CAPÍTULO XIV

De la mancha en la pared y de la ola que llegó del mar

El Conde, siguiendo mi consejo, había tomado medidas con respecto a los víveres. Y cuando fuimos a cenar aquella noche, aunque no faltó vino, la comida fue escasa y poco apetecible, hasta el punto de que la mujer italiana, que solía ser refinada en sus modales, se burló del Conde diciendo que no era puritana y estaba acostumbrada a comer mejor, incluso en un campamento, y ofreciéndose en tono de broma a ser nuestra cocinera. Todo esto lo dijo sin alterarse, pero sus ojos estaban inquietos y no correspondían a sus palabras, como si el miedo que rondaba el castillo la hubiese afectado también a ella.

—Bueno, Madonna —replicó mi primo—, ¿acaso no estamos en una fortaleza sitiada, con poca esperanza de recibir ayuda, y no debemos racionar el alimento durante el asedio?

—No, no —repuso la italiana con fingida petulancia—, no es la escasez de alimento lo que me molesta, sino lo bárbaras que son la cocina y las raciones inglesas. Signor Uberto ¿no os gustaría que os preparara una cena?

Me pareció que si le tomaba la palabra podría ser mi última cena en este mundo, pero evité mencionar esto y le dije que yo era un sencillo hombre de letras, acostumbrado a la comida inglesa y en pequeñas cantidades, y no deseaba que se estropeara las manos preparando una cena para mí y otros comentarios semejantes.

—Bueno —añadió—, ¿y no podría ser vuestra vivandera y cocinera de campamento y aderezar vuestra carne?

—No, signorina —intervino la señorita Rosamund—, no vaya a ser que nos preparéis alguna bebida.

Al oír esa palabra, cuyo siniestro significado conocía, la italiana frunció el ceño, entornó los ojos y dirigió la mano hacia el escote de su vestido como si buscara algo. Pero no dijo nada, pues el negro Pompeyo, que avanzaba junto a la pared con un plato en las manos, dio un grito de espanto, tiró el plato y cayó al suelo cerca de la mesa, agarrándose a las rodillas del Conde. Todo ello me impresionó de manera extraña, pues el muchacho negro tenía el semblante gris por el miedo y se aferraba a mi primo, que no le apreciaba, para que le protegiera, farfullando algo sobre un ruido que le asustaba. Cuando mi primo le dio un puntapié, ordenándole que se pusiera de pie y explicara qué ruido había oído, el mozo no dijo nada, sólo una jerigonza sobre el diablo que hacía rodar piedras por la muralla. El Conde, muy enojado, agarró al negro por el cuello de su justillo y le abofeteó llamándole cobarde y estúpido; al soltarle, Pompeyo exclamó:

—¡Otra vez! ¡Ahí está otra vez! —y cayó de nuevo al suelo, presa de un ataque, gimiendo y echando espuma por la boca.

Permanecimos en silencio un instante y el único ruido que oímos fue el jadeo del negro; pero al cabo de un rato escuchamos un sonido amortiguado, como un rechinar de piedras que rodaran unas sobre otras, semejante al que yo había oído la noche anterior. El rumor aumentó, y fue como si una ola arrastrara guijarros sobre grava hasta allí mismo, aunque seguimos sin ver nada; el ruido provenía del extremo del salón que daba a la marisma, y entonces recordé que detrás de esa pared estaba la galería que se había hundido.

Todos estábamos sentados, en silencio, menos los sirvientes, que continuaban de pie temblando de miedo; solamente mi primo, que era un hombre de gran valor, se puso en pie de un salto, se acercó a la pared de la que procedía el ruido y dio un golpe en los paneles, que estaban viejos y agrietados. Al pegar contra la madera, se hirió la mano y profirió un juramento, y sin pensarlo dos veces se llevó el puño a la boca como solemos hacer cuando sale sangre. Entonces escupió, volvió a blasfemar, y tuvo un par de arcadas como si fuera a vomitar.

—¡Dios, esto no es sangre! —exclamó.

Puso la mano bajo una lámpara y vimos que estaba cubierta de grumos de limo, de un olor repugnante; cogió una servilleta y, tras restregarse la mano con furia, la arrojó lejos. Al mirar al lugar donde mi primo había estado, vi cómo el limo rezumaba por entre las grietas de los paneles, abombando la madera de la pared y arrastrándose por el suelo.

Le dije que se olvidara de aquello, porque sabía muy bien lo que estaba pasando; pero no hizo caso.

—No —replicó—, esto hay que aclararlo.

Entonces, agarrando el borde del revestimiento, que estaba podrido en algunas partes, arrancó un gran trozo, casi hasta el suelo, y dejó al descubierto la piedra y el yeso de la pared. Después cogió una lámpara y la acercó para indagar que había detrás de los paneles. Todos pudimos ver una gran mancha y unas capas de yeso que se desprendían de las piedras, como ocurre en las casas viejas y ruinosas cuando la humedad penetra por las hendiduras; además, el rechinar de guijarros continuaba, y cuando cesaba, lo que sucedía a intervalos, se podía oír el rumor de las olas en el exterior, por lo que juzgué que la marea había subido.

Al ver que la fetidez que nos acosaba había conseguido llegar hasta el interior de nuestra ciudadela, los sirvientes se quedaron paralizados, como si fueran de piedra, mientras el negro gemía y mascullaba algo a sus dioses; yo, por mi parte, estaba tan confundido que no se me ocurría nada provechoso. Las mujeres permanecieron sentadas en silencio, observando fijamente la pared; pude ver cómo movían los labios, pero no oí que la señorita Rosamund rezara ninguna oración ni que la italiana pronunciara ningún hechizo. Sólo mi primo me hizo sentir vergüenza por la disposición que siempre mostraba ante una situación peligrosa; le oí gritar que la humedad había penetrado por la pared con la marea alta y, con la espada desenvainada, ordenar a sus hombres que trajeran un brasero, cosa que los sirvientes hicieron llenos de sudor por el miedo que tenían a su señor y a la aparición de la pared. Salí de mi letargo y eché una mano; entre todos cogimos los troncos que ardían en la chimenea, los pusimos en el brasero y acercamos éste a la pared hasta que las llamas rozaron la piedra y la mezcla de limo y agua que goteaba por los resquicios empezó a chisporrotear. Cuando vio que las llamas disminuían, el Conde pidió más combustible, porque el yeso y la argamasa que sujetaban las piedras se estaban desmoronando y el limo se filtraba cada vez más. Me dio la impresión (aunque quizá fuera sólo la oscilación de las llamas) de que las hebras de légamo trepaban hacia arriba y se inclinaban hacia nosotros como serpientes; además, el sonido rechinante seguía aumentando y parecía que lo que había en el exterior iba a irrumpir en el salón.

Continuamos alimentando el fuego sin advertir que la habitación se estaba llenado de humo; mientras, los hombres traían más madera, las mujeres nos observaban sentadas y todo parecía una pesadilla. Porque no había nada visible contra lo que combatir, sólo una mancha en la pared y el limo que rezumaba, ni ningún sonido salvo el crepitar del fuego, el rechinar de las piedras y, cuando éste cesaba, el rumor de las olas.

No sé, ni creo que nadie lo supiera entonces, si aquella situación duró una hora, dos o más. Sólo recuerdo que al final los hombres llegaron con las manos vacías y dijeron a mi primo que la madera se había acabado; éste les increpó con violencia, llamándoles derrochadores y estúpidos, y ordenó que arrancaran los paneles y los echaran al brasero, pero la madera estaba húmeda y ardía mal. Pensé que el final estaba próximo, porque había oído un par de veces un ruido semejante al de una fuerte tromba y un estruendo como el de grandes piedras desplomándose en el agua.

Pero cuando ya contaba con la destrucción de nuestras defensas, el rechinar de las piedras cesó, y también las filtraciones de limo y agua; incluso el rumor de las olas disminuyó, lo que indicaba que la marea estaba bajando con rapidez. En ese instante la señorita Rosamund se puso en pie junto a su silla y movió los labios sin emitir ningún sonido, por lo que imaginé que estaba dando gracias a Dios por nuestra salvación. El Conde se volvió y ordenó a Pompeyo que le trajera vino, pero el muchacho no contestó y permaneció inmóvil bajo la mesa; cuando su amo se inclinó y tiró de él para sacarle, el negro no se movió ni tampoco respondió a puntapiés ni a maldiciones. Le puse la mano en el pecho y noté que estaba frío; al mirarle, vi que tenía el rostro desencajado por el horror y la boca abierta.

Dedujimos que había muerto de miedo e inmediatamente cubrimos su cuerpo con un mantel para que la señorita Rosamund no se fijase en él cuando se alejara de su asiento, pues ahora la mesa le impedía verlo.

El Conde se dejó caer en su gran silla de roble, con el rostro ennegrecido por el humo, y la Signora se sentó a su lado. Mi primo dirigió la mirada hacia la ventana de levante y, al advertir que la noche empezaba a clarear, se volvió hacia la italiana, que tenía aspecto triste, y le habló con más delicadeza de la que era habitual en él:

Fiammetta mia —dijo—, hemos contemplado muchos amaneceres juntos, pero éste es el último; divirtámonos, pues cuando vuelva a caer la noche nuestras desgracias habrán acabado.

La Signora se giró hacia él y le miró con desdén.

—¿Por qué dices eso, Filippo? —preguntó—. Todavía no hemos muerto, y no pienso abandonar la partida hasta que se juegue la última carta. Aún veremos otros amaneceres, y en mejores lugares que este tugurio de las marismas.

—Esta es mi casa y la casa de mis antepasados —replicó el Conde frunciendo el ceño—; la defenderé mientras pueda y luego desapareceré con ella.

—¡Oh, tus antepasados, tus antepasados, con sus nombres bárbaros y su manido orgullo! —exclamó la italiana en tono furioso—; ¿a quién le importará todo eso cuando tu castillo y tus antepasados estén hundidos en la marisma, fango en el fango? ¡Vida! ¡Vida! Es lo que aún tengo y pienso conservar. Tú puedes morir como una rata en su ratonera si quieres, ¡pero yo viviré! ¡Debo vivir!

Me sorprendió sobremanera comprobar la cólera de aquella mujer, ahora que se había desatado en el último momento. No es que temiera a la muerte, pues tenía un valor nada habitual en su sexo: se trataba más bien de un arrebato de indignación al ver que su fuerza y su delicadeza de espíritu, su saber y sus artes ocultas debían desaprovecharse, y el relato de su vida interrumpirse, antes de que hubiera demostrado toda su capacidad; rechazaba el destino inminente como injusto para su soberanía del mismo modo que el Rey Carlos negaba las atribuciones del tribunal que le juzgó.

Pero la vehemencia de la Signora no duró mucho, y al cabo de un rato empezó a rogar al Conde que escapáramos de aquella prisión antes de que el destino cayera sobre nosotros. Mi primo se levantó y, con aspecto fatigado, dijo:

—Bien, Fiammetta, ¿quieres que nos dirijamos a los botes e intentemos desembarcar sin que nos vean los Roundheads? Es una empresa desesperada, aunque ofrece alguna esperanza para ti, y si tanto deseas vivir, pues sea. Vamos, primo Hubert y prima Rosamund, preparemos un plan antes de que suba otra vez la marea. Pero antes —añadió— llevad fuera esa carroña.

De modo que, tiznado como estaba, se puso la capa y salió al patio, todavía gris y brumoso en las primeras horas de la mañana, y nosotros le seguimos. Los dos sirvientes sacaron el cadáver del negro y lo colocaron en una habitación vacía del alojamiento de los soldados; a decir verdad, no había necesidad de ella, ya que nuestras tropas habían disminuido considerablemente.

Llegamos a la puerta de acceso y a la torre barbacana, donde todavía ardía un almenar para que los hombres vigilasen, mientras los centinelas caminaban por las murallas gritándose unos a otros; al cabo de un rato, se nos unieron los dos sirvientes que habían estado con nosotros en el salón, y el Conde les ordenó que no dijeran nada de lo ocurrido. Junto a la puerta, y en torno a las culebrinas situadas sobre ella, había unos ocho o nueve soldados, casi la mitad de lo que quedaba de la guarnición; sus rostros resultaban extraños bajo la luz roja del almenar, pues se les veía demacrados por el miedo y el agotamiento, y me dio la impresión de que éramos como un grupo de fantasmas en medio de la laguna Estigia.

Cuando los hombres vieron la cara del Conde, manchada de tizne y con signos de preocupación y fatiga, se produjeron algunos murmullos, pero ninguno se atrevió a hablar. Mi primo hizo una señal para que todos se reunieran con él en la puerta, y las mujeres y yo, acompañados de los sirvientes, tan llenos de hollín como el Conde, nos mantuvimos a cierta distancia; cuando vio que los soldados estaban a su alrededor dijo:

—Camaradas, nos hallamos en una situación desesperada y debemos buscar un remedio con urgencia. Nos queda poco combustible y alimento, hay una compañía de tunantes Roundheads cerca de la aldea de Marsham y no somos bastantes para hacerles frente; me temo que este viejo castillo nuestro ha cumplido ya su misión y está podrido por los años y el agua salada. Esta mañana la galería se hundió con algunos de vuestros compañeros y esta noche la marea alta se filtró por las paredes de mi propio salón.

Uno de los sirvientes hizo intención de decir algo, pero el Conde, al oírle murmurar, le lanzó una mirada tan fiera que el individuo se asustó y siguió callado.

—¿Qué decís entonces? —preguntó mi primo en un tono más amigable que el que solía utilizar con sus hombres, como si fuera un soldado dirigiéndose a sus compañeros—; ¿preferís que perezcamos aquí de hambre y frío, o nos exponemos a que nos cuelguen o nos maten de un golpe en la cabeza los santos de Noll que andan por ahí? Sin duda, si una vida pudiera salvar la de los demás, ellos aceptarían la mía encantados; aunque ya conocéis su clemencia con los que son como vosotros.

Al oír esto se produjo un rumor entre los hombres parecido al gruñido de una jauría; y no era de extrañar, pues los hombres del Parlamento jamás se mostraban compasivos, ni siquiera con aquellos que se rendían.

—Bien —añadió—, aún tenemos nuestras armas y no nos falta pólvora ni chalanas para todos. ¿Por qué no aprovechamos nuestra última oportunidad e intentamos desembarcar en algún lugar lejos del alcance de esos perros? Si no podemos tenderles una emboscada y lanzarnos sobre ellos, al menos es posible que logremos llegar hasta quienes todavía combaten por el Rey o, en el peor de los casos, encontrar un barco que nos lleve a los Países Bajos, donde el español o el holandés, me da igual quien sea, ofrecen buena paga. ¿Estáis dispuestos a aventuraros conmigo?

Algunos hombres gritaron «¡Sí!», profiriendo juramentos como era su costumbre; pero otros se mostraron más reacios, murmurando que había un demonio que amenazaba las marismas y el mar y lo único que conseguiríamos sería hundirnos por su garganta.

—¿Qué palabras son ésas? —exclamó el Conde con desprecio—. ¿Estoy oyendo a mis compañeros de armas o a unas muchachitas anémicas que prefieren morir de hambre en una fortaleza en ruinas antes que jugarse la vida realizando una salida impetuosa para abrir una brecha en el asedio? ¿Qué son esas estupideces sobre un demonio marino? Aquí está mi primo Hubert, que es un hombre de paz y no un soldado, y se ha atrevido a embarcarse un par de veces con vosotros sin que le haya ocurrido nada a él ni a quienes le acompañaban. ¿Seréis unos cobardes en aquello que un estudioso de Cambridge ha sido un valiente? Es más ¿no vais a estar ni siquiera a la altura de las mujeres? —y preguntó:

—¿Vienes conmigo, Fiammetta?

La italiana asintió y dijo:

—Sí.

Y la señorita Rosamund también inclinó la cabeza.

De modo que uno tras otro, cada cual amparándose en el valor de los demás, fueron dando su palabra de acompañar a mi primo en su última aventura. El Conde esbozó una sonrisa y, con el rostro ennegrecido bajo el parpadeo rojo del almenar, parecía Lucifer entre sus pares; después dio un par de golpes en el hombro a algunos soldados y les felicitó diciendo que eran unos buenos muchachos con los que merecía la pena vivir o morir. Una vez todos de acuerdo, ordenó abrir la puerta y preparar las embarcaciones, que estaban amarradas con cadenas al muelle. Los hombres cumplieron la orden y salieron al exterior, donde la marea había empezado a menguar y estaba a media altura, como cuando la señorita Rosamund había estado a punto de ahogarse. Nosotros nos quedamos observándoles junto a la torre, aunque la luz era escasa, pues el fuego del almenar ardía lánguidamente, el alba todavía despuntaba por el mar y sobre las aguas se cernía una ligera bruma. No obstante, podíamos ver a los hombres en el muelle, moviéndose como sombras entre la niebla bajo la mortecina luz crepuscular, mientras las embarcaciones flotaban sobre el agua viscosa. Todo parecía tan tranquilo y seguro que apenas pude creer que hubiésemos pasado la noche luchando contra el terror.

Al cabo de un rato, una ráfaga de viento rasgó la bruma y, al mirar hacia el mar, donde una nítida franja de cielo gris rozaba el plomizo borde del agua, distinguí una especie de protuberancia al fondo, semejante a lo que vemos cuando miramos a través de un cristal curvo. De repente, aquello desapareció de mi vista; pero al instante me pareció ver que las aguas más próximas se elevaban como una ola, y recordé que algunos relatos de viajeros hablaban de cómo tras un terremoto, o por un capricho de las mareas, había surgido de las profundidades una gran ola que había arrasado a su paso las islas de los mares del Sur o las ciudades del Caribe. Agarré a mi primo de la manga y le dije que mirara; sin embargo, él no vio nada ni yo tampoco.

Poco después, mientras los hombres seguían preparando las barcas en el muelle, algo agitó las aguas, que volvieron a alzarse, y me di cuenta de que una masa negra, como una ola tersa y redonda pero sin cresta, avanzaba con rapidez hacia nosotros. Grité a los hombres para que se protegieran y el Conde hizo sonar un silbato, pero fue demasiado tarde; porque cuando los hombres le oyeron e intentaron correr hacia la torre, aquella montaña de agua, o lo que fuera, arrasó la embocadura del puerto y se tragó los espigones del muelle. En menos de cinco segundos no quedó a la vista más que una ola panzuda, con hebras de limo, que llegó rodando hasta la entrada del castillo sin producir espuma. Poco después el agua retrocedió; pero de los hombres, las barcas y el muelle no quedaba ni rastro, a excepción de las cadenas rotas colgando de sus argollas. Permanecimos inmóviles, con el siseo rechinante de aquella ola extraña todavía en nuestros oídos, y volvió a reinar la calma mientras el sol asomaba lentamente por la nebulosa línea del horizonte.