De mi conversación con la italiana y de ciertos hombres que fueron a pescar
Cuando llegamos al patio, la Signora estaba en la escalinata de la casa, al lado de mi primo. Se les veía incómodos, pues el Conde tenía fruncido el ceño como si estuviera de mal talante y en su rostro asomaba una mezcla de cólera y miedo. Cuando el sueco y yo nos acercamos, ella levantó la vista y, sin prestar mucha atención a Gulston, me sonrió y saludó con su cortesía extranjera y preguntó cómo nos había ido. Permanecí callado durante un rato, pues era difícil elegir las palabras adecuadas para relatar lo que habíamos visto; pero el sueco comenzó a hablar, como siempre solía hacer.
—Partimos con la estúpida misión de enterrar a unos hombres en estas malditas marismas de milord —dijo mesándose la barba—. Podríamos habernos ahorrado la molestia, pues cuando ya estaban enterrados unas endemoniadas arenas movedizas se abrieron y se lo tragaron todo; y nos habrían tragado también a nosotros si no hubiéramos espabilado. Que Dios bendiga la tierra y el mar, digo yo, pero que el diablo se lleve esta charca de limo que no es ni una cosa ni otra.
Al oír esto, el Conde dijo algo entre dientes y golpeó en la puerta de la casa con la mano; la Signora, tras posar sus ojos verdes sobre el sueco, me miró fijamente como si quisiera sacarme las palabras del alma.
—A decir verdad —apunté en tono vacilante—, fue más o menos como él ha dicho; la tumba, y el islote donde se excavó, se desmoronaron ante nuestros ojos de un modo extraño y tuvimos que huir para no perecer tragados nosotros mismos. Todo fue tan repentino que el horror todavía me estremece.
—¿Vieron u oyeron algo más, caballeros? —preguntó la italiana, de forma educada pero con frialdad.
—No, yo no vi ni oí nada —murmuró el sueco, moviendo la cabeza—; pero aquí Maese Leyton dijo algo de remolinos y no sé qué más.
La Signora volvió a mirarme, con unos ojos más grandes de lo que era usual en ella, como si estuviera impaciente por oír mis palabras. Así que le hablé del extraño ruido de aspiración que había oído y de los remolinos en el agua; cuando hube terminado, cerró los ojos e inclinó la cabeza para meditar. Todos permanecimos en silencio hasta que mi primo alzó el rostro y, atusándose el cabello, soltó una carcajada de júbilo desesperado y falso.
—¡Bien, así son las cosas! —exclamó dando una palmada a Gulston en el hombro—. Han desaparecido y ahora tendremos menos bocas que alimentar cuando el viejo Noll venga a ahumarnos para obligarnos a salir de la madriguera. Realmente, vamos a necesitar todas nuestras provisiones —añadió—, porque hoy nuestros hombres no han pescado un solo arenque y no han visto ni una aleta. Tal vez esos movimientos de las arenas hayan asustado a los peces.
La italiana abrió los ojos de repente.
—¿También han desaparecido los peces? —preguntó—. No me habías dicho nada de eso, Filippo mio.
—Bueno, se me olvidó —replicó el Conde con su risa funesta—. No temas, Fiammetta, verás cómo los peces regresan a tiempo para tu comida del viernes; y si no, ordenaré que los busquen más lejos. Pero hablar reseca el gaznate. Vamos a probar mi nuevo tonel de vino español, al que le han puesto la espita esta mañana. Si nos fallan los peces, tenemos un montón de vino y pólvora en la bodega. ¿Qué más necesita un soldado?
Gulston jamás rechazaba una invitación como aquélla y yo también estaba dispuesto a aceptar la cortesía de mi primo. Pero la Signora me lanzó una mirada con sus ojos entrecerrados que expresaba claramente, sin necesidad de palabras, su deseo de que me quedara. Así que me excusé ante mi primo diciéndole, como era verdad, que su vino era demasiado noble para mi pobre cerebro; el Conde, sin esperar a que acabara mis excusas, cogió a Gulston del brazo y entró buscando a Pompeyo para que le trajera la jarra. Cuando el ruido de sus pisadas sobre las losas del salón cesó, la Signora dio un paso adelante y se sentó en uno de los escalones, indicándome con un gesto que tomara asiento a su lado. Y así hice. Estuvimos en silencio un rato, pasado el cual me miró con seriedad y habló.
—Signor Uberto, estos acontecimientos en el agua y la tierra son muy extraños. ¿Qué opináis de ellos?
Comencé a decirle que no sabía nada de esas tierras ni de las corrientes o arenas movedizas de las marismas y los canales, pero me interrumpió con cierta impaciencia despectiva.
—¡Oh, sí! —exclamó—, eso está muy bien para el Signor Erico o la Signorina Rosamunda, pero vos no lo creéis ni tampoco Filippo. Decidme lo que pensáis. No soy ninguna muchacha inglesa y no me asustan los cuentos de hechiceros; además, como sois una persona instruida, tal vez pueda enseñaros algo sobre las artes ocultas. ¿No tengo acaso fama de bruja entre los campesinos?
Respondí algo así como que los hombres del campo tienen tendencia a creer que un extranjero es una bruja o un mago, pero ella no me dejó terminar.
—Estamos aquí diciendo necedades —dijo con airado desdén hacia mí y hacia ella misma— mientras el tiempo vuela y quizá ya sea demasiado tarde. Decidme qué sabéis y qué teméis.
—Hay un viejo relato sobre una Cosa que habita la profunda poza que llaman el Agujero —respondí—; el otro día estaba colocando los libros de mi biblioteca y me encontré un volumen de nuestra familia donde estaba escrita esta rima…
Entonces le recité los versos y me hizo repetirlos dos o tres veces hasta que se los hubo aprendido. Cuando iba a decirle que todo eso no era más que un cuento de viejas me interrumpió de nuevo.
—No os mintáis a vos mismo ni a mí, signor —dijo—. Existen cosas extrañas en el mundo que vemos y en el que no vemos, y aún más extrañas en la frontera entre ambos. Nos encontramos ante un peligro grave e inminente. Los grandes cañones de milord y los mosquetes de sus mezquinos soldados son sólo bagatelas que no pueden defendernos, como vuestro propio estoque, aunque sea de buen acero italiano y conozcáis la treta apropiada para utilizarlo.
Había sido tan desdeñosa con nuestra pérdida de tiempo en cumplidos que cuando se desvió del asunto en cuestión para alabar mi habilidad en la esgrima no pude evitar mirarla asombrado hasta que se rió con delicadeza.
—No, me estoy yendo del tema —dijo—. Perdonadme, pero he crecido entre espadachines y es un placer para mí veros jugar el florete con nuestro buen Filippo como un español torea un toro. Si hubierais sido italiano habríais recibido vuestra herencia hace mucho tiempo; una palabra airada de milord, fuera las cotas, uno o dos pases, un giro de muñeca y el Signor Uberto se convierte en el Conde de Deeping.
Me sorprendió sobremanera que hablara así, fútilmente, pues aún debía aprender que la Signora no decía una palabra que no fuera intencionada y tras la cual no se escondieran un par de oscuros propósitos. Le dije que no era tan buen maestro de esgrima como ella pensaba y que consideraba el duelo algo bárbaro, poco civilizado y nada cristiano, motivos por los que el Rey Gustavo de Suecia lo había prohibido con acierto entre sus oficiales. Mientras hablaba, la italiana abrió los ojos como si regresara de un sueño e interrumpió mi homilía, agitando las manos para desestimar mis razones.
—Basta, signor —señaló—; en parte coincido con vos. El estoque es un bonito instrumento, pero hay demasiado riesgo en el duelo. Un cordón del zapato suelto, una mota en el ojo ¿y dónde queda el artista? No, un erudito como vos cuenta con armas más apropiadas. Signor Uberto, sobre esta casa se cierne la sombra de un gran terror y la maldad de un adversario sin nombre. ¿Qué podéis hacer para salvaros vos mismo y salvarnos a nosotros?
—No conozco más arma que la oración ni más ayuda que el Todopoderoso —contesté quitándome el sombrero.
—Sabía que diríais eso —replicó con suavidad, aunque pude apreciar el tono despectivo de sus palabras—. Ustedes los Puritanos siempre andan con el mismo tema. Pero el Todopoderoso está muy lejos y he visto que el hombre bondadoso pide ayuda a voces y después perece como si fuera un malvado. Hay otros espíritus, no omnipotentes pero desde luego poderosos, que están más cerca y pueden ayudar si uno conoce su lenguaje.
Comencé a decirle que no tenía ninguna fe en la invocación a los santos, pero al oír esta palabra me volvió a interrumpir con insolencia.
—Dio mio! ¡Qué pedantes son ustedes los ingleses! —exclamó—. No, yo no hablo de los santos sino de otros espíritus que tal vez se enmascaran santamente. ¿Acaso creéis que puedo suplicar ayuda a los huesos putrefactos de un fraile estúpido que borraría la sabiduría de los clásicos para disponer de pergamino donde escribir la jerigonza que él llama latín? Tengo mejores ayudantes que los santos, como ya veréis si no sois miedoso.
—No tendré tratos con diablos —dije con brusquedad, levantándome del escalón.
—¿Quién habla de diablos? —replicó entornando los ojos—. Para el sabio no hay diablo ni santo, sino fuerzas e inteligencias que tienen el poder de ayudar o causar daño, difíciles de controlar y mortales para los insensatos y cobardes, pero que responden a la palabra adecuada. Yo sola puedo hacer mucho, pero no suficiente. Uberto ¿os atreveríais a ayudarme?
Mientras hablaba, con más pasión de la que nunca antes le había visto mostrar, clavó su mirada en mí y me cogió por la muñeca; fue como si un grillete me aprisionara la mano y la voluntad. No sé qué habría contestado si la puerta no se hubiese abierto de repente y mi primo no hubiera avanzado hacia nosotros; al oír el golpe del picaporte, la mujer dejó caer mi mano y un velo grisáceo cubrió el verde resplandor de sus ojos. Gulston llegó tras el Conde, y ambos tenían el rostro enrojecido por el vino y se reían con ganas.
—Bueno, Fiammetta, ¿qué habéis estado parloteando durante tanto tiempo? —preguntó cogiéndola de la barbilla y levantándole el rostro.
Pero ella se escabulló como una serpiente y le miró sonriendo.
—Sólo hemos estado hablando del manejo de la espada y de tretas de esgrima —respondió—; y estaba diciéndole al Signor Uberto que si hubiera nacido en mi país podría haberse ganado un gran nombre y una buena herencia con su dominio de la espada.
Al oír esto mi primo soltó una violenta carcajada y Gulston le imitó.
—A decir verdad, primo —exclamó el Conde—, no os tenía por un espadachín tan excelente, pero para ser puritano sois realmente avezado con vuestra arma. Y decidme, Signora, ¿qué nombre y fortuna podría haber ganado mi primo con su estoque? No sabía que los títulos y los bienes nobiliarios pudieran llegar a manos de los maestros de esgrima, ni siquiera de los más grandes.
Los ojos de la italiana se entornaron de forma maliciosa hasta convertirse en meras rendijas mientras le contestaba.
—No, milord, ¿pero qué decís del nombre y el patrimonio del Conde de Deeping?
Mi primo la miró y volvió a reír, esta vez sin demasiada complacencia.
—Oh, sí, ya entiendo —dijo—; un perfecto plan italiano. ¿Y vos qué decís, primo? ¿Queréis que juguemos los floretes quitándoles los botones? Vos apostáis un libro de sermones y yo esta fortaleza ruinosa y las rentas que nadie me pagará. No, la apuesta no parece justa; ¿preferís que incluya a Fiammetta en el premio?
Hablaba en tono de burla, aunque su talante daba a entender que me desafiaba a tomarle la palabra. Pero la Signora ya había demostrado su poder y, pese a estar enojada por su conducta despectiva, no quiso seguir llevándole por ese camino.
—No, Filippo mió —dijo con calma—, el combate sería desigual. El Signor Uberto es hombre de paz y sus tretas de esgrima apenas le servirían con las espadas desnudas. Por otra parte, por poco que valga, me considero demasiado valiosa para ser la apuesta de un asalto de esgrima.
El arranque de malhumor del Conde pasó y éste se volvió hacia Gulston, que había estado mirándonos sin comprender nada durante todo el rato.
—Eric —dijo mi primo—, los hombres dicen que no pueden pescar con sus cañas y que tampoco se ve ninguna ave en las marismas. Ordena que media docena de ellos zarpen en un bote con redes y escopetas y encárgate de que no regresen de vacío.
Al sueco se le mudó el rostro y se trasladó de un rellano al otro.
—Milord —comenzó—, le ruego que considere que los hombres están muy cansados por el trabajo de todo el día y a algunos les asustan las marismas por las extrañas arenas movedizas y el maldito olor. Además, la bruma puede rodearles y hacer que se pierdan en los canales.
El Conde frunció el ceño y profirió un juramento.
—¡Por todos los demonios! —exclamó—; ¿es que soy el capitán de una pandilla de comadres? Esperaba que dijeras eso, pues unos estúpidos cobardes han estado atosigando a los soldados con cuentos de viejas hasta hacerles asustarse de sus propias sombras. Envía a algunos de los que no estuvieron esta mañana y ordénales que se dejen de palabrería o les arrancaré la piel con la vara de los perros.
Gulston se encogió de hombros y nos abandonó sin más; poco después oí que mandaba salir a los soldados de su alojamiento y vi aparecer a cinco de ellos refunfuñando, dos con escopetas de caza y los otros tres provistos de aparejos de pesca y cebo. Aunque estaban acostumbrados a tomar esas salidas como una fiesta, ahora marchaban malhumorados, y si no hubieran sentido la mirada de su amo y sabido que él solía ser mejor que sus amenazas, quizá se habrían negado a ir de pesca. Uno de ellos, recuerdo, se dio la vuelta al llegar a la puerta del cuarto de la guardia y retrocedió como si hubiese olvidado algo; al rato salió con una gran espada ceñida al costado. Mi primo soltó una carcajada y le preguntó si la iba a emprender a tajos y empellones con el bacalao, pero el hombre no respondió. Entonces se levantó un poco de brisa, que desplazó la bruma hacia el mar, y un dorado rayo de sol bañó el campanario anunciando lo que parecía ser otra tarde despejada; al ver de nuevo el sol, los hombres desatracaron su bote con bastante alegría, pues todos eran unos bribones temerarios muy poco dados a sentirse alicaídos. Después partieron, y el Conde les gritó que si traían un buen cargamento de peces o aves no les faltarían licores ni cerveza para acompañar la captura.
Marchamos cada uno a nuestros aposentos; pero antes de dirigirme a mi cámara, paseé por el adarve durante un rato. Desde allí vi cómo la embarcación, ayudada de remos y una pequeña vela, avanzaba a buena velocidad hacia el mar hasta que un cambio de dirección del viento trajo otra vez la bruma y apenas pude ver el bote, que quedó reducido a una mancha negra sobre el agua gris. Al no oír disparos, deduje que no habían encontrado ningún ánade.
Cansado de los marjales grises, me retiré a mi habitación y me tumbé en la cama con intención de descansar durante media hora. En cuanto mi cabeza rozó la almohada caí en un profundo sueño, que debió de durar horas y al principio no fue acompañado de ensoñación alguna; pero al final tuve una pesadilla extraña —consecuencia, como suele ocurrir con tales visiones, de lo que había visto y oído— en la que se entremezclaban de manera insólita diversas fantasías. Soñé que me batía con mi primo y que a cada lado tenía una figura amortajada y encapuchada, que yo podía ver pero el Conde no. Éste se enfadaba y su ataque se volvía más agresivo, como solía sucederle al ver que yo era un contrincante demasiado difícil para él; entonces, la figura situada a mi izquierda estiraba un brazo, retiraba el botón de mi florete y, apuntando su dedo largo y afilado al pecho de mi primo, decía, con una voz de mujer que era la de la Signora: «¡Descargad el golpe! ¡Bien muerto no tiene par!», como dijo Milord de Essex mientras pedía con insistencia la muerte del Conde de Strafford. Después, la otra figura se quitaba la capucha y mostraba el cráneo de un hombre, en cuyas cuencas brillaban los ojos de Maese Pentry, que decía con voz áspera: «¡A mí la venganza, dijo el Señor!», y pretendía detenerme. Pero en mi sueño yo desviaba la hoja del florete de mi primo con un rápido quite y, echándome hacia adelante, le atravesaba el pecho con la estocada favorita de mi maestro italiano; el Conde caía con el pecho chorreando sangre y ésta se convertía en finos zarcillos rojos que se arrastraban sobre las piedras para agarrarme hasta que gritaba lleno de espanto y se oía un trueno enorme. Al despertarme, el sudor me corría por el rostro y los retumbos del trueno aún resonaban en el aire.
Cuando estuve bien despierto, vi que la tarde había caído y por la ventana se deslizaban algunas capas de bruma oscura. Noté un suave olor fétido, que ya conocía, mezclado con el característico tufo de la pólvora, y ello me sorprendió, aunque no por mucho tiempo; al instante la oscuridad del patio se iluminó con un destello rojizo, al que siguió la ruidosa descarga de una culebrina procedente de la puerta, y el humo se juntó con la niebla dando lugar a la aparición de extrañas formas en el patio. Alarmado por lo que ello pudiera significar, me eche la capa sobre los hombros y bajé la escalera a toda prisa; la fortuna quiso que me encontrara con la señorita Rosamund Fanshawe por el camino. Ella estiró la mano y, cogiéndome de la capa, me preguntó qué sucedía, pero no pude decírselo; entonces vi una gran sombra que se abría paso entre la bruma y cuando fui a agarrarla descubrí que era el sueco. A mi pregunta respondió con brusquedad que los pescadores no habían regresado y el Conde estaba disparando el cañón para guiarles a través de la niebla. Así que le dejé marchar y subí al adarve con la señorita Rosamund; al cabo de un rato, oímos el disparo de un mosquete, muy lejano y amortiguado por la bruma, y me alegre de que los hombres volvieran sanos y salvos, pues en aquel lugar solitario y temible hasta el peor rufián parecía un amigo, ya que al menos era humano. Permanecimos atentos, tiritando entre la fría niebla que se espesaba; por fin se oyó otro disparo, algo más cercano aunque todavía distante, y luego otros dos o tres muy seguidos y un tremendo silencio. Poco después, el débil clamor de unas voces, que gemían o gritaban, llegó hasta nosotros; pero de repente enmudecieron y ya no oímos nada más.
Enseguida escuché la voz de mi primo que daba órdenes a los soldados para que encendieran un almenar en una de las torres y así los hombres pudieran dirigirse al castillo; también mandó hacer sonar la campana. Pero no hubo ningún grito o disparo de respuesta durante un par de horas. Después, la bruma levantó un poco y el vigía de la barbacana gritó que veía el bote. Todos se dirigieron al embarcadero y la señorita Rosamund y yo les seguimos; el aviso era cierto, pues pudimos ver una mancha negra que salía de la oscuridad y se deslizaba con lentitud hacia el muelle. Cuando se hizo más grande, no apreciamos ningún vestigio de remos u hombres. Finalmente, el bote golpeó contra el muelle y los soldados llamaron a voces a sus compañeros y se acercaron con antorchas para ver cómo les había ido.
Pero nadie respondió; el bulto negro se deslizó un poco más y, cuando la luz trémula iluminó el interior del bote, vimos que el casco estaba lleno de agua hasta la mitad y había hebras de limo que brillaban como la sangre bajo la luz roja de la antorcha. De los hombres, sus aparejos y armas, y de los peces o las aves que habían capturado, no había el menor rastro; pero, por uno de los costados de la barca, sobresalía la hoja rota de un espadón, incrustada en la madera como si un loco hubiera descargado un golpe brutal. Entonces reconocimos el arma del hombre que había vuelto a coger su espada y supimos que le había aprovechado poco. Ése era el único indicio sobre el posible final de aquellos soldados.