Del charco que se arrastraba
Como he mencionado, de lo que se dijo durante la cena no recuerdo nada y, por otra parte, nadie habló demasiado; aunque sostuve que mi primo llevaba razón en su última disputa y que, si el duelo no podía evitarse, yo prefería el modo en que había acabado, lamenté la muerte del sueco más que la de un mero espadachín. Pues éramos un pequeño grupo, acosado por numerosos peligros, conocidos y desconocidos, y aprisionado en nuestra roca, que podía resultar un refugio deleznable; tarde o temprano, el desenlace del asedio parecía seguro. Además, de algunas de las palabras que el Conde cruzó con uno de los hombres que nos servían, deduje que las reservas de alimento estaban disminuyendo; no me sorprendió en absoluto, pues la prodigalidad con que se habían malgastado era semejante a la rapidez e injusticia con que se habían acumulado, pero recordé que Gulston, cuando todavía era leal, había hablado de ello con mi primo, quien (presa de uno de sus arranques de cólera) no quiso tomar ninguna medida y argumentó que el alimento duraría lo que nosotros duráramos.
Tan pronto como hubimos cenado, me levanté de la mesa y pedí permiso para marcharme, a lo que la mujer italiana me respondió con una inclinación de la cabeza; bajé hasta la gran puerta y, al encontrarla abierta, con un vigilante a cada lado y algunos hombres apostados en la torre barbacana que la dominaba, caminé por el muelle que protegía el pequeño puerto donde las chalanas, sujetas con cadenas, se mecían al compás de las suaves olas de la marea. Ésta había alcanzado la pleamar mientras cenábamos y empezaba a menguar, por lo que algunas piedras estaban húmedas y se veían charcos poco profundos en dirección al mar. Cuando comencé a avanzar hacia el borde del agua, noté que las rocas y las piedras estaban cubiertas de fango escurridizo, como suele ocurrir después del reflujo, y a punto estuve de caerme un par de veces; así que decidí dar la vuelta y regresar donde el terreno era más seco, renunciando a acercarme hasta el lugar en el que había un charco grande, próximo al punto donde rompían las olas y semejante a una lámina de plomo extendida sobre la piedra gris y las algas verdes.
Al volver hacia la puerta (pues el muelle no era muy largo) distinguí a la señorita Rosamund en el pasaje de acceso; al verme, salió y se puso a caminar a mi lado, detalle que me alegró, pues estaba muy decaído y me animó contemplar el único rostro que no ocultaba recuerdos de actos perversos ni maquinaciones de cosas peores aún por venir. Mientras paseábamos, me preguntó por los sucesos de aquella mañana y le hablé del asalto de esgrima, del plante del sueco y de la pelea; y constantemente me preguntaba: «¿Y qué dijo la Signora?» o «¿Qué le pareció eso a la Signora?».
Cuando le relaté la extraña desaparición del cuerpo de Gulston y de la tumba del otro hombre, se estremeció, me agarró del brazo, pues al parecer no sabía nada, y murmuró para sí misma: «¡Podría haber sido él!». Ello me complació, aunque no me atreví a hacer conjeturas sobre su significado.
Pero cuando le dije que el Conde había cogido la capa de Gulston en vez de la suya y se había arrebujado en la prenda del difunto, la señorita Rosamund hizo una honda inspiración y, soltando mi brazo, golpeó con una mano sobre la otra y exclamó:
—¡Ah! ¡Ahora lo comprendo todo!
Sus palabras me sorprendieron y le pregunté qué quería decir.
—¡Primo Hubert! —replicó—, ¿sois un hombre instruido y no sabéis lo que esto significa? ¿Acaso no visteis, cuando milord se quitó la capa del sueco y mostró el rostro, cómo aquella mujer tiró la copa, llamó a Pompeyo para que le ayudara y éste dejó caer el jarro de vino como ella sabía que haría? ¿No lo entendéis? El vino era para Gulston, si el Conde hubiera sido asesinado, y quizá también para vos. A mí podría haberme perdonado la vida durante algún tiempo para sacrificarme más tarde a su diablo, ¡si es que éste no está harto de una maldad superior a la suya!
Sus palabras me produjeron el mismo temor que cuando vi desaparecer bajo mis pies, en un remolino de lodo, la primera tumba que cavamos; aunque su significado estaba claro, me costaba aceptar que fuera posible una iniquidad tan horrible y desmesurada.
—¡No, no es posible! —respondí con brusquedad—; ¡eso es una locura! No me gusta nada esa mujer y no tengo intención de que así sea; pero cualquiera que hubiera estado en su lugar, sea bueno o malo, habría estado a punto de desmayarse y dejar caer lo que tuviera en la mano sin darse cuenta. No, prima, hay que ser justos hasta con el diablo.
La señorita Rosamund se volvió y me sonrió, con tristeza y un poco de lástima, como una madre que sonríe a un hijo que dice tonterías.
—¡Ah, Hubert! —exclamó, y ninguno de los dos nos dimos cuenta de que no me había llamado «primo»—; si fueses mujer, habrías sabido todo esto desde hace mucho tiempo. ¿Dónde tienes los ojos? ¿Acaso no ves que tras sus ojos de gato no hay más que intrigas y un montón de estratagemas, cada una más siniestra que la anterior? Te lo advierto: come, bebe y respira traición, y conspira hasta cuando duerme. Más aún, ¡fíjate dónde está ahora, asesinándonos con su mirada!
Mientras hablaba, hizo un saludo con la mano en dirección a la barbacana, y allí estaba la mujer italiana, apoyada sobre una de las culebrinas que siempre apuntaban a la embocadura del puerto, dispuestas a repeler el ataque de cualquier embarcación. Cuando miré a la Signora, ésta señaló hacia mí con gesto burlón y dijo algo que no entendí. Oí unas fuertes pisadas sobre los escalones de piedra y vi aparecer el sombrero del Conde, y a continuación su cabeza y sus hombros, por encima de las almenas; mi primo se acercó al soldado que había junto a la culebrina e inspeccionó su mosquete, pues los centinelas tenían orden de mantener las mechas siempre ardiendo, como es costumbre en un lugar asediado.
Me fue imposible ver sus rostros con claridad, ya que sus negros contornos se recortaban contra el cielo blanco y vacío; porque la bruma se había levantado un poco con la marea y ahora formaba espirales que colgaban sobre las orillas grises y las plomizas aguas menguantes. Me pareció percibir el regusto del Agujero, pero apenas lo noté, pues mis narices se habían acostumbrado a aquel olor y no pasaba un solo día sin que llegara algún soplo fétido. Aunque no distinguía las caras del Conde y de la mujer, pude ver que ésta se inclinaba hacia mi primo y le decía algo en italiano; sólo logré oír la palabra «drudo», que significa enamorado, y se me ocurrió pensar que podía estar hablando de mí y de la señorita Rosamund, pues en su voz había un tono de desprecio. La señorita Fanshawe también pareció oír la palabra, y como tenía algunos conocimientos de italiano entendió su significado; el rubor invadió su rostro, que resultó muy favorecido, aunque no me atreví a decírselo por miedo a enojarla, y se apartó de mí. Comenzó a alejarse de la barbacana, en dirección al mar, y yo seguí sus pasos, dividido entre mi deseo de estar a su lado y el propósito de no dar pie a las perversas conjeturas de la italiana; pues es verdad que cuando un hombre y una doncella caminan muy juntos, conversando de cosas privadas, el primer estúpido que les ve puede burlarse de ellos y tomarles por una pareja de enamorados.
Me pareció que la señorita Rosamund estaba (como suele ocurrir a las doncellas) más contrariada que yo por el comentario de la italiana, porque cuando la seguí aceleró el paso y me quedé rezagado unos metros. Como no quería molestarla ni obligarla a estar en mi compañía, me detuve y dejé que fuera donde quisiera. Pero un soplo de viento marino trajo el olor frío y fétido del limo, que siempre anunciaba algún peligro, y, olvidando todo lo demás, volví a acercarme hacia ella y le grité que regresara. Entretanto, la señorita Rosamund había llegado hasta el gran charco situado al final del muelle; al volverse para oírme, se resbaló sobre las piedras y cayó, quedando la mitad de su cuerpo dentro del agua. No obstante, parecía no haberse hecho daño, pues comenzaba a levantarse; en cuanto llegué al borde del charco, estiré la mano para ayudarla a salir del agua y ella alargó la suya. Pero cuando traté de agarrarla, la mano se alejó y sólo pude atrapar el aire; mire para saber qué había fallado y vi un espacio de roca húmeda entre mis pies y el borde del charco, aunque hubiese jurado que había extendido la mano desde la misma orilla del agua. Creyendo que todo se debía a mi falta de pericia, di un paso más en el agua e intenté coger su mano otra vez, pero volví a fracasar. Entonces vi que la señorita Rosamund se agarraba a una maraña de algas marrones y, tirando de ella, trataba de ganar la roca; sin embargo, no conseguía acercarse a mí, sino todo lo contrario. Su rostro, que había enrojecido por la caída y el esfuerzo de levantarse, ahora estaba pálido, y el mío (según me dijo después) aún lo estaba más; porque enseguida nos dimos cuenta de que lo que habíamos creído un charco fangoso empezaba a retirarse y la arrastraba hacia la destrucción. Cuando volví a mirar, vi cómo el limo gelatinoso bullía en el agua y rodeaba el cuerpo de la señorita Rosamund, como si lo atara con cuerdas, mientras se deslizaba en dirección al mar y formaba unas burbujas repugnantes en su superficie. La señorita no dijo ni una palabra, y yo tampoco pude hacerlo, pues era presa de un miedo cerval; y lo único que oí fue a la italiana riéndose desde la barbacana.
Tal vez fue su desdén lo que nos salvó, pues mi anulada voluntad se despertó y, en un ataque de locura, salté sobre aquel limo vivo y la agarre de los brazos para retenerla. Más no pude hacer, aunque, sin saber cómo, gracias al favor del Altísimo mis débiles brazos tuvieron la fuerza suficiente para resistir la tensión de las cuerdas del abismo. En cierto modo, las rocas me ayudaron, pues al ser rugosas y estar cubiertas de conchas y percebes, con estrechas grietas sinuosas, la cosa contra la que luchábamos tenía dificultades para abalanzarse sobre nosotros; de no haber sido así, nos habría tragado a los dos en un abrir y cerrar de ojos. Logré afianzar los pies en una hendidura de la roca y sostener a la señorita Rosamund (dejándole unas marcas en los brazos que le duraron días), y recuerdo que me pidió que la soltara para no morir con ella; mientras, seguía oyendo la risa de la Signora.
Entonces, no sé por qué razón, lo que nos arrastraba se vio obligado a poner fin a la situación; con un extraño ruido de aspiración, una cosa enorme, gris y fangosa, comenzó a elevarse en la embocadura del puerto y se lanzó hacia nosotros como una ola. Al ver cómo el extremo de esa cosa se aproximaba rezumando lodo y trepando por encima del muelle, grité ante la muerte y cerré los ojos. Un potente rugido atronó en mis oídos y sentí una ráfaga de viento acompañada de una fuerte rociada de agua. Cuando recuperé el sentido, estaba tendido en el espacio vacío del charco, con la señorita Rosamund a mi lado, y las espirales de una gran nube de humo azul se alzaban por encima de nosotros. Me puse a cuatro patas y empecé a gatear hacia arriba; conseguí levantarme y, al secarme el agua de los ojos, pude ver la barbacana, una culebrina que todavía echaba humo por el tubo, y a mi primo oteando el horizonte con la mano extendida sobre las cejas mientras dos o tres soldados salían por la puerta sin demasiada convicción, como si estuvieran dominados por el miedo. De aquello que nos había tendido la emboscada no quedaba ningún rastro visual ni sonoro. Pese a estar a corta distancia, nos costó un gran esfuerzo llegar hasta la puerta, pues los hombres temían acercarse y no querían tocarnos al ver nuestras ropas impregnadas de lodo.
Cuando entramos al patio, mi primo estaba de pie, en la escalera de la barbacana, y los ojos le brillaban.
—Bueno, primos —dijo—, si queréis jugar a Píramo y Tisbe[10] os aconsejo que os quedéis en el lado seguro de la muralla. Aquí no hay leones, aunque quizá sea peor.
Soltó una gran carcajada, a la que se unió la Señora como un eco; la señorita Rosamund volvió a ruborizarse y a golpear con rabia el pie contra el suelo, pero enseguida recuperó el orgullo y se dirigió a mi primo.
—Primo Philip —dijo con seriedad—; no lograréis que sienta vergüenza al daros las gracias por haberme salvado la vida, que estaba casi perdida… —y habría seguido hablando, pero el Conde le interrumpió como era su costumbre.
—Oh, sí —dijo él—; aunque no hacen falta agradecimientos, y menos de vos o de Hubert —porque yo estaba a punto de balbucear mi gratitud—. No, amigo, guardad vuestros sermones hasta que estén secos. Id a cambiaros de ropa o lamentaré haber malgastado buena pólvora por vuestra causa.
—Signorina Rosamunda —dijo entonces la Signora desde las escaleras—, ¿queréis que os mande a la doncella con una muda de ropa? ¡Tenéis un aspecto tan… ¿cómo se dice en vuestro idioma?… desaliñado! —y volvió a reír.
—Sí, Signorina Bardi —replicó mi prima—, pues si no los soldados podrían confundirme con una de aquellas prostitutas que seguían a los ejércitos en las guerras alemanas.
Sin más, se dio media vuelta y se encaminó hacia su torre, y yo hacia la mía.
Cuando me hube cambiado de ropa, decidí deshacerme de las calzas y las botas, porque el hedor del limo seguía adherido a ellas y mi cámara olía como una cripta de ahogados. Así que las arrojé al agua por la ventana y vi cómo caían sobre una roca situada a unos metros de la orilla, pues calculé mal el lanzamiento. Después me volví para marcharme. Antes de llegar a la puerta oí un chapoteo en el agua y me asomé otra vez a la ventana; sin embargo, no vi nada: sólo que mis cosas habían desaparecido.