Del sacrificio del ave negra
Cuando mi primo vio el bote, y el trozo de espada que era el único vestigio de sus hombres, perdió los estribos y empezó a gritar como un loco que partieran todas las embarcaciones para tomar venganza del causante de aquello, fuera hombre o diablo. Como nadie hizo el menor intento de cumplir su orden, se dispuso a saltar a una de las barcas, pero la Signora le agarró de la capa y le susurró al oído algo que le detuvo. Después, volviéndose hacia Gulston, la italiana ordenó que regresáramos al patio y se atrancaran las puertas. Así se hizo, y cuando todos estuvimos al abrigo de las grandes murallas el temor de la guarnición disminuyó un poco. No obstante, los soldados siguieron formando corrillos y murmurando, como si tuvieran miedo de quedarse solos; entonces la Signora les habló con calma.
—Ha sido un hecho desgraciado —señaló—; los hombres debieron de enloquecer por el miedo o el licor y se atacaron unos a otros. Los disparos que oímos eran, sin duda, de la refriega, y quienes quedaron con vida se habrán lanzado por la borda. ¿No lo crees así, Filippo?
El Conde asintió con la cabeza sin decir nada; pero el sueco, enlazando con la historia de la italiana, juró y perjuró que sabía que una locura semejante se apoderaba a menudo de los hombres en las guerras y los naufragios; cuando los soldados recobraron un poco más los ánimos, se apostaron dos vigías en las murallas y nos retiramos a nuestros aposentos. Por lo que a mí respecta, me tendí en la cama tal como estaba, con la espada a mano; estuve así, tumbado y dominado por la inquietud, y corriendo a la ventana cuando el chapoteo del agua aumentaba y me recordaba el ruido de aspiración que había oído por la mañana, hasta que la propia honrilla me obligó a mantenerme echado. Durante la hora previa al amanecer, uno de los centinelas disparó su mosquete y la mayoría salimos a las murallas, pues el hombre imaginaba que había visto una especie de bulto negro agitarse por encima del muelle. Cuando encendimos unas antorchas y miramos, no había nada; Gulston puso entonces al tipo bajo custodia y prometió que por la mañana se sentaría en el potro de madera. Ya no volvimos a ser molestados, así que al rayar el alba me quedé dormido y no desperté hasta que la luz del sol brilló con fuerza sobre mi rostro.
Cuando me asome a la ventana, el día era hermoso y tranquilo, y la niebla flotaba sobre el pliegue de las colinas lejanas; se podía oír el ajetreo de los hombres y a uno de ellos entonar una canción. Según mi costumbre, bajé a pasear al patio; todo marchaba como antes y los acontecimientos del día anterior parecían haber sido sólo un mal sueño. Pero al cabo de un rato, oí unos quejidos que procedían de una cámara cercana al cuarto de la guardia y se me ocurrió que podía ser uno de los hombres heridos en el combate de Marsham; cuando el sueco salió, limpiándose la espuma de su trago mañanero de la barba, le pregunté cómo estaban los heridos.
—Uno está casi curado —contestó—, pero el otro sigue bastante mal, pues la hoz de aquel canalla le atravesó la mano de la espada antes de que yo le disparara. Le hemos vendado el brazo, pero supongo que morirá pronto porque no hay ningún cirujano entre nosotros. Bueno, uno menos para acabar con los víveres y un día más de vida para nuestros pollos.
Mientras hablaba, oí un cacareo y vi aparecer en el patio unas pocas aves de corral que se criaban en el castillo; la hija del herrero de Marsham, que era la doncella de la señorita Rosamund, las llamó desde la puerta de la torre y esparció algunas migas de pan y unas piltrafas que llevaba en una cesta colgada del brazo. Realmente era una imagen hermosa y pacífica ver a las gallinas picoteando entre las piedras mientras su amo y señor, el gallo, se pavoneaba al sol como un joven galán con su atuendo de fiesta. Gulston debió de pensar lo mismo, pues lanzó un par de suspiros y se rió como si estuviera avergonzado.
—¡Cáspita! —exclamó—, podría imaginarme a mí mismo en casa de mi madre en Uppsala, haciéndome una espada de madera para conducir a los hijos de los campesinos a la guerra mientras las muchachas echaban migajas de pan de cebada a las gallinas. Es una hermosa casa y delante de la chimenea está la piel del primer oso que cacé. ¡Quién sabe si volveré a pisarla alguna vez! —añadió suspirando de nuevo y soltando un juramento. Entonces se marchó a grandes pasos, con el bamboleo de su larga vaina entre las piernas, y dejó que me repartiera el señorío del patio con las gallinas.
Cuando hube dado una o dos vueltas, me di cuenta de que la Signora asomaba la cabeza por la puerta de la mansión; al verme solo, se dirigió con elegancia hacia mí para saludarme y preguntarme qué hacía. Le respondí que me limitaba a observar cómo comían los pollos y ella me preguntó, en tono de broma, si estaba practicando la adivinación con las aves como hacían los clásicos.
—No —dije riendo—; no tengo habilidad para los augurios, y me temo que podría haber estado entre quienes se mofaron del cónsul Claudio, que ordenó arrojar los pollos sagrados al mar y les mandó beber ya que no querían comer.
—Sí —replicó—, y de ese modo llevó a la más completa ruina a sus barcos y a él mismo, como advertencia a todos los que desprecian las adivinaciones.
Se detuvo de repente y miró con atención a una esquina del patio, donde, por mi parte, no vi más que una pequeña gallina negra picoteando las piedras, alejada de las demás. La Signora se volvió y pude observar que sus ojos brillaban como si hubiese encontrado un tesoro.
—Signor Uberto ¿recordáis que ayer hablamos de los poderes invisibles y de las artes ocultas que podían controlarlos?
—Sí —contesté—; pero yo siempre he valorado poco la magia.
—En eso estáis totalmente equivocado pese a toda vuestra erudición —respondió con desdén—; si no os asustáis, podréis ver algo pronto.
Entonces miró de nuevo al ave negra. Mientras me preguntaba qué podría ver en el picoteo de la gallina, el soldado herido volvió a gemir y a invocar a sus santos, pues era del sur, y ella quiso saber quién estaba enfermo. Le conté lo que el sueco me había dicho; y cuando le relaté cómo había sido herido aquel hombre, sus ojos se abrieron y se hicieron más brillantes.
—Ah, povero! —exclamó, aunque su voz era menos compasiva que sus palabras—; ¿y decís que su mano derecha está casi cortada? Voy a verle y quizá pueda aliviar su dolor con la cirugía que mi padre me enseñó. Pero antes decidme: ¿quién cuida de esos pollos?
Creí que pensaba coger una gallina para hacer caldo para el enfermo, así que le contesté que la doncella de la señorita Rosamund se encargaba de criar las aves. En ese momento salió la muchacha con otra cesta de mendrugos; cuando vio que los ojos rasgados de la italiana se fijaban en ella, la joven se puso pálida e hizo una reverencia.
—Acercare, muchacha —dijo la Signora.
La moza se aproximó despacio, arrastrando los pies como si llevara grilletes.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
Cuando oyó decir Elizabeth añadió:
—Muy bien, Elisabetta. ¿Ves aquel pollo negro? Cógelo, llévalo a mi cámara y espera hasta que yo llegue.
La muchacha vaciló un momento y empezó a balbucir que era la doncella de la señorita Rosamund y no tenía permiso para hacer otras tareas; pero la italiana le interrumpió.
—¿Quién eres tú, y quién es la Signorina Rosamunda, para decir qué ha de ser o qué no ha de ser? ¡Haz lo que te he dicho o probarás el látigo!
Me molestó oír a una extranjera hablar de ese modo a una campesina libre de mi país, cuyo origen no era acaso peor que el suyo y cuya moralidad sin duda era mejor; así que le dije claramente que la muchacha no era una esclava y que no me gustaba escuchar palabras semejantes para dirigirse a una inglesa. La Signora se rió y me miró entornando los ojos hasta convertirlos en rendijas.
—Ya —dijo—; olvidaba que éste es el país de la libertad, donde la sirvienta es tan buena como su señora, y Noll Cromwell mejor que el Rey. No emplearé la violencia ni obligaré a nadie. Mírame, Elisabetta, y verás que no pretendo hacerte daño.
Su voz era suave y dulce como la miel, aunque siseaba como una serpiente. La joven sacó fuerzas y le miró a la cara. Cuando sus miradas se encontraron, la muchacha experimentó un temblor intenso y retorció el cuerpo como si quisiera desprenderse; pero estaba bien agarrada. Observé a la italiana y vi que sus ojos verdes miraban fijamente a la doncella mientras sus labios aspiraban como si le estuviera sorbiendo la vida. Así estuvieron durante un rato, hasta que la Signora estiró el dedo índice de su mano izquierda y señaló a la frente de la joven, que se estremeció con un profundo suspiro; sin decir palabra, la muchacha empezó a caminar despacio y cogió el ave negra. Antes de cruzar la puerta de la casa, volvió la vista de modo lastimero hacia la italiana, como si buscara la compasión que no había encontrado, y después hacia mí, que deseaba ayudarle pero no sabía cómo.
—Ahora debo entrar para ver si puedo aliviar a ese pobre hombre —dijo la Signora, aunque sonrió como si su intención no coincidiera con sus palabras.
Entonces oímos que la señorita Rosamund llamaba a su doncella desde la escalera de la torre; al no obtener respuesta, salió a buscarla y se acercó hasta nosotros.
—Perdonad Signora Bardi, y vos primo —dijo haciendo una reverencia apática a la italiana—; ¿habéis visto a mi doncella Bessie?
—Necesito a Elisabetta hoy —contestó la Signora.
Sus palabras hicieron que la señorita Fanshawe se acalorara y diera un fuerte golpe con el pie en el suelo.
—Pero ¿qué decís…? —preguntó—. Creo que a la joven se le ordenó atenderme a mí. Naturalmente, si necesitáis una mujer, ahí tenéis a la muchacha de la taberna, que puede serviros de igual manera, o quizá mucho mejor, ya que le encanta la compañía de los soldados.
Temí lo que la italiana pudiera decir o hacer, pues conocía el odio que existía entre ellas. Sin embargo, la Signora se limitó a sonreír y hacer un gesto de desprecio con la mano, según su costumbre extranjera, como si desechara algo demasiado trivial.
—No puedo quedarme a discutir —dijo—, pues ese pobre hombre me necesita. La muchacha ha venido por su propia voluntad y eso basta; además, no sufrirá ningún daño conmigo si se porta como una verdadera doncella. ¿Por qué no tomáis a vuestro servicio a la otra en su lugar?
La señorita Rosamund negó con la cabeza y la Signora nos abandonó y entró en la cámara de donde provenían los quejidos. Al rato, salió un soldado y se dirigió a la casa, de la que volvió acompañado del negro Pompeyo, que traía una caja y varios frascos y un brasero con carbón. Entretanto, la señorita Fanshawe y yo hablamos de cosas nimias, pues los ventanucos de la cámara estaban abiertos. Cuando Pompeyo hubo entrado con su carga y las ventanas se cerraron, empecé a contarle a la señorita Rosamund la extraña conversación con la Signora; en ese instante se oyó un tremendo alarido en el cuarto del hombre enfermo, seguido de un balbuceo en una lengua extranjera, y luego más gritos y juramentos horribles que estuvieron a punto de hacer que nos tapáramos los oídos. Un momento después, los gritos se convirtieron en lamentos y de repente enmudecieron; la italiana salió de la cámara sonriendo, con algo envuelto en una servilleta de la que caían gotas rojas sobre las piedras, y el negro la siguió con otras cosas. Ni siquiera nos dirigió la mirada, sino que fue hacia la casa como quien avanza con resolución hacia un objetivo. Sin embargo, no era difícil imaginar lo que había sucedido. El soldado que había ido a buscar a Pompeyo también salió, mascullando maldiciones como si estuviera aterrorizado, y cuando le pregunté qué había pasado me contestó que la Signora no se lo había pensado dos veces y le había cortado la mano al enfermo con más destreza que cualquier cirujano; después se la había vendado y le había dormido con una droga secreta que había en uno de los frascos. Dicho esto, el soldado pasó a ocuparse de sus asuntos y la señorita Rosamund me miró con rostro serio.
—Es extraño —dijo—; un ave negra y la mano de un hombre, de un asesino sin duda. ¿No os huele todo a brujería, primo? ¿Y qué pensará hacer con mi pobre Bessie?
Procuré consolarla diciéndole que hablaría con el Conde para que la joven no sufriera ningún daño y subimos al adarve para mirar al exterior. La marea había crecido y la mayor parte de las marismas aparecía cubierta de agua gris, más oscura en los canales y bastante tranquila bajo el pálido resplandor del sol; pero había algo raro en toda esa quietud donde antes habíamos visto a los peces morder el anzuelo y saltar o a las aves disputarse la comida. Al cabo de unos minutos, la señorita Rosamund se puso pálida como la muerte y decidió marcharse, pues en el aire flotaba un olor desagradable que no era sino el hedor procedente del Agujero, tan conocido y temido por mí. Así que ella bajó de la muralla y yo me quedé paseando durante un rato; lo único que me pareció ver, a bastante distancia del castillo, fue el avance de unos remolinos, que se deslizaron con rapidez por las marismas y desaparecieron, llevándose con ellos el mal olor. Un cuarto de hora más tarde, el olor se notó de nuevo y los remolinos volvieron a desplazarse en la misma dirección que antes; así ocurrió varias veces hasta que la marea menguó y ya no los vi más. El resto del día transcurrió de manera tediosa.
A la hora de la cena nos reunimos todos menos Gulston y, tal como había prometido, hablé con mi primo acerca de la joven Elizabeth. Creyendo que sólo era una disputa entre mujeres, y algo enojado por el hecho de que la Signora se tomara la libertad de disponer de la sirvienta de su prima, pues no sabía nada más del asunto, preguntó a la italiana qué quería de la muchacha. La Bardi se limitó a sonreír con gesto malvado y respondió con amabilidad que necesitaba a la joven para una cuestión de artes ocultas que a ella no le causaría ningún daño y podría ser de gran provecho para todos. Entonces nos pidió que fuéramos a ver por nosotros mismos lo que esa misma noche se disponía a hacer, si es que teníamos valor; porque el tema era de gran importancia y no estaba exento de peligro para ella ni para los demás.
Cuando hubo terminado de hablar, permanecimos en silencio durante un rato, pues el asunto olía a hechicería y magia negra; mi primo, que era quien primero debía hablar, frunció el ceño y continuó sentado con gesto taciturno, como suele ocurrirle a los hombres violentos cuando se enfrentan a un peligro incomprensible para ellos. La señorita Rosamund, siempre tan valerosa, viendo que el Conde no decía palabra, se inclinó hacia mí sobre la mesa y habló con expresión seria.
—En cierto modo —comenzó—, entiendo la naturaleza del asunto de esta noche; y veo que implica riesgo para nuestras almas y nuestros cuerpos. Pero si la muchacha está a mi cargo ¿cómo puedo negarme? Signora: iré.
La italiana no dijo nada, pero sonrió como un hombre ante la valentía de su enemigo; a decir verdad, aunque era una mujer perversa, sabía apreciar con entusiasmo varonil el coraje y la erudición dondequiera que los hallara. En vista de la situación, no pude vacilar y, por pura vergüenza, tuve que unirme a ellas; el Conde, que despertó de su estado taciturno, vació de un trago su copa llena y dijo que nos acompañaría.
—Nosotros cuatro y la muchacha —precisó—, y acaso el diablo para completar la media docena. ¿O se lo decimos también a Gulston? —añadió.
Éste entró en el preciso momento en que mi primo le nombraba y, con aspecto adusto, se sentó en su sitio. Ni siquiera explicó el motivo de su retraso hasta que hubo comido y bebido; después, apartó su plato y miró al Conde a la cara.
—El hombre ha muerto —dijo—; le he visto morir y he oído su confesión, pues, debido a la fiebre, me tomó por un cura; y la verdad es que ha sido un relato bastante desagradable, con alrededor de una docena de asesinatos entre sus mejores acciones.
—¿Un asesino o incluso peor? —preguntó la Signora— Ah, povero! —añadió, pero sus ojos brillaron de manera extraña con oculta complacencia.
—Bueno, me voy a dormir —dijo el sueco—; y no pienso enterrar a nadie más, ni de día ni de noche. Me parece, signora, que vuestra cirugía le aprovechó bien poco.
—Hice lo que pude —respondió la italiana, bajando los ojos como si estuviese apenada—; y siento no haber podido salvarle.
El sueco soltó un gruñido por toda respuesta y se apresuró a salir del salón; mientras lo hacía, mi primo preguntó a la italiana con la mirada: «¿Le digo que venga esta noche?», pero ella negó con la cabeza.
—Es un buen soldado —dijo con desprecio—; pero con una inteligencia tan correosa como la vaina de su espada. Signorina Rosamunda y Signor Uberto, enviaré a buscarles.
Nos retiramos a nuestras habitaciones y me puse a mirar por la ventana, pues el miedo de lo que iba a suceder me impedía dormir. Además, el olor del limo se hizo patente un par de veces en mis narices, y un extraño ruido de absorción, más fuerte que el habitual chapoteo de las aguas, me impulsó a escudriñar la noche, que era negra y sin luna. Pero no vi nada. Una media hora antes de la medianoche, el negro vino a buscarme, me ceñí la espada y salimos; al volverme para ver si olvidaba algo, mis ojos se posaron sobre la pequeña Biblia en griego que siempre acostumbraba a leer en los viajes y, sin pensarlo dos veces, me la guardé en el bolsillo. Afuera aguardaba la señorita Rosamund, embozada con capa y capucha, y los dos seguimos a Pompeyo hasta la mansión. Subimos por una pequeña escalera, desconocida para mí, y llegamos a una puerta; el negro llamó y, antes de que abrieran, se marchó asustado.
La cámara a la que entramos era bastante amplia y estaba revestidas con paneles de roble oscurecido por los años. El suelo también era de roble, encerado, y no había ninguna alfombra ni colgaduras en la pared. Tampoco había sillas ni ningún otro mueble, a excepción de una mesita de bronce labrada minuciosamente, como un trípode con serpientes enroscadas, donde se veían dos velas encendidas y algo cubierto con un paño negro. En el suelo había cuatro círculos dibujados con tiza roja, uno de los cuales era más grande; dentro de cada uno de ellos estaba la figura denominada pentaclo, o Sello de Salomón, acompañada de unos caracteres escritos que parecían ser árabes o de otras lenguas orientales. Aunque sabía que todo eso constituía el bagaje habitual de los hechiceros, me produjo un temor que no esperaba, y pensé que aún podía haber más bajo el velo negro situado en el altar de bronce, pues tal parecía. Mi primo estaba allí, esperando, pero no dijo nada; y no se oyó ninguna palabra hasta que la Signora se acercó a nosotros, ataviada de forma extraña, con una larga túnica negra, el pelo suelto y una guirnalda de hojas en la cabeza como una antigua Sibila.
—Ya veo que están aquí —dijo—; ahora escuchen. Sitúense cada uno dentro de esos círculos y no los abandonen por nada del mundo, pese a lo que vean u oigan, hasta que yo les diga.
Una vez colocados en nuestros pentaclos, gritó:
—Elisabetta, ¡acércate!
Al oír su voz, la muchacha salió de una habitación interior, vestida con una túnica negra de extraña hechura, descalza, con el cabello suelto y la mirada absorta como si no viera nada, y la Signora la condujo hasta el círculo más grande, que estaba frente a la mesa. Tras esto, la italiana abrió la ventana de la estancia de par en par y el olor del Agujero penetró con un ligero soplo de viento que hizo parpadear las velas.
—¡Ah! —exclamó la Signora—; ahí está, ahí está, pero todavía podemos escapar.
Entonces se acercó a la mesa de bronce y retiró el velo negro; allí estaba, tal como casi esperaba ver, la mano cercenada del soldado muerto, larga, delgada y extrañamente atezada, con el dorso cubierto de vello oscuro. Junto a los dedos, la italiana colocó una vela que se sacó del escote, y en el suelo, entre la muchacha y el trípode, puso un brasero; y así, situándose dentro del gran círculo con la doncella, arrojó sobre las brasas dos puñados de algo parecido a incienso, que ardió con una llama verde y oscilante y despidió un humo denso que me hizo guiñar los ojos y lagrimear. La cabeza empezó a darme vueltas, como si hubiera bebido vino hasta emborracharme, y no sé si lo que creí ver después no pudo ser obra, en parte, de aquel incienso diabólico.
—Ahora —dijo la italiana—, ha llegado el momento del sacrificio.
Al oír su mandato, la muchacha puso una cosa negra sobre la mesa de bronce, delante de la mano, y vi que era el pollo que había cogido por la mañana. El ave se debatió un poco, pero no hizo ruido, y la Signora entregó a la joven un gran cuchillo, o quizá fuera una espada corta, que tenía la hoja curva como una media luna. En ese momento el reloj del campanario empezó a dar la medianoche; cuando sonó la última campanada, la italiana gritó:
—¡Golpea!
La muchacha partió el pollo en dos de un tajo y un chorro de sangre salpicó su túnica y la mano inerte y chisporroteó en el brasero. Entonces soltó el cuchillo y regresó al círculo, donde, como si estuviera en trance, comenzó a salmodiar un extraño cántico o encantamiento en una jerga que a veces sonaba a hebreo, otras a caldeo o a latín, y recordaba el canturreo primitivo de los esclavos negros en las plantaciones. Cuando llevaba un rato cantando, una ráfaga de viento entró por la ventana y apagó las velas de la mesa, de modo que no quedó más luz que las llamas verdosas del brasero, alimentadas de vez en cuando por la Signora con el incienso que sacaba de una caja. Con el viento, el fuego se avivó e iluminó toda la estancia, y miré hacia el altar de bronce donde reposaban las dos mitades de la gallina sacrificada y la mano del hombre muerto.
Me dio la impresión de que la mano era distinta a la que había visto antes, pues su color era más oscuro y tenía las uñas largas y ganchudas como las de un pájaro; además, el vello de la muñeca era mucho más espeso y negro, parecido al de la mano de un mono. Inicialmente, su postura había sido plana, pero se había girado y ahora estaba inclinada sobre la mesa, aunque no vi que se prolongara en ningún brazo. Entre las llamas trémulas y las sombras oscilantes, me pareció distinguir algo que se movía como una hebra de pelo mecida por el viento y cuyo tamaño y negrura aumentaba de una manera desordenada e informe; cuando volví a mirar la mano, sus dedos agarraron la extraña vela, que se prendió sin que nadie la encendiese y ardió con una llama verde. La semblanza de pelo serpenteó sobre la mesa y cubrió el cuerpo del ave, que no volvimos a ver; un remolino de viento esparció sus plumas por la habitación, como una borrasca de nieve negra, y un olor a quemado se mezcló con el del incienso. La Signora alzó la voz de un modo extraño y melodioso y pude entender lo que decía porque empleó la lengua latina, aunque de forma más medieval y corrupta que como hablaban los romanos.
—Cibum potumque tibi dedi —dijo—; te he dado comida y bebida, la carne y la sangre de una víctima negra. ¿Qué me darás tú?
Ya fuera la confusión de mis sentidos, la joven hablando en su trance o la propia voz de un demonio, me pareció oír un sonido repetitivo y estridente, como la voz de un mono capaz de hablar, que salía de la sombra con apariencia de pelo y decía: «Quid vis, domina?» o «¿Qué quieres, señora?» y la llama verde de la vela se inclinó ante la italiana.
Ésta permaneció inmóvil durante un instante antes de responder, y sobre su rostro tremolaron las llamaradas verdes procedentes del brasero y de la vela que sujetaba la mano del muerto; me dio la impresión, y también a la señorita Rosamund, de que en la sombra de la Aparición había un resplandor verde, como unos ojos que miraban aquí y allá. En medio de la quietud, oí el crepitar de las llamas chisporroteando en el brasero y, afuera en las marismas, el rumor de la marea entremezclado con el extraño ruido de succión que había escuchado antes. Entonces la Signora señaló a la ventana y habló en una lengua desconocida para mí; la Aparición se desplazó con desgana, por así decir, hacia el lugar indicado por ella. Cuando la italiana volvió a hablar, estirando el brazo más allá del círculo en el que se encontraba, la sombra creció y una larga hebra de pelo restalló como un látigo tan cerca de mí que sentí el aire del trallazo en las mejillas y me pareció abrasador. La Signora logró retirar el brazo a tiempo y la Aparición empezó a alargarse hacia la ventana y a medio camino retrocedió, como he visto que hacen las bestias salvajes cuando el domador las obliga a realizar algún salto o destreza. Era del tamaño de un perro mastín, pero no vi su forma ni cuántos miembros tenía, sólo la mano que agarraba la vela. Advertí que cuando se movía de acá para allá siempre evitaba los círculos de los peinados en los que estábamos, como un gato que sorteara los charcos con precaución. Además, el temor que la Aparición me provocaba disminuyó un poco, pues se movía despacio y como con miedo.
Pero la quietud fue sólo pasajera, pues la Signora señaló a la muchacha que seguía en trance y, con alguna artimaña, le mandó pronunciar el ensalmo que debía obligar al ser maligno a cumplir sus órdenes. Cuando la joven dijo unas palabras desconocidas y extrañas, la Aparición se dirigió hacia la ventana y, una vez más, merodeó por allí; por último, la mujer italiana hizo señas a la muchacha, que cogió una pequeña barra en la que yo no había reparado, apuntó hacia la ventana y se lanzó contra la Aparición como si quisiera expulsarla. De lo que aconteció después sólo puedo hablar de forma confusa, pues parece una pesadilla provocada por la fiebre o el delirio de un loco. Cuando la doncella abandonó el círculo pintado en el suelo y se acercó a la Aparición, fue como si esta alcanzara un tamaño y una negrura enorme, hasta ocultar la ventana, y empezara a ondear y bramar como una gran vela desgarrada por la tempestad, que envolvió a la joven y le hizo dar un grito y caer al suelo mientras los demás nos quedábamos paralizados de miedo. Sólo la señorita Rosamund, que hasta entonces había dado la espalda a la cosa maligna, al oír gritar a la muchacha, salió de su círculo y, sin temer por su vida, corrió hacia la ventana, donde podía verse una sombra que se retorcía bajo el resplandor verde. Aunque estaba muy asustado, di un paso para ayudarla e intenté desenvainar la espada; pero mi mano tropezó con la Biblia que llevaba en el bolsillo y la saqué, pues me pareció un arma más apropiada que el acero contra el poder de Satanás. Al precipitarme hacia adelante, vi la sombra y la apariencia de pelo encogerse y retroceder ante la señorita Rosamund, y pude distinguir a la muchacha desvanecida en el suelo. Pero cuando llegué a la ventana, la Aparición volvió a crecer y se cernió sobre su enemiga, que no le tenía ningún miedo, pues estaba segura de su propia pureza. Yo, que temía por ella todo lo que ella no temía por sí misma, invoqué el nombre de Dios, e impulsado por una energía desconocida, arrojé el libro contra la sombra y el resplandor verde que parecían ser sus ojos, provocando una llamarada y un gran estruendo, no sé si en mi imaginación o en la realidad, que hizo que el brasero saliera lanzado por los aires y nos quedáramos a oscuras. Cuando la mujer italiana encontró pedernal y eslabón y encendió las velas, allí sólo estaba la joven Bessie tendida en el suelo, la mano del muerto sin nada más y mi pequeña Biblia. Al acercarnos a levantar a la muchacha, descubrimos que estaba muerta y tenía el rostro ennegrecido; además, en su cuello había unas marcas, como si hubiese sido estrangulada con cuerda fina. La señorita Rosamund se puso a sollozar y mi primo se estremeció; pero la Signora, utilizando palabras groseras en un italiano que nadie entendió excepto yo, estalló en un ataque de desprecio hacia la puerca pueblerina que había perdido su vida y arriesgado las de los demás por su estupidez. En ese momento no comprendí lo que quería decir; pero después he leído en antiguos libros de magia que nadie puede desafiar la iniquidad de los poderes del mal salvo quienes son puros, como se dice en los relatos de las santas vírgenes, que fueron acosadas en vano por dragones y diablos. Sin ninguna duda, esa fortaleza de la inocencia existía en la señorita Rosamund. Todo esto no lo pensé entonces, sino que pedí a la Signora que dejara de hablar de manera soez sobre alguien a quien había asesinado con su brujería; cuando su ira se aplacó, dejó de desvariar y permaneció en silencio durante un raro. Al ver a la señorita Rosamund ponerse en pie, pues estaba arrodillada junto al cuerpo de la joven Bessie, se dirigió hacia ella y la agarró de la manga con ansiedad.
—¡Signorina Rosamunda! —gritó—, ¿queréis ayudarnos en nuestro aprieto y escapar también vos misma del destino que nos amenaza? Los espíritus sólo os temen a vos de entre todos nosotros. Os enseñaré la palabra mágica y quizá sirva, pues no he visto a nadie con tanto valor como vos.
Al principio, la señorita Rosamund no respondió, pero después cogió mi Biblia del suelo y se la acercó al pecho antes de hablar.
—Me he prestado demasiado a vuestras malas artes al estar aquí —dijo con gravedad—, y la culpa de la sangre de esta muchacha recae en parte sobre mi alma. Si pudiera salvar las vidas de todos entregando la mía, sin cometer pecado, lo haría con agrado. Pero no tendré más tratos con el enemigo de la humanidad. Dejadme que acate la justicia divina, aunque sea terrible, y no me hagáis perder el alma para ganar unos días de vida terrenal.
Entonces abrió la puerta y se marchó mientras los demás nos mirábamos unos a otros.
La italiana golpeó con rabia una mano sobre la otra y se volvió hacia mi primo, que había permanecido sin moverse ni decir palabra durante todo el rato.
—Filippo mió! —exclamó—. ¿Vas a permitir que perezcamos por el orgullo de esta imperturbable mujer? Tú eres el amo aquí; da la orden y yo le obligaré a pronunciar la palabra mágica azotándola hasta los huesos si es necesario.
Al oír esto, me llevé la mano a la empuñadura; y puedo asegurar que si el Conde hubiera accedido a la petición de la Signora, no habría pronunciado ninguna palabra más en este mundo. Pero no fue necesario temer nada de él, pues en su desesperada maldad había una pizca de honor y, sobre todo, de orgullo en su linaje. Entonces alzó la mano y habló con más nobleza de la que jamás le había oído.
—Sin duda —dijo con gran desprecio—, el mundo está al revés cuando la hija de un charlatán de la escoria de Italia se atreve a hablar de azotar a una prima mía y de mi difunta esposa. ¡Fuera! —y aquí le llamó una cosa muy grosera en italiano, que no citaré—, ¡y llévate tu inmundicia contigo antes de que te mande al infierno con los demonios!
Ella se arrojó ante él y, agarrándose a sus rodillas, le suplicó perdón y afirmó que su gran amor por él y la preocupación por su seguridad le habían llevado a la desesperación; y como el malhumor de mi primo no solía durar mucho, al poco rato eran amigos otra vez.
Cuando nos acercamos a levantar el cuerpo de la muchacha, éste ya estaba negro y descompuesto, así que preferimos no tocarlo; pero como la necesidad de deshacerse de él apremiaba, el Conde y yo, aprovechando que la marea era alta y la corriente fuerte, nos las arreglamos para arrojarlo por la ventana. El cadáver flotó un momento sobre el agua oscura hasta que notamos un efluvio del olor del limo, acompañado de un ruido de succión y un remolino, y no volvimos a ver el cuerpo. Después salimos; pero antes la Signora tiró por la ventana la mano del muerto, que estaba calcinada como un trozo de carbón, el altar de bronce y el resto de sus objetos de hechicería.
—No quiero saber nada más de las artes ocultas —dijo—; ¡pero aún me queda mi propia persona!