CAPÍTULO XV

De las ocupaciones de la mujer italiana

Cuando aquella intensa agitación de las aguas, extraña y horrible, hubo cesado sin dejar nada de las barcas ni de los hombres, sólo cadenas rotas y charcos de lodo sobre las piedras, la señorita Rosamund fue quien primero habló, implorando la clemencia divina para aquellas pobres almas conducidas tan precipitadamente al Juicio Final. En cuanto a los demás, me avergüenza reconocer que yo estaba demasiado ocupado con mi propio miedo para poder pensar en otra cosa, pues no había contado con que la terrible ola de agua fangosa que avanzaba hacia el embarcadero iba a detenerse antes de tragarnos también a nosotros. Además, al haberme criado como puritano, no era nada proclive a rezar por los muertos, aunque estaba dispuesto a consentirlo más de lo que mis maestros hubiesen creído conveniente para un buen protestante. Cuando acabó su plegaria, la señorita Rosamund, como una mujer leal, se acordó de quién era su amigo y (ahora puedo confesarlo) pretendía ser más que eso.

—¡Me habéis salvado! —exclamó.

—No —repliqué—, ha sido mi primo Philip quien nos ha salvado a los dos.

Al oír su nombre, el Conde, que había permanecido en medio de la puerta con la mirada perdida de un hombre trastornado, exhaló un profundo suspiro, se volvió hacia nosotros sin vernos, porque sus ojos miraban hacia adentro, y habló consigo mismo o con alguien que no veíamos.

—Todos mis hombres se han ido —dijo en voz tan baja que apenas pudimos oírle—, todos se han ido y yo no puedo ir con ellos. En verdad, Margaret, fui cruel contigo; aunque tú estás siendo todavía más despiadada conmigo. Sólo te di un golpe y no quería que murieras, pero has estado castigándome día y noche. ¡Acaba de una vez, mujer, y no te acerques otra vez a mí con esa mancha roja!

La señorita Rosamund me miró y recordé que la difunta Condesa de Deeping se llamaba Margaret. Mi primo siguió farfullando y parecía que su visión había cambiado, porque ahora hablaba con Maese Eldad, llamándole estúpido y loco por meterse en su armadura, de la que había sido absorbido hacía tiempo, y otros disparates semejantes. La mujer italiana, que había permanecido cabizbaja, con el rostro entre las manos y sin decir palabra, alzó la cabeza y dejó ver un semblante cadavérico bajo la luz del amanecer, aunque sus ojos eran verdes y brillantes.

—¡Estúpido! —exclamó—, no hay nadie aquí, sólo los vivos, y tu santa esposa descansa bien allá donde la enviamos tú y yo. Fue más que un golpe casual lo que nos permitió deshacernos de ella, y eran más que uvas lo que había en su vino. Sin embargo, yo no la veo ni la temo en absoluto.

Cuando la señorita Rosamund y yo oímos esto, nos apartamos de la mujer italiana como si se tratara de una leprosa; y desde luego su palidez era como la de Guejazi[11]. El Conde continuó en estado de estupor, como si las palabras de la Signora no significaran nada para él; pero un instante después, dio un gran grito, se despojó de la capa y, arrojándola lejos, sacó la espada de un tirón y se precipitó hacia ella. No tuve valor para interponerme en su camino, aunque ella sólo le miró con desprecio y no se movió ni habló. Mi primo dio un par de pasos y se detuvo. Entonces, soltando una maldición, lanzó la espada contra las piedras y, tras pisotearla y romperla, estrechó a la mujer en sus brazos y se rió de manera extraña.

—No, no asesinaré a más mujeres —dijo—, así que no temáis. Ven, Fiammetta, esta noche nos divertiremos, querida, y nuestros alegres hombres también. Cerrad las puertas, vasallos, e id a desayunar; y después preparad el salón para el banquete. Todos cenaréis conmigo y con mi nueva señora; las labores de vigilancia quedan suspendidas. ¿Con qué revista contamos? —y recorrió con la mirada a los hombres, que ya se habían agrupado en el patio y le observaban con asombro—. Aún quedan cuatro, seis, ocho tunantes —añadió—, nosotros cuatro para la mesa principal, y otro invitado más a la cena hasta llegar a trece. Sin duda le ofreceremos una calurosa bienvenida. Venga, primo, a desayunar. Ya no habrá más racionamiento ni escasez para nuestra alegría, pues beberemos hasta que salga el sol y seguiremos bebiendo hasta que se ponga otra vez. ¡Buenas noches!

Cuando hubo acabado, soltó una carcajada y me di cuenta de que la locura se había apoderado de él; sin embargo, no deseé que recuperara la cordura, porque si hubiera estado en su caso (Dios no lo quiera) no podría haber hecho otra cosa, de estar en mis cabales, que asesinar a la mujer italiana y después quitarme la vida. Pero no estaba dispuesto a contemplar las bufonadas de un loco ni a escuchar sus desvaríos, pues siempre he creído que quienes encuentran motivo de regocijo en tales cosas son auténticos demonios a los que adularíamos llamándoles bestias, pues hasta éstas tienen miedo o se compadecen de la locura. Con todo, por aquellos días había hombres, sí, y también mujeres, que no se avergonzaban de burlarse de los desgraciados de Bedlam[12]. De modo que no dije nada y me encamine hacia mi torre con el propósito de pasar la poca vida que aún me quedaba entregado a la meditación y a la oración; pese a la profecía de Maese Eldad, tenía tan poca esperanza de ver otro amanecer sobre la tierra como mis enemigos. La señorita Rosamund hizo lo mismo, y cuando el Conde pidió a la Signora que entrara con él, ésta también rehusó su compañía diciendo que tenía cosas que hacer; me pregunte qué cosas podían ser ésas, pero no me esforcé por averiguarlo, porque me importaba poco lo que pudiese tramar y ya no temía ni a ella ni a nada. Comprendí, o habría comprendido de haberme parado a pensarlo, que la desesperación del miedo vuelve audaces a los cobardes. Me dirigí hacia la escalera que conducía a mi cámara, pero cuando llegué a la puerta de la torre y observé el patio, que estaba vacío y oscuro bajo el crepúsculo matutino y la penumbra de las murallas, me pareció ver una sombra que salía del alojamiento de los soldados y subía hasta la gran puerta de la casa. Era una figura extraña, como la de una mujer que llevara un bulto negro sobre los hombros, y pensé, sin demasiado interés, en la mujer italiana y en cuáles podían ser sus ocupaciones. Pero la mujer y su carga, que no pude ver con claridad, desaparecieron enseguida por la puerta y ya no vi nada más. Una hora después, al mirar hacia el patio, advertí el parpadeo rojizo de una luz en la ventana de una habitación —según creí, la cámara donde la italiana realizaba sus brujerías— y un par de espirales de humo que salían por el marco de la misma.

Aquella mañana transcurrió como una pesadilla, y aunque procuraba poner todo el corazón y la mente en cuestiones de religión, no conseguía serenarme y vencer mi intranquilidad. Además, cuando trataba de leer las Escrituras, encontraba sus palabras vacías de significado, como un discurso que hubiera sido repetido con demasiada frecuencia; y cuando rezaba tampoco lograba sentirme mejor. De modo que me puse a pensar en la señorita Rosamund, que debía de estar rezando (al menos eso imaginé) para que aceptáramos el final con calmada y piadosa resignación; ella (según me ha dicho después) pensaba lo mismo de mí, lo que le sirvió de consuelo en su similar estado de desasosiego. Para vergüenza nuestra, en aquel valle ensombrecido por la muerte teníamos el pensamiento más en la criatura que en el Creador.

Así fue avanzando el día, sin que se viera el sol sino sólo el oscuro celaje de unas nubes brumosas y una negrura en dirección al mar. De nuestros enemigos, hombre o monstruo, no había ninguna señal, y el mar estaba silencioso y en calma. Hacia el mediodía, sentí que me asaltaba el hambre e intenté ver si podía comer algo; cuando llegué al salón, encontré la puerta cerrada y oí un martilleo, como si un carpintero estuviera trabajando, y una voz, que a pesar de su extraña aspereza reconocí como del Conde, que entonaba una de esas canciones de campamento. Al pensar en su locura se me quitó el hambre y me di la vuelta para subir al adarve a dar un paseo, pues estaba aburrido de estar sentado.

Ahora podía pasear a mis anchas, pues no había centinelas apostados, y recorrer prácticamente toda la muralla, a excepción de aquella parte donde se había hundido la galería. Pero por el lado que daba al salón aún se podía pasar; así lo hice y miré hacia el interior de la habitación, que parecía una caverna, a través de un cristal transparente del gran ventanal. Sin embargo, salvo las llamas vacilantes de la chimenea (que había sido encendida, no sé con qué combustible), no había nada que ver, porque de mi primo y del ruido de sus labores no se apreciaba el menor rastro. Afuera tampoco pude ver mucho; aunque apenas había pasado el mediodía, la negrura del cielo sobre el mar había aumentado y ascendido y, pese a mi escasa habilidad para hacer pronósticos meteorológicos, me pareció que amenazaba tormenta. Pero era extraño, pues no hacía viento ni había espuma en el agua: sólo un continuo mar de fondo que se elevaba y caía contra las piedras sin hacer ruido.

Mientras regresaba desde el adarve hacia el patio se levantó una repentina ráfaga de viento, que aulló a través de las aspilleras y se extinguió al instante dejando a su paso un ligero hedor salino; al mirar hacia la zona desde la que soplaba el viento, vi una franja de color gris pálido sobre las aguas negras y me pregunté neciamente por qué lo que nos acosaba, si es que estaba allí, no mostraba ninguna voluntad o deseo de acabar de una vez con nosotros, ahora que éramos muy pocos para ahuyentarlo. Pero como la mancha gris permanecía inmóvil, supuse que se trataba de la sombra de alguna nube, pues la oscuridad era menor encima del castillo. Entonces oí unos pasos sobre la piedra y miré de nuevo al patio. Distinguí la silueta de una mujer fantasmal que cruzaba la oscuridad con un fardo negro sobre los hombros y, al aproximarse, reconocí a la Signora, que jadeaba bajo su carga; no es que deseara ayudarle en sus quehaceres, pero como no podía permanecer impasible observando a una mujer que acarreaba una pesada carga, descendí de la muralla y me apresuré a echarle una mano. Nada más agarrar aquel bulto volví a soltarlo con rapidez, porque rocé la mano fría de un hombre muerto que asomaba bajo la capa negra que lo cubría; la italiana soltó una carcajada y, retirando la capa, me mostró el cadáver del negro Pompeyo, a quien había visto, con mis propios ojos, muerto de miedo en el salón.

Me avergoncé de mi terror, provocado por el posible maleficio llevado a cabo por la italiana y no por el acarreo de un muerto, pues esto se había convertido en algo cotidiano para mí; creyendo que sólo había estado estudiando el cuerpo como un cirujano para descubrir algún secreto de la naturaleza (aunque me sorprendió que se preocupara de sus conocimientos en aquella situación de extremo peligro), le pregunté qué hacía con el negro.

—Os lo diré luego —respondió, jadeando todavía por el esfuerzo—, pero antes debéis ayudarme a subir esto para echarlo fuera, porque ya he terminado con él.

Hice lo que me pedía, pues no veía nada malo en ello, aunque la tarea era poco agradable; sin gran dificultad, subimos el cuerpo hasta la muralla y lo depositamos entre dos almenas. La italiana esperó, tomó aliento y contempló el horizonte durante un rato; en ese momento volvió a soplar una ráfaga de viento, que trajo de nuevo el hedor salino, y me pareció ver la franja grisácea todavía en el mar, aunque debido al cielo encapotado no pude estar seguro. La mujer husmeó el aire como un perro y, girándose hacia mí, dijo:

Sta bene, ahora arrojémoslo fuera.

Sin más palabras, levantamos el cuerpo y, tras balancearlo un par de veces, lo lanzamos al agua, donde cayó con el chapoteo sordo de un muchacho que se zambulle en el mar por diversión y se hundió; pero al instante emergió de nuevo y sobrenadó entre las olas. Así se mantuvo un rato, flotando a la deriva, hasta que comenzó a deslizarse hacia el lugar donde había visto la franja gris y se alejó con rapidez como si la corriente que le arrastraba fuera más fuerte. El cuerpo se irguió con el oleaje, asomando la cabeza y los hombros como un nadador, y desapareció de repente como si alguien hubiera tirado de él hacia abajo; de haber vuelto a aparecer, no lo habría visto debido a la oscuridad.

Cuando todo terminó, me volví hacia la italiana, que había estado observando el cuerpo con atención, y le pregunté cuál era su propósito al deshacerse del cadáver del negro.

—Bien —comenzó—, seguro que me censuráis por no haber pensado esto antes, aunque a vos tampoco se os ocurrió. Signor Uberto, cuando uno está acosado por ratas, ¿no les pone cebos envenenados? Bueno, pues Pompeyo puede ser hoy nuestro cebo y permitirnos recobrar la libertad si ese demonio marino tiene estómago como las demás bestias y no es inmortal. En el caso de que nuestro enemigo sea algo más que humano, aún cabe tener esperanza; porque mi veneno, aunque no cuenta con la bendición de ningún Santo Padre, ha sido utilizado por uno de ellos, pues es una fórmula de los Borgia.

No sabía si admirar el valor de aquella mujer o reprobar su atrevimiento; así que le pregunté, con intención de avergonzarla, si ese era el veneno que había mezclado para el sueco y, según mis informaciones, también para mí y los demás.

—En absoluto, Signor Uberto —contestó—, me conocéis muy poco si pensáis que puedo ser tan descortés como para utilizar ese veneno con gente culta como vos y la Signorina Rosamunda —y aquí alargó el nombre en tono despectivo—. A vos —añadió—, jamás intentaría envenenaros, salvo como un último recurso para salvar la vida si acaso. Sois un erudito, signor, y un espadachín en toda la regla, y me desagradaría mucho que se perdieran esas dos cualidades juntas. Sinceramente, Uberto —dijo inclinándose un poco hacia mí y mirándome a los ojos—, contigo se ha malogrado un audaz conspirador; sabes y comprendes lo que hay que hacer, pero aparece tu maldita religión, tu sentido del deber, o no sé qué otras palabras vacías, y las cosas se quedan sin hacer. Si hubieses aprovechado la oportunidad que te ofrecí y lanzado una estocada a fondo hace un par de días, te habrías convertido en el Conde de Deeping, señor de todo lo que hay en el territorio, hombres y mujeres, con la señorita Rosamund como Condesa hasta que te cansaras de ella, y después… —aquí se detuvo y apretó los labios con firmeza, pero sus ojos hablaban por ella y prometían no sé qué.

No pude responderle, pues estaba aterrado por la descarnada maldad de sus intrigas y, a la vez, subyugado por su sutileza y astucia. La frialdad con la que era capaz de contar todos sus diabólicos manejos, como si fuera Maquiavelo escribiendo sobre los actos de César Borgia y señalando cómo y dónde había funcionado o fracasado cada maquinación, me dejó atónito. De modo que fue ella quien volvió a hablar, aunque sin ninguna pasión.

—Recurrí al sueco como quien coge un bastón cuando se le niega el estoque —dijo de manera despreocupada—; pero me volvisteis a fallar, sin pretenderlo, y el bastón se quebró en mi mano.

En aquel momento no advertí que había estado tuteándome y tardaría un rato en dejar de hacerlo, como si se hubiera acercado a mí y luego retrocedido, pero más tarde recordé esto y muchas otras cosas.

—Como bien sabéis, no fue voluntad mía que lucharan —repliqué—; aunque si tenían que hacerlo, no hubiese deseado que las cosas fueran de otro modo.

Al oírme, tuvo un arranque de cólera.

—¡Oh! —exclamó, profiriendo un juramento italiano, propio de los campamentos militares, que no pondré por escrito—, ¡ojalá hubieses sido un hombre más sabio o un necio mayor! Si hubieras tenido una pizca más o menos de ingenio, Uberto, el sueco habría matado a Filippo, y éste hubiese regresado a mis brazos y a su copa de vino…

—Y entonces habría muerto —señalé, pues recordé lo que la señorita Rosamund había imaginado.

—¡No! —exclamó con franqueza, como quien está en el infierno y ya no tiene necesidad de seguir fingiendo virtud y encuentra placer en ello—; eso hubiera sido demasiado sencillo y notorio. Habría muerto al menos dos días más tarde, y si no hubiese sido así, habría incitado a los soldados a asesinarle mientras yacía enfermo y a encomendarte que hicieras las paces con el Parlamento. En cuanto a la cosa de ahí fuera… ¿quién sabe si no nos habría dejado en paz cuando se hubiese tragado su bocado más apetecido? Aunque también podríamos haber probado el recurso de hoy… —y al llegar aquí se detuvo y me agarró de la manga—. ¡Quizás ya haya funcionado! ¡Asómate, Uberto, y observa si hay algún signo en el agua!

Me asomé, pero el cielo era can negro como la noche y sólo se veían las alargadas olas saliendo de la oscuridad y chapaleando arriba y abajo sin espuma.

—¡Si estuviera muerto! —susurró a mi oído—; ¡si hubiera desaparecido! ¡Si no viniera esta noche! ¿Entonces que, Uberto? ¿Entonces qué? —y su aliento rozó cálidamente mi mejilla.

No quise captar sus intenciones para no tener que responder a su tentación, pues, para ser sinceros, tampoco era ninguna tentación para mí; aunque es posible que en mis años mozos, cuando tenía rachas de ambición y creía que estaba hecho de la materia de los héroes de Plutarco, hubiera estado dispuesto a escucharla con más ansias. De modo que me limité a contestar al significado literal de sus palabras y me alejé un poco de ella.

—Bueno —respondí—, entonces deberíamos aventurarnos como estuvimos a punto de hacer esta mañana, y puesto que las barcas han desaparecido, tendríamos que construir una balsa y navegar al abrigo de la noche como náufragos hasta desembarcar en el lugar más seguro que encontráramos, abandonando Deeping Hold a quienquiera que deseara habitarlo.

Se rió, burlándose de mí.

—¡Oh, el docto hombre de letras! —exclamó—. Seguramente eso es lo que haremos, y si el Conde decide quedarse aquí durante el resto de su vida, o incluso después, ¿le complaceremos tú y yo? No, no digas nada; aun el necio, si calla, pasará por sabio, que es uno de los pocos proverbios de tus Escrituras que considero digno de recordar. Nos veremos en la cena, Signor Uberto.

Y sin más se marchó y me dejó reflexionando sobre el oscuro significado de sus últimas palabras.

Seguí paseando por la muralla, mas no se veía ni oía nada: sólo la oscuridad, el oleaje y las caprichosas ráfagas de viento. Empece a sentir otra vez hambre, porque no había roto el ayuno aquel día, pero no pude sacar ánimos para ir a pedir comida. Así que continué caminando de acá para allá por el adarve hasta que, cansado de la oscuridad, bajé al patio; al cabo de un rato apareció la señorita Rosamund con algo entre las manos.

—Os he visto conversando con ella —dijo con cierta frialdad—; ¿qué era lo que tenía que deciros que estabais tan juntos?

—Más maldades de las que esperaba encontrar en cualquier hombre o mujer —respondí con hastío, pues me había molestado que creyera que tenía amistad con la italiana—, y más astucia de la que podría escuchar de boca del propio Diablo. ¿Qué importa, Rosamund? Sin duda estamos ya casi muertos, y si no somos santos, cosa de la que no tengo la menor duda respecto a mí, aún tendremos oportunidad de deshacernos de ella y de su igual en el más allá.

Cuando me vio agotado y débil, se olvidó de ese doloroso sentimiento de celos que a veces atormenta a las mujeres más adorables y se acercó para ofrecerme lo que llevaba entre las manos: un pedazo de pan envuelto en una servilleta.

—Perdóname, Hubert —dijo con dulzura—, aunque yo no pueda perdonarme haberte hablado así. Hoy no has comido nada y estás fatigado; aquí tienes algo que te había guardado, pues yo no soy tan asceta como tú y no podría ayunar tanto tiempo.

Al mirarla, vi su rostro cansado y pálido en la oscuridad, con una sombra cárdena alrededor de los ojos, y supe que ella tampoco había comido y había guardado para mí todo lo que tenía.

—No —repliqué—, si tú no comes también, no puedo aceptarlo.

Partí el pan en dos y le dije que empezara. Al principio no quiso y dijo que había comido bastante y no tenía más hambre, mentiras inocentes a las que las mejores mujeres siempre son propensas. Únicamente cedió cuando hice ademán de arrojar mi trozo de pan por encima de las almenas, y aun así pretendió hacerme creer que le había dado el pedazo más grande. Nos sentamos bajo las murallas, entre las sombras, y comimos juntos; hablamos de esto y de aquello, olvidándonos del peligro y la oscuridad que se cernían a nuestro alrededor, y nadie vino a montar guardia ni a molestamos. Sólo vimos algunas luces en el cuarto de la guardia o en el salón, pero pensamos que los hombres estarían bebiendo, porque en ocasiones se oía el tembloroso comienzo de una canción, como si algún pobre diablo intentara alegrarse con engaños para olvidar su miedo. De lo que nos dijimos apenas tengo recuerdo, y posiblemente no mereciera la pena conservarlo; pero me sentí muy reconfortado, pues parecía que la amargura de la muerte había desaparecido y el peligro y la maldad no eran sino cosas vanas y nimias, como las absurdas ráfagas de viento que una y otra vez batían contra las almenas sobre nuestras cabezas.