CAPÍTULO VI

Del final de Maese Eldad Pentry

Siempre he dormido mal en una cama extraña y mi primera noche en Deeping Hold fue una noche inquieta, aunque no hubo más ruido que el rumor del agua al pie de la muralla y, de vez en cuando, los pasos del centinela durante la ronda. Pero me fue imposible tranquilizarme y descansar. En mi duermevela, cualquier sonido me hacía pensar que unos hombres venían a asesinarme; me despertaba sobresaltado y cogía mi estoque, que colgaba del cabecero de la cama, hasta que me daba cuenta de que no había ningún motivo para el terror, pues mi primo no necesitaba actuar a escondidas si pensaba quitarme la vida. Cuando por fin conseguía dormir, me asaltaba alguna pesadilla espantosa y me despertaba gritando, sin poder recordar lo que me había asustado.

Al final pude conciliar el sueño y no me desperté hasta que el sol estaba bien alto sobre el mar y la mañana era tranquila y hermosa. Mientras me vestía con presteza, el mundo me pareció un lugar agradable para vivir. Además, cuando probé a abrir la puerta, ésta cedió con facilidad y salí al patio sin que nadie me dijera nada. Los hombres iban de acá para allá, acarreando madera y agua, o salían decididos a pescar y a cazar ánades, y su aspecto no parecía tan infame como el día anterior. No sé si se fijaron en mí, pues no hicieron el menor comentario jocoso, por lo que pensé que el Conde (al que temían) les había dado orden de tratarme con cortesía, o el tipo al que había vencido la noche pasada les había contado algún cuento sobre mi habilidad con la espada. Así pues, estuve deambulando con bastante agrado por el patio durante un rato hasta que Gulston salió y me dijo que le acompañara a desayunar al salón, donde estuvimos solos mientras Pompeyo nos servía. Hablamos con la precaución necesaria para que el negro no nos oyera y, cuando acabamos, salimos de nuevo al patio. Quería tantear al sueco sobre la posibilidad de lograr un trato con los hombres de Marsham, pero a la primera palabra Gulston me hizo un guiño para que mirara hacia la puerta de la casa, donde Pompeyo tomaba el sol. Cuando alcé la vista por encima del negro, vi una cortina descorrida y el rostro de la Signora, quien, al darse cuenta de que la habíamos visto, nos sonrió y saludó con una inclinación de la cabeza.

Juzgué, por tanto, que debía esperar una ocasión más apropiada para conversar con Gulston, si es que se podía confiar en aquel hombre. Comenzamos a hablar de otras cosas hasta que él dirigió la conversación hacia cuestiones de esgrima y me preguntó por mi maestro italiano, pidiéndome que le enseñara, con el estoque envainado, algunos de los recursos aprendidos en la escuela, cosa que me dispuse a hacer para que la italiana no sospechara. Después de enseñarle una estocada o dos, apareció mi primo y se acercó a saludarme; cuando vio nuestro juego, dijo que nada le agradaría más que le sacaran un par de floretes y cruzar el hierro de modo amigable conmigo, con Gulston como juez. El Conde manejaba el arma bastante bien para ser un soldado, aunque mostraba más fuerza que arte y era más temerario que el sueco, siempre sereno y vigilante; en cambio mi primo se impacientaba con facilidad, pretendía desarmarme a golpes y desperdiciaba su fuerza dando tajos al aire. Pero tenía aptitudes y gozaba con el ejercicio; le enseñé un par de ingeniosos movimientos de quite y respuesta, aunque nada le dije de la estocada Favorita de mi maestro italiano que tanto me había costado perfeccionar, pues pensé que podría ser conveniente reservarla para defenderme cuando el Conde estuviera poseído por su demonio.

Al poco rato se cansó del combate, pues era muy inconstante, y se marchó a sus aposentos; yo me retiré, algo acalorado, para descansar y ver si por casualidad me encontraba a la señorita Rosamund. Pero no la vi hasta la hora de la comida, durante la cual no pudimos hablar con libertad, ya que siempre estuvimos vigilados por mi primo y la Signora o por uno de sus criados. De modo que me puse a hablar de los cuadros y los poetas italianos, los secretos de la naturaleza y los misterios de la alquimia, aunque en esta última mi curiosidad es mayor que mis conocimientos. Así fue pasando el día. Los soldados del Conde regresaron con sus peces y sus ánades, y yo seguí sin aproximarme lo más mínimo a mi objetivo. Sólo a la hora de la cena logramos conversar con menos reserva; mi primo habló de nuestro lance con los floretes aquella mañana, expresando su deseo de que hiciéramos lo mismo al día siguiente, y la señorita Rosamund se dio el placer de burlarse de mi habilidad mientras el Conde la alababa, una manera excelente de afianzarle en el error de que sus dos primos estaban reñidos. Cuando ella dijo que era una locura por mi parte enseñar a otro mis secretos de defensa, me reí y contesté que aún conocía una o dos estocadas que podían sacarme de un apuro. Alcé la vista y vi que la Signora me miraba con atención, de manera extraña, como si estuviera tramando alguna sutil estratagema. Pero no dijo nada y la cena transcurrió sin que se produjera ninguna discusión, pues mi primo estaba más alegre de lo que era usual. Cuando la señorita Fanshawe se marchó a su habitación y Gulston se fue a resolver cierto asunto de la guarnición, el Conde me pidió que entrara a jugar una partida de ajedrez con la Signora, pues él también estaba ocupado. Entre movimiento y movimiento empezarnos a charlar; aparte de otras cuestiones, me preguntó sobre el Lord General Cromwell y su amistad hacia mí, a lo que respondí con verdad, quizás exagerando un poco el valor de la amistad que el general me profesaba. Porque, para ser sinceros, una vez alcanzado su esplendor, Cromwell nunca encontró ocasión para recordar mi nombre, lo que hería mi vanidad pero podía favorecerme cuando el Rey Carlos, que en ese momento dominaba la situación, fuera restaurado en el trono de su padre. No jugamos durante mucho tiempo, pues mi primo regresó y dijo que debía acostarse temprano; así que me retiré a mi habitación y, como esa noche nadie echó la llave después de mi llegada ni la guarnición hizo el ruido habitual, pronto me quedé dormido como un tronco.

Al rayar el alba me desperté sobresaltado, pues la puerta se abrió de repente y media docena de hombres con petos y espaldares, armados de espadas y mosquetones, rodearon mi cama y me ordenaron que me levantara y les acompañara. Mientras me preguntaba qué podía augurar todo aquello, salí de la cama y me puse mi ropa de viaje, de prisa y corriendo bajo la luz de la antorcha que uno de ellos llevaba, les pregunté sobre el propósito de su premura, pero no dijeron palabra; sólo cuando iba a ceñirme la espada, uno de ellos puso la boca de su mosquete contra mi pecho y me dijo que dejara el estoque, cosa que hice, pues habría sido una insensatez discutir con ellos. Cogí mi capa, porque el aire era frío, y bajé escoltado hasta el patio; allí estaba reunida la mayor parte de la guarnición, y el Conde, con una cota de piel y una coraza, les daba órdenes.

Se me ocurrió que tal vez pretendía llevar a cabo su amenaza de fusilarme por traidor, aunque no sabía qué nuevo motivo de rencor podía tener contra mí; y fue una desagradable coincidencia encontrarme frente a una fila de rufianes con teas encendidas. Las primeras palabras de mi primo disiparon mis temores.

—Buenos días, primo Hubert —dijo dirigiéndose a mí—. Debo excusarme por haber roto vuestro dulce sueño, pero el tiempo y la marea no esperan a nadie y debemos aprovechar ésta para llevar nuestra respuesta al Rey Eldad I de Marsham y a sus amados súbditos; vos, como embajador suyo, también debéis asistir a la conferencia.

Cuando supe su propósito, comencé a censurarle con severidad; pero él me interrumpió ordenando a los hombres que me subieran a la barca, por lo que preferí salir a la barbacana por mi propio pie en vez de ser conducido bruscamente por los soldados.

Bajo la luz gris del amanecer pude ver dos embarcaciones balanceándose en el muelle, con uno o dos hombres en cada una; subí a la más cercana y me senté en la popa, arrebujándome en la capa. Los remos ya estaban colocados en los toletes y en la parte delantera de cada barca había uno o dos barriles y un haz de paja, además de una cesta con alimentos y botellas de licor. Al cabo de un rato salieron los hombres, unas dos docenas, y ocuparon sus puestos en las barcas sin decir palabra; por último, llegaron Gulston y el Conde, el primero de los cuales se sentó en la popa de la otra chalana. Mi primo dio un salto y, situándose a mi lado, ordenó desatracar; poco tiempo después estábamos fuera del puerto y la marea ascendente nos impulsaba hacia tierra bordeando la muralla.

Intenté hablar con mi primo, pero ordenó que me callara, pues necesitaba concentrarse para gobernar la nave; ciertamente, no era tarea fácil mantener una embarcación pesada alejada de los bancos de arena. El sueco, que conocía esas aguas menos que su jefe, encalló más de una vez su chalana, aunque pronto conseguía navegar de nuevo. Con ayuda de la marea y los remos no tardamos en llegar cerca de la playa, y me di cuenta (porque la luz aumentaba con rapidez) de que nos dirigíamos hacia el pico del castillo en ruinas que dominaba el Agujero.

Hubo algunos murmullos, pues los soldados que eran de la región sabían la historia de ese lugar por sus madres y se la habían contado a los otros; pero el Conde mantuvo el rumbo.

—¿Conocéis el cuento de viejas sobre este lugar, primo? —dijo en voz baja mientras dirigía la embarcación hacia aquella zona del río, negra y redonda.

—Claro que lo conozco —respondí—; y es un lugar de lo más extraño, idóneo para infundir miedo en el corazón de los hombres, como bien puedo afirmar, pues vine al castillo por aquí.

—¿Y visteis al monstruo?

—No —contesté—; vi algo extraño, o al menos eso creo; algo como una serpiente gris que ascendía desde las profundidades. Pero no sufrí ningún daño, sólo un desagradable olor, como éste —pues estábamos en medio del Agujero y pude percibir el insoportable olor salino del limo, aunque ahora era más débil debido al frío.

Mi primo no respondió, pero gritó a sus hombres que dejaran de remar y cubrieran los luchaderos de los remos para no hacer ruido. Una vez hecho esto, los soldados estaban impacientes por seguir adelante, pues el olor del lugar y el miedo a su negrura les había atemorizado. Antes de dar la orden, mi primo habló al oído de uno de los hombres que había a su lado, que rápidamente me rodeó los brazos con un cinturón y abrochó la hebilla con fuerza sin que yo pudiera hacer nada.

—¿Por qué hacéis esto, primo? —le pregunte indignado por tal ultraje.

—Para salvar vuestra vida, amigo —replicó sin pestañear—; aunque seáis hombre de paz, temo que intentéis precipitaros hacia uno u otro lado y encontréis vuestro fin por causa de una bala o perdáis el favor del Rey Eldad por cooperar con vuestro propio pariente. Ahora ¿queréis que os amordace o me dais vuestra palabra de caballero de que no gritaréis para avisar a los hombres de Marsham? Pero si prometéis hacerlo y rompéis vuestra promesa, os juro por mi espada que os arrojaré a este Agujero con mis propias manos.

Le dije que prefería que me tapara la boca, pues no estaba dispuesto a colaborar en su empresa ni siquiera bajo promesa forzada; entonces se quitó la corbata y la ató alrededor de mi boca para que no pudiera gritar. Después dio la orden de seguir remando, con sigilo, y tras un par de paladas salimos del Agujero y pusimos rumbo hacia la cesta del hachón cuya negra silueta destacaba sobre el cielo gris. Así que llegamos al río y sentimos de nuevo la marea, que nos llevó hacia la aldea. Toda la precaución de mi primo fue vana, pues Maese Pentry era un hombre más cauteloso de lo que él creía. Cuando nos estábamos aproximando al pueblo, la proa de la primera chalana chocó con una cuerda tendida bajo el agua y la arrastró; acto seguido oímos sonar una campana que había colgada en un árbol de la orilla. El Conde profirió un juramento y ordenó cortar la cuerda, pero ya era demasiado tarde.

—¡Malditos bribones orejudos! —exclamó—; han cogido una campana de la iglesia y la han colgado en aquel árbol para dar la alarma. ¡Remad, amigos! —añadió, y tras ello me desató la corbata y me dijo que podía hartarme de vociferar si se me antojaba.

—¿No sería mejor retroceder ahora que nos han descubierto? —sugerí.

—¡No! —rugió—. ¡Mil veces no! ¡Bogad, bogad! ¡Atrapémosles antes de que se pongan los jubones!

Toda pretensión de sigilo quedó desechada, pues después de la campana pudimos oír ladrar a los perros y gritar a los hombres del pueblo al tiempo que aparecían de manera confusa algunas luces en las ventanas. Los hombres se curvaron sobre los remos como si participaran en una regata y en un instante llegamos al embarcadero bajo la iglesia. Allí amarraron las barcas; mi primo saltó a tierra el primero y condujo a la mitad de sus hombres hasta la aldea mientras Gulston daba un rodeo junto a las casas para coger por detrás a quienes presentaran batalla. Pero antes de irse, ordenaron a los hombres de la guardia que me vigilaran con atención, aunque sin descortesía, y me dejaron en la chalana.

Al ser de esas tierras y tener un gran respeto por nuestro linaje, obedecieron la orden. Uno de ellos hasta me ofreció un trago de cerveza holandesa acercándome la botella a los labios; y no me vino nada mal algo que me entonara en aquel frío amanecer. Como no podía hacer otra cosa, me puse a mirar hacia el pueblo para ver qué ocurría; si algunos soldados del Parlamento hubieran llegado hasta aquellos parajes, mi primo podría encontrarse más de lo que esperaba. Sin embargo, pronto me di cuenta de que no había lucha y, según supe después, el ingenio de Maese Pentry solamente había servido para que la mayor parte de sus feligreses tuviese tiempo de escapar a los bosques. Cuando el Conde y sus hombres subieron corriendo y gritando por entre las casas, vieron que las puertas estaban abiertas y no había hombres ni mujeres en su interior; y aunque Gulston y su banda procuraron cortar la retirada de los que huían, sólo pudieron retener a una anciana inválida a la que luego dejaron marchar. El Conde se puso fuera de sí (eso me dijo Gulston más tarde) cuando vio que su estratagema había fracasado y quiso perseguir a los habitantes de Marsham hasta sus refugios; el sueco se opuso diciéndole que perderían la marca y habrían de quedarse medio día mientras los del pueblo reunían a los campesinos de los alrededores para aplastarles en masa. Así pues, debía dar orden de saquear el lugar y regresar.

El Conde tuvo que ceder ante este consejo, que era muy sensato, y los hombres se entregaron al pillaje; pero su cosecha fue exigua, ya que parte del ganado y los rebaños estaban en los campos y el resto había sido conducido a los bosques. Los soldados encontraron algo de pan y tocino y se divirtieron persiguiendo a las gallinas; pero la recompensa fue pequeña. El Conde volvió a ser presa del frenesí y juró que pagarían el engaño como merecían; así que cogió paja de los establos, y madera y brea que los hombres habían trasladado en las barcas, y, para acabar de una vez con este desgraciado relato, prendió fuego a todas las casas y dejó que ardieran.

Todo esto me lo contaron, pero lo demás lo vi. Primero una nube de humo azul, y luego otra, ascendieron por el cielo claro, que amarilleaba por la luz del sol. Cuando la paja empezó a arder, el humo se hizo más denso y oscuro y las llamas se elevaron por encima de los árboles; entonces oí crujir las vigas como si fuera un combate de mosquetes, mientras, de manera desordenada y en grupos de dos o tres, los hombres de mi primo iban llegando, entre risas y mofas, con su pobre botín.

La visión de sus hogares ardiendo debió de enloquecer a los habitantes de Marsham, pues la mayoría se había aventurado a regresar al ver a los soldados abandonar el pueblo y pasó junto a las casas en llamas. Los más prudentes se esforzaron en apagar el fuego, pero los más audaces, llevados por las ansias de venganza, cayeron sobre la retaguardia del grupo liderado por el sueco, armados de piedras, guadañas y horcas. Ante esa acometida, los soldados se volvieron y, con un par de disparos, mantuvieron a raya a los aldeanos, que sólo contaban con un tosco armamento; creyendo que habían atemorizado a los campesinos, los rufianes prosiguieron su descuidada retirada hacia las barcas.

Cuando cruzaban un soto muy espeso por un sendero cercano a la iglesia, se oyó un disparo y uno de los soldados cayó abatido. Trató de escapar agarrándose a los matorrales, pero aún no había dejado de moverse cuando empezaron a salir hombres de la maleza y a abalanzarse sobre los malhechores, que se achicaron ante lo inesperado del ataque. Al frente del grupo había una figura extraña; parecía un antiguo guerrero salido de la tumba —pues llevaba una armadura de escamas de metal que le cubría de los pies a la cabeza y blandía una espada enorme— y le seguían otros hombres armados de hoces y guadañas; antes de que fuera posible dar ninguna orden, habían matado a otro soldado del Conde y herido a tres, de modo que el resto retrocedió. Sólo Gulston, que gritaba a sus hombres llamándoles cobardes, logró arrebatar un mosquetón a uno de ellos y disparar a un tipo grande que iba a golpearle con una hoz; luego arremetió contra el líder con su espada, pero la hoja resbaló sobre las láminas y el guerrero le asestó un golpe, que hubiera sido su fin de no haber llevado un capillo de hierro, haciéndole caer de rodillas y dejándole medio aturdido. Le habría traspasado allí mismo si mi primo, que había vuelto a saltar a tierra al oír ruido de armas, no hubiera cruzado su espada y trabado batalla con él. Estuvieron dando mandobles, lanzando tajos y parando los del contrario, sin llegar a alcanzarse mutuamente, durante un rato, pues aunque el Conde manejaba mejor el arma la cota de aquel hombre era invulnerable. Pero el peso del arnés y el esfuerzo de empuñar su gran espada le agotaron enseguida; mi primo, al verlo, apartó la hoja de su espada, le rompió la guardia y, poniéndole la zancadilla, lo derribó. Los hombres de Marsham que aún quedaban retrocedieron y huyeron por el sendero.

El Conde ordenó trasladar a los muertos y heridos a las embarcaciones, atar al prisionero con cuerdas y conducirle también hasta allí; cuando el valiente guerrero fue llevado hasta la barca en la que yo estaba y le levantaron la visera del casco, pude ver el rostro de Maese Eldad Pentry, enrojecido por el combate y tremendamente agotado, pero sin la menor sombra de miedo.

—Maese Pentry —dije asombrado—, lamento veros en esta situación y no poder ayudaros.

—No lo lamentéis, Hubert Leyton —consiguió decir entre jadeos—; en verdad está escrito, desde antes de la creación del mundo, que así, y no de otro modo, debía acabar. No necesito que nadie diga una palabra en mi favor. No arriesguéis, pues, vuestra vida, porque he tomado la espada y a espada debo morir.

Mientras hablaba, el Conde saltó a la popa de la barca en la que estábamos y ordenó zarpar; y sus ojos se iluminaron al descubrir a su enemigo.

—¡Voto a Dios! —exclamó—, sed bien hallado, Maese Eldad. No creía que pudieseis manejar un pincho tan largo como esa espada; pero ¿de dónde sacasteis vuestro jubón y vuestras calzas de hierro? Esperad, ya lo sé; el muy bribón ha robado la armadura del tercer Conde, mi antepasado, de la cripta de la iglesia. Mirad, mis propias armas labradas en el peto. ¿No había otra cota más humilde que sirviera a este sastre canalla y pretencioso?

Maese Pentry se limitó a esbozar una sonrisa y su intrepidez me asombró.

—Es muy fácil insultar a un hombre atado —replicó—, casi tanto como asesinar a una mujer achacosa.

Al oír esto, el Conde se puso en pie de un salto con la mano en la daga, pero volvió a sentarse, pues vio que Maese Eldad no se inmutaba lo más mínimo.

—No quiero manchar mi acero con sangre plebeya —dijo sonriendo con ironía al prisionero—. ¿Qué decís vos, primo? ¿Qué muerte debemos escoger para el Rey Eldad? El hacha es para los hombres de alcurnia, como el Conde de Strafford y el Arzobispo…

—Sí —precisó Maese Eldad—, y acaso para el señor de ambos… —momento en el que un soldado le dio un golpe en la boca. Pero él siguió sonriendo.

—¿Y si le colgamos con la cota que ha usurpado? —prosiguió el Conde—. ¿O mejor asamos al puerco en la armadura hasta que esté como el chicharrón? —a lo que Gulston y los extranjeros de la tropa asintieron con sonoras carcajadas, pero los ingleses sólo murmuraron.

—Ya que pedís mi opinión, primo —señalé, esperando contra toda esperanza que si no salvaba a Maese Eldad aún podría ofrecerle un respiro o al menos procurarle una muerte digna—, siempre he leído que en la guerra entre dos estados, que es en lo que se ha convertido ésta, aunque con una rebelión civil en sus inicios, es costumbre perdonar la vida al prisionero capturado en combate limpio y abierto, y pedir rescate por él o intercambiarle mediante cartel, según la ley de las naciones.

Mi primo soltó un gritó y me llamó pedante, y el propio Maese Pentry se negó a aceptar mi intercesión, pues su doctrina fanática era para él más preciosa que la vida.

—No, Hubert Leyton —dijo girándose sobre sus ataduras—, entre los hombres leales y los traidores no es posible pedir o dar cuartel, y vuestro pariente es un rebelde declarado contra el Parlamento de Inglaterra; si él estuviera aquí, sentado y atado como yo, tampoco le perdonaría aunque vos intercedierais por él.

El Conde se rió de sus palabras y ordenó a los hombres que dejaran de remar, de modo que las barcas siguieron avanzando a la deriva, una junto a la otra, y vi que nos acercábamos de nuevo al círculo negro del Agujero.

—¡Por Dios que me gusta vuestro espíritu, amigo! —exclamó—; decidme, ¿qué muerte me ofreceríais si fuese vuestro cautivo?

Maese Eldad miró a su alrededor, observando el lugar donde nos encontrábamos, y sus ojos se tornaron grandes y brillantes, como si viera algo invisible para nosotros.

—Creo que este lugar podría orientaros, Philip de Deeping —dijo con su voz áspera y disonante—. Aquí, si la historia no miente, yace vuestro antepasado, de cuyo nombre y maldad sois heredero, y nada me agradaría más que enviaros junto a él.

—¡Bien hablado! —exclamó mi primo mesándose la barba—; y así se hará con vos. ¡Eh! vosotros dos, levantadle y arrojadle en medio de la poza.

Los dos hombres que estaban sentados a ambos lados de Maese Pentry se echaron hacia atrás rezongando, no porque le apreciaran o no estuvieran dispuestos a asesinarle, sino porque al ser de aquellas tierras conocían la vieja historia del Agujero y temían despertar al monstruo que moraba en él; empezaron a balbucear su miedo, mostrándose lastimeros y divididos entre el temor a la Cosa de la poza y a la ira de su amo. Sin embargo, mi primo no les escuchó y señaló a otros dos, quienes, al ser rufianes de las guerras de Alemania y no temer ni a Dios ni a los hombres, se aprestaron a levantar al prisionero. Éste imploró permiso para hablar, que se le concedió entre mofas, y se volvió hacia mí.

—Hubert Leyton —dijo con seriedad como si estuviéramos los dos solos—, no temáis por vos, porque me ha sido revelado que se os dará la vida por botín; ni busquéis vengar mi muerte, ya que, como sabéis, estaba predestinado a ella antes del comienzo del mundo. La venganza caerá, sin duda, sobre el hombre de Belial, y no por mano humana. En cuanto a vos, hijo de la perdición, volved con vuestra ramera y divertíos, porque la vida es breve.

Al oír a Maese Eldad aludir a la mujer italiana, el Conde no pudo aguantar más y cerró la visera del viejo casco, por lo que no volvimos a ver el rostro de aquel hombre; entonces, empujándome hacia atrás (pues aun atado intenté ayudar a Maese Pentry), dio la orden a dos de sus soldados, que levantaron a la figura de hierro por los pies y los hombros, la balancearon tres veces, y a la tercera la arrojaron a la parte central y más oscura del Agujero. El impacto del cuerpo contra el agua salpicó a todos los que estábamos en la barca y nos trajo el olor salino y fétido del limo.

Cuando la agitación de las aguas disminuyó, me asomé con impaciencia por la borda, pues se me ocurrió pensar que podíamos presenciar alguna extraña manifestación. Pero no se veía ni oía nada y no cabía esperar que apareciera nadie; porque ningún hombre, aunque fuese buen nadador y no estuviera atado, sería capaz de emerger a la superficie con una armadura tan pesada. Vi una o dos burbujas, y nada más; finalmente, mi primo mandó que me aflojaran las ataduras y dio orden de remar hacia Deeping Hold antes de que perdiéramos la marea.

Mientras los hombres preparaban los remos, la poza, inmóvil y negra debido a su profundidad insondable, se agitó, y fue como si una fuente lanzara un chorro de limo gris, de olor fuerte y desagradable, desde el fondo; algo negro, parecido a un hombre, surgió del centro del Agujero, hundiéndose y emergiendo de nuevo como una pelota en un surtidor. Gulston, que era quien más cerca estaba, le dio un golpe con un bichero que había cogido y lo atrajo hacia él. Entonces vimos que era de hierro.

—Según parece, el bribón vuelve con nosotros —dijo mi primo—. Súbele, Eric, y veamos si aún sigue con vida.

El sueco, ayudado por los dos hombres que habían arrojado a Maese Pentry al agua (pues el resto no se atrevía a echar una mano), alzó la armadura, que estaba manchada de limo gris. Cuando levantaron la visera, el rostro había desaparecido y en su lugar había una vacía negrura; al mirar en el hueco, sólo encontraron agua y fango. Después cortaron las correas con sus dagas y abrieron los quijotes y las grebas, pero seguía sin haber nada. Hasta que llegaron a los escarpes (pues era una cota completa); en el derecho podía verse lo que había sido el pie de un hombre, aunque los huesos del tobillo habían desaparecido y asomaba la carne desgarrada como en la pinza de una langosta a la que se ha sorbido la molla. Ante esa visión, un gran malestar y estremecimiento se apoderó de todos y mi primo se desplomó en su asiento como un muerto; sólo yo, quizá porque no había intervenido en aquel crimen, tuve la fuerza suficiente para echarme hacia adelante y empujar hasta el agua, otra vez inmóvil y limpia de lodo, ese montón de hierro, fango y carne humana. Entonces grité a los hombres que se curvaran sobre los remos para salir de aquel lugar maldito.

Antes de que lográramos abandonar el Agujero (pues al principio los hombres estaban bloqueados por el miedo), uno de nuestros heridos, creo que Giles Warner, el que había acosado a la señorita Rosamund, se puso en pie de un salto aullando de terror como una bestia y, al caérsele el vendaje que le cubría el muslo, la sangre le empezó a salir a chorros; y así se desplomó y murió, sin que nadie, excepto yo, le prestara la menor atención.