CAPÍTULO VII

De nuestro regreso y el entierro de nuestros muertos

La visión de lo acaecido dejó a la tripulación, e incluso a mí mismo, con pocas ideas sobre lo que se debía hacer o ganas de hacerlo; pues es sabido que muchos hombres, valientes y capaces en otras circunstancias, actúan como peleles en tales situaciones y se muestran dispuestos a obedecer las órdenes de cualquiera que mantenga la cordura. Así ocurrió aquí: los mismos aguerridos soldados que antes me despreciaban por ser un hombre cultivado y medio Roundhead, ahora se inclinaban sobre los remos, acatando mis órdenes y dejándose guiar hacia donde yo quisiera. Pensé que si les mandaba llevarme a tierra no tendrían capacidad para negarse. Pero no quise obrar a la ligera; ¿qué podía hacer en tierra? Maese Pentry estaba muerto y la gran nube de humo negro procedente de Marsham ascendía por la colina. Aquellos pobres hombres, de los que había sido desafortunado embajador, habían sufrido toda la maldad que su tirano podía ocasionarles y no quedaba nadie a quien ayudar excepto la señorita Rosamund; a ella sólo podría salvarla mi presencia en Deeping Hold, mientras que si huía el único beneficiado sería yo. Por tanto, sin más demora, puse rumbo hacia el castillo. No me consideré un héroe por tomar tal decisión, pues la extraña forma en que se había cumplido la profecía de Maese Eldad respecto de sí mismo me hizo creer con firmeza que el resto de sus palabras no caerían en saco roto y la vida me sería dada por botín.

Al cabo de un rato, la oportunidad de escapar que había tenido ya no era mía; pues el sueco, acostumbrado al peligro e incapaz, de impresionarse demasiado por nada que no pudiera ver o manosear, se recuperó con rapidez y empezó a insultar a sus hombres llamándoles hatajo de cobardes y gallinas. Al oírle, mi primo se estremeció en su asiento y se sacudió como un perro al salir del agua, como si quisiera vaciar sus oídos de la maldición que en ellos resonaba. Después, sin decir palabra, me arrebató la caña del timón y nos condujo hacia el castillo. Yo me levanté y me acerqué al cuerpo de Giles Warner, que yacía en un charco de sangre y lodo. Pero no había nada que hacer, pues el hombre estaba bien muerto. Le cerré los ojos, cuya mirada inerte y horrible seguía clavada en el cielo, y me senté en la proa para mirar hacia tierra, donde aún se veía una humareda ascendiendo desde Marsham.

Cuando dirigí la vista hacia la playa, creí que el humo se había extendido hasta cubrir más de la mitad de la bóveda celeste; pero pronto supe que aquello no era humo, sino un nubarrón de tormenta que se había formado en tierra y parecía aún más oscuro debido al sol matutino que nos rodeaba. Mientras observaba, las estrías de un relámpago zigzaguearon sobre un claro de las colinas y el retumbo del trueno llegó hasta nosotros.

Lo inesperado de la tormenta, y su rareza en época otoñal, provocó mi fantasía y casi llegué a creer que aquélla era la venganza del Señor por el crimen y el pillaje. Los soldados, que podían apreciar el desarrollo de la nube tan bien como yo, tuvieron el mismo pensamiento y empezaron a remar con toda la fuerza que el miedo les infundía. Así que muy pronto llegamos al castillo. Cuando rodeábamos la muralla para dirigirnos al fondeadero, el puñado de hombres que había permanecido en la fortaleza comenzó a gritar hacia nosotros y corrió a abrir las puertas. Al pasar por debajo de la torre se abrió un ventanuco y la señorita Fanshawe asomó su cara pálida, que se ruborizó de repente cuando sus ojos se posaron en mí; después volvió a retirarse al interior. Sin saber porqué, el latido de mi corazón se aceleró.

Llegamos a puerto y amarramos las barcas. El Conde se apresuró a ordenar el traslado de los muertos, Giles Warner y los dos que habían caído en la refriega, al interior del castillo, donde debían reposar en un almacén vacío hasta que todo estuviera listo para su entierro. Los demás pusimos pie en tierra y seguimos a mi primo, quien, sin decir palabra, subió hasta la puerta de la casa, en la que estaban la Signora, envuelta en una gran capa oriental, y Pompeyo, que sostenía una jarra y varias copas. Tambaleándose por el cansancio y el apresuramiento, el Conde vació una copa de vino y volvió a llenarla, pero no se le ocurrió ofrecernos un trago ni a mí, que estaba a su lado, ni a Gulston, que se sirvió una copa sin pedir permiso a nadie.

La mujer italiana habló en voz baja, susurrando en su propia lengua, y le preguntó (según deduje) por la suerte de la empresa; él alzó la cabeza y respondió en tono de hastío, «È morto!», hablando, sin duda, de Maese Pentry. El rostro de la Signora se enrojeció y sus ojos verdes se agrandaron y brillaron como los de un gato.

—¿Cómo murió? —preguntó con una sonrisa de placer.

Pero al Conde ya no le importaba el regocijo de la venganza.

—Está donde pronto estaremos nosotros —murmuró, aunque su voz no fue tan débil como para que no pudiera oírla—. La maldición está echada, Fiammetta, ¡está echada!

Tras estas palabras, los párpados de la Signora se cerraron y su rostro se encogió de terror; sin embargo, consiguió dominar su miedo, y estaba a punto de hablar cuando los cielos se abrieron con una llamarada azul seguida por un estruendo, como si el mar y el cielo juntos fueran a derrumbarse.

Pese a haber advertido el crecimiento de la nube negra, la repentina magnitud del relámpago y el trueno me sobrecogieron; pero para los demás fue como si hubiera llegado el Día del Juicio Final. Algunos de los rufianes se tiraron al suelo llenos de miedo y la alocada muchacha de la taberna de Marsham, que estaba de charla con unos soldados, se puso a correr de acá para allá gritando que había llegado el fin del mundo. No obstante, nadie resultó herido ni aquélla era la venganza del Señor, según pudimos comprobar enseguida; pues mientras la mayoría esperábamos algún temible juicio, el siguiente relámpago brilló con amplitud e intensidad en la lejanía, sobre el mar. Esta vez el trueno tardó más en romper y su retumbo fue sordo y no tan violento. En ese momento, un chapaleteo acompañó las primeras gotas de lluvia, que se hizo más tupida hasta convertirse en un susurro sobre las piedras, y todos corrimos a refugiarnos. Me costó bastante esfuerzo llegar hasta la puerta de la escalera y subir a mi cámara, pues el agotamiento y el horror de aquella mañana me habían debilitado; ni siquiera se me ocurrió cambiarme de ropa, y me senté sin más junto a la ventana para contemplar la cortina de lluvia gris que oscurecía las colinas. La tormenta pasó tan de repente como había llegado y el sol volvió a aparecer en tierra firme, donde un delgado hilo de humo aún se elevaba desde la negra cicatriz que fuera Marsham. El aire, que había sido sofócame, se hizo más fresco con la llegada de la tormenta y comenzó a soplar un viento frío desde tierra que me golpeó el rostro; entonces me di cuenta de que estaba mojado y me cambié de ropa. Luego bajé al patio y anduve un rato sorteando los charcos y sin ver a nadie, pues no se habían apostado centinelas.

Paseé durante una media hora, sin alejarme de la muralla pues el aire era frío y húmedo tras la lluvia, y me pareció que el viento tenía un regusto al limo del Agujero; las brisas amainaron, según comprobé por la bandera de la torre, inclinada con languidez en torno al mástil, y subí al adarve para ver si Marsham seguía humeando. Cuando miré sobre las almenas no vi el menor rastro del pueblo ni de las colinas que había detrás, pues una espesa niebla se había adueñado de la marisma y, aunque no había viento y el aire era manso, húmedo y frío, iba acercándose lentamente. Me dio la impresión de que el regusto salado y sepulcral era más intenso que antes; una nube blanca veló la luz del sol y las marismas se me antojaron más solitarias y desoladas de lo acostumbrado.

Mientras contemplaba cómo la bruma avanzaba con sigilo, oí un ruido de pasos en la escalera de la torre; al instante aparecieron la señorita Fanshawe, cubierta con su capucha, y su doncella, la hija del herrero de Marsham. Me apresuré a bajar al patio y, quitándome el sombrero, la saludé. Sin apenas responder a mi saludo, me preguntó sobre los acontecimientos de aquella mañana, y le conté todo lo que aquí consta, si bien preferí no relatar lo que había sucedido tras la muerte de Maese Pentry; porque cuando pensaba en eso, el espanto no me dejaba respirar y el hedor del Agujero me venía a la memoria. Sólo puse interés en hablarle de mi voluntad y esfuerzo por salvar a aquel hombre, y de cómo él mismo había elegido su muerte y la forma en que había ocurrido, pues no quería que la señorita Rosamund me tomara por un cobarde o me creyera reacio a ayudar a mis amigos. No obstante, mi aprensión era innecesaria, ya que, según me dijo después, estaba deseosa de alabar mi valentía pero se reprimió, pues sabía que los hombres valerosos se encogen cuando oyen demasiados elogios sobre sus actos; y acaso yo estuviera tan ávido de escuchar sus cumplidos como convencido de que no los merecía.

También recuerdo que la doncella, una muchacha atractiva que siempre estaba mirando a uno u otro lado con miedo, me preguntó por la gente del pueblo; le dije, con intención de tranquilizarla, que no había muerto nadie excepto Maese Pentry y el tipo alto que había herido de muerte con su hoz a Giles Warner. Se interesó por ese hombre, pero lo único que yo sabía es que llevaba una gorra azul, según pude ver desde la chalana. Al oírme decir esto, la muchacha soltó un grito tremendo y conmovedor y, tras pronunciar un nombre masculino, comenzó a sollozar; cuando la señorita Rosamund le rodeó el hombro con su brazo para consolarla, se apartó de nosotros como una bestia herida y huyó hacia la puerta de la torre. No fue difícil deducir que el hombre que había muerto era querido para ella, quizá su enamorado.

La señorita Rosamund siguió a la doncella con una mirada llena de la más dulce compasión e hizo ademán de salir tras ella, pero la retuve diciéndole que en esos estados de tristeza las mujeres estaban mejor a solas; además, no quería en absoluto perder la oportunidad de charlar con la señorita Fanshawe. Hablamos de esto y de aquello, cosas que no recuerdo, hasta que de repente se puso pálida y empezó a tambalearse, y de no haberla sujetado con mi brazo se habría desvanecido. Se recuperó al momento y me pidió excusas por lo que llamó su estúpida debilidad; y añadió que el desagradable olor del aire le había provocado náuseas y mareo. Ciertamente, el hedor del Agujero había aumentado; cuando alcé la vista, pude ver los primeros celajes de niebla blanca, que asomaban por las almenas como los brazos de un monstruo fantasmal y envolvían el castillo con su vapor malsano, cada vez más denso debido a la ausencia de viento. Pronto el patio se llenó de una bruma, a intervalos más espesa o más ligera, cuyo olor provocaba un malestar horrible y un miedo informe.

—No es más que la bruma de la marisma —dije, aunque mi voz sonó hueca y sin sentido.

La señorita Rosamund asintió con la cabeza y habló de las nieblas que siempre rodeaban al castillo cuando el aire se enfriaba de repente. Pero los dos sabíamos que ésa no era la bruma habitual del mar o el río. Entonces oímos unos extraños lamentos en el aire que venía de tierra; un gran temor se apoderó de mí y me pregunté qué podía ser lo que se aproximaba, pues parecían las voces de los fantasmas que, según la mitología, se agitan sobre la laguna Estigia. Algo blanco se elevó por encima del adarve y pasó rozando nuestras cabezas, y pude ver que aquello no era un espectro, sino una gaviota a la que seguían otras muchas. En un instante, el patio se llenó de aves que revoloteaban alrededor de las torres y describían círculos sobre las murallas, sin posarse jamás y chillando en tono lastimero, como si avisaran con tristeza de algo que nosotros desconocíamos y ellas querían decirnos. Durante unos minutos continuaron volando y gimiendo mientras la bruma se espesaba, hasta que una de ellas tomó un nuevo rumbo y, como atendiendo a una orden, las demás le siguieron hasta formar una nube que se dirigió hacia el mar, donde la niebla era más ligera, antes de desaparecer con sus chirridos. A partir de ese momento, no volvimos a sentir un aleteo en el aire ni sobre el agua de la marisma, en la que siempre había muchas aves gritando y disputándose el alimento.

El chillido quejumbroso de las gaviotas y su posterior huida, como si presintieran algún peligro, nos impresionó de manera extraña: y aunque ninguno de los dos dijo nada, en nuestras mentes había un pensamiento: esas criaturas salvajes, más próximas a los secretos de la tierra y el agua que nosotros, habían venido para advertirnos que escapáramos de algo horrible o para lamentarse de que no lo hiciéramos. La señorita Rosamund, siempre más valiente de lo que era usual en las mujeres y aun en los hombres, sacudió los hombros como para despojarse de su miedo y dijo con voz suave que quizá las gaviotas se habían asustado por algo que había en tierra; entonces subió al adarve para observar y fui tras ella. Sin embargo, no se veía nada, sólo la bruma blanca deslizándose con lentitud sobre las marismas y el roce pausado del agua en la base de la muralla, con alguna hebra de limo gris aquí o allá.

Mientras estábamos mirando, sin descubrir nada que nos explicara por qué habían huido las gaviotas, se produjo un gran revuelo en el patio y vimos aparecer a algunos hombres de la guarnición, que venían hablando entre ellos con sobriedad y en voz baja, utilizando menos palabras soeces de lo que era su costumbre. Después llegó Gulston, que me saludó y preguntó qué hacía allí arriba; le dije que había visto una gran bandada de gaviotas y estaba buscando qué las había asustado.

—¡Por Baco! —exclamó—, como diría la Signora; he oído decir que esos pájaros son los espíritus de los marineros ahogados y es posible que, a su modo, estuvieran cantando una endecha por nuestros soldados. Maese Leyton, hemos formado un grupo para enterrar los cuerpos de los hombres que asesinaron vuestros amigos de Marsham. Sería un gesto de caridad por parte de Vuestra Solemnidad ser nuestro capellán, pues dejamos a nuestros párrocos con Noll Cromwell en el campo de Naseby por ser un equipaje demasiado pesado para nuestras prisas.

Estuve a punto de decirle que se llevara los cuerpos de sus hombres al diablo que ya poseía sus almas, y que hiciera lo mismo con su chanza estridente; pero no quise ceder a la indignación delante de la señorita Rosamund, que había oído todo. Cuando iba a darme la media vuelta y alejarme sin responder, ella apoyó su mano sobre mi manga y vi que sus ojos se oscurecían y se le saltaban las lágrimas.

—¿No vais a despedir a esos pobres muertos con un responso? —preguntó—; es verdad que actuaron con maldad, pero no sabían lo que hacían, y si no les perdonamos en la muerte ni les compadecemos, ¿cómo podemos esperar piedad? Id con ellos y yo me quedaré aquí rezando por sus almas.

Hizo una pausa y en sus labios asomó la sombra de una sonrisa.

—¡Oh, primo! —exclamó—, olvidaba que sois un puritano y debéis tildarme de papista. Sin embargo, ¿creéis que es una equivocación rezar por los muertos? Negué con la cabeza, pues no había tiempo para responder. A decir verdad, desde que empecé a pensar con seriedad en estos asuntos, siempre he creído que las funestas prácticas antiguas de ciertos papistas, que hicieron de las mercedes divinas un mercado, nos han conducido a los protestantes a ser extremadamente severos y a negar un lugar de arrepentimiento tras la muerte a aquellos que, por su juventud o ignorancia, fueron incapaces de encontrar el camino de la salvación. Así pues, me dispuse a acompañar a los soldados, y cuando miré de nuevo a la señorita Rosamund, ésta había inclinado la cabeza sobre la almena y (sin duda) estaba rezando por las pobres almas salvajes de aquellos tres hombres.

Para entonces los soldados ya habían sacado los cuerpos de sus compañeros, envueltos en velas y capotes viejos utilizados a modo de sudarios; tras depositarlos en una de las embarcaciones, desatracamos y remamos a través de la bruma, que no era muy densa, pero a veces impedía reconocer las marcas de referencia. Y los vapores cambiaban de manera extraña, de modo que unas veces podía verse con claridad la superficie del agua, que se abría ante nosotros como un camino gris entre murallas blancas, y otras nos envolvía la blanca oscuridad y volvíamos a percibir el regusto frío del Agujero. Apoyados en los remos cuando la bruma era demasiado espesa, e intentando orientarnos cuando disminuía, nos dirigimos hacia tierra. El propósito de Gulston no era enterrar los cuerpos en tierra firme, cosa que hubiera sido peligrosa, pues los campesinos se habían alzado en armas contra nosotros; nuestro destino era un islote de la marisma que se había elevado unos palmos por encima de la pleamar a consecuencia de una antigua tempestad y se hallaba cubierto de hierba áspera y empetro. Nada más desembarcar, algunos hombres se aprestaron a cavar una tumba en aquella amalgama grisácea de arena y pizarra; y como tenían experiencia en tal labor debido a su práctica en construir fortines en las guerras, pronto hicieron un agujero lo bastante ancho para albergar los tres cuerpos, aunque no muy profundo, pues en aquel terreno enseguida se llegaba al agua. Depositaron en él a sus compañeros muertos, con la solemnidad conveniente, y permanecieron en pie mientras yo pronunciaba parte del Servicio de Difuntos, que conocía bien al haber sido educado en el seno de la Iglesia; conociendo el tipo de hombres que habían sido y la actividad en la que habían encontrado su fin, no pude sacar ánimos para hablar con convicción sobre su recompensa el día de la Resurrección y preferí encomendarles a la infinita compasión del Señor, que siempre supera los límites de nuestros credos y controversias.

Me pareció que algunos hombres se conmovían al oír mis palabras aunque las entendieran poco; uno de ellos, un español de rostro cetrino como el cuero y cosido de cicatrices, musitó a toda prisa sus oraciones con gran devoción. Cuando hube acabado, los hombres empezaron a rellenar la zanja, arrojando tierra sobre los cuerpos, y el español se ocupó de entrelazar dos palos que había traído con la intención de hacer una cruz.

Mientras trabajaban, me quedé observándoles desde la barca, y de vez en cuando volvía la vista para mirar hacia la marisma, donde la bruma empezaba a disiparse. Comenzó a soplar una brisa terral, suave al principio y más fuerte después, y la niebla se deslizó formando extrañas figuras fantasmales; el olor del Agujero se hizo patente en el aire, que corría cada vez con más fuerza, hasta que la fetidez y el frío me hicieron sentir náuseas. Debido al viento, la quietud del agua grisácea junto al islote se convirtió en un chapoteo sobre la orilla; sin embargo, a través del rumor del agua me pareció oír otro sonido. Al principio fue un susurro lejano, pero luego se convirtió en una aspiración ruidosa, como cuando el agua es atraída hacia el inferior de un remolino o una cañería. La bruma se había desvanecido debido al viento, y en el canal que conducía al Agujero se podía ver, aquí y allá, un rápido movimiento en espiral, como un embudo, que se arremolinaba y desaparecía para después volver a aparecer más cerca. Me pregunté qué podía ser aquello y se lo dije a Gulston, que estaba apremiando a sus hombres para que acabaran y pudiéramos marcharnos de la marisma pestilente. Cuando se volvió a mirar, los remolinos del canal habían desaparecido y sólo se advertía la fetidez y algunas hebras de limo que pasaron flotando ante nosotras. Gulston soltó una carcajada y dijo que aquellas aguas estaban llenas de remolinos; después escupió, maldijo el hedor y, sacando del bolsillo una petaca de licor, me la ofreció. Yo no quise beber, pero él echó un trago para aclararse la garganta, según dijo. Para entonces el túmulo estaba acabado; el español se acercó con la tosca cruz de madera que había hecho y, quitándose el sombrero, la plantó en la cabecera de la tumba. Cuando estábamos a punto de marcharnos, el sueco comentó que uno de los lados de la sepultura se había hundido un poco. Cogió la pala de un soldado y arrojó un montón de arena y pizarra sobre el túmulo; después, batió la tierra con el dorso para aplanarla, como hacen los niños cuando construyen castillos en la arena.

En el mismo momento en que golpeaba el túmulo, el lado hundido se desplomó con un fuerte ruido, como si hubiera sido sorbido desde abajo, y donde había estado el montículo surgió un espumoso remolino de arena gris, agua y lodo. Gulston retrocedió dando un grito y se apoyó en la pala; todos nos quedamos absortos viendo cómo el remolino aumentaba y el túmulo desaparecía ante nuestros ojos mientras la cruz, que acababa de ser colocada se balanceaba hasta hundirse con el resto. En ese instante, el español se echó hacia adelante con la intención de salvar su obra y logre detenerle a tiempo, pues el montículo que habíamos levantado y los cuerpos que yacían bajo el habían desaparecido y sólo quedaba un vórtice de agua y arena. Cuando nos asomamos al borde de aquel embudo, el español con ojos de turbación y yo detrás de él agarrándole por el brazo, el remolino pareció sumirse hasta las negras profundidades y se llenó otra vez con un chorro de agua fangosa, en medio del cual pudimos ver uno de los cadáveres, que había perdido su sudario, con las manos extendidas hacia arriba como si quisiera escapar. Aunque el cuerpo estaba cubierto por hebras de limo gris pudimos ver su rostro: era Giles Warner, tal como le había visto muerto; pero los ojos que yo había cerrado con mis propias manos estaban abiertos y tenían una mirada tan espantosa que era imposible soportarla. Mientras seguía observando con asombro, pues no podía apartar la vista, el cuerpo fue arrastrado hacia el abismo y los zarcillos de limo se apretaron como cuerdas a su alrededor; cuando por fin conseguí mirar hacia atras, vi cómo los hombres subían en tropel a los botes, maldiciendo y gritando de pavor. De no haber sido por Gulston, que mantuvo la cordura, nos habrían abandonado al español y a mí sobre los restos desmoronados del islote.

Pronto ganamos el costado de la embarcación, aunque no nos sobró tiempo; porque cuando eché al español, paralizado por el miedo, por la regala y apoyé la rodilla para subir, la tierra firme sobre la que descansaba el otro pie desapareció y tuve que agarrarme al hombre más próximo para trepar hasta la barca. Donde habíamos cavado la tumba sólo quedaba un remolino gris y la cruz del español zarandeada por las aguas.

No pude ver nada más, pues Gulston dio orden de remar y los hombres se entregaron a la tarea, sin preocuparse del rumbo, con el único deseo de alejarse todo lo posible de aquella maldita tumba; de pronto, el viento amainó y la bruma volvió a envolvernos con su blanca sombra. Avanzamos a la ventura, encallando en los bajíos y tanteando con los remos para localizar los canales. Como los hombres estaban turbados por el miedo, podríamos haber vagado por las marismas mucho tiempo si Gulston no se hubiera acordado de su pistola y la hubiera disparado; al cabo de un rato, oímos un disparo de mosquete procedente del castillo, que estaba más cerca de lo que creíamos. Cuando llegamos de nuevo a puerto, los soldados, abatidos por el pánico, se arrastraron hasta su alojamiento; Gulston se quedó conmigo, hablando del extraño remolino que se había tragado a nuestros muertos, y dijo que aquello solo había sido el repentino hundimiento de un médano de arenas movedizas de los que había muchos en las marismas. Fingí asentir a sus palabras del mismo modo que él fingió creerlas; pero mientras el sueco entraba por la puerta, volví la vista hacia el pequeño fondeadero y, al levantar un poco la bruma, me pareció ver una hebra de limo gris serpentear por el espigón rocoso que protegía el puerto y tentar el borde del muelle como un dedo que nos buscara a ciegas. De repente, la aparición se desvaneció. Y no podría asegurar que lo que vi no fue un engaño de la marea.