Del fin de Deeping Hold
No sé cuánto tiempo estuvimos sentados, charlando o en silencio, hasta que la lluvia comenzó a caer sobre nosotros y pedí a Rosamund que se levantara para que no cogiera frío, aunque ambos esperábamos estar bajo las aguas antes de que amaneciera un nuevo día. Nos refugiamos bajo el alero de una torre y permanecimos allí un rato. De repente se abrió la gran puerta de la mansión y oí la voz de mi primo que me llamaba; como no quería que nos viese juntos e hiciese alguna chanza propia de su rudeza, dejé a Rosamund en la sombra y me acerqué a la puerta diciéndole que había estado paseando por el patio y preguntándole para qué me necesitaba.
—Bien, amigo Hubert —dijo, todavía con aire de buen humor—, quiero que os pongáis elegante para esta noche, pues es casi la hora de la cena y va a venir un invitado. Yo me arreglaré lo mejor que pueda, y también Fiammetta; y si veis a Rosamund decidle que se vista con sus mejores galas.
Aunque ella podía oírle desde la sombra, porque mi primo hablaba bastante alto, le dije que me encargaría de hacerlo; cuando volvió a cerrar la puerta, regresé donde estaba Rosamund y le pregunté qué pensaba de todo aquello, añadiendo que en mi opinión era mejor pasar nuestras últimas horas entregados a la oración y el arrepentimiento.
—No —replicó—, ya he rezado mis oraciones y no me gustaría morir pensando que le he negado a mi primo su último deseo. Es posible que sea una locura, pero no es ningún pecado; después de oír cómo recriminaba a su difunta mujer esta mañana le he perdonado, sin duda igual que ella, y me he arrepentido de muchos malos pensamientos sobre su persona. No sabía lo que hacía, y ahora tampoco lo sabe; si nuestra locura puede ayudarle a acabar con más facilidad ¿por qué no unirla a la suya?
Me entusiasmó oírle hablar así, y sin pensar que aún no le había dicho ninguna palabra de amor, la tomé entre mis brazos y la besé; no se resistió, pero enseguida se apartó de mí y me dijo con una voz a medio camino entre la risa y las lágrimas:
—No, Hubert, has de verme elegantemente vestida por una vez, si no más, ¡ya me dirás si no puedo presumir tanto como Su Alteza la Signorina Bardi!
Entonces se marchó a su habitación y yo a la mía, aunque como sólo había traído dos trajes, y el más corriente estaba manchado de limo, tenía poca elección. No obstante, me puse mis mejores atavíos, con lo poco de valor que tenía, y baje al patio. La lluvia había cesado, pero el viento seguía soplando a rachas, cada una más fuerte que la anterior, y la marea subía con rapidez, según juzgué por el chapoteo de las olas sobre la roca y la muralla, porque todo estaba oscuro como la boca del infierno, logré llegar hasta la puerta de la casa siguiendo la estela de luz que salía de ella, y en ese momento la campana que llamaba a cenar sonó con tono lúgubre, como un toque de difuntos sobre la desolación del estero y el mar; la puerta estaba abierta como en una fiesta, y había dos hombres con antorchas para conducirnos al interior. Al entrar en el salón, vi a mi primo sentado en la gran silla del estrado, situada en la cabecera de la mesa, y el asiento contiguo vacío. Vestía su mejor atuendo de soldado, escarlata con galones y bordados en oro, y las piezas que aún quedaban de la vajilla de plata (pues sus guerras y jaranas habían acabado con la mayor parte de ella) estaban dispuestas en la mesa principal; debajo se sentaban los soldados, los ocho que todavía seguían vivos, cada uno con los andrajos más elegantes que tenía y sus mosquetes y picas apoyados contra la pared. Se había colgado un gran tapiz sobre la pared donde estaba la mancha y en los candelabros ardían todas las velas que había sido posible colocar. Resultaba extraño ver cómo se había preparado todo para un banquete.
Mi primo me dijo que ocupara mi lugar, pero yo me demoré un instante para ver si llegaba la señorita Rosamund. Y entonces apareció, envuelta en una capa, de la que se despojó antes de hacer su entrada en el salón; ciertamente, me sorprendió verla tan esplendorosa. Llevaba un vestido de seda verde, con flores doradas, regalo (según me dijo después) de la Condesa cuando ya se sentía demasiado piadosa o demasiado triste para engalanarse; resplandecía a la luz de los candelabros como una diosa dorada. Además, en el pelo y alrededor del cuello lucía antiguas joyas de la casa de Deeping, que la Condesa le había legado y el Conde le había permitido conservar a pesar de que la italiana pretendía hacerse con ellas. La semejanza que guardaba con su difunta prima, o con lo que hubiera sido la Condesa en sus mejores tiempos, le hacían parecerse al cuerpo glorioso que el apóstol ha prometido a los justos en la resurrección.
El Conde, cuando la vio llegar, soltó un tremendo grito y la saludó como si fuera su querida Margaret, pues estaba trastornado; pero no había perdido del todo la cabeza y pronto se dio cuenta de que sólo era su prima. No obstante, le pidió que se sentara a su lado en el asiento de la Condesa, ocupado siempre por la italiana, y ordenó a los hombres que se levantaran y la saludaran; ella, decidida a complacerle, tomó asiento a su derecha, en el lugar de honor, y yo a su lado.
En ese momento entró la italiana, también muy elegante, pero con otro estilo. Llevaba una túnica carmesí, bordada con motivos orientales y extrañas figuras, y salpicada de gemas rojas que brillaban como si fueran ojos; en su frente lucía su gran joya, también de color rojo. Cuando llegó a la mesa y vio el asiento principal ocupado, se quedó de pie y, llevándose una mano al pecho, entornó los ojos como una serpiente. El Conde advirtió su gesto y quiso excusarse, porque sabía ser cortés cuando quería.
—Signorina —dijo—, perdonad si os pido que os sentéis aquí abajo durante esta única cena. Es el último banquete en Deeping Hold y es necesario que una persona de la casa lo presida conmigo. Mañana volveremos a comer, sí, y a cenar juntos sin su compañía, y muchos días más, acaso más de los que desearíamos.
La italiana no dijo una palabra, se sentó a la izquierda del Conde y se puso a juguetear con sus anillos, que eran extraños y algunos de ellos demasiado grandes para una mano de mujer. Y cenamos, si aquello se podía llamar cena, pues la alegría no era mucha y nuestro apetito escaso; sólo los hombres, acostumbrados a una vida ruda y a alimentarse cuando podían, empezaron a comer con entusiasmo, deteniéndose a veces para escuchar.
Al cabo de media hora, la tormenta que había estado amenazando durante todo el día estalló sobre el castillo, y un intenso vendaval golpeó las ventanas cercanas al lugar donde la galería se había hundido y silbó entre los resquicios de los cristales haciendo que la luz de las velas parpadeara. Siguieron otras ráfagas, y el viento comenzó a aullar y bramar como si todos los diablos estuvieran sueltos a nuestro alrededor. Poco después, pudimos oír el rugir de las aguas, pues las olas golpeaban contra la roca, los pilares y la base de la muralla, y el salón tembló por su furia. Sin embargo, no hubo ningún signo ni sonido de aquel enemigo al que temíamos más que a cualquier tempestad, por lo que la Signora se inclinó hacia mí, sonriendo, y pude leerle el pensamiento.
El Conde se dio cuenta de su sonrisa y la locura volvió a apoderarse de él al ver en su rostro un gesto de desprecio. Gritó que el invitado se estaba retrasando y ordenó disponer su lugar a los pies de la mesa, pues dijo que no era bien nacido y no sé qué más desvaríos. Cuando hubo acabado y los hombres hubieron preparado todo tal como les había ordenado (pues temían su cólera), la tormenta amainó de pronto y me pareció oír el rechinante sonido de piedra contra piedra por el que Pompeyo había muerto de miedo. Después, el viento sopló de nuevo con fuerza sobre el castillo y las olas rugieron con más intensidad, pero el sonido chirriante continuó aumentando y se escuchaba cada vez más cerca; la Signora dejó de juguetear con sus anillos y se llevó otra vez la mano al pecho, con un rostro tan blanco como su servilleta.
Solamente mi primo se rió en su locura y exclamó que el invitado se acercaba; llenó una gran copa de vino y ordenó que todos hiciéramos lo mismo y nos pusiéramos en pie para darle la bienvenida. El ruido en la pared era como el chirrido de una barrena al triturar el mineral. Bajo el tapiz que cubría la pared comenzaron a aparecer hilos de agua y hebras de limo, y el paño se hinchó como una vela; Finalmente se produjo un gran estruendo, que rasgó y arrancó el tapiz, y las piedras del muro se desplomaron dejando un boquete enorme en el mismo. Los hombres, presa del pánico, se pusieron a gritar y algunos se tiraron al suelo. Pero el Conde alzó su copa y brindó por el invitado; mientras bebía, una gigantesca ola se estrelló contra la pared y su cresta se abrió camino a través de la abertura, lanzando al interior del salón algo oscuro. Cuando miré, vi que era el cadáver del joven negro.
Rosamund, que hasta entonces había aguantado, se desmayó y cayó de frente sobre la mesa, con la cabeza entre las manos. Aunque no esperaba vivir mucho más, me propuse firmemente que ambos debíamos morir fuera de aquel banquete infernal. Así que la levanté de su asiento, y no sé con qué fuerzas, la cargue sobre mis hombros y salí corriendo del salón; es posible que dos o tres hombres hicieran lo mismo, pero ni me fijé. Sólo sé que me encontré en el adarve, con Rosamund todavía sobre los hombros, y me pareció que el patio era un inmenso charco creado por el agua de la ola; el viento me zarandeó y tuve que agarrarme a las almenas e ir avanzando despacio hasta llegar a la galería, al otro lado del ventanal del salón, donde las luces resplandecían en la oscuridad y un pilar de la pared ofrecía protección contra el viento. Miré hacia el interior del salón para ver cuándo nos llegaría la muerte y recé para que Rosamund no volviera en sí antes de ese momento. Vi que mi primo estaba en su silla, ahora con la Signora sentada a su lado, cogiéndola de la mano para que no se fuera; algunos hombres andaban a gatas y otros seguían sentados, como si se hubiesen quedado de piedra. El Conde susurró algo a la mujer, según me pareció, y cogiendo una vela de la mesa se inclinó hacia el suelo como si fuese a levantar algo. Entonces recordé lo que me había enseñado en la bodega y comprendí lo que estaba a punto de hacer. Pero al inclinarse dejó de sujetar a la italiana, que sacó un cuchillo del escote y se lo clavó en la espalda mientras se incorporaba. Herido de muerte, el Conde cayó hacia atrás sobre su silla y la Signora salió corriendo dejándole la daga clavada. Cuando pasaba junto al cuerpo del negro, una enorme masa oscura entró por el boquete de la pared y rodó hasta golpear sus pies y hacerla caer; la italiana volvió a levantarse e intentó dirigirse hacia la puerta, pero una franja negra comenzó a rodearla, enroscándose sobre su cuerpo, y a arrastrarla hacia su interior mientras ella luchaba denodadamente para escapar. En un instante, sólo pude ver el resplandor rojizo de la joya sobre la frente de la mujer y el serpenteo de las ondulaciones de aquella negrura, y sentí náuseas, aunque no pude apartar la vista. Aquella oscura masa de limo creció y las piedras de la pared se desmoronaron para dejar paso a algo parecido a una ola que, en vez de romper, avanzó por el suelo y engulló a los hombres, no sé si vivos o muertos, pero dominados por el terror, hasta llegar al estrado y lamer el borde como una marea de limo viviente sin ninguna forma precisa. Cuando esa cosa repugnante estaba cerca de sus pies, el Conde se levantó de la silla, pese a estar herido de muerte, y sujetando lo que parecía ser una cuerda negra, le acercó la vela; bajo su mano se produjo un chisporroteo que se propagó con rapidez, hacia abajo.
Recobré las fuerzas y aparté la vista de esa imagen abominable; y fue un afortunado arrebato de locura, más que cualquier esperanza de liberación, lo que me hizo preferir la furia de la tormenta antes que perecer por la demencia de un hombre. De modo que recogí a Rosamund, todavía sin sentido, y después de subir a una almena, salté con ímpetu hacia afuera y caímos al agua. Y nos hundimos. Logré salir a flote y, mientras recibíamos los embates de las olas, seguí luchando para alejarnos del horror del castillo; sujeté a Rosamund, agarrándole el cabello con los dientes, y nadé desesperadamente. Aún no había dejado atrás la muralla, a pesar de la rápida corriente, cuando se produjo una explosión como la del Juicio Final y una llamarada de fuego iluminó el mar y las marismas; la oscuridad y el bramido del viento y de las aguas se apoderaron del lugar, y una lluvia de grandes piedras y vigas cayó del cielo sin llegar a golpearnos. Entonces nos hundimos en las profundidades hasta que una potente ola nos lanzó hacia arriba y nos arrastró como briznas de paja entre los remolinos. Aterrado, abracé el cuerpo de Rosamund y ya no recuerdo nada más.
Cuando abrí los ojos, lo primero que vi fue un cielo despejado, la luz dorada de un amanecer y unos reflejos blancos. Pensé que quizás aquello era el Paraíso y sobre mí había alas de ángeles. Pero suspiré porque echaba de menos algo que, sin embargo, no podía recordar. Sentí una mano sobre la frente y vi unos ojos al mirar al cielo; unos cabellos húmedos y fríos me rozaron la mejilla, y unos labios cálidos la boca, mientras una voz se esforzaba por decir mi nombre, sollozando. Al instante supe que era Rosamund, pero seguí creyendo que estábamos en la gloria. Ella se retiró para mirarme y pude ver unos muros de piedra agrietada y ruinosa, cubiertos de empetro y hierba áspera, y sentir la humedad de la roca bajo mi cuerpo. Todo ello me trajo a la memoria el recuerdo de la noche, hasta el momento en que habíamos sido lanzados por la gran ola, y me incorporé sobre un brazo para mirar alrededor.
Vi a Rosamund arrodillada a mi lado, con el vestido hecho jirones y empapado, en el que aún brillaban el oro y las gemas, y los cabellos sueltos y húmedos como si fueran algas; detrás de ella había una extensión de agua turbia y unos bajíos grisáceos, jaspeados de reflejos dorados, y las gaviotas salpicaban de blanco la superficie plomiza y revoloteaban sobre los canales. Entonces me di cuenta de que todavía estaba en las marismas y seguía vivo; volví a mirar a Rosamund y no me entristeció que aquello no fuera el Paraíso, como los teólogos dicen que es, sino más bien la tierra convertida en paraíso. En ese instante, ella tomó mi mano y la acarició, y permanecimos en silencio durante un rato.
Cuando me hube recuperado un poco más, porque no me había roto nada pero estaba aturdido y me dolía todo el cuerpo, le pregunté dónde podíamos estar y cómo habíamos llegado hasta allí. Aunque, a decir verdad, creí reconocer que el lugar no era otro que la isla del Ermitaño, donde, según la leyenda, un Conde de Deeping había asesinado a un santón, pues en las marismas no había más islas que la del castillo y ésta. Mientras estábamos sentados en las ruinas de aquella celda, Rosamund me dijo que, después del horroroso banquete en el salón, no se había enterado de nada, y que se había despertado al amanecer sobre la hierba de esta isla, con mi brazo todavía alrededor de su cuerpo, sin saber cómo habíamos acabado allí; al principio creyó que estaba muerto, pero cuando descubrió que aún me latía el corazón, me arrastró con esfuerzo hasta el cobijo ofrecido por las ruinas. Yo le conté lo que había sucedido desde su desmayo hasta el momento en que la ola nos había lanzado por los aires; nos arrodillamos y dimos gracias a Dios, que había desembridado al mar como a un caballo para que pudiera llevarnos al lugar que Él había elegido.
Salimos fuera, cogidos de la mano por temor a no estar vivos realmente, y miramos alrededor. Vi la colina que hay sobre Marsham, el campanario de la iglesia y algunas manchas blancas junto al río, que no podían ser otra cosa que tiendas de soldados.
Al dirigir la vista más allá de la playa, donde los restos del antiguo Castillo de Deeping se habían alzado como un promontorio sobre el acantilado, sólo pude ver una pendiente ruinosa llena de piedras y rocas, de cuya base arrancaba una grieta enorme y reciente que recorría la ladera; pero el círculo negro del Agujero había desaparecido y todo eran terrosos cantos rodados o arena gris. Asombrados por tal visión, nos atrevimos a volvernos hacia el lugar donde debía de estar el castillo de nuestro primo, pues todavía no habíamos mirado hacia allí por miedo a lo que pudiéramos encontrarnos. Cuando extendimos la vista por encima de las marismas, no vimos ninguna veleta dorada centelleando al amanecer sobre el campanario, ni el tejado de la casa, ni el torreón, ni las murallas: en su lugar se alzaba un montículo gris de arena y pizarra, con un saliente aquí o allá que podía ser roca o restos de muralla; no había nada más que indicara dónde había estado Deeping Hold y, de no haber sido por los jirones mojados del elegante vestido de Rosamund, se podría haber pensado que todo era producto de un mal sueño.
Dejamos de contemplar aquella desolación y volvimos a mirar hacia Marsham; enseguida nos dimos cuenta de que los soldados nos habían visto, pues por la playa bajaban algunos, agitando pañuelos y corbatas, y sus gritos se oían a lo lejos. Sin embargo, no sabíamos cómo podríamos acercarnos a ellos, o bien ellos a nosotros, porque en Marsham no había botes y de las chalanas de Deeping Hold no quedaban más restos que de su castillo. Intentamos buscar un camino y descubrimos que los canales entre la isla y la tierra firme habían cambiado, y parecía haber un sendero sobre la arena que acababa casi en el pueblo. De modo que nos aventuramos por él, tambaleándonos y con miedo a las arenas movedizas; pero todo el terreno fue firme hasta que llegamos a la playa. Los soldados, a quienes podíamos ver con claridad, no vinieron a ayudarnos porque los habitantes del pueblo les habían metido en el cuerpo el miedo a las arenas; además, ellos también habían visto las llamaradas y oído la explosión del castillo en medio de la extraña tormenta de aquella noche. Sólo cuando estuvimos lo bastante cerca para que pudiera gritarles mi nombre, dos o tres soldados metieron sus caballos en el río y echaron unas cuerdas a las que nos agarramos para cruzar, pues estábamos demasiado débiles para aguantar el empuje de la corriente.
Finalmente, haré un breve relato del resto. Baste decir que, aunque al principio algunos soldados desconfiaron de nosotros (ciertamente, nuestro aspecto no era nada normal), cuando vieron quiénes éramos, pues habían oído a los campesinos hablar de nosotros, se mostraron muy amables y nos llevaron a sus tiendas, donde nos ofrecieron comida y ropas. Una vez vestidos y alimentados, nos condujeron hasta su capitán. Cuando le vi, reconocí al hombre que me había hecho bajar de mi montura hacía tiempo y había estado a punto de pegarme un tiro al confundirme con un rufián; le mencioné nuestra conversación y recordó mi nombre, y fue muy cordial porque sabía que era amigo del Lord General Cromwell. Quería que le contara todo lo ocurrido, pues había venido a Marsham al enterarse de mi situación por el mensajero que le enviaron a lomos de mi caballo, el cual me devolvió y recibí con agrado. Pero mientras descansaba y comía, decidí que no contaría nada acerca de la Cosa que había habitado el Agujero ni de los sucesos monstruosos y extraños que habíamos vivido. Porque cuando pensaba en ello, apenas podía creer que no hubiese sido una pesadilla, y no esperaba que aquel oficial, un hombre pragmático y de firmes convicciones, diera crédito a mis palabras. Así que le hablé, y Rosamund confirmó mi relato, de la enemistad y la crueldad del Conde con los hombres de Marsham y de cómo había asesinado a Maese Eldad Pentry, cosas que ya sabía o suponía. Le dije asimismo que muchos hombres de la guarnición habían desaparecido, y también sus embarcaciones, debido a extraños accidentes, y que al escasear los víveres y empezar a pudrirse las viejas murallas del castillo, el Conde había sufrido un ataque de locura y, desesperado, había dado un último banquete, al que nos había obligado a asistir; por último, había colocado un cargamento de pólvora bajo el salón y de ese modo se había destruido a sí mismo y al resto de sus hombres. De todo aquel desastre habíamos conseguido escapar porque una gran ola nos había lanzado a la isla del Ermitaño. Al ser un relato simple y probable, que se ajustaba a lo que sabía y había oído decir del Conde, el capitán lo creyó, pero la gente del pueblo tenía sus propias ideas y nos consideraba algo más que simples mortales. Si volviera allí ahora, disfrazado, y preguntara por mí, seguramente descubriría que nos habíamos convertido en una leyenda, distinta a la verdad, aunque no mucho más extraña.
Pero no tenía ningunas ganas, ni las tengo ahora, de volver a Marsham. Antes de ponernos en marcha, Rosamund y yo reunimos a los habitantes, que estaban reconstruyendo sus casas y sus granjas, y declaramos solemnemente, en presencia del oficial y de su tropa, que como únicos parientes cercanos del Conde de Deeping, ya fallecido, renunciábamos a sus derechos y a su nombre y dejábamos a sus aparceros libres de todo servicio y rentas; además, prometimos ratificar por escrito todo lo dicho tan pronto como el país se apaciguara. Viajamos acompañados por la tropa de caballería, pues no tenían otra misión, hasta llegar a una ciudad donde pudimos vestirnos con ropas más apropiadas a nuestra posición. Al encontrarme de nuevo en mis tierras, alojé a Rosamund en casa del párroco, un hombre bondadoso y tranquilo que no se apasionaba por ninguna facción de la Iglesia, hasta el momento en que pudiéramos casarnos.
Desde entonces no nos ha sucedido nada más extraño que al resto de las personas y no nos gusta hablar de lo que vimos en Deeping Hold. Mejor dicho: me decidí a poner por escrito esta historia, como dije al principio, para que sirva de advertencia sobre cuál es la recompensa de la maldad, pero también, como debo reconocer ahora, porque al escribir todo lo ocurrido no volvería a pensar en ello. Soy un hombre que no anhela el peligro ni el placer, y no me siento cómodo en el campamento ni en la corte, ya sea aquél el campamento de Oliver Cromwell o ésta la corte del Rey Carlos II. Creo que en las cosas habituales de la vida, en el nacimiento y el desarrollo del ser humano, en el amor, el matrimonio, el alumbramiento y la educación de los hijos, en la enfermedad y la salud, en la muerte y la inmortalidad, hay suficientes maravillas, placer, dolor y peligro para llenar cualquier corazón. Y el alma de cada hombre, sí, y de cada mujer, es como un pequeño Deeping Hold, con su señor trastornado, sus malvados consejeros y el Adversario que espera en el Infierno.