De la señorita Rosamund Fanshawe y mi conversación con ella
Seguí al perezoso Pompeyo a través del patio, caminando tan despacio como él, pues estaba angustiado por el fracaso de mi embajada y me parecía que mi propia insensatez había desencadenado nuevas desgracias. No obstante, por más que buscaba, era incapaz de encontrar cómo podría haberme expresado mejor o actuado más sabiamente. Era seguro que mi plan había resultado aceptable a mi oponente, la mujer italiana, cuya suerte estaba ligada a la de mi primo; y él tampoco lo había tomado tan mal hasta que tuvo aquella visión en la ventana, aunque a partir de ese momento se había comportado como si estuviera poseído por un demonio. Pero no pude irritarme con él del mismo modo que con un extraño, porque empezaba a comprender que el sino de aquel hombre le hacía ser arisco y perverso, igual que al Faraón, a quien Dios le endureció el corazón para que no dejara marchar al pueblo de Israel. Como si alguien me hablara al oído, supe que debía esperar y contemplar el final sin interferir más en los inescrutables juicios divinos.
Cuando llegué a mis aposentos, que consistían en una pequeña cámara entre las paredes de la torre, enrejada como una mazmorra pero amueblada bastante bien para alguien nada inclinado a una vida regalada, me cambié de ropa y miré por la ventana hacia las marismas, en las que el mar había bajado aunque seguía oyéndose su chapoteo a los pies de la torre. El sol, grande y bermejo, comenzaba a ocultarse tras las colinas, y las charcas cenagosas mostraban un intenso color rojo como si en ellas hubiese tenido lugar una carnicería; sobre las aguas se veía una gran nube, parecida a un monstruo que arrastrara sus largos brazos y sus garras por el cielo. Salvo por el paso medido del centinela, y el sonido metálico de su pica contra la piedra cuando daba la vuelta al final de su ronda, la tarde era extrañamente tranquila. Aburrido de mis propios pensamientos y con la esperanza de hablar con alguien, bajé los gastados escalones de piedra que conducían al patio, aunque todavía no era la hora de cenar.
Supuse que los hombres de la guarnición estarían cenando, pues las puertas se encontraban cerradas y no había nadie a la vista a excepción de un centinela en cada muralla. En una habitación del castillo podían verse dos ventanas iluminadas, de las que procedía el sonido de una conversación ruidosa, con risas estridentes, y en una ocasión surgió un grito de mujer, que no era de terror. Creyendo que quizá podría tropezarme con el sueco o con algún otro tipo de los de mejor pelaje, me quedé por allí; y no me equivoqué, pues enseguida salió Gulston de su alojamiento, cercano al cuarto de la guardia, y me saludó con bastante corrección. Nos pusimos a charlar sobre las guerras de Alemania, porque creí más seguro hablar de ese tema que de nuestras propias preocupaciones; logré entretenerle con estratagemas de guerra tomadas de Tito Livio y Polibio, y pude comprobar que le entusiasmaba escuchar y era avispado, aunque poco instruido. Por su voz deduje (ya que era imposible leer su rostro en la penumbra) que su desprecio hacia mí se había atenuado al oírme hablar con conocimiento sobre el orden de batalla; además, tuve la precaución de condescender con él como con una persona de gran experiencia, pues, a decir verdad, sus palabras eran a menudo muy pertinentes. Estábamos charlando sobre la combinación apropiada de alabarderos y mosqueteros, cuando oí unos pasos en los escalones de la torre y me callé para ver quién era; el sueco soltó una carcajada.
—Sólo es el espectro de la fiesta —dijo con su sonrisa acostumbrada—; el fantasma blanco vestido de negro, que se sienta a la mesa, nunca habla y apenas come. Me refiero a la prima de mi difunta Señora, la señorita Rosamund. Quizá le dirija la palabra, porque vos no sois uno de los nuestros. Yo, por mi parte, estoy cansado de verla, aunque es muy frecuente que desaparezca durante varios días. Os presentaré.
Pero no hicieron falta sus buenos oficios, los cuales, me temo, hubieran sido de poco valor con la señorita Fanshawe. Porque mientras ella permanecía indecisa en la puerta de la torre, apareció un rufián de la guarnición, borracho, que había sido enviado con la cena del centinela y venía haciendo eses por el patio; bien porque la confundió con una doncella, bien porque había bebido demasiado para poder distinguir nada, el tipo la agarró por el brazo e intentó besarla. Ella consiguió librarse dando un grito de repugnancia más que de miedo, pero él la persiguió, y como el alcohol estaba en su cabeza y no en sus piernas, logró acorralarla en un rincón de la muralla; cuando estaba a punto de atacarla de nuevo, corrí en su ayuda y, cogiendo al bribón por el cuello, lo eché a un lado. Entonces profirió un par de juramentos, desenvainó su espada y se fue a por mí; la señorita Rosamund pidió ayuda a voces, pero el sueco permaneció impasible, mofándose.
Yo también desnudé mi arma, pues desconocía la habilidad de aquel hombre en el arte de la esgrima; pero en cuanto vi la rudeza con que manejaba la espada, desdeñé la posibilidad de herirle y practiqué una treta que había usado a menudo con mis inexpertos amigos de Cambridge. Manteniéndole alejado algunos pasos, hice como si abriera la guardia y, cuando se lanzó hacia mí, desvié la hoja de su espada por debajo de mi brazo izquierdo y trabé su empuñadura con el costado al tiempo que con la mano derecha ofrecía la punta de mi estoque a su garganta. El tipo soltó la espada y retrocedió tambaleándose, con tan mala fortuna que tropezó con el talón en una piedra y cayó al suelo; y así se quedó, embobado. Tras esto, Gulston se rió sorprendido y se acercó a mí.
—¡Espléndido, puritano! —exclamó—. Verdaderamente, para ser hombre de paz, tenéis cierta destreza con vuestra arma. Pero ¿por qué no matasteis a este bellaco? —preguntó antes de dar un puntapié a aquel hombre, que todavía estaba aturdido por la bebida y la caída. Y añadió:
—Giles Warner, ¡levántate y dame tu espada!
Cuando el tipo obedeció, Gulston le dio un golpe en la mandíbula con el puño del arma y los dientes le castañetearon. Luego, ordenándole que envainara su espada y jamás volviera a sacarla hasta que hubiera aprendido a distinguir entre la empuñadura y la punta, le condujo al cuarto de la guardia y me dejó a solas con la señorita Fanshawe.
La dama había permanecido inmóvil en la penumbra después del primer grito, pues (según me dijo más tarde) se dio cuenta de que el hombre no podía herirme; pero luego se acercó a mí y me puso la mano en el brazo. Sus primeras palabras me sobresaltaron, pues parecían un eco de la pregunta del sueco.
—¿Por qué no le matasteis? —dijo de repente, y vi brillar sus ojos bajo la sombra de su capucha.
La dureza de sus palabras me impresionó de manera extraña, pues su voz era dulce y suave y no parecía apropiado que ella hablara con tal ira y odio; al principio balbuceé y me fue imposible encontrar palabras para responderle. Además, tampoco sabía cuáles eran los sentimientos de cólera o pesar que le habían perturbado hasta entonces. No obstante, logré decir algo así como que aquel tipo no era más que un pobre borracho y no merecía la muerte por su torpeza; pero ella me interrumpió como si estuviera fuera de sí.
—¡Oh! —exclamó—, si yo fuera hombre, los mataría a todos, ¡a todos! Pero vos sois tan frío como los demás y no tenéis agallas para vengar un agravio.
—Si no me hubiese parecido tan fácil —dije, pues no quería que me considerara mejor de lo que era—, tal vez habría encontrado el valor necesario para herirle.
A decir verdad, sólo habría tenido que tender la punta de mi espada para que él se echara encima.
—Pero me alegro de haberle perdonado la vida aunque sólo sea por desprecio —añadí—; porque no es bueno derramar sangre por una disputa privada cuando Él ha dicho: «A mí la venganza, yo haré justicia».
—¡Oh! —exclamó débilmente, como si un sollozo se entremezclara con sus palabras—; los hombres son todos iguales, y cuando una mujer es agraviada sólo saben aconsejar paciencia y hacer un comentario jocoso o soltar una cita como quien arroja calderilla a un mendigo. Estoy harta de ellos.
La brusquedad de su lenguaje contra mí, aunque seguramente era fruto del funcionamiento de un cerebro sobreexcitado, me impresionó de manera singular, pues pensé que si la otra persona del castillo —no diré virtuosa, pero no entregada del todo a la iniquidad— me interpretaba mal, aquello podía presagiar lo peor para nosotros dos. Además, no sé por qué, me llegó al alma que me hubiera tildado de frío e insensible a su adversidad, tanto más cuanto que me sabía una persona de espíritu timorato. Cuando estaba a punto de darle explicaciones para que me disculpara, la gran campana de la torre anunció la hora de la cena y la señorita Fanshawe, recogiéndose las faldas, se apresuró a dirigirse al salón y no pude hablar con ella hasta que estuvimos dentro.
Mi primo acompañaba a la Signora hasta la silla de respaldo alto situada junto a la suya, donde la Condesa acostumbraba a sentarse y la luz del sol había trazado la figura de un fantasma con sangre en el pecho hacía solo unas horas. La señorita Rosamund observó a la Signora mientras se sentaba y me pareció percibir un profundo desprecio en los ojos de ambas. El Conde me saludó de manera afable y me presentó a la señorita Fanshawe como a una invitada distinguida; después, hizo que me sentara al lado de la Signora y ensalzó mis virtudes como pariente y erudito. Ella tampoco fue parca en adulaciones y palabras agradables, para las cuales tenía una habilidad muy superior a la habitual entre las mujeres, y me fue difícil recordar que había sido hecho prisionero por falta de lealtad. Pude ver que la señorita Rosamund me miraba con desdén mientras fingía prestar atención al discurso ramplón de Gulston, nuestro único acompañante en la mesa. La comida era poco apetitosa, con sabor a rancho militar, aunque bien servida por Pompeyo y dos soldados, que eran los criados del Conde: sólo el sueco, habituado a las dificultades de la vida, comía y bebía con avidez, como quien espera no volver a disfrutar de otra comida hasta después de mucho tiempo. Había buenos caldos de la Gascuña y de las islas Canarias, aunque mi primo prefería el vino español y bebía más que comía; la Signora probaba con melindre algún que otro bocado mientras la señorita Rosamund se limitaba a aparentar que comía. Mi primo no se había olvidado de ella y, de pronto, con una amabilidad que no parecía en absoluto fingida (porque su humor cambiaba como el viento), se inclinó hacia adelante y llenó su copa con vino de la Gascuña, pidiéndole que bebiera a la salud de su honorable invitado y primo común de ambos; después ordenó a Pompeyo que me sirviera vino para que pudiera devolver el brindis, bebió a mi salud y pidió a la Signora que hiciera lo mismo. Pero ésta se excusó con delicadeza, diciendo que le correspondía a mi pariente brindar antes que a ella, que era sólo una simple extraña. En cuanto al sueco, no había podido esperar a las refinadas reglas de protocolo y, tras saludarme con un movimiento de cabeza, había vaciado su copa de un trago tan pronto vio los labios del Conde rozar la suya.
Observe que a la señorita Rosamund la había indignado la falsa humildad y deferencia de la italiana, y su semblante pasó de la palidez al sonrojo cuando vio que todos los ojos se fijaban en ella. Sin embargo, logró controlar su indignación y alzó la copa rebosante con mano firme.
—Me parece, señorita Bardi —comenzó con frialdad, dejando caer sus palabras con lentitud como haría un medico con una medicina amarga—, que si habéis sido capaz, de vencer vuestra humildad para sentaros en la silla de mi difunta prima, bien podríais aventuraros a brindar antes que la afligida pariente de milord. No obstante, no sólo no os contrariaré, sino que incluso brindaré por mi buen primo como corresponde a sus méritos y le desearé muchas veladas tan alegres como ésta.
El Conde frunció el ceño y murmuró algo mientras la italiana miraba a la señorita Fanshawe entornando los ojos; pero Gulston intervino con una de sus sonoras carcajadas y nos pidió que hiciéramos chocar las copas según la costumbre alemana. Mi prima se puso en pie con una sonrisa y alargó su copa sobre la mesa. Yo hice lo mismo y, no sé si casualmente o adrede, pues tampoco quiso aclarármelo después, ella estrelló su copa contra la mía con tal fuerza que ambas se rompieron y el vino le manchó el vestido de rojo sangre.
El Conde se levantó de un salto, con el rostro descompuesto como el de un loco, y estalló en un torrente de maldiciones y palabras soeces que no me atrevería a repetir aunque las hubiese oído con claridad; entonces cogió un cuchillo de la mesa y mostró su intención de clavárselo a la señorita Rosamund, que permaneció inmóvil con el pie de la copa en la mano y sin retroceder. Antes de que yo pudiera reaccionar, la Signora agarró la muñeca de mi primo e hizo una seña a Gulston, que se acercó a él y le quitó el cuchillo. Ya casi había recuperado la cordura y estaba avergonzado de haberse dejado dominar por la cólera en su propia mesa —acaso más avergonzado de lo que hubiera estado por faltas mucho peores, pues era hospitalario como la mayoría de las personas desprendidas.
—Primo Hubert, y vos, señorita —dijo mirando a la joven, que no respondió—, últimamente estoy de muy mal humor y cualquier cosa me altera. Ruego me perdonéis si os abandono antes de lo previsto.
Volvió a mirar la mancha del vestido y un fuerte escalofrío recorrió su cuerpo. El sueco, ayudándole a levantarse, le acompañó hasta la puerta; la Signora les siguió, y la señorita Fanshawe y yo nos miramos a través de la mesa sin movernos. Pompeyo, como si ya conociera estas situaciones, cogió la jarra de vino español y se dirigió a los aposentos de mi primo mientras los sirvientes recogían la mesa porque la cena había terminado. La señorita Rosamund no se movió ni habló hasta que hubieron barrido los trozos de vidrio y retirado el mantel, y nos quedamos solos.
—Lo siento por vos, primo —dijo—; aunque esta noche milord está más agitado que de costumbre, es posible que asistáis a ataques de ira semejantes en días venideros. Debería haberme quedado en mi cámara, pues tengo la desgracia de irritarle con frecuencia. Lástima que la señorita Bardi fuera tan rápida; de lo contrario se habría librado de mi compañía para siempre y vos habríais podido hablar de los poetas italianos con ella, que tanto disfruta con vuestra erudición.
El desdén con que dijo esto me dolió en el alma y estiré mis brazos hacia ella con vehemencia.
—¡Por todos los santos! —exclamé—, ¿por qué tenéis tan mal concepto de mí? Soy como un hombre al que han arrojado a una mazmorra oscura, en la que oye un siseo de serpientes y no sabe dónde pisar. Dios sabe que no pretendía hacer este viaje y que vine con la única voluntad de ayudar a la pobre gente de Marsham a salir de sus apuros; ahora mi intervención lo ha empeorado todo, pero mi intención era buena. Aquí soy un prisionero como vos, prima, y no un adulador ni un parásito dispuesto a aguantar el humor de los malvados. Pero ¿qué le voy a hacer? Debo hablarles con cortesía o pondré en peligro no sólo mi propia vida, sino otras más importantes; puede que sea cobarde, pero soy un hombre leal, y si pensáis que soy un villano me volveré loco.
Mientras hablaba, al principio me miró con frialdad, por lo que su desdén me hizo ser más vehemente de lo que era mi costumbre y casi llegué a llorar; mas cuando ya desesperaba de ganar su confianza, vi que el semblante le cambiaba de un modo maravilloso, los ojos se le hacían más grandes y oscuros y su pecho se agitaba como si se ahogara por falta de aire. Parecía que iba a romper a llorar, y eso es lo que quizá hubiera hecho cualquier mujer sin tanta nobleza. Sin embargo, se limitó a ofrecerme sus manos, que yo, complacido, estreché entre las mías.
—Primo Hubert —dijo, y me agradó que recordara mi nombre—, perdonadme que dudara de vos. En esta casa de muerte, donde los hombres murmuran por los rincones, no sé quién es amigo o enemigo, apenas distingo un ser vivo de un fantasma o un diablo y creí que erais otro espía como el sueco.
Le hice una seña para que guardara silencio, pues la puerta del aposento del Conde se había abierto con sigilo y salía Gulston. No sé si el sueco llegó a escuchar las últimas palabras, pero cuando vio que le estábamos observando se acercó con aire despreocupado, tarareando una canción, mientras Pompeyo corría la cortina tras él.
—¿Qué, todavía discutiendo? —preguntó con ligereza.
A la vista de la situación, podíamos ser tanto amigos como enemigos, pues dudo que el desorden de mi cerebro se reflejara en mi rostro.
Al escuchar sus palabras se me ocurrió que podía ser conveniente dejar que siguiera en su error, pues le consideraba más astuto que malvado. Por eso, de acuerdo con su conjetura, y pensando que no juzgaría a un simple hombre de letras capaz de ser lo bastante sutil para fingir, le contesté con rapidez.
—En absoluto —dije—, me niego a discutir por el mal genio de una mujer, aunque me ha costado una copa llena de buen gascuña. Sólo le estaba diciendo a la señorita Fanshawe que milord tenía sobradas razones para enojarse y que, incluso en Cambridge, me molestaba ver cómo se desperdiciaba de forma innecesaria el buen vino, pues es posible que lleguemos a necesitarlo cuando el castillo sea asediado.
Añadí otras cosas semejantes que no recuerdo ni merece la pena citar, pero que servían a mi propósito. Al principio, el rostro de la señorita Rosamund, que yo podía entrever a la luz de la vela, y el sueco no, por estar detrás de ella, mostró tensión y desprecio por mi osadía al reprenderla, y temí que su mala opinión de mi persona se impusiera de nuevo. Pero al cabo de un rato sus ojos se iluminaron y sonrió para indicar que había comprendido mi táctica. Con el mismo tono frío de antes, aunque con un mayor desdén que yo sabía fingido, me espetó que me guardara mis reprimendas para los mozos de comedor de Cambridge y mis excusas para aquellos de los que esperaba favores, dicho lo cual salió del salón hecha una furia y me dejó a solas con Gulston.
—¿Veis como es cierto lo que dije? —comentó el sueco mesándose su amarillenta barba—; esta noche está hecha una fiera, aunque me asombra que vos la hayáis alterado tanto. Si hubiéramos tenido una muchacha semejante en el campamento de Alemania la habríamos domado pronto; pero milord es demasiado considerado con las mujeres y la joven tiene cierto parecido con su difunta esposa, aunque puedo aseguraros que no es ninguna santa. Si queréis conservar la cara libre de arañazos, haríais bien en rehuir a la señorita Rosamund.
De ello deduje que el sueco había intentado entretenerse con picardías, a la manera de los de su clase, y se había encontrado con el recibimiento que me podía imaginar; y ese comportamiento no mejoró mi opinión de él.
—Bueno —repliqué con tranquilidad—, no estoy enfadado, sino entristecido de ver a una persona tan joven y agradable con una mente tan díscola; estoy dispuesto a persuadirla para que su temperamento sea más dócil y femenino. Y no quisiera que le hicierais daño, aunque os provoque; es un rehén como yo, y está comprobado que los rehenes hacen que la impaciencia por atacar una plaza sitiada disminuya, e incluso salvan a quienes les retienen cuando éstos están en apuros.
Recogió mis palabras tal como yo pretendía, y se puso a jugar caprichosamente con la empuñadura de su espada mientras salíamos del salón.
—¿Creéis entonces que nos van a asediar? —preguntó con cierto nerviosismo.
—A menos que las fuerzas del Rey se recuperen, es muy probable —respondí—; los generales del Parlamento sin duda sabrán de nosotros y enviarán sus tropas a atacarnos.
—¡A atacarnos! —repitió—. Vos no sois de los nuestros, sino más bien de su bando, y no tenéis nada que temer.
—Perdonad —dije sonriendo—, pero nunca he oído decir que una bala de cañón tenga la delicadeza de elegir dónde o a quién debe golpear, ni que los rehenes se hayan cebado mientras la guarnición se muere de hambre. Antes bien, espero ser devorado el primero cuando las provisiones falten. Y no soy un Roundhead, pues el propio Cromwell me pidió que sirviera a su lado y no quise. Sería muy capaz de dejarme morir aquí y demostrar su amistad hacia mí ideando nuevas formas de agonía para vos y vuestros hombres.
—Vuestras palabras tienen algo… —murmuró mientras se volvía hacia la puerta de su alojamiento—. He de hablar con vos otra vez, pero no ahora, pues Pompeyo está en la puerta de la casa y espía a la Signora y a los demás por encargo de milord, o a milord y a los demás por encargo de la Signora, una de dos. ¡Buenas noches!
Dicho esto, se marchó y yo me fui a mi cámara, complacido de haber ganado algún terreno y con la esperanza fervorosa de poder salvar a la señorita Rosamund y a mí mismo a pesar de mi primo, y a éste a pesar de sí mismo.
Llegué hasta la puerta de la torre, donde una tea encendida alumbraba la escalera, y cuando iba a cruzarla oí una voz débil que me llamaba desde la penumbra de la pared. Enseguida supe que era la señorita Rosamund.
—Sólo tenemos un momento, porque la guardia vendrá pronto —susurró con rapidez—. ¿Hice bien la fiera ante aquel sabihondo, primo? ¿Hemos logrado despistar al sueco?
Le dije que sí, al menos eso creía, y que parecía haber disensiones en la guarnición y esperanza de conseguir algo ventajoso; le pregunté cómo la trataba el Conde y si había algún modo de escapar del castillo.
Contestó, apresuradamente y buscando a la guardia con la vista, que no la trataban mal y que tenía a una muchacha, la hija del herrero de Marsham, a su servicio, pero que tenía miedo de milord y de la Signora, sobre todo de esta última, pues se dedicaba a la hechicería y quizá también a los venenos, y sin duda había urdido la muerte de la Condesa por medio de sus propias artes y la violencia del Conde.
—Me dijeron que había muerto de una hemorragia —señaló entre sollozos—, y la verdad es que llevaba mucho tiempo con achaques. Pero no vi cómo murió; aunque, si no fue asesinada ¿por qué sufrió milord un ataque de locura cuando vio el vino derramado o aquella sombra sanguinolenta en su silla? Primo, si no me sacáis de esta maldita casa acabaré loca.
—¡Ay! —exclamé—, el bote en el que vine está hecho astillas, y si intentáramos nadar hasta tierra nos perderíamos y nos hundiríamos en el fango; pero espero poder formar un grupo con hombres de la guarnición o encontrar a alguien que a cambio de prometerle dinero o respetarle la vida nos proporcione un bote. No veo otra esperanza, salvo en la mano del Señor y en nuestra paciencia.
—¡La mano del Señor! —exclamó con más tristeza que burla—. Nada de eso; si tenemos que esperar a que los cielos se abran y caiga fuego sobre los malvados podemos morir de viejos. Y no me pidáis paciencia, pues he visto cómo acabaron la piedad y la resistencia de mi prima.
Me dio pena escuchar palabras tan rebeldes de su boca y estaba dispuesto a convencerla de que debía cambiar de actitud; pero antes de que pudiera pensar algo que decirle, oí ruido de armas y unas fuertes pisadas que cruzaban el patio.
—¡Viene la guardia! —susurró— y no deben vernos juntos. Buenas noches, primo —añadió cogiéndome la mano y soltándola con rapidez para subir las escaleras en silencio. Yo la seguí más despacio, recorriendo a tientas el camino hasta mi cámara.
Cuando encendí una vela y miré alrededor, observé que la llave había desaparecido de mi puerta y no había modo de cerrarla desde dentro. Sin embargo, recordé que había un cerrojo que ofrecía cierta seguridad ahora que todas las personas de la casa, menos una, podían considerarse enemigas. Así que, sin otra cosa que hacer, me dispuse a acostarme; antes de tumbarme, oí ruido de pasos en la escalera y vi el resplandor de unas antorchas por la rendija de la puerta. Alguien metió una llave en la cerradura y la giró, y entonces supe que iba a ser un auténtico prisionero hasta la mañana siguiente. No obstante, me acerqué a la ventana y la abrí para ver si por casualidad había alguna salida; pero los barrotes eran demasiado estrechos para que un hombre pudiera deslizarse entre ellos y, aunque corroídos por el viento marino, parecían gruesos y fuertes y estaban bien sujetos al muro. Permanecí así durante un rato, contemplando la noche, cuyas estrellas estaban veladas por la bruma y soplaba una fría brisa terral. Al final cerré la ventana, pues me pareció percibir el olor del limo del Agujero, aunque es probable que fueran algunas algas o peces muertos depositados por la marea junto a la muralla del castillo.