunidad. ¿Qué oportunidad tiene un joven piloto alocado de descubrir el secreto de la vida? ¿Dónde mirarás? En algún lugar seguro, sin duda, donde no tengas oportunidad de encontrar nada en absoluto.
—Tal vez buscaré donde los pilotos expertos, amargados y presumidos tienen miedo de buscar.
La habitación se quedó tan silenciosa que oí el salpicar de mi propia sangre contra el suelo.
—¿Y dónde será eso? —preguntó él—. ¿Bajo los pliegues de la túnica de tu madre?
Quise volver a golpearle. Tomoth y sus hermanos se rieron mientras se palmeaban mutuamente en la espalda, y quise partirle a mi tío su arrogante y sangrante cara. Siempre he sentido el caliente pus de la furia demasiado aguda y rápidamente. Me pregunté si le había golpeado por accidente o no; tal vez fue mi destino golpearle (o un deseo secreto). Me quedé allí temblando, mirándole mientras me preguntaba sobre el destino y la probabilidad. El calor de la chimenea se volvió de pronto opresivo. La cabeza me daba vueltas por la sangre y el skotch, y sentía el ojo como lava fundida y la lengua como almíbar mientras cometía el peor error de mi vida.
—No, Lord Piloto —estallé—. Viajaré más allá de la nebulosa Eta Carina. Tengo la intención de penetrar y cartografiar la Entidad de Estado Sólido.
—No bromees.
—No estoy bromeando. No me gustan vuestros chistes; no bromeo.
—Estás bromeando —dijo, mientras daba un paso hacia mí—. Es sólo la estúpida baladronada de un tonto piloto aspirante, ¿verdad?
A través de la neblina de mi ojo bueno vi que todos, incluso el joven camarero, me estaban mirando.
—Naturalmente que fue una broma —resonó la voz de Bardo mientras se pedorreaba de nuevo—. Dile que fue una broma, Pequeño Amigo, y vámonos.
Miré los ojos fieros e intensos de Soli.
—Te juro que no estoy bromeando —dije.
Me agarró el brazo con sus largos dedos.
—¿Lo juras?
—Sí, Lord Piloto.
—¿Lo juras, formalmente?
Me zafé de él.
—Sí, Lord Piloto.
—Júralo, entonces. Di: «Yo, Mallory Ringess, por los cánones y votos de la Orden, en cumplimiento de la llamada del Guardián del Tiempo a una misión de búsqueda, juro al Lord Piloto que cartografiaré los caminos de la Entidad de Estado Sólido». ¡Júramelo!
Pronuncié el juramento formal con voz temblorosa, mientras Bardo me miraba horrorizado. Soli pidió que llenaran nuestros vasos.
—Por la búsqueda de las Antiguas Eddas. ¡Sí, mi joven piloto alocado, beberemos por eso!
No recuerdo claramente qué sucedió a continuación. Creo que nos reímos mucho y bebimos más skotch y cerveza, y que hablamos del misterio, de la alegría y de la agonía de la vida. Recuerdo, tenuemente, que Tomoth y Bardo echaron un pulso y trataron de obligar al otro a colocar el brazo sobre la brillante superficie de la barra. Es cierto, ahora lo sé, que el licor arrasa y devora la memoria. Bardo y yo descubrimos aquella noche otros bares que servían skotch y cerveza (y poderosos amorgénicos); también encontramos la Calle de las Cortesanas Experimentadas, y hermosas jacarandinas que sirvieron a nuestra lujuria y placer. Al menos pienso que lo hicieron. Como fue mi primera vez con mujeres experimentadas, sabía muy poco de lujuria y placer, y recuerdo aún menos. Mis recuerdos son de perfumes densos y piel oscura y ardiente, la urgente presión a ciegas de un cuerpo contra otro; mis recuerdos son pantanosos y vagos, estropeados por la culpa y el temor de que me había ganado un enemigo en el Lord Piloto de nuestra Orden y que había pronunciado un juramento que seguramente me conduciría a la muerte.
—Los aspirantes mueren —dijo Soli cuando dejamos el bar de los maestros pilotos. Mientras me tambaleaba por la deslizadera, recuerdo haber rezado para que estuviera equivocado.