CAPÍTULO XIII

Del corredor que no tenía fin

Cuando se me pasó el susto de aquel episodio y el olor a limo del Agujero desapareció, me sentí con más ánimos que antes al ver que la criatura que nos acosaba podía ser mortal y vulnerable al miedo; mi primo estuvo en la cena también más alegre de lo que nunca le había visto, pues por primera vez había conseguido desconcertar al enemigo que asediaba su castillo. Pero, ante los hombres que nos servían, presentó todo el asunto como un traspié de la señorita Rosamund, y comentó que, al vernos en apuros y a punto de perder el sentido por el agua helada, había ordenado disparar la culebrina para hacernos salir del estupor y así evitar que fuéramos arrastrados hasta el mar y nos ahogáramos. La señorita Rosamund y yo, viendo su intención, nos dejamos llevar por su sentido del humor y aceptamos sus bromas de buen grado, pese a ser bastante burdas y más propias de un campamento que de una residencia noble.

Cuando la cena terminó y las mujeres nos dieron las buenas noches y se retiraron, el Conde me hizo una seña para que me quedara. Una vez que los sirvientes hubieron retirado los platos y abandonado la sala, echó el cerrojo a la puerta y regresó al estrado donde yo estaba sentado; entonces apartó su silla y me pidió que me levantara y observara. Vi que se inclinaba hacia el suelo y, tirando de una argolla en la que yo no había reparado antes, abría una trampilla encajada entre los tablones, que giró con suavidad sobre sus bisagras sin hacer ruido. Después cogió una vela del candelabro de la pared y, sosteniéndola en alto con precaución, me dijo que mirara hacia abajo. Al principio, la luz de la vela me cegó y no pude ver más que la oscuridad; pero poco a poco empecé a distinguir una bóveda, excavada en la roca, en la que había muchos toneles y cuñetes, grandes y pequeños. Pensé que mi primo quería mostrarme su bodega de vino y licores, y me sorprendió que actuara con tanto sigilo, aunque quizá temía que la guarnición pudiese amotinarse para conseguir bebidas como había ocurrido en otros lugares asediados.

—En verdad, primo —comenté—, estás bien provisto y no hay riesgo de que nos muramos de sed.

Soltó una sonora carcajada, cerró la trampilla y volvió a colocar la vela en el candelabro.

—No, necio ilustrado —replicó—; si hubierais estado en las guerras sabríais que aquí no hay vino del Rin ni otros licores. Éste es uno de los cargamentos de pólvora de Noll Cromwell, del que me apodere cuando regresaba del campo de Naseby y que desde entonces he conservado completo, a excepción de un par de cuñetes que gasté para calentarle la casa a vuestro amigo Maese Eldad antes de que volviera. Si la cosa que nos amenaza tiene miedo a la pólvora, tal como parece por lo ocurrido hoy, tendrá material de sobra para llenar su estómago. Aquí hay suficiente pólvora para enviar a los mojigatos bribones del Parlamento más cerca del cielo de lo que nunca irán por sí mismos. Había pensado privar a monstruos y Roundheads del placer de arrebatarme la vida y saltar por los aires en buena compañía llegado el momento; pero ahora empiezo a ver lo que mi pólvora es capaz de hacer con munición adecuada para cebar a ese diablo —y señaló con el pulgar hacia las ventanas— con algo que le gusta menos que la carne humana. ¿Qué os parece, primo? ¿Servirá?

Cuando terminó de hablar, me quedé perplejo sin saber qué responder, pues su oportuno disparo sin duda había ahuyentado al monstruo que quería arrastrar a la señorita Rosamund, si es que de un monstruo se trataba; sin embargo, no podía creer que el juicio de Dios pudiera ser rechazado con simple pólvora, ni que la artillería del Conde pudiera ser, una segunda vez, más útil de lo que las máquinas de Satán eran en el noble poema El Paraíso Perdido, ofrecido recientemente al mundo por el señor John Milton. Así que le di las gracias, como era de justicia, por su oportuna ayuda, pero no insistí, pues parecía avergonzado de su buena acción; después pasé a tratar el asunto de nuestras provisiones, que podían llegar a faltar (le dije) antes que la pólvora.

—Porque he leído en algunos relatos de las guerras que los soldados salan la carne con pólvora —señalé—, pero no que ésta pueda sustituir a aquélla; y aunque consigamos impedir que nuestros enemigos, hombres o algo peor, lancen un ataque, si nos morimos de hambre la situación no mejorará mucho.

—¡Muy bien! —exclamó dándome una palmada en el hombro—; todavía haremos un capitán de vos, Hubert. «¡Oh, este saber! ¡Qué cosa es!», como dice la obra. Con mucho gusto tomaré medidas sobre nuestros víveres, ahora que aún podemos disfrutarlos.

Me dio las buenas noches y se dirigió al alojamiento de los hombres, y yo a mi habitación.

La marea, que estaba hacia la mitad del reflujo cuando nos aventuramos en el muelle (algo que no era probable que volviéramos a hacer), había subido mucho y empezaba a chapalear en aquellas partes de la muralla que llegaban hasta el agua; porque como la isla en la que se alzaba el castillo era pequeña y muy recortada, el constructor de Deeping Hold había querido ganar espacio levantando algunos pilares en los entrantes de la roca, que nunca estaban secos salvo cuando la marea era baja. El salón del castillo (que aunque no tenía unas dimensiones excesivas era la mayor habitación de la casa) había sido construido en saledizo para darle todo el espacio posible, y su pared exterior descendía hasta el agua y estaba sustentada por pilares. Un poco más arriba de la muralla había una galería en voladizo por la que apenas podían cruzarse dos hombres pero uno solo caminaba con facilidad. Este pasaje, que conectaba los adarves de ambos extremos, recorría los dos lados del salón a una altura situada por debajo de la base de las ventanas, de modo que un hombre que se encontrara en el estrecho corredor trazado entre la pared y las almenas podía ver el interior del salón a través de los cristales que fueran transparentes.

Según creo, el corredor fue construido para que la guarnición pudiera hacer la ronda completa de las murallas e impedir que un enemigo penetrara por la pared del salón, un espacio donde no había defensas y que no podía verse desde los adarves salvo asomando el cuerpo más allá de la protección ofrecida por las almenas. Pero los centinelas no acostumbraban a caminar por ahí, pues no había torretas en las que resguardarse y (lo que quizá tuviese más peso) mi primo no deseaba en absoluto que sus hombres aprovecharan la excusa de sus obligaciones para andar fisgoneando mientras comía.

Mientras atravesaba el patio para ir a mis aposentos, meditando las palabras de mi primo y sin poder entender que la pequeña hazaña de haberme salvado le hubiera animado tanto, percibí un ligero sonido en la quietud; había dejado de advertir el chapoteo del agua y las voces de los centinelas, y no los oía más de lo que se oye el tictac de un reloj, tanto llegan a embotarse los sentidos de un hombre después de utilizarlos unos cuantos días. Ese nuevo sonido, apenas más fuerte que el chapaleteo de las aguas aunque distinto, era lento y áspero, parecido al de las olas cuando rompen sobre una playa pedregosa y hacen rodar unas piedras sobre otras. Me detuve a escuchar y, creyendo que el origen de aquel ruido se encontraba más allá del salón, subí a la muralla y seguí el estrecho corredor para ver qué lo producía, pues en nuestra difícil situación cualquier pequeña novedad podía provocar un gran sobresalto. Pero como mis pasos resonaban sobre el pavimento de aquella construcción (donde una pisada producía un ruido más sordo e intenso que en el adarve), no podía oír el extraño sonido; me detuve a escuchar, mas fue inútil. Sólo cuando llegué a la esquina del corredor, donde éste continuaba por el otro lado del salón, logré ver que las almenas estaban algo agrietadas y desmoronadas, como suele ocurrir con la piedra que ha estado expuesta al aire marino durante largo tiempo; pero no había luz suficiente para ver si las grietas eran recientes o no. Me di la vuelta y pensé que algunos trozos de almena se habían desplomado por el desgaste y estaban siendo golpeados por el agua al pie de la muralla; hasta que llegué a la puerta de mi cámara no oí más sonidos que los habituales en el castillo. Sólo recuerdo que mire por el gran ventanal del salón, donde todavía quedaban algunas ascuas ardiendo en la chimenea, y vi la sombra de un hombre que caminaba de un lado a otro.

A la mañana siguiente me desperté más tarde de lo acostumbrado, pues los sucesos del día anterior me habían agotado y alterado más de lo que yo creía. La actividad del castillo ya había comenzado bajo la bruma. Me vestí y, al escuchar voces y risas en el patio, me dirigí hacia la puerta de la escalera para ver quién podía tener ganas de reír en aquel lugar asediado; pero cuando vi a los hombres de la guarnición no salí, pues no estaba dispuesto a darles un pretexto para su regocijo. Aunque, a decir verdad, después de los últimos acontecimientos y de la muerte del sueco, su brusquedad e insolencia habían disminuido bastante. Con todo, aquella mañana el reciente buen humor del Conde les había dado ánimos para fanfarronear; porque el dicho «A tal señor, tal servidor» es completamente cierto. De modo que permanecí en la sombra de la escalera para que no me vieran.

Mientras unos siete u ocho hombres bromeaban, con un aspecto de malvados rufianes como no encontraríais en toda Alsacia (me refiero a la parte de Londres así llamada), salió la atolondrada muchacha de la taberna de Marsham, que era la única mujer del castillo aparte de la señorita Rosamund y la Signora. Los soldados debieron de hacer un par de chanzas a su costa y ella respondió de manera simplona como era su costumbre, con su risa estridente y su rudeza habitual; aunque en esto los hombres la superaban, pues habían aprendido las palabras soeces de numerosos lugares y conocían las burdas blasfemias de los alemanes y los holandeses y el lenguaje cuartelero de los españoles, los franceses y los italianos, que sonaba mejor pero era más detestable. Fingiendo estar furiosa por uno de esos comentarios, que no entendió en absoluto (aunque si hubiera conocido su significado se habría enojado con razón), la muchacha propinó a uno de los hombres un tortazo en la mejilla y soltó una carcajada estúpida; cuando el soldado juró que le haría pagar por ello desollándole la cara con su barba, que parecía broza por su aspereza, la joven echó a correr con un terror simulado y, al verse acorralada, no encontró otra salida que la escalera del adarve. Hasta allí subieron su zafio pretendiente y todos los demás, una media docena, que querían ver cómo acababa la cosa; uno de los centinelas, después de que la muchacha consiguiera saltar sobre la pica que había atravesado en su camino, se unió a la persecución. Y así corrieron, ella gritando y riendo y ellos maldiciendo y jaleando como en una cacería, hasta llegar al corredor que rodeaba el salón y conducía a la galería. Allí, uno tras otro, desaparecieron de mi vista, aunque seguí oyéndoles gritar hasta que la muchacha dio un terrible alarido, que se interrumpió de repente, y deduje que el perseguidor la había atrapado; sin embargo, su horroroso grito había sido más imponente que el que podría derivarse del burdo manoseo de los soldados, al que por otra parte estaba bastante acostumbrada. Como no volví a oír a los hombres, que ya debían de haber doblado la esquina del salón, pensé que el edificio, situado entre medias, no dejaba llegar el sonido o que los soldados temían molestar al Conde, pues éste era un hombre temible cuando sufría uno de sus arranques de cólera. Así que esperé a que la muchacha y sus perseguidores salieran a la muralla por el otro lado del salón. Pero cuando nadie apareció, temí que se estuviera tramando alguna maldad y, aunque no quería entrometerme en un asunto tan vulgar, decidí comprobar que la muchacha no sufría ningún daño. Subí por la escalera de la muralla y lo único que encontré fue la pica que el centinela había abandonado al salir corriendo tras los demás; llegué a la esquina y tampoco vi nada. Cuando iba a doblar el recodo del corredor sin ninguna precaución, recibí una vaharada del olor fétido que conocía tan bien y a punto estuve de desmayarme por la náusea; apoyé la mano en una almena y avance con cautela. Y menos mal que fue así, pues al doblar la esquina vi que la galería había desaparecido con almenas y todo; sólo quedaban un par de piedras melladas en la muralla, que rezumaban limo, y no había el menor rastro de la muchacha ni de los soldados.

El terror y la debilidad se apoderaron de mí y creí no poder regresar hasta el adarve y bajar al patio; pero hice un esfuerzo y logré llegar al suelo, pues pensé que estaba perdido si no me alejaba de las alturas. Cuando sentí la roca bajo mis pies, me dejé caer y permanecí tendido durante un rato, sin otra cosa que miedo en el cuerpo y un ansia desesperada de que aquello que nos acosaba acabara de una vez con la situación y no nos torturara más. Llegue a envidiar a los pobres desgraciados que habían marchado a la muerte entre risas y se habían ahorrado aquella espantosa agonía.

Era tal la angustia vital que sentía que realmente habría preferido seguir sus pasos; pero la señorita Rosamund apareció por la escalera y, al verme caído en el patio, corrió hacia mí preguntando a voces si estaba herido. Recobré el juicio, y una cierta vergüenza por mi falta de hombría, y rechacé la mano que me ofrecía para que me incorporara, diciéndole que lo único que me aquejaba era un sentimiento de cobardía, lo cual le sorprendió. Entonces le conté que se había hundido la galería y que quienes corrían por ella se habían ahogado sin remisión; no quise hablarle sobre el final de los hechos ni tampoco hizo falta, pues eso podía verlo sin que yo se lo dijera. Pero cuando le hablé de mi llegada al recodo, dispuesto a seguir a aquellos hombres, se puso pálida y se estremeció, agarrándome de la manga como para asegurarse de que aún estaba vivo; iba a sujetarla para evitar que se desmayara, pero se recuperó y se apartó de mí antes de lo que yo hubiese querido. Tras esto, avergonzada por su ataque de debilidad, que en cambio había sabido perdonar en mí, me pidió que fuera a contarle al Conde lo que había ocurrido.

Encontré a mi primo paseando por el salón (porque ya no se sentaba con la Signora con tanta frecuencia como antes) y le conté los hechos tal como se los había relatado a la señorita Fanshawe. Parecía bastante enojado, pues sus últimas muestras de buen humor habían sido como una estrella fugaz; cuando creía que iba a caer en un ataque de desesperación soltó una carcajada.

—Bueno, primo —dijo—, que se pudra la muchacha y mis hombres encuentren un alojamiento cómodo y cálido. Una muerte rápida y alegre es por lo que brinda todo soldado.

Entonces me preguntó con interés por el lugar donde la galería se había desmoronado; le dije que se encontraba al final del salón en el que nos hallábamos y que el corredor situado junto al ventanal todavía seguía firme.

—Sí, ya lo sé —dijo tras reflexionar un instante—; estaba arriba, y al oír gritar a esa puerca bajé para ordenarle que se callara y ver si había algunos hombres con ella, pues tenían rigurosamente prohibido utilizar la galería. Pero cuando llegué no vi ni oí nada. Bueno, aún somos suficientes para manejar los cañones si hace falta; ojalá pudiéramos colocarlos apuntando hacia acá. El duque Bernard de Weimar me dijo en el asedio de Breisach que un ángulo de muralla sin flanco es una puerta de entrada para el enemigo, que podría disponer su armamento para desbaratar las defensas laterales… —y aquí se interrumpió a sí mismo y volvió a reír.

—No me miréis como si estuviese loco, amigo Hubert —dijo, pues yo estaba asombrado de que pudiera recordar esos detalles en nuestra presente situación—. Estoy dispuesto a ofrecer mi vida, que vale menos que nada, para que cuando os llegue la hora resuene en vuestros oídos un fragmento en latín o griego, o alguna estrofa de un salmo ya que sois un puritano, sin pedir nada a cambio. Soy un soldado —añadió—, y he de morir por los instrumentos de mi oficio; y es posible que mis últimas palabras sean pronunciadas en la jerga militar. Así que dejadme solo, primo, antes de que os aburra.