De la disputa entre el Conde y el sueco y de cómo acabó
Mientras trasladábamos a aquel hombre perturbado a su alojamiento, apareció el Conde con una bata ribeteada en piel sobre los hombros y la espada desnuda en la mano; cuando oyó lo que pude contarle, fue a la caseta de la guardia y, desde allí, a la muralla. Yo le seguí, pero no vi nada aparte de lo que ya conocía: el limo en las almenas, la bruma blanca sobre las aguas negras y un silencio de muerte. No sabía qué pensaba mi primo, y probablemente él tampoco, pues tenía el semblante abatido; permaneció junto a la muralla durante largo rato hasta que alargó ambos brazos hacia el mar y gritó, como si se dirigiera a un enemigo:
—¡Llévame pues, si es lo que deseas!
Pero no hubo ninguna respuesta ni ningún sonido salvo el chapoteo de la marca menguante contra la roca. Entonces se volvió hacia mí, exhalando un suspiro como si no pudiera soportar más, y me habló de manera extraña.
—Primo —dijo—, ¿por qué no os empleasteis a fondo esta mañana? Estuvisteis a punto de hacerlo y habría sido mucho mejor para vos y no peor para mí.
Apenas sabía cómo contestarle, pues no quería hablar de la mujer italiana, en parte porque detestaba acusar a nadie sin pruebas suficientes, pero sobre todo porque conocía el poder que ella ejercía sobre el Conde y temía que pudiera arrastrarle a una disputa funesta conmigo. De modo que sólo le dije que me había excitado con el combate y le había herido neciamente, pero que había recuperado la cordura antes de que ocurriera lo peor y le había suplicado perdón.
—Porque está escrito —añadí—: «Qué no se ponga el sol sobre vuestra iracundia»; y aunque sea un poco tarde para decir esto, que no salga el sol sobre la ira entre nosotros dos.
—Siempre seréis un puritano —replicó, riéndose sin alborozo pero con amabilidad—; aunque sois mejor que los santos de Noll, allá junto a Marsham, que son capaces de golpear a un hombre desarmado en la cabeza para glorificar a Dios. Si Dios se complace en tales villanos, dejadme entonces servir al diablo.
Le respondí que yo por lo menos no podía afirmar que Dios se complaciera en la violencia de los hombres, aunque a menudo podía realizar Sus designios mediante tal instrumento; creyendo que de ese modo quizá podría incitarle al arrepentimiento (pues su espíritu maligno tampoco le quedaba muy a mano), seguí diciendo que debíamos dudar de nuestros propios actos más que de la bondad de Dios, y que cuando nos enmendáramos nosotros mismos un poco percibiríamos Su voluntad con más claridad.
—Del mismo modo que ahora vemos las estrellas, que han estado brillando todo el rato, aunque antes no pudiéramos observarlas a causa de la niebla —añadí.
Porque mientras hablaba, la dirección del viento había cambiado —ahora soplaba de tierra— y la bruma se había disipado en las marismas, dando paso a una noche clara y tranquila en la que la luz de las estrellas cabrilleaba sobre las ondas del agua.
Creí que le había conmovido, pero no mostró ningún signo de ello; todo lo que hizo fue dar la espalda a aquella noche tan despejada y decir:
—Bueno, primo, la marea está bajando deprisa y nadie podrá acercarse sin que le veamos. Así que ¡a la cama!
Y se marchó, no sin antes ordenar a los centinelas de las torres que estuvieran ojo avizor; pues nadie quería acercarse a la caseta de la muralla, que todavía apestaba a podrido.
Después de recorrer el patio un par de veces, y no oír nada salvo las voces de la ronda y el cuchicheo del hombre trastornado cuando pasaba junto al alojamiento de los soldados (pues no murió hasta el amanecer, como ya he dicho), me dirigí hacia mi cámara con el ánimo decaído; porque estaba saciado de atrocidades, como dice la obra, y de no ser por el recuerdo de la señorita Rosamund (a la que veía a menudo), casi habría llegado a considerar la tierra un lugar horrible y desolado y a apreciar la vida poco más de lo que la apreciaba mi primo.
Cuando a la mañana siguiente, tras un sueño breve y agitado, me desperté y vi en la ventana un celaje de bruma, me acordé más del peligro que se cernía sobre nosotros que de la esperanza de conversar con alguien que compartiera ese mismo temor; pues aunque en ese momento no pude percibir el olor fétido de la bruma, ésta parecía ser la cobertura perfecta para que un enemigo desconocido cayera sobre nosotros. Como no tenía otra cosa que hacer, bajé al patio y di un paseo, pero sólo vi las sombras de los hombres al pasar; detuve a uno de ellos y le pregunte por el perturbado, y me dijo que había muerto, a lo cual no di demasiada importancia. Seguí paseando hasta que la niebla se disipó un poco y vi que el Conde se acercaba.
—¿Qué hay, primo Hubert? ¿Repetimos nuestro asalto? —preguntó.
Le respondí que no nos quedaban floretes, aunque yo estaba dispuesto.
—Bien —dijo sonriendo—, cojamos los estoques, primo, pero envainados; porque hoy sólo quiero matar el tiempo.
Como no tenía nada contra su deseo, até la vaina de mi espada a la empuñadura para que no se cayera y, cuando él hubo hecho lo mismo, empezamos a practicar la esgrima, aunque sin muchas ganas; con intención de agradarle, y también de evitar la tentación que había estado a punto de convertirme en un asesino, quise enseñarle un nuevo movimiento con la espada y él se preparó. Le enseñe la estocada que había pretendido utilizar contra él y cómo esquivarla; al ser hábil con las armas y de vista rápida no tardó mucho en aprenderla casi tan bien como yo, y pude explicarle cómo prepararse para asestarla con una astuta finta que obligaba al adversario, si no conocía su significado, a bajar la mano demasiado y abrir la guardia.
Mientras le mostraba todo esto, la bruma todavía era espesa a nuestro alrededor, de modo que nadie pudo ver lo que hacíamos; pero al levantarse un poco de viento y aligerarse los vapores, el patio quedó al descubierto bajo la pálida luz del sol y vimos a la Signora observándonos desde la puerta de la casa, con Gulston a su lado. Dejé de muñequear y les di los buenos días; la mujer devolvió el saludo inclinando la cabeza y el sueco se acercó despacio hacia nosotros, con un pavoneo que en mi opinión no le favorecía nada.
—¿Así que hoy vais a tomar vuestra lección con las espadas envainadas, milord? —dijo sonriendo bajo su barba rubia—. Muy prudente por vuestra parte.
Al oírle, mi primo alzó las cejas y apretó los labios; porque las palabras del sueco no eran nada, pero en su voz había una insolencia que me sorprendió. Con todo, aún me asombró más la frialdad con la que el Conde las tomó.
—Sí, claro —contestó con una sonrisa—; todavía no actúo como un estúpido dos días seguidos.
Entonces desató el pañuelo de su empuñadura y se ciñó la espada a un lado; yo iba a hacer lo mismo cuando Gulston me detuvo.
—¿No vais a ofrecerme una migaja de vuestra sabiduría? —preguntó sonriendo, con una muestra de franqueza característica de un soldado—; no pudimos veros bien debido a esta maldita bruma, aunque parecía que estabais enseñando a milord una bonita treta de esgrima. ¿Tendríais la amabilidad de mostrarla otra vez?
Mientras hablaba, miró de reojo a la Signora y ésta le devolvió la mirada. No sabía qué hacer, pues pensé que su petición ocultaba algún propósito, y miré a mi primo para pedirle consejo. Pero él se rió.
—Sí, ¡enseñádsela, Hubert, enseñádsela! —respondió, sentándose en los escalones para observarnos.
No podía demorarme más, aunque mi mente me hacía recelar que aquello respondiera a alguna astuta intriga de la italiana; así que enseñé a Gulston la estocada que había aprendido, y resultó ser un discípulo más aplicado que mi primo, como el propio Conde reconoció.
—¡Cáspita, Eric! Eres mejor espadachín de lo que creía. Sería incapaz de dominar estas tretas italianas en una semana. No soy más que un inglés bruto, como bien puede confirmar la Madonna. ¡Repítela, Gulston!
El sueco arremetió tan hábilmente con su estoque envainado que cerré la guardia con demasiada lentitud y recibí un fuerte golpe en el pecho; el Conde y la Signora aplaudieron. Entonces me detuve y, fingiendo sentirme herido en mi vanidad, dije a Gulston que no le enseñaría ninguna otra cosa; además, estaba decidido a no mostrarle de ningún modo cómo parar la estocada, aunque no sabía qué mal podría haber en ello.
Cuando mi primo hubo dicho un par de chanzas sobre mi derrota y la Signora también, aunque de manera más sutil, les respondí lo mejor que supe (pues mi ingenio nunca fue muy ágil). Seguimos hablando de esto y aquello hasta que salió un soldado del cuarto de la guarnición y preguntó qué se debía hacer con el tipo que había pasado la noche delirando y ahora estaba muerto.
—Gulston —dijo el Conde—, llévate uno de los botes para enterrarle y encárgate de que el pobre diablo reciba los últimos sacramentos. Elige un par de hombres y procura que todo esté acabado antes de la hora de comer.
Al oír esto, al sueco se le enrojeció el rostro, curtido por el sol y el viento, y comenzó a atusarse los bigotes; permaneció así durante un rato antes de responder. Entonces mi primo preguntó con más energía.
—¿Es que no me has oído? No es nada extraño que los soldados hagan tal cosa en las guerras.
—Ya, pero aquí sí es extraño —contestó el sueco, decidiéndose a hablar por fin—. Maese Leyton, aquí presente, puede confirmar que cuando enterramos a los hombres asesinados en Marsham estuvimos a punto de ser tragados por unas arenas movedizas, o lo que fuese aquello, que yo no lo sé pero acaso vos sí. Así que juré, y él me oyó, que no participaría en más enterramientos.
Esperaba que mi primo estallara en uno de sus ataques, pues aquello no sólo era un acto de desobediencia absoluta, sino que la forma de hablar del sueco era peor que el fondo de sus palabras. Pero aunque al Conde se lo llevaran los demonios, como solía ocurrir muy a menudo, o aquél era el día del demonio impasible o su orgullo, bastante grande por cierto, no le permitía mostrar que estaba alterado.
—Bien —dijo a uno de los soldados que estaban por allí (pues se habían acercado algunos más mientras hablaba)—; ya que vuestro abanderado tiene miedo de coger frío, enterraréis a vuestro compañero tú, tú y tú… y llamó a algunos por sus nombres.
Todos vacilaron, divididos entre el miedo al Conde y su temor aún mayor al peligro de las marismas; y al recordar lo que había visto no pude culparles de nada.
—Pero no —dijo mi primo—, nunca enviaré a nadie a una misión a la que tema ir yo mismo. Hubert, ¿venís?
Mientras Gulston desafiaba con insolencia a su capitán, la italiana había permanecido en silencio, limitándose a mirar con los ojos entornados; pero ahora intervino, y nos aconsejó al Conde y a mí que no partiéramos, pues con toda seguridad existía peligro para ambos. Tal como podría haber imaginado, mi primo mostró aún más insistencia en su propósito, y yo, por pura vergüenza, no pude dejarle solo en su aventura. Ordenó a los hombres que prepararan el cuerpo para el entierro y lo llevaran al embarcadero junto con un par de palas; y así hicieron: depositaron todo en el bote más pequeño y se quedaron mirando mientras nos sentábamos. A la Signora y a Gulston tampoco hubo que rogarles su asistencia. Cuando estábamos a punto de zarpar, los soldados encargados de servir al Conde subieron al bote, primero uno y después otro, y me quitaron los remos de las manos en el momento en que me disponía a utilizarlos; al ver esto, el sueco, creyendo (según me pareció) que se le podría tomar por cobarde, o quizás impulsado por una mirada de la Signora, lanzó un juramento y saltó al bote con nosotros.
—Bien, vencer o morir —dijo con una sonrisa irónica—. Contad conmigo para este asalto —añadió.
El Conde no contestó y separó el bote del embarcadero.
A decir verdad, nada indicaba que un peligro amenazara nuestra misión: el aire era limpio y el sol brillaba en las marismas, donde la marea había bajado un poco y los bajíos y las charcas grises aparecían menos desolados de lo que era habitual. No obstante, ello me inquietaba aún más, pues era como si bajo la claridad del día se estuviera fraguando alguna emboscada; pero para los hombres, de naturaleza tosca y simple, no parecía haber motivo de miedo, y de no haber sido por el cadáver que llevábamos incluso se habrían reído tal como acostumbraban.
Sin dignarse pronunciar ni una palabra, mi primo dirigió nuestro rumbo a través de una amplia zona pizarrosa, suave y gris, en la que no había ninguna depresión desde la que pudiese acechar un enemigo ni ningún cauce que cruzara aquella superficie plana; únicamente, a cierta distancia, había una sombra alargada, que indicaba, según me pareció, el curso de algún canal que recorría la marisma como una cicatriz. El sueco permaneció sentado con gesto adusto, jugando con la empuñadura de su espada y sin decir nada. Encallamos el bote en la orilla de un banco y, al oír la orden del Conde, los dos soldados trasladaron a su compañero muerto hasta un terreno llano y compacto y empezaron a cavar una tumba; nosotros tres continuamos sentados, viendo cómo trabajaban, mientras sus figuras se recortaban contra la marisma, iluminada por la luz del sol y sólo atravesada por la sombra del canal. Miré alrededor varias veces y escuché con atención, pero no observé nada extraño ni tampoco oí ningún remolino de agua ni el ruido de succión ya conocido. Los hombres nos indicaron por señas que todo estaba listo; mi primo me hizo un gesto con la cabeza y nos levantamos —Gulston nos siguió—, de modo que el bote quedó balanceándose, amarrado con una cuerda al bichero que habíamos plantado en tierra.
Nos acercamos a la tumba que habían cavado para el difunto y me dispuse a ejercer de capellán con mejor voluntad que la vez anterior, pues el soldado que íbamos a enterrar no había muerto en ningún crimen o acto de rapiña, sino cumpliendo su deber sencillo y cotidiano; además, la intensidad del miedo que le había arrebatado la cordura y la vida podría considerarse un justo castigo por los pecados que hubiese podido cometer. Mientras rezaba, mi primo y sus hombres se quitaron los sombreros y esperaron, pero el sueco se mantuvo cubierto y alejado de nosotros. Tras el responso, los dos hombres echaron arena y tierra sobre el cuerpo. El día seguía siendo luminoso, el aire tranquilo y suave, y ninguna señal de vida alteraba las marismas, que aparecían pálidas a la luz del sol, a excepción de las oscuras líneas de los canales, entre las que destacaba la sombra alargada, algo más próxima que antes según me pareció (aunque pronto deseché tal fantasía).
Como todo se había realizado de manera conveniente, esperaba que mi primo diera la orden de partir: los hombres se echaron las palas al hombro dispuestos para la marcha, pero el Conde les detuvo.
—No, no os las llevéis aún —dijo—; quizá volváis a necesitarlas.
Mientras los hombres le miraban boquiabiertos y yo me preguntaba el significado de sus palabras (porque había hablado con sosiego, como si albergara algún propósito definido), se acercó al sueco, que permanecía cabizbajo unos pasos más allá, y dándole un golpecito en el hombro dijo:
—Atiende un momento, Eric Guldenstierna; ¿has olvidado que hace un rato osaste desobedecer la orden de tu oficial? ¿Y qué es eso sino un motín?
Entonces sacó una pistola de debajo de su capa. Gulston dio un respingo y echó mano a la empuñadura de su espada.
—Desenvaina y eres hombre muerto —dijo el Conde.
El sueco retiró la mano.
—Si hubieras sido un soldado de Noll Cromwell en lugar de mío —señaló mi primo—, te habrían pegado un tiro en el patio del castillo a la primera palabra de rebelión. Pero los del bando del Rey, como nuestra causa no es en absoluto sagrada, somos menos dados a matar a un hombre indefenso. Además, tampoco quise arriesgarme a que tus sesos salpicaran a una dama elegante como la Signora, aunque quizás ella haya visto cosas peores. Lo cierto es que uno de los dos no tegresará a Deeping Hold.
—¿Y qué piensa hacer vuestra Señoría? —preguntó el sueco en tono de mofa—. ¿Obligaréis a vuestro excelentísimo primo y a sus dos hombres a que acaben conmigo y así os ahorren el trabajo de matarife?
—¡Desde luego que no! —replicó el Conde—. Tendrás tu oportunidad, aunque apenas la merezcas. Nuestras espadas son de la misma longitud; Hubert se encargará de que el combate sea limpio y actuará como reverendo del que muera y barquero del que quede con vida. ¿Qué os parece, primo?
Me negué rotundamente a aceptar tal propuesta, pues en mi opinión el duelo era poco mejor que el asesinato, en especial cuando todos estábamos en peligro de muerte y debíamos mantenernos unidos para defendemos en vez de enfrentarnos unos con otros. Algo así dije; sin embargo, no logré impresionar a mi primo.
—Para ser hombre de letras, no sois nada cobarde —contestó—; pero vuestro conocimiento de la guerra es escaso. De lo contrario sabríais que en situaciones de peligro la piedad con un amotinado significa la muerte para los hombres leales. O le doy a este perro la oportunidad de salvar la vida o le pego un tiro tal como está, elegid vos qué debo hacer.
—Yo no tengo arte ni parte en este asunto —respondí—; por mi voluntad ni matareis ni seréis muerto.
—Bien, entonces quedaos aquí y observad, y mantened la conciencia tranquila —contestó mi primo—; y si vence, dejadle marchar sin buscar venganza. Vamos, caballero, ¿estáis dispuesto?
Mientras el sueco asentía con la cabeza, el Conde dejó la pistola en el suelo, se quitó la capa y el jubón, y los colocó cerca del bote, junto a la vaina de su espada; Gulston hizo lo mismo. Entonces, cada uno con su estoque bajo el brazo, se dirigieron hacia el lugar donde habíamos enterrado al soldado.
—Este lugar es tan apropiado como cualquier otro —dijo mi primo mientras se aproximaban a una desnuda franja de arena, más allá del túmulo que señalaba la tumba.
Gulston contestó poniendo manos a la obra. Cogió el arma en la mano, saludó, se puso en guardia y las hojas de las espadas chocaron una contra otra.
Ni los otros dos hombres ni yo les habíamos seguido, pues yo no quería participar en esa disputa y los soldados no se atrevían a dar un paso sin que sus jefes se lo ordenaran. Así que nos quedamos junto al bote, sobre la orilla inclinada, y observamos cómo las figuras de los dos hombres, a unos cien pasos de nosotros, se recortaban sobre la blanca marisma; más allá estaba la oscura franja del canal a la que me referí antes, donde parecía quedar algo de agua porque la luz del sol centelleaba en las zonas encharcadas. Al cabo de un par de minutos, toda mi atención se centró en los dos hombres que luchaban a muerte.
Al principio, aquel juego no parecía ser más peligroso que nuestros asaltos en el patio del castillo, pues ambos se mostraban cautelosos; el roce metálico del acero cuando paraban y respondían recordaba el sonido acompasado de un reloj grande y extraño. El sueco siempre estaba vigilante, como yo bien sabía, y mi primo no le iba a la zaga en sangre fría. Tan igualado parecía el combate que cuando se detuvieron para recobrar el aliento, tuve la esperanza de que la disputa acabara sin derramamiento de sangre. Sin embargo, una vez recuperados, volvieron a entregarse a la tarea, con mayor fiereza, hasta que el sueco profirió un juramento, lo que me hizo deducir que el Conde le había tocado; a pesar de todo, siguió combatiendo con tenacidad y, como daba la impresión de que el duelo iba a durar todavía un buen rato, aparté la vista del resplandor de las espadas un instante y la dirigí hacia la sombra del canal, que había aumentado un poco más y parecía indicar que la marea estaba subiendo. Cuando volví a mirar a los duelistas, de pronto se produjo el fin. Vi que Gulston retrocedía mientras el Conde avanzaba hacia él, pero cambiaron de posición y el sueco nos dio la espalda. Pude distinguir la hoja de su espada girando con rapidez y le vi lanzarse hacia adelante y emplear la estocada que le había enseñado aquella misma mañana. Cerré los ojos instintivamente, pues supuse que mi primo había muerto; cuando volví a abrirlos, su negra silueta seguía allí, de pie contra la marisma gris, mientras Gulston se tambaleaba e intentaba agarrarse a su costado. Después cayó y quedó tendido en el suelo. Su asesino le contempló un instante y se acercó a nosotros, lentamente, con la espada manchada de sangre hasta la empuñadura.
Para ser sinceros, si uno tenía que morir, no hubiese preferido que el combate terminara de otro modo; no obstante, me repugnó pensar que la vida de un hombre pudiera malgastarse de ese modo y perderse tan a la ligera, y no pude decir nada cuando mi primo empezó a ponerse el jubón. Mientras limpiaba la espada y la envainaba, el Conde dijo:
—Veo, primo, que os entristece que ese perro haya muerto como un hombre. Sin embargo, ¿qué más da que él se haya ido antes que yo? Si además de la estocada le hubieseis enseñado cómo responder a ella, sería él quien estaría aquí en mi lugar. Bueno, espero que mi final no sea peor que el de Gulston. Ahora marchémonos y rindámosle los honores que podamos.
Los hombres se agacharon a coger las palas y nos dirigimos al lugar donde se había cavado la tumba y, unos pasos más allá, había caído el sueco. Pero cuando busqué el túmulo y el cuerpo sólo pude ver la extensión gris de la marisma y no aprecié el menor rastro de que allí hubiese habido ningún hombre, vivo o muerto. Pensé que había mirado en la dirección equivocada y dirigí la vista hacia la llanura gris, mas seguí sin ver otra cosa que un reflejo luminoso sobre el terreno y unos colores irisados, como tantas veces he visto en los charcos de lodo que reciben la luz del sol. Además, el canal lejano, o lo que había tomado por tal, había desaparecido totalmente como un trazo de tiza que hubiera sido borrado de una pizarra; en ese momento se levantó una ráfaga de viento y noté que su olor era salino y fétido.
Un gran temor se apoderó de mí y agarre a mi primo por el brazo, gritándole que pusiéramos rumbo al castillo a toda prisa; el Conde cogió la capa del suelo, se envolvió en ella y subimos al bote. Los hombres remaron con brío, aunque no se veía ni oía nada peligroso, y no tardamos mucho en llegar al muelle. Durante todo el trayecto, mi primo permaneció sentado, con el sombrero calado hasta los ojos y la capa liada alrededor del cuerpo, y tuvo un par de escalofríos. Al fijarme, advertí que había cogido la capa del sueco en vez de la suya, pues ambas estaban juntas en el suelo.
Cuando nos acercamos al embarcadero, me pareció ver que una mujer nos observaba desde la barbacana; pero rápidamente desapareció y los centinelas fueron los únicos que salieron a recibirnos hasta que llegamos al patio. Allí había más hombres, que no preguntaron nada a sus dos compañeros y se apartaron de ellos. En la puerta de la casa estaba la señorita Rosamund; sus ojos se iluminaron al verme y sus labios se movieron sin emitir sonido alguno. Luego salió la italiana —y después Pompeyo con un jarro y una copa— y dirigió la mirada hacia mi primo, que seguía arrebujado en la capa de Gulston y con el sombrero calado hasta los ojos; como los dos hombres tenían una altura y corpulencia semejantes, el Conde parecía ser la viva imagen del hombre que había asesinado. La Signora no dijo palabra, pero llenó la copa de vino y se mantuvo a la espera, sonriendo de manera extraña. El Conde se le acercó y se desprendió de la capa.
—Bueno, Fiammetta, todavía no te has librado de mí —dijo.
A la italiana se le crispó el rostro y, dando un grito agudo, extendió los brazos sin reparar en la copa, que salió volando por los aires y fue a estrellarse contra las piedras, entre cuyos resquicios corrió el vino tinto derramado como si fuera sangre. Entonces se tambaleó como si fuera a desmayarse y pidió a Pompeyo que la sujetara; éste, para sostenerla, soltó el jarro, que fue a caer junto a la copa. No obstante, logró recuperarse y lanzar los brazos hacia el Conde, riendo y sollozando como si estuviera turbada por la emoción; así permaneció un instante, hasta que mi primo se la quitó de encima y entró en la casa con fuertes pisadas. Los demás nos retiramos a nuestros aposentos.
Más tarde, volvimos a encontrarnos en la cena, durante la cual fingimos comer y dijimos palabras a las que nadie prestó atención. La silla del sueco estuvo vacía, pero el Miedo ocupó su sitio.