De mi asalto de esgrima con el Conde y de la noche después
Sin duda hay verdad en el viejo proverbio que dice que mañana será otro día y sabiduría en cómo los ancianos se abstienen de opinar sobre un asunto hasta que lo han dormido; porque un nuevo amanecer a menudo infunde nuevos ánimos y unas pocas horas de sueño sirven para que las tinieblas del alma y la mente desaparezcan.
Al día siguiente de aquella horrible noche de muerte y brujería, la mañana fue otra vez hermosa y más despejada de lo que es habitual en otoño. Mientras contemplaba el amanecer desde mi ventana, se me ocurrió pensar que si desvestirse y echarse a dormir puede limpiar de maldad y tristeza el corazón, librarse de la carne ajada y achacosa y caer dormido, como imaginamos la muerte, quizá conduzcan al alborear de un nuevo día, más claro que el anterior pero no distinto, en vez de a una gloria o a un tormento demasiado grandes para nuestros pequeños actos. Jamás he dejado de consolarme con este pensamiento, aunque no he encontrado ningún teólogo de ninguna iglesia que no lo considere una herejía; de modo que he conservado tal ilusión para mí mismo y para alguien más que nunca me tendrá por hereje.
Cuando dirigí la vista desde el cielo luminoso hasta el patio del castillo supuse que algo nuevo ocurría. Los soldados se hallaban reunidos en pequeños grupos y charlaban con impaciencia; algunos parecían risueños y otros ceñudos, pero todos maldecían, pues los juramentas eran tan comunes en el ejército del Rey como los textos sagrados entre los Ironsides, aunque más por moda que por la bondad o la maldad de esta hueste o de aquella. En el adarve, dos hombres escudriñaban la tierra con ansiedad, curvando las palmas de las manos sobre las cejas; mientras les observaba, llegó mi primo con un anteojo en la mano y todos le dejaron pasar para que subiese a contemplar lo que pudiera haber en aquella dirección.
Me vestí apresuradamente y bajé al patio; el Conde apartó la vista del horizonte y, al verme, gritó:
—¡Venid acá, primo, y ved por dónde vienen vuestros amigos!
Cuando estuve a su lado, miré hacia tierra como había observado que hacía él, pero no vi nada, sólo las marismas; entonces pregunté dónde estaban esos amigos míos.
—¡Cómo! Pues allí arriba, en las colinas, donde apenas alcanza vuestra vista —replicó riendo—. ¿Es que os habéis dejado los ojos en los libros, primo?
Forcé la vista todo lo que pude para escrutar las colinas tal como él me dijo, pero fue inútil; cuando estaba a punto de preguntarle la respuesta a su acertijo, atisbé un pequeño penacho de humo en el borde de la colina más lejana y se lo dije.
—Sí, son ellos —dijo el Conde—. Han encendido sus fuegos para el desayuno, que será abundante, seguro. He visto ese fuego muchas veces en las colinas de Bohemia y así he sabido que Piccolomini o Gallas[9] se estaban preparando para atacarnos.
—¿Entonces creéis que son soldados quienes hacen aquel fuego? —pregunté.
—¿Creer? No, lo sé —respondió—. Supongo que es una tropa de caballería con órdenes de Noll Cromwell de golpear en la cabeza a todos los que no quieran aceptar cuartel y colgar a los que se rindan.
Alguien le tocó el hombro y al volverse vio a la Signora.
—Ah, olvidaba a La Fiammetta —añadió—; para ella no servirá ni el acero ni el esparto de las sogas, sino que hará falta otro penacho de humo como ése.
La italiana le sonrió sin ninguna efusión y sus ojos se entornaron.
—¿Es que han llegado los soldados del Parlamento? —me preguntó.
—Hemos visto el humo de unas hogueras en las colinas —contesté—; y es muy posible que sean ellos quienes las hagan. Estarán en Marsham hacia el mediodía.
—Y en Deeping Hold el Día del Juicio Final —apostilló el Conde riendo—. Siento haber destrozado sus botes, pues me encantaría combatir con algo que se pareciera a un hombre. Pero no sé cómo van a llegar hasta aquí.
La italiana movió la cabeza con impaciencia.
—¿Entonces para qué han de hacer nada? —preguntó—. ¿Para qué hemos de preocuparnos de si vienen o van?
—Vaya —dijo mi primo—, no debería preguntar eso quien ha seguido a nuestro ejército por media Alemania y toda Inglaterra.
Sin más, se volvió hacia los soldados, que le miraban desde abajo.
—Amigos —comenzó, alzando la voz para que todos pudieran oírle—, ésos son Roundheads que vienen a acabar con nosotros, si es que pueden. No hay escapatoria ni esperanza de encontrarla salvo en el combate. Si prometen perdonaros la vida, cumplirán su palabra con un dogal. Tened listas vuestras armas pues, y si hemos de dormir en el infierno, que vayan ellos primero a buscarnos unos aposentos cómodos.
Cuando acabó, los soldados lanzaron un fuerte grito y se marcharon a preparar sus armas y armaduras. El Conde volvió a otear el horizonte, pero ya no había humo a la vista, pues los hombres del Parlamento habían emprendido la marcha. Entonces bajó al patio, donde sólo estábamos la Signora y yo. Esta no había vuelto a articular palabra desde que mi primo la desairara, aunque mientras él se dirigía a la tropa me había parecido oírle decir entre dientes: «È matto!». La mujer, que ahora era todo sonrisas, le cogió del brazo y dijo:
—Bien, Filippo mio, si tienes que combatir a los Roundheads, te conviene ser astuto con la espada. ¿Por qué no tomas otra lección del Signor Uberto?
Estas palabras, pronunciadas acaso con tal fin, irritaron a mi primo, pues le recordaron que yo era mejor que él en el manejo de la espada; no obstante, el Conde lanzó una sonora carcajada y ordenó a Pompeyo que trajera los floretes y todo lo demás, añadiendo que un asalto de esgrima servía para pasar el tiempo pero era de poca utilidad en la batalla.
—Porque vuestros Roundheads no son refinados duelistas, primo, y me abrirían la cabeza mientras estudio en qué ojete del jubón les pico.
Pompeyo trajo las armas, y yo elegí una y me quité el jubón; cuando el Conde iba a hacer lo mismo, se le adelantó la Signora, quien, cogiendo su florete, se puso en guardia con donaire y dijo:
—No, Filippo, déjame el primer asalto, pues me gustaría ver si soy capaz de manejar una aguja tan larga.
Él se rió y accedió a su petición.
Estuvimos un rato practicando movimientos de parada y respuesta, y me asombré bastante de su destreza con el arma; parecía conocer todas las tretas que mi maestro italiano me había enseñado y más, y una o dos veces casi logró dominarme y tuve que desviar su estocada recurriendo más a la fuerza que a la destreza. Sin embargo, pronto se cansó o pareció cansarse; su juego se hizo más lento y menos ingenioso, hasta que al final, al lanzarme una estocada, se le escurrió el pie, trastabilló hacia adelante, y su florete fue a incrustarse entre dos piedras y se partió con un ruido seco. Entonces arrojó el puño al suelo, riéndose de su propia confusión, y dijo al Conde que ocupara su lugar; éste, en absoluto renuente a demostrarle que podía hacerlo mejor que ella, pidió otro florete. Pompeyo balbuceó temeroso y dijo que no quedaba ninguno que no estuviera roto. Al oírle me dispuse a abandonar, pero la italiana no quiso que lo hiciera y dijo a mi primo que cruzara su estoque con mi florete.
—Así, el Signor Uberto no te hará daño, Filippo, y estoy segura de que tú no podrás herirle.
El Conde frunció el ceño y, temiendo que la ira se apoderara de él, me apresure a declinar un lance tan extraño, pues estaba poco dispuesto a exponer el pellejo en un asalto semejante. Aunque no esperaba que mi primo pudiera herirme con su arma, desconfiaba de los azares de la esgrima, pues sabía de hombres que habían resultado heridos de gravedad sólo por la rotura de floretes. Pero al Conde le hervía la sangre y señaló que nada le agradaría más que un asalto con las espadas desnudas; cuando la Signora se opuso a ello, agarró el florete intacto (pues yo lo había arrojado al suelo) y lo rompió contra su rodilla. Entonces sacó su estoque y me dijo que hiciera lo mismo si no quería pasar por cobarde. Como no parecía haber otra salida, desnudé mi arma y me puse en guardia, con la firme resolución de no herir a mi primo y mucho menos dejarme herir por él.
Nos entregamos a ese peligroso juego y el Conde se mostró cauto. Yo, por mi parte, más que combatir hice una exhibición de cómo hacerlo, pues cuando atacaba, siempre retiraba la espada antes de tocarle y le daba tiempo para recuperar la guardia; él hizo lo mismo al principio. Pero a medida que se fue calentando, llevado por su genio y por uno o dos comentarios jocosos de la mujer, su esgrima dejó de ser un juego, sin llegar al ardor de la batalla, y tuve que esforzarme para evitar un arañazo o algo peor. Entre acometida y acometida le advertí que era mejor detenernos, pues uno de los dos, si no ambos, podía resultar herido. Quizá me habría hecho caso si la Signora no se hubiera reído de mis palabras, pero, al oír su risa, arremetió con gran furia y necesité toda mi destreza para desviarle y toda mi paciencia para no herirle.
Como conocía el manejo de la espada, se dio cuenta de que procuraba no lastimarle y eso le puso más furioso; empezó a abrir la guardia cuando atacaba y a mofarse de mi capacidad de aguante, hasta que un arrebato me hizo perder la paciencia y, tras el siguiente quite, respondí con mayor rapidez y le toqué en el brazo. Apareció una mancha roja en la manga de su camisola y, al verla, la Signora volvió a reír. Ya fuera por el escozor del arañazo (pues no era más) o por la risa de la italiana, mi primo se lanzó hacia mí como poseído por un diablo y tuve serias dificultades para no matarle ni dejarme matar; pero empezó a resoplar y se detuvo, jadeando y rechinando los dientes. Ese descanso lo aproveché para recuperar el aliento y pedirle perdón por haberle herido, haciéndole ver la conveniencia de volver a combatir como al principio.
—De verdad, primo, siento haberos herido —dije—; ha sido un accidente y no deseaba hacerlo.
—¿Y por qué no? —exclamó—; ¿por qué no habéis de atacar a fondo, si podéis, y acabar de una vez con todo? Debéis agradar a vuestros amigos Roundheads, y no sé a quién diablos más, y vengar a la señorita Rosamund con su cara pálida y al bellaco y gazmoño Pentry. Soy enemigo de todos vosotros y os ordeno que hagáis lo peor. ¡Sea éste un duelo a muerte, si queréis, y condenémonos por ello!
Mientras hablaba entre jadeos, apoyado en el muro, y yo esperaba que acabara, me vino a la mente el pensamiento de que estaba ante un hombre fracasado, desesperado y ansioso de morir; un hombre para quien no se pediría ni concedería piedad en el cielo, la tierra o el infierno, un hombre proscrito por Dios, los hombres y los demonios. ¿Qué importaba si yo, u otro cualquiera, acababa con él? Daba igual que fuera un soldado de Cromwell, un traidor de entre sus propios hombres o un monstruo de las profundidades; su asesino era sólo un instrumento en manos de Dios, como mi espada lo era en la mía, y quienes intentaran ayudarle sólo lograrían ser partícipes de su destino.
Entregado a este pensamiento, me dispuse a recibirle mientras él cogía su arma y se dirigía hacia mí con un resplandor de odio y locura en la mirada; tan seguro me sentía de la estocada secreta que había evitado enseñarle que busqué con la vista el pliegue de su camisa, sobre el pecho, donde debía pincharle después de un par de fintas. Posiblemente (pues hasta el mejor de nosotros lleva el estigma de Caín en su corazón) le habría tomado la palabra si la mujer italiana, que nos observaba sonriendo, no me hubiera mirado a los ojos y apuntado su dedo índice al Conde.
—¡Guardaos, Signor Uberto! —exclamó.
Las palabras eran inofensivas, pero había algo en su voz que decía: «¡Matadle!». Además, el gesto de su dedo me hizo evocar la pesadilla en la que había ejecutado, en la macabra fantasía, el acto que ahora estaba a punto de cometer en la realidad; y recordé cómo en el sueño atravesaba el corazón de mi primo y su sangre se convertía en un nido de serpientes rojas que se arrastraban a mi alrededor. En ese instante decidí que no causaría mal que por bien pudiera venir; mi espada, que debía servir para defender mi propia vida o derrotar al enemigo del pueblo, no sería el instrumento de las intrigas de esa hija del demonio. Por ello, cuando mi primo recuperó el aliento y volvió a atacarme, dejé caer mi estoque sobre las piedras y me quedé inmóvil.
—Primo, lamento haberos herido —dije—; y no lo volveré a hacer. Somos los últimos representantes de la casa de Deeping; yo no os matare, y si vos lo hacéis matareis a un hombre desarmado.
Creí que iba a traspasarme, y el terror se apoderó de mí cuando le vi echar la mano hacia atrás; pero apoyó la punta del estoque sobre mi pecho y se quedó vacilante, dominado todavía por un intenso frenesí. No sé cómo habría acabado aquello si Gulston no hubiese aparecido diciendo que se podía ver a los hombres del Parlamento cabalgando por las colinas en dirección a Marsham. El sueco repitió sus palabras y mi primo, como si despertara de un mal sueño, se restregó los ojos un par de veces y tuvo un escalofrío; entonces, sin dirigirnos la palabra, cogió su jubón y su vaina y subió a la muralla dejando a Gulston con nosotros dos. Me excusé ante éste lo mejor que pude, diciéndole que habíamos estado ensayando tretas de esgrima con el estoque desnudo, pues los floretes se habían roto, y que por desgracia había herido al Conde y el asalto había acabado. Después de la explicación, yo también cogí mi vaina y mi jubón y subí a mi cámara, sin haber convencido al sueco, que era bastante avezado en las estratagemas de la guerra pero algo lento de entendederas en otros asuntos. Y quizá habría sido mejor para él que me hubiese quedado para aclararle más la situación, pero me sentía cansado y abatido por el esfuerzo del cuerpo y de la mente y deseaba estar solo. Tampoco volví a pensar en ello cuando desde la escalera de la torre miré al patio y vi al sueco charlando animadamente con la Signora; lo único que hice fue apresurarme para dejar de verla y oírla. Y no encontré sosiego hasta que me senté en la cama y sentí el viento frío que soplaba por la ventana y de vez en cuando traía el olor malsano del Agujero.
Permanecí así hasta que la campana anunció la comida y bajé al salón; no percibí nada distinto al resto de la jornada, salvo que la Signora parecía más amable y cortés de lo que era su costumbre, y el sueco más taciturno y callado. Estaba impaciente por charlar con la señorita Rosamund, pero no la vi hasta la hora de la cena. Cuando nos levantamos de la mesa al anochecer, y mi primo nos dio con brevedad las buenas noches y se retiró a sus aposentos, me las ingenié para susurrar a la señorita Fanshawe que iba a dar un paseo por el patio después del cambio de guardia. Al salir no aprecié nada nuevo, aunque con la oscuridad y la subida de la marea el olor del Agujero había aumentado y no habríamos podido soportarlo de no haber estado acostumbrados a él. En cuanto a los soldados, la llegada de sus enemigos a Marsham había borrado los últimos temores de sus mentes, demasiado estrechas para albergar más de un pensamiento; si todavía quedaba alguno con miedo, procuraba olvidarlo y dedicar toda su atención a la nueva batalla con sus viejos enemigos, los Roundheads. Mi primo, aunque debía saber cuan infundada era su inquietud frente a un adversario que no podía atacarle con facilidad, se mostró presto en apostar un vigía y mandar a sus mejores artilleros a las culebrinas de la barbacana. También se cuidó, como corresponde a un capitán, de proteger bien los puntos de la muralla donde un asalto con escalas podría ser más fácil. No muy lejos de la torre que albergaba mi cámara, la muralla era algo más baja que en el resto de la fortificación, y los sedimentos pizarrosos de la marisma se acumulaban contra la base formando un montículo, que me pareció, al mirarlo sin mucha atención en aquel momento, más alto de lo que lo había visto antes. En ese machón del muro había una caseta de piedra, con una pequeña tronera sobre la marisma, y en ella se apostaban dos centinelas con orden de disparar sobre todo aquel que intentara escalar la muralla.
Tan pronto como la guardia se marchó a hacer su ronda y se colocaron nuevos centinelas, baje la escalera de la torre con sigilo y no pasó mucho tiempo antes de que la señorita Rosamund saliera por la puerta del torreón. La noche era tranquila y fría, y la bruma había hecho su aparición en las marismas. Sólo se oía el chapaleteo de la marea y el sonido metálico de los pasos de los centinelas, aunque también me pareció advertir débilmente el ruido de succión que había oído con anterioridad. Después de que los dos hombres de la caseta de piedra entonaran una burda canción de soldados, no percibí ningún ruido más.
Mientras caminábamos bajo la niebla le conté a la señorita Rosamund lo que había sucedido por la mañana, aunque con ciertas reservas; porque en el fondo albergaba la duda de que ella pensara que había sido débil al perdonarle la vida a mi primo, cuando una estocada habría sido suficiente para salvarnos del asedio y el hambre o de algún otro destino peor. Pero podría haberme ahorrado mis recelos, pues cuando acabé de contarle todo entre titubeos, se detuvo y me observó durante un rato.
—Habéis actuado bien, primo —dijo con seriedad—, mejor de lo que yo lo habría hecho en vuestro lugar —cosa que de ningún modo habría permitido—. Ha merecido la muerte muchas veces —añadió—, pero vos no podíais ser su verdugo, ni siquiera para salvarnos.
—Si hubiese pensado más en vuestra arriesgada situación —dije, pues no quería que me considerara mejor de lo que era—, podría haber matado a mi primo. Me temo que fue el orgullo y nuestro parentesco lo que me impidió vengar a los inocentes; pero la vergüenza de haberme contenido es menor que la que sentiría si le hubiese matado.
—Bien —contestó, con un nudo en la garganta que estaba entre la risa y el sollozo—, sentid vergüenza si así lo deseáis, pero yo me enorgullezco de vos por ambos.
Esto me produjo más alegría de la que jamás hubiera imaginado sentir ante palabras semejantes. Le cogí la mano, fría por la humedad de la bruma, y me disponía a besársela cuando una ráfaga de viento nos dio en la cara. Ella dio un pequeño grito y retrocedió, retirando la mano, según me pareció, de forma involuntaria; porque el nauseabundo olor del limo, que le provocó un mareo y a mí estuvo a punto de asfixiarme, saturaba el aire. Los hombres de la caseta también debieron de notarlo, pues uno de ellos gritó a su compañero:
—Pásame el aguardiente, Tom, si no este maldito tufo me va a envenenar —entonces bebió ruidosamente y, aclarándose la garganta con un fuerte carraspeo, empezó a entonar de nuevo su canción:
Colgaremos a Noll por su cabezota orejuda,
y a los mojigatos perros de su jauría;
de uno en uno, de dos en dos
y de tres en tres, bailarán en el árbol
cuando nuestro buen Rey vuelva
—tralarí, tralará—
El otro se puso a corear el estribillo, que ninguno de los dos iba a acabar en este mundo; porque mientras cantaban, el ruido de succión ya conocido comenzó a aumentar hasta convertirse en la vorágine de un remolino. Al mirar hacia la muralla, en la que había una almena cerca de la caseta, sólo pude ver la blanca estela de la bruma entre el hueco de las piedras de albardilla y un abultado montículo negro que crecía cada vez más. En ese momento uno de los hombres dejó de cantar y dio un alarido de terror; el otro canturreó una o dos notas más, que se transformaron de pronto en un horrible grito de ahogo entremezclado con un sonido rechinante parecido al de una roca triturada por la barrena del minero. El horror de ese sonido me paralizó, pero pronto recobré el valor y, haciendo a un lado a la señorita Rosamund que quería retenerme, desenvainé la espada y me dirigí hacia la muralla; algunos soldados salieron corriendo de su alojamiento, y también Gulston, que iba poniéndose su cota de piel mientras avanzaba con una daga entre los dientes. Pero antes de que yo llegara a la puerta de la caseta todos los gritos cesaron, y sólo oí un murmullo y unas risas que me turbaron aún más; me apresuré a abrir la puerta y vi que la antorcha encendida por los dos hombres todavía ardía en la pared.
Al entrar estuve a punto de desmayarme, pues el suelo desprendía un pestilente olor a limo; pero lo único que vi fue a uno de los hombres, apoyado en un rincón, murmurando y riéndose en voz baja como si hubiera perdido la razón. Del otro hombre sólo quedaba su mosquete y su pica sobre el suelo de piedra, y en la tronera de la pared había muescas y fisuras en los bordes, que goteaban limo. Me quedé mirando a aquel tipo, que me observaba entre risas y murmullos y se retorcía los dedos como si fuera un niño; cuando entraron los demás, con desconfianza y sin pasar de la puerta, sus ojos de loco empezaron a girar bajo el parpadeo rojizo de la antorcha. Entonces el sueco se abrió camino entre el grupo de timoratos y, cogiendo al soldado del hombro, lo zarandeó y le ordene) que le dijera dónde estaba su compañero.
Pero el hombre continuó retorciéndose los dedos y riéndose en voz baja mientras canturreaba entre dientes: «¡La cabeza de Tom es una manzana podrida, la cabeza de Tom es una manzana podrida!» —y volvió a reírse. Era incapaz de decir nada sensato, aunque Gulston le dio un puñetazo en la mejilla que pareció no sentir, pues no dejó de reírse ni de retorcerse los dedos. Así que le llevamos a su cama, donde siguió riendo y cantando necedades hasta el amanecer, momento en el que tuvo un estertor y murió sin contar nada de lo que había visto.